Bernard Malamud
Hecht
fue toda su vida una flor tardía.
Una noche lo despertó el ruido de la
lluvia contra las ventanas y pensó en su joven esposa en su tumba húmeda. Esto
era nuevo para él, porque hacía tantísimos años que no pensaba en su mujer que
su recuerdo lo hacía sentirse violento. Se imaginó la tumba descubierta,
hilillos de agua serpenteando en todas direcciones, y a Celia, con quien se
había casado siendo ambos de edad desigual, que yacía sola en medio de una
humedad cada vez mayor. Ni una flor crecía en su tumba, aunque él juraría que
había contratado cuidado perpetuo.
Irrumpió en sus propios pensamientos,
quizá para cubrirla con una sábana de plástico, pero por mucho que rebuscó en
el cementerio, entre árboles que chorreaban agua y entre numerosas parcelas
empapadas, le resultó imposible localizar su tumba. El sueño que estaba soñando
no le facilitaba el nombre, la fila o la parcela de la tumba, y aunque siguió
rebuscando durante horas, lo único que sacó en limpio a fin de cuentas fue que
se había empapado de pies a cabeza. La tumba había volado. ¿Cómo iba él a tapar
a una mujer que no estaba donde tenía que estar? Bueno, es que Celia es así.
A la mañana siguiente Hecht se decidió por
fin a levantarse de la cama y se fue a Jamaica en el metro para ver dónde
estaba enterrada. Llevaba muchos años sin ir al cementerio, lo cual, por otra
parte, no tenía por qué sorprender a nadie en vista de las circunstancias
pasadas. Su vida con Celia no había sido precisamente convencional. Y, a pesar
de todo, muchas cosas cambian a lo largo de una vida, o por lo menos parecen
cambiar. Hecht, no sabía por qué, había empezado últimamente a recordar su vida
de manera más vívida. Después de cumplidos los sesenta y cinco años no queda
más remedio que aceptar que ciertas cosas que tienen dos aspectos distintos
parecen adquirir otro más que complica su imagen cuando se les mira o se les
cuenta. Y Hecht las contaba.
Ahora bien, aunque se había pasado toda su
vida, más o menos, dedicado a los negocios, Hecht conservaba pocos papeles, y
aunque aquella mañana pasó revista al montoncito de papeles, no vio en ellos
nada que le sirviera para concretar el paradero actual de Celia, de modo que,
después de ir mirando las lápidas un poco al azar durante una hora, acabó
diciéndose que era mejor dejarlo y se pasó otra hora en la oficina principal
con una joven secretaria que ingresó sin resultado alguno su nombre y el de
Celia en una computadora de la que no salieron más que fechas de entierro,
parcelas y contraparcelas, y esto sólo sirvió para irritarlo.
–Mire usted, señorita –dijo Hecht a la
joven secretaria, que estaba un tanto confusa–, si no se le puede sacar más a
esta máquina tendremos que buscar otra manera, porque se me está acabando la
paciencia. Esta tumba se ha perdido, que yo sepa, y no va a haber más remedio
que hacer algo sensato para encontrarla.
–Usted perdone, pero no sé qué piensa que
estoy haciendo.
–Lo que esté usted haciendo, sea lo que
sea, nos está sirviendo de muy poco. Esta computadora pasa por tener buena
memoria mecánica, pero o se le oxidaron las piezas o está descompuesta. También
es cierto que yo tampoco he traído papeles, pero que yo sepa lo único que nos
ha dicho hasta ahora su computadora es que no tiene nada que decirnos.
–Nos ha dicho que encuentra dificultades
en dar la información que a usted le interesa.
–O sea, nada de nada –dijo Hecht–. Me
permito recordarle que perder una tumba no es como perder un anillo de casado.
Lo que se nos ha perdido es toda la parcela del cementerio donde está enterrada
una señora que en otro tiempo fue mi esposa, y eso es exactamente lo que estoy
tratando de recuperar.
La bonita joven con quien hablaba Hecht
tuvo una conversación apenas audible con un personaje desconocido, y luego se
oyó el zumbido del interfono y Hecht recibió permiso para entrar al despacho
del director.
–Mr. Goodman dice que puede usted pasar.
Hecht estuvo a punto de decir: “Bravo, Mr.
Goodman, pero se limitó a asentir y seguir a la joven a un despacho interior.
Ella llamó a la puerta y se fue. Del otro lado le llegó una voz afable:
–Adelante, adelante.
Mr. Goodman le indicó una silla que había
delante de su mesa y Hecht se retrepó en ella mientras el otro cogía un
recipiente de un cuarto de litro y escanciaba jugo de naranja en un vasito
verde.
–¿Toma usted un juguito conmigo?
–preguntó, indicando el recipiente con un movimiento de cabeza–. Suelo tomarme
un refresco a esta hora de la mañana. Me equilibra.
–Gracias –dijo Hecht, queriendo decir que
tenía cosas más serias en que pensar–, la razón de que me encuentre aquí es que
estoy tratando de localizar la tumba de mi mujer, hasta ahora sin éxito.
Carraspeó, sorprendido de la emoción que
se le concentraba en la garganta.
Mr. Goodman observaba a Hecht con interés.
–Su secretaria no consigue dar con ella
–siguió Hecht, lamentando no haber encontrado los documentos oportunos con los
cuales identificar el lugar de la tumba–, puso a prueba todas las combinaciones
posibles de la computadora pero sin ningún resultado. Lo que se había perdido,
que es la tumba de una mujer, sigue tan perdido como antes.
–Eso de perdido es prematuro
–sugirió Goodman–, creo que sería mejor decir desplazado. Llevo
veintiocho años en este negocio y no creo que se nos haya perdido una sola
tumba.
El director tecleó suavemente su
computadora personal, examinó la pantalla entrecerrando los ojos y se encogió
de hombros:
–Me temo que hemos llegado a un punto
muerto. El volumen de la letra de los archivos que usábamos antes de instalar
aquí computadoras parece haberse perdido. Le aseguro a usted que este estado de
cosas tiene forzosamente que ser provisional.
–Eso es lo que me dijo su señorita.
–No es mi señorita, es una de mis
secretarias.
–Perdóneme –dijo Hecht–, no quise
ofenderlo.
–Lo mismo le digo –dijo Goodman–, pero
seguiremos buscando. ¿Tendría usted la bondad de decirme, si no le importa,
cómo eran sus relaciones con su esposa en el momento de su muerte?
Dijo esto mirando por encima de las gafas
de media luna para comprobar lo que escribía en la computadora.
–No había relaciones. Estábamos separados.
¿Qué tiene eso que ver con la parcela del cementerio?
–La razón de que se lo pregunte es que he
pensado que así le podría refrescar la memoria. Por ejemplo: ¿es éste el
cementerio que usted busca, el del monte Jereboam? Hay gente que nos confunde
con el del monte Hebrón.
–Le aseguro que es el del monte Jereboam.
Al cabo de un momento de vacilación, Hecht
dio algunos datos más:
–Mi mujer no era una persona muy estable.
Me abandonó en dos ocasiones y desapareció durante meses. Aunque la recibí en
mi casa dos veces, no estábamos juntos cuando murió. En una ocasión me amenazó
con suicidarse, pero luego no se suicidó. Acabó muriendo de una enfermedad
normal, no de cáncer, y eso fue años después, cuando ya no vivíamos juntos,
pero así y todo fui yo quien se ocupó del entierro y, desde luego, sin duda
alguna, en este cementerio. Tengo entendido que durante algún tiempo vivió con
un hombre a quien había conocido no sé dónde, pero cuando ella murió fui yo
quien se encargó del entierro. Ahora tengo sesenta y cinco años y últimamente
he sentido la necesidad de visitar su tumba, después de todo vivió conmigo en
mi juventud. Y ésta es la tumba que ahora todos me dicen que no consiguen
localizar.
Goodman se levantó de la silla; era un
hombre de poca estatura.
–Daré orden de que se proceda a una
búsqueda minuciosa.
–Y cuanto más rápida mejor –replicó
Hecht–, sigo con curiosidad por saber qué es lo que ha pasado con esa tumba.
Goodman casi soltó una carcajada, pero se
contuvo y alargó la mano:
–No se preocupe, lo tendré bien informado.
Hecht salió de allí enfadado. En el tren,
de vuelta a la ciudad, pensó en Celia y en sus diversas desdichas. Se lamentó
de no haberle dicho a Goodman que ella le había arruinado la vida.
Aquella noche llovió. Hecht notó con
sorpresa que había humedad en su almohada.
Al día siguiente volvió al cementerio.
“¿Qué es lo que olvidé que debía recordar?”, se preguntó. Estaba claro: la
parcela, la fila y el número de la tumba. Aunque lo buscó con gran solicitud no
hubo forma de encontrar nada. ¿Cómo es posible recordar algo que se ha arrojado
para siempre de la memoria? Es como plantar alubias en un saco de alpiste.
–Lo que tengo que hacer es tener
paciencia, ya lo encontraré. Con el tiempo acabaré acordándome. Cuando la
memoria dice que sí, es inútil contestar que no.
Pero pasaban las semanas, y Hecht seguía
sin acordarse por mucho que lo intentara. “¿Será posible que haya llegado a un
punto muerto?
Al cabo de un mes me llamaron por fin del
cementerio. Era Mr. Goodman, que carraspeaba. Hecht se lo imaginó sentado a la
mesa, sorbiendo su jugo de naranja.
–¿Mr. Hecht?
–Al habla.
–Feliz Rosh-ha-shonah.
–Igualmente.
–Mr. Hecht, celebro decirle que todo va
bien. ¿Quiere usted saber la verdad?
–Adelante, lo que sea –dijo Hecht.
–Bueno, me expresaré mejor. Hemos
localizado a su mujer, y resulta que está en la tumba donde la computadora no
conseguía localizarla. Si quiere que le diga la verdad, la hemos encontrado en
otra tumba, con un señor.
–¿Qué clase de señor? ¿Quién diablos es?
Yo soy su marido legítimo.
–Bueno, pues éste, siento tener que
decírselo, es el mismo señor con quien su mujer vivió cuando lo dejó a usted.
Estuvieron juntos en distintas épocas, de modo que tampoco tiene por qué
sentirlo tanto. Después de morir ella, este sujeto consiguió una orden judicial
para que la trasladaran a otra tumba, donde también lo enterraron a él. El juez
le proporcionó la orden porque ese señor lo persuadió de que la había querido
durante muchos años.
Hecht no entendía nada.
–Pero ¿qué me está diciendo? ¿Cómo pudo
hacer trasladar la tumba si no era propiedad legal suya? La tumba de mi mujer
me pertenecía a mí. La pagué al contado.
–La tumba sigue donde estaba –explicó
Goodman–, pero los apellidos se confundieron. Su apellido es Kaplan, pero a
ella la enterraron con el de Caplan. La tumba de usted sigue en el cementerio,
lo que pasa es que la teníamos archivada con el apellido Kaplan, no Hecht. Le
pido mil excusas por este error, pero me parece que ya hemos resuelto el
misterio.
–Bueno, pues muchas gracias –dijo Hecht.
Se dijo que había perdido una esposa, pero
por lo menos ya no era viudo.
–Ah, y otra cosa –le recordó Goodman–, no
olvide que ha salido ganando una tumba para uso futuro. Está vacía, y la
parcela le pertenece a usted.
Hecht dijo que la cosa era evidente.
El asunto este lo había dejado pasmado. Y,
sin embargo, cada vez que le entraban deseos de contárselo a algún conocido, o
a alguna persona que acabara de conocer, algo lo frenaba en su interior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario