Ángel Olgoso
Don Celso Filgueira convocaba la antipatía de todos
los vecinos del concello de Ribadeo. Confundían su pereza verbal con arrogancia
y la justa cordialidad con desprecio. Recelaban de su negativa a copas y cafés y
de su timidez bronca que no se paraba en hipocresías. El malentendido es la ley
de gravitación de los solitarios. Cuando don Celso murió, todos consideraron para
sí a aquel sujeto insociable una especie de lobezno muerto y bien muerto, pero don
Celso Filgueira fue enterrado inadvertidamente con vida. Él, que anticipó esta contingencia
(la soledad regala a manos llenas tiempo y temas), hizo instalar en su féretro un
sistema patentado por el ingeniero Avendaño, de Monforte. Así pues, al despertar,
oprimió en seguida el interruptor que levantó en la superficie un disco portador
del número de enterramiento, encendió la lámpara de señalización y conectó la sirena
de alarma. Era la mañana después de san Wenceslao, llovía y el soplo del orvallo
apenas dejaba escuchar la llamada de auxilio. Mientras don Celso se removía como
loco en la oscuridad, devorado ya por los gusanos del miedo, los vecinos iban acudiendo
al camposanto atraídos por aquellos extraños e incansables bocinazos. Bastó que
supieran de qué tumba provenían para que se dieran media vuelta. Y subiéndose unos
las solapas y sacudiéndose otros las pellas de barro en los retamales, todos se
alejaron, se alejaron.
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