Robert Sheckley
Cuando
Gelsen entró, los otros fabricantes de pájaros vigías ya estaban presentes.
Había seis, además de él, y el humo de sus caros puros azulaba el aire de la
habitación.
–Hola, Charlie –lo saludó alguien.
Los otros interrumpieron la conversación
el tiempo necesario para darle la bienvenida con un gesto casual. Pensó con
sarcasmo que, en su carácter de fabricante de pájaros vigías, era uno de los
fabricantes de salvación. ¡Qué gran honor! Si uno desea salvar a la humanidad,
necesita un contrato del gobierno.
–El agente del gobierno no ha llegado
todavía –le informó alguien–. Lo esperamos en cualquier momento.
–Ya tenemos la aprobación – agregó otro.
–¡Qué bien!
Gelsen se sentó cerca de la puerta y echó
un vistazo a su alrededor. Parecía una convención, o una reunión de boy-scouts.
El abultado volumen de los seis hombres compensaba la escasez de su número. El
presidente de la Sureña Consolidada hablaba a voz en cuello de la prolongada
duración de los pájaros vigías. Sus dos interlocutores sonreían asintiendo con
la cabeza; cuando uno de ellos intentaba interrumpir para hablar de alguna
prueba efectuada con respecto a las habilidades de los pájaros vigías, el otro
hablaba sobre el nuevo aparato para recargarlos.
Los otros tres formaban un pequeño grupo
dedicado al panegírico del pájaro vigía.
Gelsen notó que todos ellos se mantenían
muy erguidos, en el supuesto papel de salvadores. No le encontraba a aquello
ninguna gracia. Él también se había sentido así hasta hacía muy poco, una
especie de santo, algo calvo y de abdomen prominente.
Encendió un cigarro, suspirando. Al
iniciarse el proyecto había sido tan entusiasta como los demás. Recordaba
haberle dicho a Macintyre, el ingeniero principal:
–Mac, comienza una nueva era. El pájaro
vigía es la gran solución.
Y Macintyre, el nuevo converso al mito del
pájaro vigía, asintió con énfasis.
¡Qué maravilloso parecía todo entonces!
Una solución simple y segura para uno de los mayores problemas de la humanidad,
contenida en medio kilo de metal inalterable, vidrio y plástico.
Quizás a eso debía sus dudas presentes.
Algo le decía que los problemas humanos no son tan fáciles de solucionar. Allí
había alguna trampa. Después de todo, el crimen era un problema muy antiguo, y
el pájaro vigía, una solución demasiado reciente.
–Caballeros…
Conversaban con tanta animación que nadie
había reparado en la llegada del agente gubernamental. La habitación quedó
súbitamente en silencio.
–Caballeros –repitió el fornido
funcionario–: con la aprobación del Congreso, el presidente ha ordenado formar
una división de pájaros vigías para cada ciudad y para cada pueblo del país.
Los presentes lanzaron un espontáneo grito
de triunfo. Después de todo, pensó Gelsen, se les daba la oportunidad de salvar
al mundo; y se preguntó, preocupado, dónde estaba el problema.
Escuchó con atención al funcionario que
describía el sistema de distribución. El país sería dividido en siete zonas,
cada una de las cuales quedaría bajo la atención de uno de los fabricantes. Eso
representaba un monopolio, naturalmente, pero era necesario. Lo mismo sucedía
con el servicio de teléfonos; era en el mejor interés del usuario. En el
servicio de pájaros vigías no habría competencia. Pájaros vigías para todo el
mundo.
El agente gubernamental agregó:
–El presidente espera que contemos a la
brevedad con un servicio completo de pájaros vigías. Gozarán de prioridad en la
provisión de metales, mano de obra, etc.
–En lo que a mí concierne –dijo el
presidente de la Sureña Consolidada–, confío en distribuir la primera partida
de pájaros vigías en el plazo de una semana. La producción está organizada.
Los demás también se declararon
preparados. Las fábricas estaban dispuestas desde hacía meses para producir los
pájaros vigías. Ya se había llegado a un acuerdo en cuanto al equipo definitivo
y lo único que faltaba era la aprobación presidencial.
–Bien –dijo el funcionario–, si eso es
todo, creo que podemos… ¿Alguna pregunta?
–Sí, señor –dijo Gelsen–. Quisiera saber
si el modelo que vamos a fabricar es el actual.
–Por supuesto –contestó el representante–.
Es el más perfeccionado.
–Tengo una objeción –dijo Gelsen,
poniéndose de pie.
Sus colegas lo miraron con frialdad. Era
obvio que estaba retrasando el comienzo de una era gloriosa.
–¿Cuál es su objeción? –preguntó el
funcionario.
–En primer lugar, permítanme aclarar que
estoy por entero a favor de una máquina para combatir el crimen. La necesitamos
desde hace mucho tiempo. Mi única objeción se basa en los circuitos de
aprendizaje del pájaro vigía, que estimulan a la máquina y le otorgan una
seudo-conciencia. No puedo aprobar eso.
–¡Pero, señor Gelsen! ¡Usted mismo afirmó
que el pájaro vigía no sería totalmente eficaz si no se le instalaban esos
circuitos! Sin ellos, los pájaros vigías impedirían sólo setenta por ciento de
los crímenes.
–Lo sé.
Gelsen estaba incómodo, pero manifestó,
obstinado:
–Creo que hay un peligro de orden moral en
permitir que una máquina tome decisiones que sólo incumben al hombre.
–¡Vamos, Gelsen! –dijo el presidente de
una corporación–. No se trata de eso. El pájaro vigía sólo ejecutará decisiones
tomadas hace mucho tiempo por hombres honestos.
–En mi opinión, la verdad es ésa –señaló
el delegado de gobierno–. Pero entiendo muy bien lo que dice el señor Gelsen.
Es lamentable entregar un problema humano a una máquina, pero más lamentable es
que haga falta una máquina para hacer cumplir nuestras leyes. Pero le ruego,
señor Gelsen, que tenga presente una cosa: no hay otra manera de detener a un
criminal antes de que aseste el golpe. Sería una injusticia para con los
inocentes que mueren asesinados todos los días si pusiéramos trabas al pájaro
vigía por razones filosóficas, ¿no le parece?
–Sí, por supuesto –dijo Gelsen,
desalentado.
Mil veces se había repetido lo mismo, pero
algo seguía perturbándolo. Tal vez necesitaba conversarlo con Macintyre. Al
finalizar la conferencia se le ocurrió algo que lo hizo sonreír: muchos
policías iban a quedar desempleados.
–¿Qué
le parece esto? –preguntó el oficial Celtrics–. Llevo quince años en la sección
Homicidios, y ahora me van a remplazar por una máquina.
–Se enjugó la frente con sus grandes y
enrojecidas manos, y se apoyó en el escritorio del capitán.
–¿No es maravillosa la ciencia?
Otros dos policías, que habían pertenecido
también a Homicidios, asintieron sombríamente.
–No se preocupe, Celtrics –dijo el
capitán–; le encontraremos un puesto en Robos. Le gustará.
–No puedo creerlo –se quejó Celtrics–. Un
miserable pedazo de lata y vidrio va a resolver todos los crímenes.
–No es así –explicó el capitán–. Los pájaros
vigías evitarán los crímenes antes de que sucedan.
–¿Entonces no habrá crimen? –preguntó uno
de los policías–. Pero no se puede condenar a nadie por un crimen que no ha
cometido, ¿no?
–No se trata de eso –dijo el capitán–; se
da por sentado que los pájaros vigías impiden al hombre que cometa el delito.
–Entonces, ¿nadie lo arresta? –preguntó
Celtrics.
–No sé cómo van a encarar eso –admitió el
capitán.
Los hombres permanecieron en silencio un
momento. El capitán bostezó y echó una mirada al reloj.
Celtrics, siempre apoyado en el
escritorio, dijo:
–Lo que no entiendo es cómo funcionan.
¿Cómo empezó la cosa, capitán?
El capitán escudriñó el rostro de
Celtrics, para detectar cualquier señal de ironía; después de todo, los
periódicos llevaban meses enteros hablando del pájaro vigía. Pero recordó que
Celtrics, como sus demás colegas, muy pocas veces leía más allá de las páginas
de deportes. Trató de recordar lo que había leído en el suplemento dominical y
dijo:
–Bueno, unos científicos estuvieron
haciendo trabajos en criminología. Estudiaron a los asesinos, para encontrar
qué era lo que los impulsaba a actuar así, y descubrieron que sus cerebros
emiten ciertas ondas diferentes a las de la gente común. También ciertas
glándulas reaccionan de un modo extraño. Todo esto sucede cuando están por
cometer un crimen. Y entonces, esos científicos inventaron una máquina especial
que emite una señal de alarma, o algo así, cuando esas ondas cerebrales entran
en funcionamiento.
–¡Oh, los científicos! –exclamó Celtrics
con amargura.
–Cuando los científicos inventaron esa
máquina, no supieron qué hacer con ella. Era muy grande para hacerla circular y
los asesinos no solían pasar por allí como para hacerla funcionar. Por eso
fabricaron un aparato más pequeño y lo probaron en algunas comisarías. Creo que
probaron una en el norte del estado pero no anduvo bien. No se llegaba a tiempo
al lugar del crimen. Finalmente hicieron los pájaros vigías.
–No creo que logren impedir los crímenes
–repitió uno de los policías.
–Sí pueden hacerlo. Leí los resultados de
las pruebas. Pueden oler un criminal antes de que cometa el asesinato. Y cuando
lo encuentran, le dirigen una violenta descarga, o algo así. Eso los detiene.
–Capitán, ¿va a cerrar la sección de
Homicidios? –preguntó Celtrics.
–No; mantendré una dotación de guardia
hasta ver cómo actúan esas máquinas.
–Una dotación de guardia –gruño Celtrics–.
¡Es divertido!
–Seguro, pero la dejaré de todos modos.
Parece que los pájaros no evitan todos los asesinatos.
–¿Y por qué?
–Algunos asesinos no emiten esas ondas
cerebrales –contestó el capitán, tratando de recordar lo que decía el
periódico–. O no les funcionan las glándulas o algo así.
–¿Y a cuáles pueden detener? –preguntó
Celtrics con curiosidad profesional.
–No lo sé, pero según parece han arreglado
esas malditas cosas para que en poco tiempo sean capaces de impedir todos los
crímenes.
–¿Y cómo lo consiguen?
–Y… los pájaros vigía aprenden, igual que
la gente, me parece.
–¿Estás bromeando?
–No.
–Bueno, por las dudas voy a seguir
engrasando el arma. Por las dudas. No se puede confiar en esos científicos.
–Cierto.
–¡Pájaros! –murmuró Celtrics.
El
pájaro vigía trazó una curva amplia y perezosa sobre la ciudad, reluciente su
piel de aluminio bajo el sol de la mañana, salpicadas sus rígidas alas por
puntos luminosos.
Volaba en silencio. No obstante, todos sus
sentidos funcionaban. El sistema cinestésico le revelaba su ubicación y lo
mantenía en una larga curva de búsqueda. Los ojos y oídos funcionaban a la par,
siempre buscando, buscando.
Y entonces, algo sucedió. Los reflejos
electrónicos del pájaro vigía captaron el filo de una sensación. Un centro de
correlación lo puso a prueba, comparándola con los datos electrónicos y
químicos depositados en su memoria. Un relé saltó en su interior.
El pájaro vigía descendió en espiral hacia
aquella sensación, cada vez más poderosa. Empezó a oler la exudación de ciertas
glándulas y a sentir el gusto de una onda cerebral desviada.
Alerta, listo para el ataque, giró y
planeó en la brillante luz matinal.
Dinelli estaba tan concentrado que no vio
acercarse al pájaro vigía. Tenía el revólver apuntado hacia el corpulento
almacenero, y suplicaba con los ojos:
–¡No se acerque!
–¡Raterito piojoso! –exclamó el
almacenero, avanzando otro paso–. ¿Conque quieres robarme? ¡Te romperé los
huesos!
El almacenero, por exceso de estupidez o
de valor, seguía avanzando hacia el ladronzuelo, sin comprender la amenaza
implícita en el revólver.
–¡Basta! –exclamó Dinelli, presa de
pánico–. ¡Basta, imbécil! ¡Ahora verá!
En ese momento recibió en la espalda una
descarga eléctrica. El revólver se disparó, destrozando una propaganda de
cereales para el desayuno.
–¿Qué diablos…? –preguntó el almacenero,
mirando al atónito ladrón.
En ese momento vio un relampagueo de alas
plateadas.
–¡Bueno, que me condenen! ¡Esos pájaros
funcionan de veras!
Se quedó mirando aquellas alas hasta que
desaparecieron en el cielo. Después telefoneó a la policía.
El pájaro vigía retomó su curso de
búsqueda. El centro pensante que poseía clasificó los nuevos datos aprendidos
respecto al delito.
Esta nueva información fue emitida
simultáneamente a todos los pájaros vigía; al mismo tiempo, recibió toda la
información que ellos habían recogido. Toda novedad respecto a información,
métodos y definiciones se transmitía constantemente entre ellos.
Ahora
que los pájaros vigía salían sin cesar de la fábrica, Gelsen podía al fin
descansar. Un murmullo satisfecho corría por toda la planta. Los pedidos se
cumplían puntualmente; las grandes ciudades de la zona tenían prioridad.
–Todo tranquilo, jefe –dijo Macintyre,
asomándose a la puerta tras una inspección de rutina.
–Muy bien. Siéntese.
El corpulento ingeniero se sentó y
encendió un cigarro.
–Hace tiempo que estamos trabajando en
esto –dijo Gelsen, a quien no se le ocurrió otra cosa que decir.
–Ya lo creo –confirmó Macintyre.
Se reclinó hacia atrás, aspirando
profundamente. Había sido uno de los ingenieros consultores en la construcción
del pájaro vigía original. Desde entonces, hacía ya seis años, trabajaba para
Gelsen, y se habían hecho amigos.
–Quería preguntarle…
Hizo una pausa, sin saber cómo expresarse;
al fin preguntó:
–¿Qué piensa de los pájaros vigía, Mac?
–¿Quién, yo? Creo que son fantásticos.
El ingeniero sonrió nervioso. Desde el
comienzo del proyecto no había hecho más que comer, beber y dormir con el
pájaro vigía en la mente. Pero nunca se le había ocurrido pensar mucho en el
asunto.
–Me refiero a otra cosa –dijo Gelsen.
Necesitaba que alguien compartiera su
punto de vista: acababa de comprenderlo así.
–Quiero decir –explicó–: ¿le parece que
hay algún peligro en que una máquina pueda pensar?
–No, jefe, no lo creo. ¿Por qué me lo
pregunta?
–Vea, yo no soy científico ni ingeniero.
Simplemente me encargué de los costos y de la producción, y dejé que ustedes se
preocuparan de llevarlo a la práctica, Pero, como profano, el pájaro vigía
comienza a asustarme.
–No hay ningún motivo para eso.
–No me gusta lo de los circuitos de
aprendizaje.
–Pero, ¿por qué? –preguntó Macintyre,
sonriendo otra vez–. Comprendo, usted es como mucha gente, jefe; tiene miedo de
que sus máquinas se despierten un buen día y digan: “¿Qué estamos haciendo
aquí? Vayamos a gobernar el mundo”. ¿No es así?
–Tal vez algo por el estilo –admitió
Gelsen.
–No hay ningún peligro –dijo Macintyre–.
Los pájaros vigía son muy complejos, es cierto, pero una calculadora
sofisticada lo es mucho más, aunque no tiene conciencia.
–No. Pero los pájaros vigía pueden aprender.
–¡Claro! Lo mismo sucede con las nuevas
calculadoras. ¿Cree que se van a poner de acuerdo con los pájaros vigía?
Aquello fastidió a Gelsen; pero más lo
fastidiaba su propia ridiculez.
–Lo cierto –dijo– es que los pájaros vigía
pueden actuar de acuerdo con lo que aprenden. Nadie los manipula.
–Eso es lo que le molesta –observó
Macintyre.
–He estado pensando en desligarme del
pájaro vigía.
Y en el momento de decirlo comprendió
Gelsen que era eso lo que deseaba.
–Escuche, jefe –dijo Macintyre–. ¿Quiere
la opinión de un ingeniero?
–Lo escucho.
–Los pájaros vigía son tan peligrosos como
un automóvil, una calculadora IBM o un termómetro. Tienen tanta conciencia o
voluntad como esas cosas. Están construidos para responder ante cierto estímulo
y para llevar a cabo ciertas operaciones de acuerdo con eso.
–¿Y los circuitos de aprendizaje?
–Esas cosas son necesarias –dijo
Macintyre, pacientemente, como si lo explicara a un niño de diez años–. La
finalidad del pájaro vigía es coartar todo intento de asesinato, ¿verdad?
Bueno, sólo ciertos criminales proporcionan esos estímulos. Para poder detenerlos
a todos, el pájaro vigía tiene que descubrir nuevas definiciones de asesinato y
relacionarlas con las que ya conoce.
–Creo que eso es inhumano –dijo Gelsen.
–Eso es lo mejor. Los pájaros vigía
carecen de emociones. Su razonamiento no es antropomorfo. Es imposible
sobornarlos o drogarlos. Tampoco son de temer.
Sonó el intercomunicador en el escritorio
de Gelsen, pero no lo atendió.
–Todo eso ya lo sé –dijo Gelsen–. Aun así,
a veces me siento como el inventor de la dinamita. Él creyó que sólo la usarían
para hacer volar troncos de árboles.
–Pero usted no inventó el pájaro vigía.
–De todos modos me siento moralmente
responsable, puesto que lo fabrico.
El intercomunicador volvió a sonar;
Gelsen, irritado, oprimió un botón.
–Llegaron los informes sobre la primera
semana de operación del pájaro vigía –le dijo su secretaria.
–¿Cómo son?
–Magníficos, señor.
–Envíemelos dentro de quince minutos.
Gelsen apagó el intercomunicador y volteó
hacia Macintyre, que se limpiaba las uñas con un cerillo.
–¿No cree que esto representa un cambio en
el pensamiento humano? El advenimiento del dios mecánico, el amo electrónico.
–Jefe –respondió Macintyre–, creo que
debería estudiar mejor el mecanismo de los pájaros vigía. ¿Sabe qué se inculca
en los circuitos?
–Tengo una idea aproximada.
–Primero, el propósito: impedir que
los seres vivos cometan asesinatos. Segundo: el asesinato puede ser
definido como un acto de violencia, como la interrupción de las funciones de un
organismo vivo, mediante su mutilación o cualquier otro método. Tercero:
la mayoría de los crímenes se detectan por ciertos cambios químicos o
eléctricos.
Macintyre hizo una pausa para encender un
cigarro.
–Esas instrucciones –continuó– se encargan
de las funciones de rutina; además, hay dos instrucciones especiales para los
circuitos de aprendizaje, que son: cuarto: hay ciertos organismos vivos
que pueden cometer crímenes sin mostrar los signos mencionados en el punto
tres, y quinto, éstos pueden ser detectados por datos correspondientes a
la condición dos.
–Comprendo –dijo Gelsen.
–¿Se da cuenta de que no hay peligro?
–Creo que tiene razón.
Tras una breve vacilación, Gelsen
concluyó:
–Está bien, eso es todo.
–Bien –replicó el ingeniero, y se marchó.
Gelsen meditó unos instantes. No podía
presentarse ningún problema con los pájaros vigía. Y ordenó ante el
intercomunicador:
–Envíeme los informes.
El
pájaro vigía planeaba sobre los edificios iluminados. Aunque había oscuridad,
podía ver a otro pájaro a la distancia, y otro más allá y otro aún más lejos.
La ciudad era grande.
Impedir los asesinatos.
Había ya más cosas que vigilar. Por la red
invisible que conectaba a todos los pájaros vigía habían circulado nuevas
informaciones, nuevos datos, nuevas maneras de detectar la violencia del
asesinato.
¡Allí! El filo de una sensación. Dos
pájaros vigía descendieron al mismo tiempo. Uno había recibido el olor una
fracción de segundo antes que el otro. Siguió bajando mientras el otro retomaba
la vigilancia.
Instrucción cuatro: hay algunos organismos
vivos que cometen asesinatos sin presentar ninguno de los síntomas mencionados
en la instrucción tres.
A través de esta nueva información, el
pájaro vigía comprendió, por extrapolación, que ese organismo estaba a punto de
cometer un asesinato, aunque faltaran las características químicas y los olores
eléctricos.
Con todos los sentidos alerta, se
concentró en el organismo.
Halló lo que buscaba y se lanzó en picada.
Roger Greco, recostado contra un edificio,
con las manos en los bolsillos, esperaba pacientemente. Su mano izquierda
aferraba la fría culata de una cuarenta y cinco.
No pensaba en nada especial; allí estaba,
simplemente a la espera de un hombre. No conocía los motivos por los que ese
hombre debía morir; tampoco le importaban. La falta de curiosidad era una de
sus dos virtudes; la otra era su habilidad.
Una bala puesta exactamente en la cabeza
de un hombre que no conocía. Aquello no lo entusiasmaba ni lo afligía. Era un
trabajo como cualquier otro. Se mataba a un hombre, ¿y?
La víctima de Greco salió de un edificio y
él sacó la cuarenta y cinco de su bolsillo. Quitó el seguro y aferró el arma
con la mano derecha. Tampoco al apuntar pensó en nada.
Y en ese momento un golpe lo arrojó al
suelo.
Greco creyó haber recibido un disparo. Se
esforzó por levantarse, echó una mirada a su alrededor, y fijó sobre la víctima
su vista nublada.
Recibió un nuevo golpe.
Esta vez trató de apuntar desde el suelo.
Puesto que era un verdadero artesano, nunca habría pensado en abandonar su
obra.
Con el tercer golpe todo se oscureció.
Definitivamente, pues el deber del pájaro vigía era proteger a la víctima… cualquiera
que fuese el costo para el criminal.
La víctima se dirigió a su coche. No había
notado nada fuera de lo normal. Todo había ocurrido en silencio.
Gelsen
estaba muy satisfecho. Los pájaros vigía operaban perfectamente. La violencia
estaba desarmada. Los callejones oscuros habían dejado de ser cavernas
terroríficas, y no hacía falta evitar las plazas o los parques después del
atardecer.
Naturalmente aún había robos y asaltos.
Seguían medrando la ratería, el latrocinio, el desfalco, la falsificación y
otros cien delitos.
Pero eso no tenía mucha importancia. El
dinero se puede recobrar; la vida, jamás.
Gelsen estaba dispuesto a admitir que se
había equivocado respecto a los pájaros vigía. En realidad estaban realizando
una tarea que los hombres habían sido incapaces de cumplir.
El primer indicio de que algo andaba mal
surgió esa mañana.
Macintyre entró a su oficina. Confundido y
algo turbado, se detuvo frente al escritorio de Gelsen.
–¿Qué pasa, Mac? –preguntó éste.
–Uno de los pájaros vigía actuó contra un
matarife. Lo desmayó de un golpe.
Gelsen meditó un instante. Sí, era
posible. El nuevo circuito de aprendizaje de los pájaros vigía podía llevarlos
a definir la matanza de animales como asesinato.
–Hay que ordenar a los mataderos que
mecanicen la matanza –dijo Gelsen–. Personalmente nunca me ha gustado el método
que emplean.
–Está bien –respondió Macintyre.
Frunció los labios y se marchó,
encogiéndose de hombros.
Gelsen permaneció pensativo tras su
escritorio. ¿Aquellos pájaros no podrían diferenciar entre un asesino y un
hombre que cumplía su legítimo oficio? No, sin duda. Para ellos el asesinato
era siempre asesinato. Sin excepciones. Arrugó el ceño. Eso podía requerir
algunas supresiones en los circuitos.
En seguida decidió que no serían muchas.
Las indispensables para ayudarlos a discriminar un poco.
Volvió a sentarse y se sumergió entre sus
papeles tratando de soslayar el filo de un antiguo temor.
Ataron
al prisionero a la silla y le sujetaron el electrodo a una pierna.
–Oh, oh –balbuceó el hombre, apenas
consciente de lo que hacían.
Le sujetaron el casco a la cabeza afeitada
y apretaron las últimas correas. Él siguió quejándose débilmente,
Y en ese momento el pájaro vigía apareció
en un vuelo raudo. Cómo había entrado, nadie lo sabía. Las prisiones son
grandes y fuertes, con muchas puertas cerradas, pero allí estaba el pájaro
vigía.
Para impedir un asesinato.
–¡Saquen eso de allí! –gritó el alcaide.
Extendió la mano hacia la llave de
contacto. El pájaro vigía lo arrojó al suelo.
–¡Deténganlo! –gritó un guardia.
Él también buscó la llave, y cayó junto al
alcaide.
–¡Esto no es asesinato, idiota! –gritó
otro guardia.
Sacó su revólver para disparar sobre el
centelleante pájaro metálico. Éste, anticipándose, lo arrojó contra la pared.
El cuarto quedó en silencio. Rato después,
el hombre del casco empezó a reír. En seguida cesó.
El pájaro vigía permanecía en guardia,
aleteando en el aire, hasta asegurarse de que no se cometiera ningún asesinato.
La red del pájaro vigía recibió nuevos
datos. Independientes, sin gobierno, los miles de pájaros vigía los recibieron
y actuaron en consecuencia.
La interrupción de las funciones de un
organismo vivo mediante su mutilación o cualquier otro método. Nuevos datos a
detener.
–¡Camina, maldito seas! –gritó el granjero
Ollister, levantando nuevamente el látigo.
El caballo se detuvo; el carro crujió y se
estremeció, inclinándose.
–¡A ver, grandísima bazofia, anda! –gritó
el granjero.
Levantó nuevamente el látigo, pero no
alcanzó a bajarlo. Un pájaro vigía, al percibir síntomas de violencia, lo había
arrojado de su asiento.
¿Un organismo vivo? ¿Qué es un organismo
vivo? Los pájaros vigía ampliaban sus definiciones a medida que iban conociendo
nuevos hechos. Y, naturalmente, esto los recargaba de trabajo.
El venado era apenas visible en la orilla
del bosque. El cazador levantó el rifle y apuntó con cuidado.
No tuvo tiempo de disparar.
Gelsen,
con la mano libre, se secó el sudor.
–Está bien –dijo al teléfono.
Escuchó la andanada de insultos que
llegaba del otro extremo y dejó suavemente el tubo sobre la horquilla.
–¿Quién era ahora? –preguntó Macintyre,
con la corbata suelta, la camisa desabotonada y sin afeitar.
–Otro pescador –dijo Gelsen–. Parece que
los pájaros vigía no lo dejan pescar, aunque la familia se muera de hambre.
Quiere saber qué vamos a hacer al respecto.
–¿Cuántos cientos van?
–No sé. Todavía no he abierto la correspondencia.
–Bueno, ya sé cuál es el problema –dijo
Macintyre, con el aire melancólico de quien descubre cómo hizo para volar la
Tierra en pedazos… cuando ya es demasiado tarde.
–¿Cuál?
–Los pájaros vigía dieron por sentado que
pretendíamos detener cualquier asesinato. Creíamos que pensaban como
nosotros. Debimos haber especificado las instrucciones.
–Me parece –dijo Gelsen– que deberíamos
averiguar qué es y a qué se debe el asesinato, antes de especificar debidamente
las instrucciones. Y una vez que lo supiéramos, no harían falta los pájaros
vigía.
–Oh, no sé. Sólo hace falta explicarles
que algunas cosas, aunque se parezcan al asesinato, no lo son.
–Pero, ¿por qué detienen a los pescadores?
–preguntó Gelsen.
–¿Y por qué no? Los peces y todos los
animales son organismos vivientes, aunque nosotros no consideremos que matarlos
sea un asesinato.
Sonó el teléfono. Gelsen le echó una
mirada y conectó el intercomunicador.
–Le dije que no recibiría más llamadas,
por ningún motivo.
–Ésta es de Washington –dijo su
secretaria–. Pensé que…
–Lo siento –replicó Gelsen, levantando el
tubo–. Sí. Indudablemente es un problema… ¿De veras? Sí, lo haré, sin duda.
Cortó.
–Breve y dulce –dijo, dirigiéndose a
Macintyre–. Tenemos que cerrar durante un tiempo.
–No será tan fácil –respondió Macintyre–.
Los pájaros vigía operan independientemente de cualquier control central, ya
sabe. Vienen una vez por semana para verificación y reparaciones. Tendremos que
sacarlos de circulación uno a uno.
–Bueno, hagámoslo. Monroe, en la costa, ha
retirado casi la cuarta parte de sus pájaros.
–Creo que puedo instalar un circuito
restrictivo –dijo Macintyre.
–Magnífico –replicó Gelsen, amargamente–.
Eso me haría muy feliz.
Los
pájaros aprendían rápidamente; sus conocimientos iban en constante aumento. Las
abstracciones vagamente definidas se ampliaban, y una vez que se actuaba
conforme a ellas, volvían a ampliarse.
Impedir el asesinato.
El metal y los electrones razonan bien,
pero no a la manera humana.
¿Un organismo viviente? ¡Cualquier
organismo viviente!
Los pájaros vigía se lanzaron a la tarea
de proteger a todos los seres vivos.
La mosca zumbó por el cuarto, se posó
sobre la mesa y, tras un momento, se lanzó contra el vidrio de una ventana. El
anciano acechaba, con un periódico enrollado en la mano.
¡Asesino!
Los pájaros vigía se precipitaron a salvar
a la mosca en un instante.
El anciano se debatió en el piso durante
un minuto y luego quedó en silencio. Sólo había recibido un golpe suave, pero
había sido demasiado para su corazón vacilante.
Sin embargo, la víctima estaba a salvo, y
eso era lo importante. Hay que salvar a la víctima y pagar al agresor su misma
moneda.
Gelsen preguntó, furioso:
–¿Por qué no los retiran?
El ingeniero auxiliar hizo un gesto. El
ingeniero jefe yacía en un rincón del cuarto de reparaciones; apenas comenzaba
a recobrar la conciencia.
–Trató de desconectar a uno de ellos
–explicó el auxiliar.
Tenía las manos fuertemente apretadas, y
eran visibles sus esfuerzos por contener sus estremecimientos.
–Es absurdo. No tienen instinto de
autodefensa.
–En ese caso, ¿por qué no los desconecta
usted? Además, no creo que vuelva ninguno de ellos por aquí.
¿Qué podía haber ocurrido? Gelsen comenzó
a estudiar el problema. Los pájaros vigía aún no habían descubierto los límites
de un organismo viviente. Cuando la planta de Monroe desconectó a algunos de
ellos, el resto debió recoger los datos. De ese modo se habían visto forzados a
deducir que ellos también eran organismos vivientes.
Nadie les había explicado otra cosa. Por
cierto, cumplían casi todas las funciones de un organismo vivo.
En ese momento los viejos temores
volvieron a afectar a Gelsen. Con un estremecimiento salió a toda prisa del
cuarto de reparaciones. Debía encontrar a Macintyre de inmediato.
La
enfermera entregó una esponja al cirujano.
–Escalpelo.
Ella se lo puso en la mano. El cirujano
empezó a efectuar una incisión. Y de pronto escuchó cierto alboroto.
–¿Quién dejó entrar a esa cosa?
–No lo sé –replicó la enfermera, con la
voz apagada por el cubreboca.
–Sáquelo de aquí.
La enfermera agitó los brazos ante aquel
brillante objeto alado, pero lo vio aletear sobre su cabeza. El cirujano
prosiguió con la incisión… mientras pudo.
El pájaro vigía lo apartó y montó guardia.
–¡Telefonee a la compañía que los fabrica!
–ordenó el cirujano–. Que lo desconecten.
El pájaro vigía cumplía con su misión de
evitar toda violencia contra un organismo viviente.
El cirujano, reducido a la impotencia, no
pudo hacer otra cosa que ver morir a su paciente.
El
pájaro vigía aleteaba a gran altura sobre la red de carreteras, en guardia,
esperando. Llevaba varias semanas de trabajo, sin descanso, sin que nadie lo
reparara. No había descanso ni reparaciones posibles, pues el pájaro vigía,
como organismo viviente, no podía permitir que lo asesinaran. Y eso era lo que
ocurría cada vez que un pájaro vigía regresaba a la fábrica.
Después de algún tiempo se impartió la
orden de regresar; pero el pájaro vigía debía obedecer a una orden más
poderosa: la preservación de la vida, incluyendo la propia.
Las definiciones de asesinato estaban ya
casi indefinidamente extendidas, y era imposible hacerles frente. Pero los
pájaros vigía no lo tenían en cuenta. Respondían al estímulo, sin importarles
cuándo ni de dónde les llegaba.
Sus registros de memoria contenían ahora
una nueva definición de organismo viviente, a consecuencia del descubrimiento
de que los pájaros vigía también lo eran. Y sus ramificaciones eran
interminables.
¡El estímulo! Por centésima vez en ese
día, el pájaro viró en el aire y se lanzó en picada para impedir un asesinato.
Jackson, con un alarido, llevó su coche
hasta el costado de la ruta. No había visto aquella mota brillante en el cielo,
ni tenía por qué verla, puesto que ni siquiera había pensado en cometer
asesinato, según la definición humana.
Tras manejar durante siete horas, los ojos
comenzaban a empañársele y decidió que éste era un buen lugar para una siesta.
Estiró la mano para apagar el coche y…
Lo arrojaron hacia atrás, contra el
costado del vehículo.
–¿Qué diablos pasa contigo? –preguntó,
indignado–. Sólo quería…
Intentó tocar otra vez la llave y
nuevamente fue arrojado hacia atrás.
Jackson optó por no intentarlo una tercera
vez. Por la radio se había enterado de lo que hacían los pájaros con los
violadores empecinados.
–¡Oye, máquina idiota! –dijo al pájaro–.
Un coche no es algo viviente. No tengo la menor intención de matarlo.
Pero el pájaro vigía sólo sabía que
aquella operación paraba un organismo. El coche era, por cierto, un organismo
en marcha. ¿Acaso no era de metal, como los pájaros vigías? ¿No corría, acaso?
–Acabarán
por detenerse si no los sometemos a reparación –dijo Macintyre, hojeando un
montón de notas.
–¿En cuánto tiempo? –preguntó Gelsen.
–Entre seis meses y un año. Digamos un
año, si no sufren accidentes.
–Un año –dijo Gelsen–. Mientras tanto,
están deteniendo la marcha de la ciudad. ¿Conoce la última novedad?
–¿Cuál es?
–Los pájaros vigía han resuelto que la
Tierra es un organismo viviente. No permiten que los granjeros aren sus
terrenos. Además, naturalmente todo es un organismo vivo: los conejos, los
escarabajos, las moscas, los lobos, los mosquitos, los leones, los cocodrilos,
el ganado, y hasta las formas microbióticas de vida, como las bacterias.
–Ya lo sé –dijo Macintyre.
–Y usted dice que se agotarán sólo en seis
meses o en un año. ¿Qué haremos, mientras tanto? ¿Qué comeremos dentro de seis
meses?
El ingeniero se frotó la barbilla.
–Debemos hacer algo urgente. El equilibrio
ecológico se ha ido al demonio.
–Urgente es poco. Debería ser al instante.
Gelsen encendió el trigésimo quinto
cigarro del día, y agregó:
–Al menos, me daré el gusto de decir: “Yo
se lo advertí”. Aunque yo sea tan responsable como cualquiera de esos imbéciles
que idolatran a las máquinas.
Macintyre no lo escuchaba. Pensaba en los
pájaros vigía.
–Son como la plaga de conejos en
Australia.
–La tasa de mortandad está subiendo –dijo
Gelsen–. Hambre, inundaciones… No se pueden cortar árboles, los doctores no
pueden… ¿Habló usted de Australia?
–Los conejos –repitió Macintyre–. En
Australia ya no queda casi ninguno.
–¿Por qué? ¿Cómo lo hicieron?
–Oh, encontraron una especie de gérmenes
que atacaba sólo a los conejos. Creo que se propagaba por medio de los
mosquitos.
–Investigue eso –ordenó Gelsen–. Quizá
encuentre algo. Quiero que se ponga al teléfono con todos los ingenieros de
otras compañías. Apúrese. Tal vez juntos consigan algo.
–Está bien.
Tomó un puñado de papeles en blanco y se
lanzó sobre el teléfono.
–¿No
se lo dije? –exclamó el oficial Celtrics, con una amplia sonrisa dirigida al
capitán–. ¡No le dije que todos los científicos eran tontos?
–Yo no dije que usted estuviera
equivocado, ¿verdad?
–No, pero usted no estaba seguro.
–Bueno, ahora lo estoy. Es mejor que usted
empiece a actuar. Tiene mucho trabajo por delante.
–Ya lo sé –dijo Celtrics.
Desenfundó su revólver, lo examinó y
volvió a enfundarlo.
–Capitán –preguntó–, ¿todos los muchachos
están de vuelta?
–¿Todos? –rio el capitán–. El homicidio
aumentó cincuenta por ciento. Hay más asesinatos que nunca.
–Sin duda –dijo Celtrics–. Los pájaros
vigía tienen demasiado trabajo con proteger a los coches y salvar a las arañas.
Iba rumbo a la puerta, pero se detuvo para
lanzar una advertencia final:
–Créame, capitán: las máquinas son
estúpidas.
Y el capitán asintió.
Eran
miles de pájaros vigía en el intento de impedir incontables millones de
asesinatos: una tarea sin esperanzas de éxito. Pero los pájaros no conocían la
esperanza. Puesto que carecían de conciencia, no sabían de triunfos ni temían
al fracaso. Proseguían pacientemente con su tarea, respondiendo a cuanto
estímulo se les presentaba.
No podían estar en todas partes al mismo
tiempo, pero no era necesario. La gente aprendió rápidamente a tener en cuenta
lo que molestaba a los pájaros vigía, y dejó de hacerlo. De lo contrario, se
corría peligro. Los pájaros, dotados de alta velocidad y de sentidos súper
rápidos, aparecían al instante.
Y ahora actuaban severamente. Entre las
directivas originales existía una que les permitía matar a un asesino en caso
de fallar todos los otros métodos.
¿Y por qué no dejar con vida a un asesino?
Los pájaros vigía descubrieron que los
asesinatos y los actos de violencia habían aumentado geométricamente desde que
ellos entraran en operación. Esto era verdad, dado que la nueva definición
aumentaba las clasificaciones de asesinato. Pero para los pájaros vigía, el
aumento indicaba que sus métodos primitivos habían fracasado.
Simple lógica. Si A no daba resultado, era
necesario probar con B. Los pájaros vigía se lanzaron a matar.
Los matarifes de Chicago dejaron de
trabajar; el ganado moría de hambre en los establos porque los granjeros del
Medio Oeste no se atrevían a cortar el heno ni a cosechar el grano.
Nadie había enseñado a los pájaros vigía
que toda vida depende de asesinatos cuidadosamente controlados.
La muerte por inanición no concernía a los
pájaros vigía, puesto que se trataba de un acto de omisión. Sólo les
interesaban los actos de comisión.
Los cazadores permanecían en sus casas,
contemplando las motas plateadas que recorrían el cielo, con muchas ganas de
disparar contra ellos. Pero en su mayoría no hacían siquiera el intento. Los
pájaros vigía captaban rápidamente las intenciones asesinas y las castigaban
con igual prontitud.
Los barcos pesqueros se balanceaban
perezosamente en los muelles de San Pedro y Gloucester. Los peces eran
organismos vivos.
Los granjeros, entre maldiciones y
escupitajos, morían en el intento de recoger las cosechas. El grano era algo
viviente y por lo tanto merecía protección. Las papas eran para el pájaro vigía
tan importantes como cualquier otro organismo vivo. La muerte de una brizna de
hierba igualaba el asesinato de un presidente.
A los ojos de los pájaros vigía.
Y también ciertas máquinas estaban vivas.
Esto se deducía, ya que los pájaros vigía también eran máquinas y vivían.
Si uno trataba mal a su aparato de radio,
podía invocar la protección de Dios. Apagarlo equivalía a matarlo. Era obvio,
puesto que la voz callaba, se apagaba el resplandor rojizo de sus tubos y
perdía el calor.
Los pájaros vigía trataban de cumplir con
sus otras misiones. Se mataba a los lobos que intentaban cazar conejos y se
electrocutaba a los conejos que pretendían comer verduras. Las enredaderas perecían
quemadas por el intento de estrangular los árboles.
Una mariposa fue ejecutada en el acto de
ultrajar a una rosa.
Este control era espasmódico, debido al
corto número de pájaros vigía. Habría hecho falta un billón, al menos, para
llevar a cabo el ambicioso proyecto concebido por unos pocos militares.
Una fuerza asesina se abatió sobre el
país; diez mil relámpagos irracionales que atacaban mil veces al día.
Relámpagos que anticipaban cada movimiento
y castigaban con toda intención.
–Señores,
por favor –rogó el representante del gobierno–, debemos apresurarnos.
Los siete fabricantes dejaron de hablar.
–Antes de dar comienzo formal a esta
reunión –dijo el presidente de Monroe–, deseo decir algo. No nos sentimos
responsables por este desdichado estado de cosas. Fue un proyecto del gobierno,
y el gobierno debe aceptar su responsabilidad, tanto en el aspecto moral como
en el financiero.
Gelsen se encogió de hombros. Era difícil
creer que aquellos mismos hombres, pocas semanas antes, se habían mostrado
ansiosos por aceptar la gloria de salvar al mundo. Ahora deseaban liberarse de
toda responsabilidad, puesto que la salvación había resultado un fracaso.
–No me cabe duda de que esto no tiene por
qué preocuparnos –le aseguró el representante–. Pero tenemos prisa. Ustedes,
los ingenieros, han realizado un excelente trabajo, y estoy orgulloso de la
cooperación que han demostrado en esta emergencia. Por lo tanto, se les
autoriza a desarrollar el plan propuesto.
–Un momento –dijo Gelsen.
–No hay tiempo.
–El plan no servirá de nada.
–¿No cree que funcione?
–Funcionará, naturalmente. Pero temo que
el remedio sea peor que la enfermedad.
Los fabricantes se miraron como si
tuvieran ganas de ahorcar a Gelsen. Éste no vaciló.
–¿Todavía no lo han aprendido? –preguntó–.
¿No comprenden que no se pueden curar los problemas humanos por medio de la
mecanización?
–Señor Gelsen –dijo el presidente de
Monroe–, nos gustaría escuchar sus conceptos filosóficos, pero infortunadamente
está muriendo mucha gente. Las cosechas se pierden. Ya hay hambre en algunas
zonas del campo. ¡Debemos detener inmediatamente a los pájaros vigías!
–También debemos detener el crimen.
Recuerdo que todos estábamos de acuerdo en eso. ¡Pero este no es el medio!
–¿Qué sugiere usted? –preguntó el
representante.
Gelsen aspiró hondo. Lo que debía decir le
exigiría todo el coraje de que era capaz.
–Dejemos que los pájaros vigías se agoten
por sí mismos –sugirió.
Hubo un verdadero tumulto y fue el
representante del gobierno quien lo inició.
–Aprendamos nuestra lección –urgió Gelsen–;
admitamos que es erróneo tratar de solucionar los problemas humanos por medio
de la técnica. Comencemos otra vez. Usemos máquinas, sí, pero no en el papel de
jueces, ni de maestros, ni de padres.
–Absurdo –dijo fríamente el representante–.
Usted está sobreexcitado, señor Gelsen. Trate de controlarse.
Y continuó tras aclararse la garganta:
–El presidente les ordena llevar a cabo el
plan que han sometido a su estudio, y no hacerlo será considerado como
traición.
Y al decir las últimas palabras, dirigió a
Gelsen una aguda mirada.
–Cooperaré lo mejor que pueda –dijo
Gelsen.
–Bien. Esas líneas de montaje deben estar
en funcionamiento en menos de una semana.
Gelsen se marchó solo. Se sentía
nuevamente confundido. ¿Estaba en lo cierto o era sólo un visionario más? Por
cierto, no había sabido explicarse con mucha claridad.
¿Sabía acaso lo que intentaba expresar?
Maldijo en voz baja. ¿Por qué no se sentía
seguro de nada? ¿No había valores a los que pudiera aferrarse?
Se dirigió prontamente al aeropuerto y
desde allí, a su planta de fabricación.
El
pájaro vigía operaba ahora en forma errática. En su delicada maquinaria había
muchas piezas en mal estado, gastadas por el trabajo casi constante. Pero
seguía respondiendo caballerescamente ante todo estímulo.
Una araña estaba por atacar a una mosca.
El pájaro vigía se lanzó al rescate.
Simultáneamente notó algo anormal en lo
alto y giró para salir a su encuentro.
Hubo un crujido agudo y un rayo poderoso
silbó junto a su ala. Furioso, escupió una onda fulminante.
El atacante estaba bien aislado. Repitió
su descarga, y esta vez el rayo despedazó un ala. El pájaro vigía se alejó
rápidamente, pero su atacante lo persiguió a toda velocidad, lanzando más energía
destructiva.
El pájaro vigía cayó, pero antes logró
enviar su mensaje: “¡Urgente! ¡Una nueva amenaza contra los organismos
vivientes, y terriblemente mortal!”
Los otros pájaros vigía del país
recibieron el mensaje. Sus centros pensantes buscaron respuesta.
–Bueno,
jefe, hoy derribamos cincuenta –dijo Macintyre, entrando a la oficina de
Gelsen.
–Muy bien –respondió éste, sin mirarlo.
–No tan bien –aclaró Macintyre, tomando
asiento–. ¡Dios, qué cansado estoy! Ayer fueron setenta y dos.
–Lo sé.
Sobre el escritorio de Gelsen había varias
demandas; las enviaría al gobierno junto con una petición.
–Pero volveremos a repuntar –dijo
Macintyre, confiado–. Los Gavilanes están construidos especialmente para cazar
pájaros vigía. Son más fuertes, más rápidos y están mejor armados. Los hemos
fabricado a toda prisa, ¿eh?
–Así es.
–Los pájaros vigía también son bastante
buenos –admitió Macintyre–. Están aprendiendo a cubrirse. Prueban muchos trucos.
Cada uno de los que cae revela algo a los otros, ¿sabe?
Gelsen no respondió.
–Pero todo aquello que los pájaros vigía
puedan hacer, los Gavilanes lo hacen mejor –dijo Macintyre alegremente–. Tienen
circuitos de aprendizaje especializados para la caza. Son más flexibles que los
pájaros vigía. Aprenden a mayor velocidad.
Gelsen se levantó, melancólico, y miró por
la ventana mientras se desperezaba. El cielo estaba despejado. Comprendió que
todas sus dudas habían terminado. Para bien o para mal, se había decidido.
–Dígame –dijo, sin dejar de contemplar el
cielo–, ¿qué cazarán los Gavilanes cuando hayan acabado con los pájaros vigía?
–¿Eh? ¿Por qué…?
–Sólo para mayor seguridad, será mejor que
inventemos algo para cazar a los Gavilanes. Por las dudas.
–Usted cree que…
–Sólo que los Gavilanes son autónomos.
También los pájaros vigía lo son. Se argumentó que el control remoto resultaría
muy lento. Había que cazar a los pájaros vigía y pronto. Por eso se eliminaron
los circuitos restrictivos.
–Podemos idear algo –dijo Macintyre, vacilante.
–Ahora tenemos en el aire un artefacto
agresivo. Una máquina de matar. Antes fue una máquina anti-muertes. El próximo
invento tendrá que ser aún más independiente, ¿verdad?
Macintyre no respondió.
–No lo hago responsable por esto –dijo
Gelsen–. El responsable soy yo. Todos lo somos.
Una mota cruzó velozmente el espacio.
Gelsen dijo:
–Eso es lo que resulta de endilgar a una
máquina una tarea que nos correspondía exclusivamente.
En
lo alto, un Gavilán inmovilizaba a un pájaro vigía. La máquina asesina había
aprendido mucho en pocos días. Su única función consistía en matar. Por el
momento encaminaba sus impulsos hacia cierto tipo de organismo viviente,
metálico, al igual que el suyo.
Pero el Gavilán acababa de descubrir que
también existían otras especies de organismos vivientes.
Que debían ser asesinados.
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