martes, 30 de enero de 2024

El pájaro vigía

Robert Sheckley

 

Cuando Gelsen entró, los otros fabricantes de pájaros vigías ya estaban presentes. Había seis, además de él, y el humo de sus caros puros azulaba el aire de la habitación.

–Hola, Charlie –lo saludó alguien.

Los otros interrumpieron la conversación el tiempo necesario para darle la bienvenida con un gesto casual. Pensó con sarcasmo que, en su carácter de fabricante de pájaros vigías, era uno de los fabricantes de salvación. ¡Qué gran honor! Si uno desea salvar a la humanidad, necesita un contrato del gobierno.

–El agente del gobierno no ha llegado todavía –le informó alguien–. Lo esperamos en cualquier momento.

–Ya tenemos la aprobación – agregó otro.

–¡Qué bien!

Gelsen se sentó cerca de la puerta y echó un vistazo a su alrededor. Parecía una convención, o una reunión de boy-scouts. El abultado volumen de los seis hombres compensaba la escasez de su número. El presidente de la Sureña Consolidada hablaba a voz en cuello de la prolongada duración de los pájaros vigías. Sus dos interlocutores sonreían asintiendo con la cabeza; cuando uno de ellos intentaba interrumpir para hablar de alguna prueba efectuada con respecto a las habilidades de los pájaros vigías, el otro hablaba sobre el nuevo aparato para recargarlos.

Los otros tres formaban un pequeño grupo dedicado al panegírico del pájaro vigía.

Gelsen notó que todos ellos se mantenían muy erguidos, en el supuesto papel de salvadores. No le encontraba a aquello ninguna gracia. Él también se había sentido así hasta hacía muy poco, una especie de santo, algo calvo y de abdomen prominente.

Encendió un cigarro, suspirando. Al iniciarse el proyecto había sido tan entusiasta como los demás. Recordaba haberle dicho a Macintyre, el ingeniero principal:

–Mac, comienza una nueva era. El pájaro vigía es la gran solución.

Y Macintyre, el nuevo converso al mito del pájaro vigía, asintió con énfasis.

¡Qué maravilloso parecía todo entonces! Una solución simple y segura para uno de los mayores problemas de la humanidad, contenida en medio kilo de metal inalterable, vidrio y plástico.

Quizás a eso debía sus dudas presentes. Algo le decía que los problemas humanos no son tan fáciles de solucionar. Allí había alguna trampa. Después de todo, el crimen era un problema muy antiguo, y el pájaro vigía, una solución demasiado reciente.

–Caballeros…

Conversaban con tanta animación que nadie había reparado en la llegada del agente gubernamental. La habitación quedó súbitamente en silencio.

–Caballeros –repitió el fornido funcionario–: con la aprobación del Congreso, el presidente ha ordenado formar una división de pájaros vigías para cada ciudad y para cada pueblo del país.

Los presentes lanzaron un espontáneo grito de triunfo. Después de todo, pensó Gelsen, se les daba la oportunidad de salvar al mundo; y se preguntó, preocupado, dónde estaba el problema.

Escuchó con atención al funcionario que describía el sistema de distribución. El país sería dividido en siete zonas, cada una de las cuales quedaría bajo la atención de uno de los fabricantes. Eso representaba un monopolio, naturalmente, pero era necesario. Lo mismo sucedía con el servicio de teléfonos; era en el mejor interés del usuario. En el servicio de pájaros vigías no habría competencia. Pájaros vigías para todo el mundo.

El agente gubernamental agregó:

–El presidente espera que contemos a la brevedad con un servicio completo de pájaros vigías. Gozarán de prioridad en la provisión de metales, mano de obra, etc.

–En lo que a mí concierne –dijo el presidente de la Sureña Consolidada–, confío en distribuir la primera partida de pájaros vigías en el plazo de una semana. La producción está organizada.

Los demás también se declararon preparados. Las fábricas estaban dispuestas desde hacía meses para producir los pájaros vigías. Ya se había llegado a un acuerdo en cuanto al equipo definitivo y lo único que faltaba era la aprobación presidencial.

–Bien –dijo el funcionario–, si eso es todo, creo que podemos… ¿Alguna pregunta?

–Sí, señor –dijo Gelsen–. Quisiera saber si el modelo que vamos a fabricar es el actual.

–Por supuesto –contestó el representante–. Es el más perfeccionado.

–Tengo una objeción –dijo Gelsen, poniéndose de pie.

Sus colegas lo miraron con frialdad. Era obvio que estaba retrasando el comienzo de una era gloriosa.

–¿Cuál es su objeción? –preguntó el funcionario.

–En primer lugar, permítanme aclarar que estoy por entero a favor de una máquina para combatir el crimen. La necesitamos desde hace mucho tiempo. Mi única objeción se basa en los circuitos de aprendizaje del pájaro vigía, que estimulan a la máquina y le otorgan una seudo-conciencia. No puedo aprobar eso.

–¡Pero, señor Gelsen! ¡Usted mismo afirmó que el pájaro vigía no sería totalmente eficaz si no se le instalaban esos circuitos! Sin ellos, los pájaros vigías impedirían sólo setenta por ciento de los crímenes.

–Lo sé.

Gelsen estaba incómodo, pero manifestó, obstinado:

–Creo que hay un peligro de orden moral en permitir que una máquina tome decisiones que sólo incumben al hombre.

–¡Vamos, Gelsen! –dijo el presidente de una corporación–. No se trata de eso. El pájaro vigía sólo ejecutará decisiones tomadas hace mucho tiempo por hombres honestos.

–En mi opinión, la verdad es ésa –señaló el delegado de gobierno–. Pero entiendo muy bien lo que dice el señor Gelsen. Es lamentable entregar un problema humano a una máquina, pero más lamentable es que haga falta una máquina para hacer cumplir nuestras leyes. Pero le ruego, señor Gelsen, que tenga presente una cosa: no hay otra manera de detener a un criminal antes de que aseste el golpe. Sería una injusticia para con los inocentes que mueren asesinados todos los días si pusiéramos trabas al pájaro vigía por razones filosóficas, ¿no le parece?

–Sí, por supuesto –dijo Gelsen, desalentado.

Mil veces se había repetido lo mismo, pero algo seguía perturbándolo. Tal vez necesitaba conversarlo con Macintyre. Al finalizar la conferencia se le ocurrió algo que lo hizo sonreír: muchos policías iban a quedar desempleados.

 

–¿Qué le parece esto? –preguntó el oficial Celtrics–. Llevo quince años en la sección Homicidios, y ahora me van a remplazar por una máquina.

–Se enjugó la frente con sus grandes y enrojecidas manos, y se apoyó en el escritorio del capitán.

–¿No es maravillosa la ciencia?

Otros dos policías, que habían pertenecido también a Homicidios, asintieron sombríamente.

–No se preocupe, Celtrics –dijo el capitán–; le encontraremos un puesto en Robos. Le gustará.

–No puedo creerlo –se quejó Celtrics–. Un miserable pedazo de lata y vidrio va a resolver todos los crímenes.

–No es así –explicó el capitán–. Los pájaros vigías evitarán los crímenes antes de que sucedan.

–¿Entonces no habrá crimen? –preguntó uno de los policías–. Pero no se puede condenar a nadie por un crimen que no ha cometido, ¿no?

–No se trata de eso –dijo el capitán–; se da por sentado que los pájaros vigías impiden al hombre que cometa el delito.

–Entonces, ¿nadie lo arresta? –preguntó Celtrics.

–No sé cómo van a encarar eso –admitió el capitán.

Los hombres permanecieron en silencio un momento. El capitán bostezó y echó una mirada al reloj.

Celtrics, siempre apoyado en el escritorio, dijo:

–Lo que no entiendo es cómo funcionan. ¿Cómo empezó la cosa, capitán?

El capitán escudriñó el rostro de Celtrics, para detectar cualquier señal de ironía; después de todo, los periódicos llevaban meses enteros hablando del pájaro vigía. Pero recordó que Celtrics, como sus demás colegas, muy pocas veces leía más allá de las páginas de deportes. Trató de recordar lo que había leído en el suplemento dominical y dijo:

–Bueno, unos científicos estuvieron haciendo trabajos en criminología. Estudiaron a los asesinos, para encontrar qué era lo que los impulsaba a actuar así, y descubrieron que sus cerebros emiten ciertas ondas diferentes a las de la gente común. También ciertas glándulas reaccionan de un modo extraño. Todo esto sucede cuando están por cometer un crimen. Y entonces, esos científicos inventaron una máquina especial que emite una señal de alarma, o algo así, cuando esas ondas cerebrales entran en funcionamiento.

–¡Oh, los científicos! –exclamó Celtrics con amargura.

–Cuando los científicos inventaron esa máquina, no supieron qué hacer con ella. Era muy grande para hacerla circular y los asesinos no solían pasar por allí como para hacerla funcionar. Por eso fabricaron un aparato más pequeño y lo probaron en algunas comisarías. Creo que probaron una en el norte del estado pero no anduvo bien. No se llegaba a tiempo al lugar del crimen. Finalmente hicieron los pájaros vigías.

–No creo que logren impedir los crímenes –repitió uno de los policías.

–Sí pueden hacerlo. Leí los resultados de las pruebas. Pueden oler un criminal antes de que cometa el asesinato. Y cuando lo encuentran, le dirigen una violenta descarga, o algo así. Eso los detiene.

–Capitán, ¿va a cerrar la sección de Homicidios? –preguntó Celtrics.

–No; mantendré una dotación de guardia hasta ver cómo actúan esas máquinas.

–Una dotación de guardia –gruño Celtrics–. ¡Es divertido!

–Seguro, pero la dejaré de todos modos. Parece que los pájaros no evitan todos los asesinatos.

–¿Y por qué?

–Algunos asesinos no emiten esas ondas cerebrales –contestó el capitán, tratando de recordar lo que decía el periódico–. O no les funcionan las glándulas o algo así.

–¿Y a cuáles pueden detener? –preguntó Celtrics con curiosidad profesional.

–No lo sé, pero según parece han arreglado esas malditas cosas para que en poco tiempo sean capaces de impedir todos los crímenes.

–¿Y cómo lo consiguen?

–Y… los pájaros vigía aprenden, igual que la gente, me parece.

–¿Estás bromeando?

–No.

–Bueno, por las dudas voy a seguir engrasando el arma. Por las dudas. No se puede confiar en esos científicos.

–Cierto.

–¡Pájaros! –murmuró Celtrics.

 

El pájaro vigía trazó una curva amplia y perezosa sobre la ciudad, reluciente su piel de aluminio bajo el sol de la mañana, salpicadas sus rígidas alas por puntos luminosos.

Volaba en silencio. No obstante, todos sus sentidos funcionaban. El sistema cinestésico le revelaba su ubicación y lo mantenía en una larga curva de búsqueda. Los ojos y oídos funcionaban a la par, siempre buscando, buscando.

Y entonces, algo sucedió. Los reflejos electrónicos del pájaro vigía captaron el filo de una sensación. Un centro de correlación lo puso a prueba, comparándola con los datos electrónicos y químicos depositados en su memoria. Un relé saltó en su interior.

El pájaro vigía descendió en espiral hacia aquella sensación, cada vez más poderosa. Empezó a oler la exudación de ciertas glándulas y a sentir el gusto de una onda cerebral desviada.

Alerta, listo para el ataque, giró y planeó en la brillante luz matinal.

Dinelli estaba tan concentrado que no vio acercarse al pájaro vigía. Tenía el revólver apuntado hacia el corpulento almacenero, y suplicaba con los ojos:

–¡No se acerque!

–¡Raterito piojoso! –exclamó el almacenero, avanzando otro paso–. ¿Conque quieres robarme? ¡Te romperé los huesos!

El almacenero, por exceso de estupidez o de valor, seguía avanzando hacia el ladronzuelo, sin comprender la amenaza implícita en el revólver.

–¡Basta! –exclamó Dinelli, presa de pánico–. ¡Basta, imbécil! ¡Ahora verá!

En ese momento recibió en la espalda una descarga eléctrica. El revólver se disparó, destrozando una propaganda de cereales para el desayuno.

–¿Qué diablos…? –preguntó el almacenero, mirando al atónito ladrón.

En ese momento vio un relampagueo de alas plateadas.

–¡Bueno, que me condenen! ¡Esos pájaros funcionan de veras!

Se quedó mirando aquellas alas hasta que desaparecieron en el cielo. Después telefoneó a la policía.

El pájaro vigía retomó su curso de búsqueda. El centro pensante que poseía clasificó los nuevos datos aprendidos respecto al delito.

Esta nueva información fue emitida simultáneamente a todos los pájaros vigía; al mismo tiempo, recibió toda la información que ellos habían recogido. Toda novedad respecto a información, métodos y definiciones se transmitía constantemente entre ellos.

 

Ahora que los pájaros vigía salían sin cesar de la fábrica, Gelsen podía al fin descansar. Un murmullo satisfecho corría por toda la planta. Los pedidos se cumplían puntualmente; las grandes ciudades de la zona tenían prioridad.

–Todo tranquilo, jefe –dijo Macintyre, asomándose a la puerta tras una inspección de rutina.

–Muy bien. Siéntese.

El corpulento ingeniero se sentó y encendió un cigarro.

–Hace tiempo que estamos trabajando en esto –dijo Gelsen, a quien no se le ocurrió otra cosa que decir.

–Ya lo creo –confirmó Macintyre.

Se reclinó hacia atrás, aspirando profundamente. Había sido uno de los ingenieros consultores en la construcción del pájaro vigía original. Desde entonces, hacía ya seis años, trabajaba para Gelsen, y se habían hecho amigos.

–Quería preguntarle…

Hizo una pausa, sin saber cómo expresarse; al fin preguntó:

–¿Qué piensa de los pájaros vigía, Mac?

–¿Quién, yo? Creo que son fantásticos.

El ingeniero sonrió nervioso. Desde el comienzo del proyecto no había hecho más que comer, beber y dormir con el pájaro vigía en la mente. Pero nunca se le había ocurrido pensar mucho en el asunto.

–Me refiero a otra cosa –dijo Gelsen.

Necesitaba que alguien compartiera su punto de vista: acababa de comprenderlo así.

–Quiero decir –explicó–: ¿le parece que hay algún peligro en que una máquina pueda pensar?

–No, jefe, no lo creo. ¿Por qué me lo pregunta?

–Vea, yo no soy científico ni ingeniero. Simplemente me encargué de los costos y de la producción, y dejé que ustedes se preocuparan de llevarlo a la práctica, Pero, como profano, el pájaro vigía comienza a asustarme.

–No hay ningún motivo para eso.

–No me gusta lo de los circuitos de aprendizaje.

–Pero, ¿por qué? –preguntó Macintyre, sonriendo otra vez–. Comprendo, usted es como mucha gente, jefe; tiene miedo de que sus máquinas se despierten un buen día y digan: “¿Qué estamos haciendo aquí? Vayamos a gobernar el mundo”. ¿No es así?

–Tal vez algo por el estilo –admitió Gelsen.

–No hay ningún peligro –dijo Macintyre–. Los pájaros vigía son muy complejos, es cierto, pero una calculadora sofisticada lo es mucho más, aunque no tiene conciencia.

–No. Pero los pájaros vigía pueden aprender.

–¡Claro! Lo mismo sucede con las nuevas calculadoras. ¿Cree que se van a poner de acuerdo con los pájaros vigía?

Aquello fastidió a Gelsen; pero más lo fastidiaba su propia ridiculez.

–Lo cierto –dijo– es que los pájaros vigía pueden actuar de acuerdo con lo que aprenden. Nadie los manipula.

–Eso es lo que le molesta –observó Macintyre.

–He estado pensando en desligarme del pájaro vigía.

Y en el momento de decirlo comprendió Gelsen que era eso lo que deseaba.

–Escuche, jefe –dijo Macintyre–. ¿Quiere la opinión de un ingeniero?

–Lo escucho.

–Los pájaros vigía son tan peligrosos como un automóvil, una calculadora IBM o un termómetro. Tienen tanta conciencia o voluntad como esas cosas. Están construidos para responder ante cierto estímulo y para llevar a cabo ciertas operaciones de acuerdo con eso.

–¿Y los circuitos de aprendizaje?

–Esas cosas son necesarias –dijo Macintyre, pacientemente, como si lo explicara a un niño de diez años–. La finalidad del pájaro vigía es coartar todo intento de asesinato, ¿verdad? Bueno, sólo ciertos criminales proporcionan esos estímulos. Para poder detenerlos a todos, el pájaro vigía tiene que descubrir nuevas definiciones de asesinato y relacionarlas con las que ya conoce.

–Creo que eso es inhumano –dijo Gelsen.

–Eso es lo mejor. Los pájaros vigía carecen de emociones. Su razonamiento no es antropomorfo. Es imposible sobornarlos o drogarlos. Tampoco son de temer.

Sonó el intercomunicador en el escritorio de Gelsen, pero no lo atendió.

–Todo eso ya lo sé –dijo Gelsen–. Aun así, a veces me siento como el inventor de la dinamita. Él creyó que sólo la usarían para hacer volar troncos de árboles.

–Pero usted no inventó el pájaro vigía.

–De todos modos me siento moralmente responsable, puesto que lo fabrico.

El intercomunicador volvió a sonar; Gelsen, irritado, oprimió un botón.

–Llegaron los informes sobre la primera semana de operación del pájaro vigía –le dijo su secretaria.

–¿Cómo son?

–Magníficos, señor.

–Envíemelos dentro de quince minutos.

Gelsen apagó el intercomunicador y volteó hacia Macintyre, que se limpiaba las uñas con un cerillo.

–¿No cree que esto representa un cambio en el pensamiento humano? El advenimiento del dios mecánico, el amo electrónico.

–Jefe –respondió Macintyre–, creo que debería estudiar mejor el mecanismo de los pájaros vigía. ¿Sabe qué se inculca en los circuitos?

–Tengo una idea aproximada.

Primero, el propósito: impedir que los seres vivos cometan asesinatos. Segundo: el asesinato puede ser definido como un acto de violencia, como la interrupción de las funciones de un organismo vivo, mediante su mutilación o cualquier otro método. Tercero: la mayoría de los crímenes se detectan por ciertos cambios químicos o eléctricos.

Macintyre hizo una pausa para encender un cigarro.

–Esas instrucciones –continuó– se encargan de las funciones de rutina; además, hay dos instrucciones especiales para los circuitos de aprendizaje, que son: cuarto: hay ciertos organismos vivos que pueden cometer crímenes sin mostrar los signos mencionados en el punto tres, y quinto, éstos pueden ser detectados por datos correspondientes a la condición dos.

–Comprendo –dijo Gelsen.

–¿Se da cuenta de que no hay peligro?

–Creo que tiene razón.

Tras una breve vacilación, Gelsen concluyó:

–Está bien, eso es todo.

–Bien –replicó el ingeniero, y se marchó.

Gelsen meditó unos instantes. No podía presentarse ningún problema con los pájaros vigía. Y ordenó ante el intercomunicador:

–Envíeme los informes.

 

El pájaro vigía planeaba sobre los edificios iluminados. Aunque había oscuridad, podía ver a otro pájaro a la distancia, y otro más allá y otro aún más lejos. La ciudad era grande.

Impedir los asesinatos.

Había ya más cosas que vigilar. Por la red invisible que conectaba a todos los pájaros vigía habían circulado nuevas informaciones, nuevos datos, nuevas maneras de detectar la violencia del asesinato.

¡Allí! El filo de una sensación. Dos pájaros vigía descendieron al mismo tiempo. Uno había recibido el olor una fracción de segundo antes que el otro. Siguió bajando mientras el otro retomaba la vigilancia.

Instrucción cuatro: hay algunos organismos vivos que cometen asesinatos sin presentar ninguno de los síntomas mencionados en la instrucción tres.

A través de esta nueva información, el pájaro vigía comprendió, por extrapolación, que ese organismo estaba a punto de cometer un asesinato, aunque faltaran las características químicas y los olores eléctricos.

Con todos los sentidos alerta, se concentró en el organismo.

Halló lo que buscaba y se lanzó en picada.

Roger Greco, recostado contra un edificio, con las manos en los bolsillos, esperaba pacientemente. Su mano izquierda aferraba la fría culata de una cuarenta y cinco.

No pensaba en nada especial; allí estaba, simplemente a la espera de un hombre. No conocía los motivos por los que ese hombre debía morir; tampoco le importaban. La falta de curiosidad era una de sus dos virtudes; la otra era su habilidad.

Una bala puesta exactamente en la cabeza de un hombre que no conocía. Aquello no lo entusiasmaba ni lo afligía. Era un trabajo como cualquier otro. Se mataba a un hombre, ¿y?

La víctima de Greco salió de un edificio y él sacó la cuarenta y cinco de su bolsillo. Quitó el seguro y aferró el arma con la mano derecha. Tampoco al apuntar pensó en nada.

Y en ese momento un golpe lo arrojó al suelo.

Greco creyó haber recibido un disparo. Se esforzó por levantarse, echó una mirada a su alrededor, y fijó sobre la víctima su vista nublada.

Recibió un nuevo golpe.

Esta vez trató de apuntar desde el suelo. Puesto que era un verdadero artesano, nunca habría pensado en abandonar su obra.

Con el tercer golpe todo se oscureció. Definitivamente, pues el deber del pájaro vigía era proteger a la víctima… cualquiera que fuese el costo para el criminal.

La víctima se dirigió a su coche. No había notado nada fuera de lo normal. Todo había ocurrido en silencio.

 

Gelsen estaba muy satisfecho. Los pájaros vigía operaban perfectamente. La violencia estaba desarmada. Los callejones oscuros habían dejado de ser cavernas terroríficas, y no hacía falta evitar las plazas o los parques después del atardecer.

Naturalmente aún había robos y asaltos. Seguían medrando la ratería, el latrocinio, el desfalco, la falsificación y otros cien delitos.

Pero eso no tenía mucha importancia. El dinero se puede recobrar; la vida, jamás.

Gelsen estaba dispuesto a admitir que se había equivocado respecto a los pájaros vigía. En realidad estaban realizando una tarea que los hombres habían sido incapaces de cumplir.

El primer indicio de que algo andaba mal surgió esa mañana.

Macintyre entró a su oficina. Confundido y algo turbado, se detuvo frente al escritorio de Gelsen.

–¿Qué pasa, Mac? –preguntó éste.

–Uno de los pájaros vigía actuó contra un matarife. Lo desmayó de un golpe.

Gelsen meditó un instante. Sí, era posible. El nuevo circuito de aprendizaje de los pájaros vigía podía llevarlos a definir la matanza de animales como asesinato.

–Hay que ordenar a los mataderos que mecanicen la matanza –dijo Gelsen–. Personalmente nunca me ha gustado el método que emplean.

–Está bien –respondió Macintyre.

Frunció los labios y se marchó, encogiéndose de hombros.

Gelsen permaneció pensativo tras su escritorio. ¿Aquellos pájaros no podrían diferenciar entre un asesino y un hombre que cumplía su legítimo oficio? No, sin duda. Para ellos el asesinato era siempre asesinato. Sin excepciones. Arrugó el ceño. Eso podía requerir algunas supresiones en los circuitos.

En seguida decidió que no serían muchas. Las indispensables para ayudarlos a discriminar un poco.

Volvió a sentarse y se sumergió entre sus papeles tratando de soslayar el filo de un antiguo temor.

 

Ataron al prisionero a la silla y le sujetaron el electrodo a una pierna.

–Oh, oh –balbuceó el hombre, apenas consciente de lo que hacían.

Le sujetaron el casco a la cabeza afeitada y apretaron las últimas correas. Él siguió quejándose débilmente,

Y en ese momento el pájaro vigía apareció en un vuelo raudo. Cómo había entrado, nadie lo sabía. Las prisiones son grandes y fuertes, con muchas puertas cerradas, pero allí estaba el pájaro vigía.

Para impedir un asesinato.

–¡Saquen eso de allí! –gritó el alcaide.

Extendió la mano hacia la llave de contacto. El pájaro vigía lo arrojó al suelo.

–¡Deténganlo! –gritó un guardia.

Él también buscó la llave, y cayó junto al alcaide.

–¡Esto no es asesinato, idiota! –gritó otro guardia.

Sacó su revólver para disparar sobre el centelleante pájaro metálico. Éste, anticipándose, lo arrojó contra la pared.

El cuarto quedó en silencio. Rato después, el hombre del casco empezó a reír. En seguida cesó.

El pájaro vigía permanecía en guardia, aleteando en el aire, hasta asegurarse de que no se cometiera ningún asesinato.

La red del pájaro vigía recibió nuevos datos. Independientes, sin gobierno, los miles de pájaros vigía los recibieron y actuaron en consecuencia.

La interrupción de las funciones de un organismo vivo mediante su mutilación o cualquier otro método. Nuevos datos a detener.

–¡Camina, maldito seas! –gritó el granjero Ollister, levantando nuevamente el látigo.

El caballo se detuvo; el carro crujió y se estremeció, inclinándose.

–¡A ver, grandísima bazofia, anda! –gritó el granjero.

Levantó nuevamente el látigo, pero no alcanzó a bajarlo. Un pájaro vigía, al percibir síntomas de violencia, lo había arrojado de su asiento.

¿Un organismo vivo? ¿Qué es un organismo vivo? Los pájaros vigía ampliaban sus definiciones a medida que iban conociendo nuevos hechos. Y, naturalmente, esto los recargaba de trabajo.

El venado era apenas visible en la orilla del bosque. El cazador levantó el rifle y apuntó con cuidado.

No tuvo tiempo de disparar.

 

Gelsen, con la mano libre, se secó el sudor.

–Está bien –dijo al teléfono.

Escuchó la andanada de insultos que llegaba del otro extremo y dejó suavemente el tubo sobre la horquilla.

–¿Quién era ahora? –preguntó Macintyre, con la corbata suelta, la camisa desabotonada y sin afeitar.

–Otro pescador –dijo Gelsen–. Parece que los pájaros vigía no lo dejan pescar, aunque la familia se muera de hambre. Quiere saber qué vamos a hacer al respecto.

–¿Cuántos cientos van?

–No sé. Todavía no he abierto la correspondencia.

–Bueno, ya sé cuál es el problema –dijo Macintyre, con el aire melancólico de quien descubre cómo hizo para volar la Tierra en pedazos… cuando ya es demasiado tarde.

–¿Cuál?

–Los pájaros vigía dieron por sentado que pretendíamos detener cualquier asesinato. Creíamos que pensaban como nosotros. Debimos haber especificado las instrucciones.

–Me parece –dijo Gelsen– que deberíamos averiguar qué es y a qué se debe el asesinato, antes de especificar debidamente las instrucciones. Y una vez que lo supiéramos, no harían falta los pájaros vigía.

–Oh, no sé. Sólo hace falta explicarles que algunas cosas, aunque se parezcan al asesinato, no lo son.

–Pero, ¿por qué detienen a los pescadores? –preguntó Gelsen.

–¿Y por qué no? Los peces y todos los animales son organismos vivientes, aunque nosotros no consideremos que matarlos sea un asesinato.

Sonó el teléfono. Gelsen le echó una mirada y conectó el intercomunicador.

–Le dije que no recibiría más llamadas, por ningún motivo.

–Ésta es de Washington –dijo su secretaria–. Pensé que…

–Lo siento –replicó Gelsen, levantando el tubo–. Sí. Indudablemente es un problema… ¿De veras? Sí, lo haré, sin duda.

Cortó.

–Breve y dulce –dijo, dirigiéndose a Macintyre–. Tenemos que cerrar durante un tiempo.

–No será tan fácil –respondió Macintyre–. Los pájaros vigía operan independientemente de cualquier control central, ya sabe. Vienen una vez por semana para verificación y reparaciones. Tendremos que sacarlos de circulación uno a uno.

–Bueno, hagámoslo. Monroe, en la costa, ha retirado casi la cuarta parte de sus pájaros.

–Creo que puedo instalar un circuito restrictivo –dijo Macintyre.

–Magnífico –replicó Gelsen, amargamente–. Eso me haría muy feliz.

 

Los pájaros aprendían rápidamente; sus conocimientos iban en constante aumento. Las abstracciones vagamente definidas se ampliaban, y una vez que se actuaba conforme a ellas, volvían a ampliarse.

Impedir el asesinato.

El metal y los electrones razonan bien, pero no a la manera humana.

¿Un organismo viviente? ¡Cualquier organismo viviente!

Los pájaros vigía se lanzaron a la tarea de proteger a todos los seres vivos.

La mosca zumbó por el cuarto, se posó sobre la mesa y, tras un momento, se lanzó contra el vidrio de una ventana. El anciano acechaba, con un periódico enrollado en la mano.

¡Asesino!

Los pájaros vigía se precipitaron a salvar a la mosca en un instante.

El anciano se debatió en el piso durante un minuto y luego quedó en silencio. Sólo había recibido un golpe suave, pero había sido demasiado para su corazón vacilante.

Sin embargo, la víctima estaba a salvo, y eso era lo importante. Hay que salvar a la víctima y pagar al agresor su misma moneda.

Gelsen preguntó, furioso:

–¿Por qué no los retiran?

El ingeniero auxiliar hizo un gesto. El ingeniero jefe yacía en un rincón del cuarto de reparaciones; apenas comenzaba a recobrar la conciencia.

–Trató de desconectar a uno de ellos –explicó el auxiliar.

Tenía las manos fuertemente apretadas, y eran visibles sus esfuerzos por contener sus estremecimientos.

–Es absurdo. No tienen instinto de autodefensa.

–En ese caso, ¿por qué no los desconecta usted? Además, no creo que vuelva ninguno de ellos por aquí.

¿Qué podía haber ocurrido? Gelsen comenzó a estudiar el problema. Los pájaros vigía aún no habían descubierto los límites de un organismo viviente. Cuando la planta de Monroe desconectó a algunos de ellos, el resto debió recoger los datos. De ese modo se habían visto forzados a deducir que ellos también eran organismos vivientes.

Nadie les había explicado otra cosa. Por cierto, cumplían casi todas las funciones de un organismo vivo.

En ese momento los viejos temores volvieron a afectar a Gelsen. Con un estremecimiento salió a toda prisa del cuarto de reparaciones. Debía encontrar a Macintyre de inmediato.

 

La enfermera entregó una esponja al cirujano.

–Escalpelo.

Ella se lo puso en la mano. El cirujano empezó a efectuar una incisión. Y de pronto escuchó cierto alboroto.

–¿Quién dejó entrar a esa cosa?

–No lo sé –replicó la enfermera, con la voz apagada por el cubreboca.

–Sáquelo de aquí.

La enfermera agitó los brazos ante aquel brillante objeto alado, pero lo vio aletear sobre su cabeza. El cirujano prosiguió con la incisión… mientras pudo.

El pájaro vigía lo apartó y montó guardia.

–¡Telefonee a la compañía que los fabrica! –ordenó el cirujano–. Que lo desconecten.

El pájaro vigía cumplía con su misión de evitar toda violencia contra un organismo viviente.

El cirujano, reducido a la impotencia, no pudo hacer otra cosa que ver morir a su paciente.

 

El pájaro vigía aleteaba a gran altura sobre la red de carreteras, en guardia, esperando. Llevaba varias semanas de trabajo, sin descanso, sin que nadie lo reparara. No había descanso ni reparaciones posibles, pues el pájaro vigía, como organismo viviente, no podía permitir que lo asesinaran. Y eso era lo que ocurría cada vez que un pájaro vigía regresaba a la fábrica.

Después de algún tiempo se impartió la orden de regresar; pero el pájaro vigía debía obedecer a una orden más poderosa: la preservación de la vida, incluyendo la propia.

Las definiciones de asesinato estaban ya casi indefinidamente extendidas, y era imposible hacerles frente. Pero los pájaros vigía no lo tenían en cuenta. Respondían al estímulo, sin importarles cuándo ni de dónde les llegaba.

Sus registros de memoria contenían ahora una nueva definición de organismo viviente, a consecuencia del descubrimiento de que los pájaros vigía también lo eran. Y sus ramificaciones eran interminables.

¡El estímulo! Por centésima vez en ese día, el pájaro viró en el aire y se lanzó en picada para impedir un asesinato.

Jackson, con un alarido, llevó su coche hasta el costado de la ruta. No había visto aquella mota brillante en el cielo, ni tenía por qué verla, puesto que ni siquiera había pensado en cometer asesinato, según la definición humana.

Tras manejar durante siete horas, los ojos comenzaban a empañársele y decidió que éste era un buen lugar para una siesta. Estiró la mano para apagar el coche y…

Lo arrojaron hacia atrás, contra el costado del vehículo.

–¿Qué diablos pasa contigo? –preguntó, indignado–. Sólo quería…

Intentó tocar otra vez la llave y nuevamente fue arrojado hacia atrás.

Jackson optó por no intentarlo una tercera vez. Por la radio se había enterado de lo que hacían los pájaros con los violadores empecinados.

–¡Oye, máquina idiota! –dijo al pájaro–. Un coche no es algo viviente. No tengo la menor intención de matarlo.

Pero el pájaro vigía sólo sabía que aquella operación paraba un organismo. El coche era, por cierto, un organismo en marcha. ¿Acaso no era de metal, como los pájaros vigías? ¿No corría, acaso?

 

–Acabarán por detenerse si no los sometemos a reparación –dijo Macintyre, hojeando un montón de notas.

–¿En cuánto tiempo? –preguntó Gelsen.

–Entre seis meses y un año. Digamos un año, si no sufren accidentes.

–Un año –dijo Gelsen–. Mientras tanto, están deteniendo la marcha de la ciudad. ¿Conoce la última novedad?

–¿Cuál es?

–Los pájaros vigía han resuelto que la Tierra es un organismo viviente. No permiten que los granjeros aren sus terrenos. Además, naturalmente todo es un organismo vivo: los conejos, los escarabajos, las moscas, los lobos, los mosquitos, los leones, los cocodrilos, el ganado, y hasta las formas microbióticas de vida, como las bacterias.

–Ya lo sé –dijo Macintyre.

–Y usted dice que se agotarán sólo en seis meses o en un año. ¿Qué haremos, mientras tanto? ¿Qué comeremos dentro de seis meses?

El ingeniero se frotó la barbilla.

–Debemos hacer algo urgente. El equilibrio ecológico se ha ido al demonio.

–Urgente es poco. Debería ser al instante.

Gelsen encendió el trigésimo quinto cigarro del día, y agregó:

–Al menos, me daré el gusto de decir: “Yo se lo advertí”. Aunque yo sea tan responsable como cualquiera de esos imbéciles que idolatran a las máquinas.

Macintyre no lo escuchaba. Pensaba en los pájaros vigía.

–Son como la plaga de conejos en Australia.

–La tasa de mortandad está subiendo –dijo Gelsen–. Hambre, inundaciones… No se pueden cortar árboles, los doctores no pueden… ¿Habló usted de Australia?

–Los conejos –repitió Macintyre–. En Australia ya no queda casi ninguno.

–¿Por qué? ¿Cómo lo hicieron?

–Oh, encontraron una especie de gérmenes que atacaba sólo a los conejos. Creo que se propagaba por medio de los mosquitos.

–Investigue eso –ordenó Gelsen–. Quizá encuentre algo. Quiero que se ponga al teléfono con todos los ingenieros de otras compañías. Apúrese. Tal vez juntos consigan algo.

–Está bien.

Tomó un puñado de papeles en blanco y se lanzó sobre el teléfono.

 

–¿No se lo dije? –exclamó el oficial Celtrics, con una amplia sonrisa dirigida al capitán–. ¡No le dije que todos los científicos eran tontos?

–Yo no dije que usted estuviera equivocado, ¿verdad?

–No, pero usted no estaba seguro.

–Bueno, ahora lo estoy. Es mejor que usted empiece a actuar. Tiene mucho trabajo por delante.

–Ya lo sé –dijo Celtrics.

Desenfundó su revólver, lo examinó y volvió a enfundarlo.

–Capitán –preguntó–, ¿todos los muchachos están de vuelta?

–¿Todos? –rio el capitán–. El homicidio aumentó cincuenta por ciento. Hay más asesinatos que nunca.

–Sin duda –dijo Celtrics–. Los pájaros vigía tienen demasiado trabajo con proteger a los coches y salvar a las arañas.

Iba rumbo a la puerta, pero se detuvo para lanzar una advertencia final:

–Créame, capitán: las máquinas son estúpidas.

Y el capitán asintió.

 

Eran miles de pájaros vigía en el intento de impedir incontables millones de asesinatos: una tarea sin esperanzas de éxito. Pero los pájaros no conocían la esperanza. Puesto que carecían de conciencia, no sabían de triunfos ni temían al fracaso. Proseguían pacientemente con su tarea, respondiendo a cuanto estímulo se les presentaba.

No podían estar en todas partes al mismo tiempo, pero no era necesario. La gente aprendió rápidamente a tener en cuenta lo que molestaba a los pájaros vigía, y dejó de hacerlo. De lo contrario, se corría peligro. Los pájaros, dotados de alta velocidad y de sentidos súper rápidos, aparecían al instante.

Y ahora actuaban severamente. Entre las directivas originales existía una que les permitía matar a un asesino en caso de fallar todos los otros métodos.

¿Y por qué no dejar con vida a un asesino?

Los pájaros vigía descubrieron que los asesinatos y los actos de violencia habían aumentado geométricamente desde que ellos entraran en operación. Esto era verdad, dado que la nueva definición aumentaba las clasificaciones de asesinato. Pero para los pájaros vigía, el aumento indicaba que sus métodos primitivos habían fracasado.

Simple lógica. Si A no daba resultado, era necesario probar con B. Los pájaros vigía se lanzaron a matar.

Los matarifes de Chicago dejaron de trabajar; el ganado moría de hambre en los establos porque los granjeros del Medio Oeste no se atrevían a cortar el heno ni a cosechar el grano.

Nadie había enseñado a los pájaros vigía que toda vida depende de asesinatos cuidadosamente controlados.

La muerte por inanición no concernía a los pájaros vigía, puesto que se trataba de un acto de omisión. Sólo les interesaban los actos de comisión.

Los cazadores permanecían en sus casas, contemplando las motas plateadas que recorrían el cielo, con muchas ganas de disparar contra ellos. Pero en su mayoría no hacían siquiera el intento. Los pájaros vigía captaban rápidamente las intenciones asesinas y las castigaban con igual prontitud.

Los barcos pesqueros se balanceaban perezosamente en los muelles de San Pedro y Gloucester. Los peces eran organismos vivos.

Los granjeros, entre maldiciones y escupitajos, morían en el intento de recoger las cosechas. El grano era algo viviente y por lo tanto merecía protección. Las papas eran para el pájaro vigía tan importantes como cualquier otro organismo vivo. La muerte de una brizna de hierba igualaba el asesinato de un presidente.

A los ojos de los pájaros vigía.

Y también ciertas máquinas estaban vivas. Esto se deducía, ya que los pájaros vigía también eran máquinas y vivían.

Si uno trataba mal a su aparato de radio, podía invocar la protección de Dios. Apagarlo equivalía a matarlo. Era obvio, puesto que la voz callaba, se apagaba el resplandor rojizo de sus tubos y perdía el calor.

Los pájaros vigía trataban de cumplir con sus otras misiones. Se mataba a los lobos que intentaban cazar conejos y se electrocutaba a los conejos que pretendían comer verduras. Las enredaderas perecían quemadas por el intento de estrangular los árboles.

Una mariposa fue ejecutada en el acto de ultrajar a una rosa.

Este control era espasmódico, debido al corto número de pájaros vigía. Habría hecho falta un billón, al menos, para llevar a cabo el ambicioso proyecto concebido por unos pocos militares.

Una fuerza asesina se abatió sobre el país; diez mil relámpagos irracionales que atacaban mil veces al día.

Relámpagos que anticipaban cada movimiento y castigaban con toda intención.

 

–Señores, por favor –rogó el representante del gobierno–, debemos apresurarnos.

Los siete fabricantes dejaron de hablar.

–Antes de dar comienzo formal a esta reunión –dijo el presidente de Monroe–, deseo decir algo. No nos sentimos responsables por este desdichado estado de cosas. Fue un proyecto del gobierno, y el gobierno debe aceptar su responsabilidad, tanto en el aspecto moral como en el financiero.

Gelsen se encogió de hombros. Era difícil creer que aquellos mismos hombres, pocas semanas antes, se habían mostrado ansiosos por aceptar la gloria de salvar al mundo. Ahora deseaban liberarse de toda responsabilidad, puesto que la salvación había resultado un fracaso.

–No me cabe duda de que esto no tiene por qué preocuparnos –le aseguró el representante–. Pero tenemos prisa. Ustedes, los ingenieros, han realizado un excelente trabajo, y estoy orgulloso de la cooperación que han demostrado en esta emergencia. Por lo tanto, se les autoriza a desarrollar el plan propuesto.

–Un momento –dijo Gelsen.

–No hay tiempo.

–El plan no servirá de nada.

–¿No cree que funcione?

–Funcionará, naturalmente. Pero temo que el remedio sea peor que la enfermedad.

Los fabricantes se miraron como si tuvieran ganas de ahorcar a Gelsen. Éste no vaciló.

–¿Todavía no lo han aprendido? –preguntó–. ¿No comprenden que no se pueden curar los problemas humanos por medio de la mecanización?

–Señor Gelsen –dijo el presidente de Monroe–, nos gustaría escuchar sus conceptos filosóficos, pero infortunadamente está muriendo mucha gente. Las cosechas se pierden. Ya hay hambre en algunas zonas del campo. ¡Debemos detener inmediatamente a los pájaros vigías!

–También debemos detener el crimen. Recuerdo que todos estábamos de acuerdo en eso. ¡Pero este no es el medio!

–¿Qué sugiere usted? –preguntó el representante.

Gelsen aspiró hondo. Lo que debía decir le exigiría todo el coraje de que era capaz.

–Dejemos que los pájaros vigías se agoten por sí mismos –sugirió.

Hubo un verdadero tumulto y fue el representante del gobierno quien lo inició.

–Aprendamos nuestra lección –urgió Gelsen–; admitamos que es erróneo tratar de solucionar los problemas humanos por medio de la técnica. Comencemos otra vez. Usemos máquinas, sí, pero no en el papel de jueces, ni de maestros, ni de padres.

–Absurdo –dijo fríamente el representante–. Usted está sobreexcitado, señor Gelsen. Trate de controlarse.

Y continuó tras aclararse la garganta:

–El presidente les ordena llevar a cabo el plan que han sometido a su estudio, y no hacerlo será considerado como traición.

Y al decir las últimas palabras, dirigió a Gelsen una aguda mirada.

–Cooperaré lo mejor que pueda –dijo Gelsen.

–Bien. Esas líneas de montaje deben estar en funcionamiento en menos de una semana.

Gelsen se marchó solo. Se sentía nuevamente confundido. ¿Estaba en lo cierto o era sólo un visionario más? Por cierto, no había sabido explicarse con mucha claridad.

¿Sabía acaso lo que intentaba expresar?

Maldijo en voz baja. ¿Por qué no se sentía seguro de nada? ¿No había valores a los que pudiera aferrarse?

Se dirigió prontamente al aeropuerto y desde allí, a su planta de fabricación.

 

El pájaro vigía operaba ahora en forma errática. En su delicada maquinaria había muchas piezas en mal estado, gastadas por el trabajo casi constante. Pero seguía respondiendo caballerescamente ante todo estímulo.

Una araña estaba por atacar a una mosca. El pájaro vigía se lanzó al rescate.

Simultáneamente notó algo anormal en lo alto y giró para salir a su encuentro.

Hubo un crujido agudo y un rayo poderoso silbó junto a su ala. Furioso, escupió una onda fulminante.

El atacante estaba bien aislado. Repitió su descarga, y esta vez el rayo despedazó un ala. El pájaro vigía se alejó rápidamente, pero su atacante lo persiguió a toda velocidad, lanzando más energía destructiva.

El pájaro vigía cayó, pero antes logró enviar su mensaje: “¡Urgente! ¡Una nueva amenaza contra los organismos vivientes, y terriblemente mortal!”

Los otros pájaros vigía del país recibieron el mensaje. Sus centros pensantes buscaron respuesta.

 

–Bueno, jefe, hoy derribamos cincuenta –dijo Macintyre, entrando a la oficina de Gelsen.

–Muy bien –respondió éste, sin mirarlo.

–No tan bien –aclaró Macintyre, tomando asiento–. ¡Dios, qué cansado estoy! Ayer fueron setenta y dos.

–Lo sé.

Sobre el escritorio de Gelsen había varias demandas; las enviaría al gobierno junto con una petición.

–Pero volveremos a repuntar –dijo Macintyre, confiado–. Los Gavilanes están construidos especialmente para cazar pájaros vigía. Son más fuertes, más rápidos y están mejor armados. Los hemos fabricado a toda prisa, ¿eh?

–Así es.

–Los pájaros vigía también son bastante buenos –admitió Macintyre–. Están aprendiendo a cubrirse. Prueban muchos trucos. Cada uno de los que cae revela algo a los otros, ¿sabe?

Gelsen no respondió.

–Pero todo aquello que los pájaros vigía puedan hacer, los Gavilanes lo hacen mejor –dijo Macintyre alegremente–. Tienen circuitos de aprendizaje especializados para la caza. Son más flexibles que los pájaros vigía. Aprenden a mayor velocidad.

Gelsen se levantó, melancólico, y miró por la ventana mientras se desperezaba. El cielo estaba despejado. Comprendió que todas sus dudas habían terminado. Para bien o para mal, se había decidido.

–Dígame –dijo, sin dejar de contemplar el cielo–, ¿qué cazarán los Gavilanes cuando hayan acabado con los pájaros vigía?

–¿Eh? ¿Por qué…?

–Sólo para mayor seguridad, será mejor que inventemos algo para cazar a los Gavilanes. Por las dudas.

–Usted cree que…

–Sólo que los Gavilanes son autónomos. También los pájaros vigía lo son. Se argumentó que el control remoto resultaría muy lento. Había que cazar a los pájaros vigía y pronto. Por eso se eliminaron los circuitos restrictivos.

–Podemos idear algo –dijo Macintyre, vacilante.

–Ahora tenemos en el aire un artefacto agresivo. Una máquina de matar. Antes fue una máquina anti-muertes. El próximo invento tendrá que ser aún más independiente, ¿verdad?

Macintyre no respondió.

–No lo hago responsable por esto –dijo Gelsen–. El responsable soy yo. Todos lo somos.

Una mota cruzó velozmente el espacio. Gelsen dijo:

–Eso es lo que resulta de endilgar a una máquina una tarea que nos correspondía exclusivamente.

 

En lo alto, un Gavilán inmovilizaba a un pájaro vigía. La máquina asesina había aprendido mucho en pocos días. Su única función consistía en matar. Por el momento encaminaba sus impulsos hacia cierto tipo de organismo viviente, metálico, al igual que el suyo.

Pero el Gavilán acababa de descubrir que también existían otras especies de organismos vivientes.

Que debían ser asesinados.

 

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