Antonio Tabucchi
La
noche del primero de mayo de 1820, visitado por uno de sus interminables
desvaríos, Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario, tuvo un sueño.
Soñó que su amante de juventud estaba debajo de un
árbol. Era el austero campo de Aragón y el sol estaba en lo alto. Su amante
estaba en un columpio y él la mecía de por vida. Ella traía una sombrilla con
encajes y reía con risa breve y nerviosa. Luego su amante se tiró al pasto y él
fue tras ella para revolcarse. Rodaron por la pendiente de la colina hasta
llegar a un muro amarillo. Treparon al muro y vieron a los soldados, iluminados
por una farola, fusilar a los hombres. La farola no venía a cuento en aquel
soleado paisaje, pero alumbraba tenuemente la escena. Los soldados hicieron
fuego y los hombres cayeron formando un charco con su sangre. Francisco de Goya
y Lucientes sacó entonces el pincel de pintor que llevaba en la cintura y
avanzó blandiéndolo amenazadoramente. Los soldados, como por un encanto,
desaparecieron, asustados por aquella aparición. Y en lugar de los soldados
apareció un espantoso gigante que devoraba la pierna de un hombre. El pelo lo
tenía curtido y la cara lívida, dos hilos de sangre bajaban por las comisuras
de su boca y tenía los ojos vendados, pero, con todo, reía.
–¿Quién eres? –le preguntó Francisco de Goya y
Lucientes.
El gigante se limpió la boca y dijo:
–Soy el monstruo que domina la humanidad, la
Historia es mi madre.
Francisco de Goya y Lucientes dio un paso hacia
adelante y agitó el pincel. El gigante desapareció y en su lugar apareció una
anciana. Era una bruja desdentada, con la piel de pergamino y los ojos
amarillos.
–¿Quién eres? –le preguntó Francisco de Goya y
Lucientes.
–Soy la desilusión –dijo la
anciana– y domino al mundo, pues todos los sueños de los hombres son breves.
Francisco de Goya y Lucientes dio un paso hacia
adelante y agitó el pincel. La anciana desapareció y en su lugar apareció un
perro. Era un perro chico enterrado en la arena, su cabeza era lo único que
tenía afuera.
–¿Quién eres? –le preguntó Francisco de Goya
Lucientes.
El perro estiró con fuerza el cuello y dijo:
–Soy la bestia de la desolación y me burlo de tu
pene.
Francisco de Goya y Lucientes dio un paso hacia
adelante y agitó su pincel. El perro desapareció y en su lugar apareció un
hombre. Era un anciano rechoncho, con la cara flácida e infeliz.
–¿Quién eres? –le preguntó Francisco de Goya y
Lucientes.
El hombre sonrió cansado y dijo:
–Soy Francisco de Goya y Lucientes, contra mí no
podrás hacer nada.
Y en ese instante, Francisco de Goya y Lucientes
despertó y se vio solo en el lecho.
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