Gianni Rodari
Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por
la calle pasó un hermoso anciano con lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose
en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.
Claudio fue presuroso a recogérselo
y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:
–Gracias, pero no me sirve. Puedo
caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo –y sin esperar respuesta se alejó, y
parecía menos encorvado que antes.
Claudio permaneció allí con el
bastón entre las manos y no sabía qué hacer. Era un bastón común de madera, con
el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó
dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo, montó a horcajadas
el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro
negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del
patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.
Cuando Claudio, un poco maravillado
y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un
bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo,
sino el mismo mango encorvado.
–Quiero probar de nuevo –dijo Claudio,
cuando logró recobrar el aliento.
Montó de nuevo el bastón, y esta
vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas, y el patio era un
inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos,
para ver aparecer el oasis.
“Ciertamente es un bastón encantado”,
se dijo Claudio, montándolo por tercera vez. Ahora era un automóvil de carreras,
todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa,
y Claudio llegaba siempre el primero a la meta. Después, el bastón fue una motonave
y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que
surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
Cada vez que Claudio ponía el pie
en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico. La tarde pasó rápida entre aquellos
juegos. Hacia la noche Claudio se asomó a la carretera, y he aquí que ve al viejo
con lentes de oro. Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada
especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.
–¿Te gusta el bastón? –preguntó
sonriendo a Claudio.
Claudio creyó que se lo pedía,
y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.
–Tenlo, tenlo –dijo–. ¿Qué hago
yo con un bastón? Tú puedes volar, yo solo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro
y será lo mismo.
Y se fue sonriendo, porque no hay
persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.
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