Isaac Bashevis Singer (Polonia)
I
A
las tres de la tarde aproximadamente, Bessie Popkin empezó a arreglarse para
salir a la calle. Salir llevaba consigo muchas dificultades, sobre todo si era
un caluroso día de verano; primero, tenía que hacer entrar su cuerpo grueso en
un corsé, conseguir que sus pies hinchados entraran también a la fuerza en los
zapatos, y peinarse. Bessie se teñía el pelo en casa y lo tenía indomable,
lleno de vetas de todos los colores, amarillo, negro, gris, rojo. Luego tenía
que asegurarse de que mientras estaba fuera, sus vecinos no entraran en el
apartamento y le robaran la ropa de casa, la de calle, los documentos, o
sencillamente que le alborotaran las cosas y las hicieran desaparecer.
Además de atormentarla los humanos, Bessie
también era víctima de demonios, duendes y Poderes Malignos. Escondía sus gafas
en la mesilla de noche y las encontraba en una zapatilla. Colocaba el frasco de
tinte para el pelo en el botiquín y días más tarde lo descubría bajo la
almohada. Un día dejó una olla de borsch en el refrigerador, pero el invisible
la sacó de allí y, después de mucho buscarla, Bessie se topó con ella en el
armario de la ropa. Sobre la superficie flotaba una espesa capa de grasa que despedía
un olor a sebo rancio.
Lo que llevaba pasado, las faenas que le
habían hecho y las luchas que había de sostener para no parecer o volverse
loca, sólo Dios lo sabía. Había quitado el teléfono porque chantajistas y
degenerados la llamaban día y noche para que les revelara secretos. Una vez el
lechero puertorriqueño intentó violarla. El muchacho que hacía recados en la
tienda quiso quemar sus pertenencias con un cigarro. Para desalojarla del
apartamento de renta controlada donde llevaba viviendo treinta y cinco años, la
compañía y el portero habían infestado sus habitaciones de ratas, ratones y
cucarachas.
Bessie se había dado cuenta hacía ya mucho
tiempo de que ningún medio servía para luchar contra aquellos que se empeñaban
en hacerle daño: ni la puerta metálica, ni la cerradura especial, ni las cartas
a la policía, al alcalde o al FBI, ni siquiera al presidente que estaba en
Washington. Pero mientras uno siguiera respirando, tenía que comer. Todo
requería tiempo: revisar las ventanas, comprobar los respiraderos del gas,
cerrar los cajones. El dinero que tenía en billetes lo guardaba en volúmenes de
la enciclopedia, en copias atrasadas del National Geographic, en los
antiguos libros mayores de Sam Popkin. Los bonos y las acciones los había
escondido Bessie entre la leña para la chimenea, que nunca usaba, y también
debajo de los asientos de los butacones. Las joyas las había cosido en el
interior de los colchones. Años atrás, Bessie había tenido cajas de seguridad
en los bancos, pero se había convencido hacía mucho de que los guardias tenían
llaves maestras.
A las cinco más o menos Bessie estaba
lista para salir. Se miró por última vez al espejo: era baja, ancha, con la
frente estrecha, la nariz achatada y los ojos semicerrados, como los de un
chino. De su barbilla brotaba una barba blanca y rala. Se había puesto un
vestido estampado descolorido, un sombrero de paja deformado con adornos de
cerezas y uvas de madera, y unos zapatos viejos. Antes de marcharse inspeccionó
por última vez las tres habitaciones y la cocina. Por todas partes había ropa,
zapatos y montones de cartas que Bessie no había abierto. Su marido, Sam
Popkin, que había muerto hacía casi veinte años, había liquidado su negocio
inmobiliario antes de morir, porque estaba a punto de retirarse y quería
marcharse a Florida. Le dejó acciones, bonos, libretas de depósitos de cajas de
ahorro y algunas hipotecas. Incluso ahora, Bessie recibía cartas de empresas,
le mandaban informes, cheques. La oficina de recaudación le reclamaba el pago
de impuestos. De vez en cuando recibía publicidad de una funeraria que vendía
terrenos en un “Cementerio aireado”. Al principio, Bessie contestaba las
cartas, ingresaba los cheques, llevaba la contabilidad de sus ingresos y
gastos. Pero últimamente lo había descuidado todo. Había dejado incluso de
comprar el periódico y de leer la sección de economía.
Ya en el pasillo, Bessie introdujo entre
la hoja y el marco de la puerta unas tarjetas con señales que sólo ella podía
reconocer. El ojo de la cerradura lo rellenó de masilla. ¿Qué otra cosa podía
hacer… una viuda sin hijos, sin parientes, sin amigos? Hubo un tiempo en que
los vecinos abrían sus puertas, miraban y se reían de la exageración de sus
cuidados; otros le tomaban el pelo. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ahora
Bessie no hablaba con nadie. Además no veía bien. Las gafas que había usado
durante años ya no le servían. Ir al oculista para que le recetara otras era
demasiado esfuerzo. Todo era difícil, hasta entrar y salir del elevador, cuya
puerta se cerraba siempre de un portazo.
Rara vez se alejaba Bessie más allá de dos
manzanas de su edificio. La calle que estaba entre Broadway y Riverside Drive
era cada día más ruidosa y más sucia. Montones de pilluelos corrían por ahí
medio desnudos. Hombres morenos de pelo rizado y ojos vivos discutían en
español con mujeres de baja estatura y barrigas siempre hinchadas por los
embarazos. Ellas los rebatían con voces chillonas. Los perros ladraban, los gatos
maullaban. Se declaraban incendios y acudían los bomberos, las ambulancias y
las patrullas. En Broadway, las tiendas de ultramarinos habían sido sustituidas
por supermercados donde uno cogía la comida y la metía en un carro, y tenía que
hacer cola en la caja.
Dios bendito, desde que murió Sam, Nueva
York, Estados Unidos –quizás el mundo entero– se estaba viniendo abajo. Toda la
gente decente había abandonado el vecindario y se había apoderado de él una
pandilla de ladrones, atracadores y furcias. A Bessie le habían robado el bolso
tres veces. Cuando lo denunciaba a la policía, se limitaban a reírse. Cada vez
que uno cruzaba la calle ponía su vida en peligro. Bessie daba un paso y se
detenía. Alguien le había aconsejado que usara bastón, pero Bessie no se consideraba
vieja ni inválida. De vez en cuando se pintaba las uñas de rojo. A veces,
cuando el reumatismo la dejaba en paz, sacaba de los armarios la ropa que se
ponía en tiempos, se la probaba, y se contemplaba en el espejo.
Abrir la puerta del supermercado le
resultaba imposible. Tenía que esperar a que alguien se la sujetara. El mismo
supermercado era un lugar que sólo el demonio podía haber inventado. Las
lámparas daban una luz deslumbrante. Los que empujaban los carritos podían
fácilmente tirar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Las estanterías
eran demasiado altas o demasiado bajas. El ruido era ensordecedor. ¡Y había que
ver el contraste entre el calor que hacía afuera y el frío que hacía adentro!
Era un milagro que no pescara una pulmonía. Pero más que ninguna otra cosa, a
Bessie la torturaba la indecisión. Cogía cada producto con mano temblorosa y
leía la etiqueta. No se trataba de las ansias de la juventud, sino de la
incertidumbre de la vejez. Según los cálculos de Bessie, la compra de hoy no
debía de haberle llevado más de tres cuartos de hora, pero había pasado dos
horas y Bessie todavía no había terminado. Cuando por fin llevó el carrito a la
caja se dio cuenta de que había olvidado el paquete de harina de avena. Tuvo
que volver y otra mujer ocupó su puesto en la cola. Luego, a la hora de pagar,
tuvo otro problema. Bessie había puesto el billete en el lado derecho de su
bolsa, pero no estaba allí. Después de mucho rebuscar lo encontró en un
monederito que tenía al otro lado. Sí, ¿quién iba a imaginar que pudieran pasar
esas cosas? Si se lo hubiera contado a alguien, habría pensado que estaba lista
para el manicomio.
Cuando Bessie entró al supermercado aún
era pleno día; pero ahora estaba anocheciendo. El sol amarillo y dorado estaba
poniéndose sobre el río Hudson, en dirección a las colinas nebulosas de Nueva
Jersey. Los edificios de Broadway irradiaban el calor que antes habían
absorbido. A través de las rejillas, por donde se oía circular estrepitosamente
los trenes del metro, subían humos malolientes. Bessie llevaba en una mano la
pesada bolsa de comida, con la otra agarraba fuertemente el bolso. Nunca le
había parecido Broadway tan salvaje, tan sucio. Apestaba a alquitrán ablandado,
a gasolina, a fruta podrida, a excremento de perros. En la acera, las palomas
saltaban entre periódicos rotos y colillas. Resultaba difícil comprender cómo estas
criaturas conseguían no ser pisoteadas por la multitud de transeúntes. Del
cielo resplandeciente caía polvo dorado. Delante de una tienda decorada con
hierba artificial había hombres que tenían las camisas llenas de sudor y bebían
jugo de papaya y de piña, con tanta precipitación como si intentaran apagar un
fuego que estuviera consumiendo sus entrañas. Sobre sus cabezas colgaban cocos
tallados con formas de indios. En una calle lateral, niños blancos y negros
habían abierto una toma de agua y chapoteaban desnudos en la acera. En medio de
esa ola de calor, circulaba un camión con altavoces que anunciaba con canciones
estridentes y ruidos ensordecedores a algún candidato para algún cargo
político. Desde la parte trasera del camión, una chica con pelos tiesos como si
fueran alambres arrojaba octavillas.
Todo era demasiado para Bessie: cruzar la
calle, esperar el elevador, y luego salir en el quinto piso antes de que la
puerta se cerrara de golpe. Bessie dejó la bolsa de la compra en el umbral y
buscó las llaves. Usó la lima de uñas para extraer la masilla del ojo de la
cerradura. Metió la llave y le dio la vuelta. Pero por desgracia la llave se
rompió. Se quedó sólo con la mitad en la mano. Bessie se dio cuenta de la
magnitud de la catástrofe. Todos los que vivían en el edificio tenían una copia
de sus llaves colgada en el apartamento del portero, pero ella no se fiaba de
nadie. Hacía tiempo que había encargado una cerradura con una nueva combinación
que estaba segura ninguna llave maestra podía abrir. Tenía un duplicado de la
llave en un cajón, pero no llevaba consigo más que esa.
–Bueno, este es el fin –dijo Bessie en voz
alta.
No tenía a nadie a quien pedir ayuda. Los
vecinos eran sus más ardientes enemigos. El portero sólo buscaba su perdición.
Bessie sentía tal opresión en la garganta que no podía ni llorar. Miró a su
alrededor, esperando descubrir al demonio que le había asestado ese golpe mortal.
Hacía tiempo que Bessie había hecho las paces con la muerte, pero morir en la
escalera o en la calle era demasiado cruel. ¿Y quién sabe cuánto podía durar
esa agonía? Empezó a cavilar. ¿Sería posible que en algún lugar estuviera aún
abierta una de esas tiendas donde hacen llaves? Pero aunque encontrara una,
¿qué llave iba a utilizar el cerrajero para hacer la copia? Tendría que subir
al piso con sus herramientas. Para eso se necesita un mecánico que esté
asociado a la empresa que fabrica las cerraduras especiales. Si al menos
tuviera dinero consigo. Pero nunca llevaba más de lo que iba a gastar. La
cajera del supermercado no le había devuelto más que veintitantos centavos.
–¡Oh, madre mía, no quiero seguir
viviendo! –dijo Bessie en yiddish, sorprendida de haber vuelto de repente a esa
lengua que tenía ya medio olvidada.
Después de mucho dudarlo, Bessie decidió
bajar nuevamente a la calle. A lo mejor había todavía alguna ferretería
abierta, o una de esas tiendecitas que se dedicaban sólo a hacer llaves.
Recordó que en el barrio solía haber uno de esos puestos de llaves. Después de
todo a los demás también se les romperían las llaves. ¿Pero qué iba a hacer con
la comida? Pesaba demasiado para llevarla consigo. No había elección, tendría
que dejar la bolsa en la puerta. “Roban de todos modos”, se dijo Bessie. Quién
sabe, a lo mejor los vecinos habían manipulado intencionalmente su cerradura
para que ella no pudiera entrar al departamento mientras ellos robaban o
destrozaban sus pertenencias.
Antes de bajar a la calle, Bessie acercó
el oído a la puerta. No oyó nada, salvo un murmullo continuo cuya causa y
origen no alcanzaba a comprender. A veces sonaba como un reloj; otras era como
un zumbido o como un rugido… un ente aprisionado en las paredes o en las
tuberías. Con el pensamiento Bessie dijo adiós a la comida, que debería estar
en el refrigerador y no ahí, en el calor. La mantequilla se derretiría, la
leche se cortaría. “¡Es un castigo! ¡Una maldición! ¡Una maldición!”, murmuró
Bessie. Un vecino iba a bajar en el elevador y Bessie le hizo señas para que le
mantuviera la puerta abierta. A lo mejor era uno de los ladrones. Puede que
intentara asaltarla, atracarla. El elevador bajó y el hombre le abrió la
puerta. Ella quiso darle las gracias, pero se calló. ¿Para qué iba a darles las
gracias a sus enemigos? No eran más que trucos astutos.
Cuando Bessie salió a la calle ya era de
noche. La cuneta estaba llena de agua. Las farolas se reflejaban en los charcos
negros como en un lago. Otra vez había fuego en el barrio. Oyó el silbido de
una sirena, el sonido metálico de los bomberos. Tenía los zapatos húmedos.
Salió a Broadway y la ola de calor le golpeó la cara como si fuera una hoja de
acero. Tenía dificultad para ver de día, de noche era casi ciega. Las tiendas
estaban iluminadas, pero Bessie no podía distinguir lo que exponían en sus escaparates.
Los transeúntes chocaban con ella, y Bessie lamentó no tener un bastón. De
todas formas empezó a caminar, sin apartarse de los escaparates. Pasó por una
droguería, por una panadería, por una tienda de alfombras, por una funeraria,
pero no había ni rastro de una ferretería. Bessie siguió andando. Le estaban
fallando las fuerzas, pero estaba decidida a no rendirse. ¿Qué tenía que hacer
una persona cuando se le rompía una llave… morirse? Quizá pedir ayuda a la
policía. Tenía que haber alguna institución que se encargara de estos casos.
¿Pero dónde?
Parecía que había habido un accidente. La
acera estaba abarrotada de espectadores. Varias patrullas y una ambulancia
bloqueaban la calle. Alguien estaba regando el asfalto con una manguera,
probablemente para limpiar la sangre. Bessie creyó ver en los ojos de los que
miraban un brillo de misteriosa satisfacción. Se alegran de las desgracias de
los demás, pensó. Es el único consuelo que tienen en esta ciudad miserable. No,
no encontraría a nadie que la ayudara.
Llegó a una iglesia. Unos escalones
conducían a una puerta cerrada que estaba protegida por una especia de saliente
y oscurecida por las sombras. Bessie se sentó trabajosamente. Le temblaban las
rodillas. Los zapatos habían empezado a hacerle daño en los dedos y encima de
los talones. Se le había roto una ballena de la faja y se le estaba clavando en
la carne. “Bueno, todos los Poderes del Mal se han vuelto esta noche contra
mí”. Sentía retortijones de hambre y fatiga. Un flujo ácido le subió a la boca.
“Padre mío que estás en el cielo, éste es mi final”. Recordó el proverbio
yiddish: “El que no es previsor muere sin confesión”. No se había preocupado ni
de hacer su testamento.
II
Bessie
debió quedarse dormida, porque cuando abrió los ojos reinaba una quietud propia
de la noche, la calle estaba medio desierta y oscura. Los escaparates ya no
estaban iluminados. El calor se había evaporado y sentía frío bajo su vestido.
Por un momento pensó que le habían robado el bolso, pero estaba allí, un
escalón más abajo, probablemente se le había resbalado. Bessie intentó
alcanzarlo con la mano, pero tenía el brazo entumecido. Tenía la cabeza apoyada
contra la pared y la sentía pesada como una piedra. Parecía que tenía las
piernas de madera, las orejas llenas de agua. Levantó un párpado y vio la luna.
Se cernía en el cielo sobre un tejado plano y junto a ella brillaba una
estrella de luz verdosa. Bessie se quedó boquiabierta. Casi se le había
olvidado que había un cielo, una luna, unas estrellas. Habían pasado los años y
nunca había mirado al cielo, siempre al suelo. Sus ventanas siempre tenían las
cortinas corridas, para que los espías de enfrente no pudieran verla. Bueno, si
había un cielo, a lo mejor también había un Dios, unos ángeles, un Paraíso.
¿Dónde si no iban a descansar las almas de sus padres? ¿Y dónde estaba Sam
ahora?
Bessie había descuidado todas sus
obligaciones. No visitaba nunca la tumba de Sam. Ni encendía una vela en el
aniversario de su muerte. Se había empeñado tanto en pelear con los poderes
terrenales que había olvidado los celestiales. Por primera vez en muchos años,
Bessie sintió necesidad de recitar una oración. El Todopoderoso tendría
misericordia de ella aunque no lo mereciera. Su padre y su madre intercederían
por ella en las alturas. Tenía algunas palabras hebreas en la punta de la
lengua, pero no era capaz de recordarlas. Luego le vino a la memoria: “Escucha,
oh Israel”. ¿Pero cómo seguía?
–Dios mío, perdóname –dijo Bessie–.
Merezco todo lo que caiga sobre mí.
El silencio se hizo aún mayor y empezó a
hacer más frío. Los semáforos cambiaban del rojo al verde, pero apenas pasaban
coches. Por algún lugar apareció un negro. Andaba tambaleándose. Pasó cerca de
Bessie y la miró. Luego siguió andando. Bessie sabía que su bolso estaba lleno
de documentos importantes, pero por primera vez la tenían sin cuidado sus
pertenencias. Sam había dejado una fortuna, todo para nada. Ella seguía
ahorrando para la vejez, como si todavía fuera joven. “¿Cuántos años tengo? –se
preguntó Bessie– ¿Qué he hecho en todos estos años? ¿Por qué no he ido a alguna
parte a disfrutar de mi dinero, a ayudar a alguien?” Algo rio en su interior. “He
estado poseída, no era yo. ¿Cómo si no puede explicarse?” Bessie estaba
sorprendida. Se sentía como si hubiera despertado de un largo sueño. La llave
rota había abierto una puerta de su cerebro que se había cerrado cuando Sam
murió.
La luna estaba ahora al otro lado del
tejado, más grande que de costumbre, roja, con la superficie difuminada. Ahora
casi hacía frío. Bessie se estremeció. Se dio cuenta de que podía coger
fácilmente una pulmonía, pero ya no temía a la muerte ni tampoco a quedarse sin
hogar. Una brisa fresca soplaba desde el río Hudson. En el cielo aparecieron
nuevas estrellas. Por el otro lado de la calle se aproximó un gato negro.
Estuvo un rato parado al borde de la acera, mirando fijamente a Bessie con sus
ojos verdes. Luego se acercó lenta y cautelosamente. Durante años Bessie había
odiado a todos los animales: perros, gatos, palomas y hasta a los gorriones.
Portaban enfermedades. Lo ensuciaban todo. Bessie creía que en cada gato se ocultaba
un demonio. Temía sobre todo encontrarse con un gato negro, que siempre traía
mala suerte. Pero ahora Bessie sintió amor hacia esta criatura que no tenía
casa, ni posesiones, ni puertas, ni llaves, y que vivía de la bondad de Dios.
Antes de acercarse a Bessie, el gato le husmeó la bolsa. Luego empezó a frotar
el lomo contra su pierna, mientras levantaba la cola y maullaba. El pobrecito
tiene hambre. Ojalá pudiera darle algo. Cómo se puede odiar a una criatura así,
pensó. Oh, Madre mía, yo estaba embrujada, embrujada. Comenzaré una nueva vida.
Una idea traicionera le pasó por la imaginación: ¿podría quizá volver a casarse?
La noche no estuvo desprovista de
aventura. Una vez Bessie vio una mariposa blanca en el aire. Voló un ratito por
encima de un coche que estaba estacionado y luego se fue. Bessie sabía que era
el alma de un recién nacido, porque las mariposas de verdad no vuelan en la
oscuridad. Otra vez se despertó y vio una bola de fuego, una especie de pompa
de jabón iluminada, que se elevaba yendo de un tejado a otro y hundiéndose
luego detrás. Ella era consciente de que lo que había visto era el espíritu de
alguien que acababa de morir.
Bessie
se había quedado dormida. Despertó sobresaltada. Estaba amaneciendo. El sol
estaba saliendo del lado de Central Park. Desde donde ella estaba, Bessie no
podía verlo; pero en Broadway el cielo se estaba tornando rosa y rojizo. En las
ventanas del edificio de la izquierda se encendieron unas llamitas, los
cristales reflejaban movimientos y centelleaban como las portillas de un barco.
Cerca se posó una paloma. Saltaba sobre sus patitas rojas, picoteando algo que
podía ser un trozo de pan rancio y sucio, o un poco de barro seco. Bessie
estaba desconcertada. ¿Cómo pueden vivir estos pajaritos? ¿Dónde duermen por la
noche? ¿Y cómo pueden sobrevivir a la lluvia, al frío, a la nieve? Me iré a
casa, decidió. La gente no me dejará en la calle.
Lo peor fue levantarse. Parecía que tenía
el cuerpo pegado al escalón donde había estado sentada. Le dolía la espalda y
sentía un hormigueo en las piernas. No obstante empezó a andar lentamente hacia
su casa. Respiró el aire húmedo de la mañana. Olía a hierba y a café. Ya no
estaba sola. De las calles laterales salían hombres y mujeres. Iban a trabajar.
Compraban periódicos en el puesto y bajaban al metro. Caminaban en silencio, con
una paz misteriosa, como si ellos también hubieran pasado una noche de búsqueda
espiritual y hubieran salido purificados de ella. ¿A qué hora se levantarán si
ya van camino a sus trabajos?, se preguntaba Bessie maravillada. No, no todos
los que vivían en el barrio eran pistoleros o asesinos. Un hombre joven llegó
incluso a dar los buenos días con la cabeza a Bessie. Ella intentó sonreírle, y
se dio cuenta de que había olvidado este gesto tan femenino que tan bien se le
daba en su juventud, casi había sido la primera lección que su madre le había dado.
Llegó a su edificio, afuera estaba el
portero irlandés, su enemigo mortal. Estaba hablando con los basureros. Era un
hombre corpulento, como un gigante, chato, con un grueso labio superior, las
mejillas hundidas y la barbilla prominente. Tenía una calva que intentaba tapar
con su pelo rubio. Miró asustado a Bessie.
–¿Qué pasa, abuela?
Tartamudeando, Bessie le contó lo que le
había pasado. Le enseñó el trozo de llave que había tenido en la mano toda la
noche.
–¡Madre de Dios! –exclamó el portero.
–¿Qué puedo hacer? –preguntó Bessie.
–Yo le abriré la puerta.
–Pero no tiene una llave maestra.
–Tenemos que poder abrir todas las puertas
si hay fuego.
El portero entró a su departamento unos
minutos, luego salió con algunas herramientas y un gran llavero con un manojo
de llaves. Subió con Bessie en el elevador. La bolsa de comida aún estaba en el
umbral, pero parecía más vacía. El portero se puso a arreglar la cerradura.
Preguntó:
–¿Qué son estas tarjetas?
Bessie no respondió.
–¿Por qué no vino a decirme lo que le
había pasado? ¡Pasar toda la noche vagabundeando a su edad, Dios mío!
Mientras el portero avanzaba con las
herramientas se abrió una puerta y salió una mujercita en bata y pantuflas, con
el pelo teñido y recogido en rulos. Dijo:
–¿Qué le pasó? Cada vez que abría la
puerta veía ahí la bolsa. Cogí la mantequilla y la leche y las puse en mi
refrigerador.
Bessie apenas podía contener las lágrimas.
–Oh, mi buena gente –dijo–, yo no sabía
que…
El portero extrajo la otra mitad de la
llave de Bessie. Siguió trabajando en la cerradura. Dio la vuelta a una llave y
la puerta se abrió. Las tarjetas cayeron. Entró con Bessie al vestíbulo y ella
notó ese olor a cerrado típico de los departamentos que llevan mucho tiempo
deshabitados. El portero le dijo:
–La próxima vez que le ocurra algo así,
llámeme. Para eso estoy aquí.
Bessie quiso darle una propina, pero tenía
las manos tan débiles que no pudo abrir el bolso. La vecina le trajo la leche y
la mantequilla. Bessie fue al dormitorio y se acostó. Sentía una opresión en el
pecho y ganas de vomitar. Algo pesado vibraba en su interior, subiendo desde
los pies hasta el tronco. Bessie prestó atención sin alarmarse, sólo tenía
curiosidad ante los caprichos de su cuerpo; el portero y la vecina estaban
hablando, pero Bessie no entendía lo que decían. Eso mismo le había pasado
hacía treinta años cuando la anestesiaron en el hospital para operarla, el
médico y la enfermera hablaban, pero sus voces se oían como si vinieran de un
lugar lejano y en un idioma desconocido.
De repente se hizo el silencio y apareció
Sam. No era ni de día ni de noche, sino un extraño crepúsculo. En su sueño
Bessie sabía que Sam estaba muerto, pero de algún modo clandestino se las había
ingeniado para escaparse de su tumba y hacerle una visita. Estaba débil y
turbado. No podía hablar. Vagaron por un espacio sin cielo ni tierra, por un
túnel lleno de escombros –las ruinas de una estructura sin nombre–, por un
corredor oscuro y tortuoso, y sin embargo familiar. Llegaron a una región donde
dos montañas se encontraban y el paso entre ellas brillaba con una luz
semejante a la del atardecer o a la del amanecer. Se quedaron allí, vacilantes,
hasta un poco avergonzados. Era como su noche de bodas cuando fueron a
Ellenville en Catskills y el dueño del hotel los condujo a la suite nupcial.
Bessie oyó las mismas palabras que éste les había dicho entonces, con la misma
voz y en el mismo tono:
–Aquí no necesitan ninguna llave. Sólo
entren y mazel tov, buena suerte.
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