Ángel Olgoso
El ojo derecho me cuelga a la altura del pómulo.
Las ametralladoras nos barrieron del parapeto. A Le Brun y a mí. Caí bocabajo
en el barro. Oscuridad, acógeme entre tus brazos. Hacerme el muerto. Aquel
crujido era la bala volándome el hueso orbital. Intento devolver el ojo a su
lugar sin delatarme. Parece un amasijo de muelles blandos. La aviación nos
había bombardeado de nuevo a la salida del sol. El capitán d’Herbelot se
disgregó en miles de pequeños d’Herbelot. El miedo no es negrura si antes has
conocido el espanto. Thierry perdió los brazos mientras los estiraba en un
bostezo de cansancio. Comimos ratas que sabíamos devoraban cuerpos de soldados
muertos. Amortajamos miembros amputados. Hilamos tripas y las repusimos en sus
cadáveres coronándolas con las fotos de sus novias sonrientes. Cada uno de
nosotros, espectros raquíticos y aulladores, conocía en vida el nombre de su
infierno: el bosque Prijmadin, la plaza de Altsattl, los pastizales de Na
Mustku, el río Týna, la colina Podêbrady. Ha vuelto a desprenderse el globo
ocular. Lo empujo al fondo de su cavidad con un lentísimo amago, intentando no
descubrirme. Dios delante y yo detrás. En uno de los últimos ataques, Litvak el
Pelícano levitó en el aire con la explosión del mortero y pude contemplar momentáneamente
el revés entero de su piel. Litvak el Pelícano fumaba picadura de primera.
Camaradas que eran borbotones de rabia, miedo, astucia, lealtad, locura, y una
fracción de segundo después caparazones vacíos, hollejos, remolinos de carbón y
fosfato. Permanezco inmóvil. Bocabajo. La náusea llama convulsamente a mi
puerta. La dejo entrar y se acomoda en la mesa junto al dolor. Decrece el ruido
sordo de los impactos contra los sacos terreros. Mi ojo izquierdo,
entreabierto, asiste toda la tarde a desfiles de chinches y hormigas y
cucarachas. No hay paisaje en esta sala de máquinas de la historia, en esta
artesa para matanzas. Sólo raciones de sangre. Macutos de barro. Cantimploras
de secreciones. Trincheras de vendas y delirios. Pienso en la pureza, en una monja
de hábitos blancos y toca almidonada que acaricia mi frente con un beso
incomparablemente dulce y consolador. Pienso en la imprecisión del dedo meñique
de los pies. Se acerca el enemigo entre los escombros. Lo olisqueo. Tiemblo. La
muerte es sólo un día más, nos arengaba el capitán d’Herbelot antes de
desintegrarse en su halo. Un día más, quizá, pero interminable. Siento pánico.
Doy la espalda a las ráfagas perdidas de los francotiradores, a los
lanzallamas, al imperceptible y concluyente disparo de los rematadores de
heridos. Llega la noche, como aturdida. Horas apiladas en frías capas de
agonía. Temo también una paletada de cal sin previo aviso. Dormir. Visto desde
arriba, mi cuerpo hace nido. El párpado restante se me cierra de sueño, de
agotamiento, de asco. Pero lo que más empavorece a este cobarde, a este
desertor, es la infinita maldad del amanecer.
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