Angelina Muñiz-Huberman
¿Soy yo guarda de mi hermano?
Génesis 4:9
En
algún libro estaba escrito, en algún libro grande y denso que tuviera toda la
historia del hombre, un libro que marcara cada destino, que enseñara todos los
caminos a elegir, un libro que a fuerza de gritar la palabra de Dios cantara al
hombre pleno y débil, poderoso e impotente, amante y asesino. En algún libro,
en ese tal vez, estaba también escrito mi acto. Así como la mayoría se preocupa
por dejar su huidiza sombra en el curso deleznable de la historia, yo, en
cambio, sabía que mi vida ya había sido vivida y que sólo repetía un relato
antiguo e injusto. Pero saberlo no me evitaba el sufrimiento. Por eso, desde
niña, desde el día en que naciste empezó mi odio por ti.
¿Por qué tenía que ser alabado tu nacimiento? ¿Por
qué los regalos y las predicciones, las palabras, los deseos y la felicidad? Yo
no sentía nada y tu presencia me desagradaba: ahí estabas, pequeño, indefenso,
amoratado. Imposible amarte. Mi lugar me lo habías quitado sin ningún esfuerzo,
sin siquiera dejarme luchar, mi lugar que había ido ganando con dolor y
lentamente, pero que me pertenecía y que todos respetaban hasta que tú
llegaste.
¿De dónde venías y por qué me alejabas tan fácil y
cruelmente? Nuestras sangres no eran las mismas: la mía hervía en odio y en
pasión; la tuya, dulce y apacible, creaba el amor.
Caí en la soledad y en el olvido. Nadie preguntaba
por mí, nadie recordaba que yo era la primogénita. Y lo peor, oír las palabras
que antes eran para mí sola, repetidas para ti solo. ¿Qué tenías tú, acabado de
nacer, indefenso, amoratado, que hacías recaer la maldición sobre mí?
Porque yo había sido maldecida. Por alguna razón,
para mí oculta, había caído del favor de los demás. Lo mío no valía: mi llanto,
mis gritos y mis juegos eran desagradables. Para mí era la orden del silencio y
el hastío constante.
No, nunca pude quererte, y aún se atrevían a
preguntármelo. ¿Cómo quererte si me lo prohibieron? ¿Cómo jugar contigo si me
lo negaban?
Y
pasó el tiempo y llegó el momento en que las primicias debían ser recogidas, y
en que alguna ofrenda debía ser entregada, a la vista de todos, por nosotros
dos. Tú habías crecido y eras fuerte y hermoso; yo siempre en la sombra, sin
luz propia y sin que nadie me descubriera. Tu belleza, ya de hombre joven, era
apacible y segura, tranquila como un paisaje de pinos y césped alto. Poseías un
halo sagrado: quien se enamoraba de ti no se atrevía a decírtelo. Tu nombre iba
de boca en boca, palabra mágica y redonda. Murmullo de agua que corre
acompañaba tu caminar y los rostros se encendían al verte. Tu caminar, pausado
y armónico, reflejaba la proporción exacta de tus miembros y el peso suave de
tu sexo. Seguramente no lo sabías y la inocencia te daba otra aureola más.
El día de nuestras ofrendas se acercaba y yo
pensaba en algo bello y grandioso, algo inalcanzable, perfecto, preciso. Tú, en
cambio, no pensabas, sabías que cualquier cosa resultaría magnífica. Yo odiaba
tu serenidad, la confianza de tu triunfo, tu conciencia de lo sublime, y
empezaba a germinar en mí una idea, informe aún, subrepticia, que iba
arrastrándose por mi mente sin apenas advertirla. Esa idea perdediza iba
convirtiéndose en un dolor punzante que hacía palpitar aceleradamente mi
corazón. Y esas punzadas iban acostumbrándome poco a poco a la idea y la idea
iba tomando forma, crecía, brillaba, resplandecía. Hasta que adquirió su
madurez y conocí su integridad y su frescura.
El día de la ofrenda todos conocerían esa forma
perfecta y plena que yo buscaba y que atraería sobre mí el centro del universo.
En ese momento nadie me amaría, igual que ahora, pero en cambio todos me
odiarían, existiría para ellos, no sería la sombra indefinible en que me había
convertido, y mi vida valdría.
Ahora estoy en su cuarto. Lo esperé desnuda en la
cama. Cuando entró y me vio, no dijo nada: empezó lentamente a desvestirse y
nuestros cuerpos limpios conocieron las caricias del amor por primera vez.
Éxtasis y marejadas envolvieron nuestros sentidos: todo lo olvidamos y nos
hundimos en un mar lejano y ondulante. Sólo cuando empezábamos a iniciar el
retorno a las orillas perdidas, antes del relajamiento total, fue cuando le
clavé el cuchillo.
Su imagen de perfección no se ha destruido, a pesar
del asombro y del dolor: ha sonreído levemente y sus miembros se han aflojado
con dulzura: su cabeza reposa sobre mi hombro, y su cuerpo desnudo, extendido
sobre el mío, se desgana tibiamente. Ya no le odio; siento un inmenso amor por
él: es todo mío, mío, mío, y le amo eternamente.
Mañana, cuando vengan a abrir la puerta, conocerán
todos mi ofrenda.
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