Juan Rulfo
Aquella cuna donde Crispín dormía por entonces era más que grande para su
pequeño cuerpecito. Él sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba
sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos
cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores, por el pasillo
y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba
haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos y escondiéndose dos o tres
abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida
menos pesada oyendo algo de los ruidos del mundo.
Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ya ocho meses
ahí dentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos.
Hasta se adivinaba que, acurrucado siempre, no había
intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales
de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba con algunos golpecitos suaves
la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada
por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo
fuera en secreto.
–El señor me perdone –se decía–; pero yo tendría que
hacerlo, si él no estuviera vivo.
Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía
un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía
a gusto ahí, durmiendo sin parar y sobre todo, lleno de confianza; con la confianza
que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.
La madre consideró la existencia de Crispín como un
consuelo para ella. Todavía no descansaba de sus lágrimas; todavía había largos
ratos en los cuales apretábase al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía,
y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para
dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para
sí misma; pero en seguida se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba,
como sólo la ausencia de “aquel” podía merecerlo.
Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su
hijo.
En otras, se olvidaba por completo de que su hijo existía.
Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces
entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas
correteando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia
cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego
a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos sino,
más bien, eran una llamada que él le hacía como regañándola por dejarlo solo e irse
tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches que se daba
a sí misma, no parando de hacerlo hasta sentirse tranquila y sin miedo.
Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que algo
le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y
no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. “Acaso sufra”,
se decía. “Acaso se esté ahogando ahí dentro, sin aire; o tal vez tenga miedo de
la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. Todos. Y él también.
¿Por qué no se iba a asustar él? ¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo;
o al menos vería si su carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes.
Entonces yo sabría cómo hacer. Pero ahora no; no donde
él está. Ahí no”. Eso se decía.
Crispín no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito,
al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra
parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado
a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre, ahí cerca, hacía al subir
y bajar una hora tras hora.
Así iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se
sentía encariñada a los días que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos
de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y
el modo de cuidar sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aquella
carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.
Así iba el asunto.
Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es
de suponerse que ella ya sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor,
escondiéndose de él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a
encontrarse.
Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se
imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: Tal como un río que va creciendo
paso a paso y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse
como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella a la muerte, porque más de
una vez la vio acercarse. La vio también Crispín, su esposo, y, aunque al principio
no le fue posible reconocerla, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba,
no dudó que ella era.
Así pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida
acostumbra a hacer con uno, cuando uno está más descuidado.
Aquella mañana ella quiso ir al camposanto. Como siempre
solía preguntar a Crispín, el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: “Crispín,
le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos
un ratito a platicar con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres?”
Luego, tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo:
“Te llevaré de la mano todo el tiempo”. Esto le dijo.
Abrió la puerta para salir; pero enseguida sintió un
viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces
regresó por un abrigo, ¿pues qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las
ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito.
Pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño,
después puso la rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los
dedos. En ese momento pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo
y bajó a toda prisa…
Bajó muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella el
suelo estaba lejos, sin alcance…
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