domingo, 14 de enero de 2024

Y

Guy Davenport

 

En un fragmento de papiro de un evangelio escrito en el siglo I aparece Jesús en la ribera del Jordán con personas en derredor suyo.

La primera línea deja en claro que Jesús está hablando, pero nos resulta imposible deducir lo que está diciendo: faltan demasiadas letras en demasiadas palabras para aventurar una conjetura. Es como si estuviéramos demasiado lejos para escucharlo.

Captamos ciertas palabras. Dice algo acerca de poner cosas en un lugar oscuro y secreto, Algo acerca de pesar cosas que carecen de peso.

Las personas que pueden oírlo están desconcertadas y se miran unas a otras, algunas tienen sonrisas indulgentes en los labios para ayudar a los demás a comprender.

Jesús, que también sonríe, se acerca aún más a la orilla del río, como si quisiera demostrarles algo. Se inclina sobre la superficie, extendiendo un brazo. El hueco de su mano está lleno de semillas. Nadie había notado ese puñado de semillas.

Arroja las semillas al río.

Árboles, primero en forma de brotes, luego en forma de pequeños retoños, luego en forma de árboles completamente maduros, crecen sobre las aguas tan rápido como el latido que viene después de otro latido. Todavía no han terminado de germinar cuando comienzan a moverse río abajo, a la par de la corriente; en un parpadeo nacen frutas de sus ramas: membrillos, higos, manzanas y peras.

Es todo lo que está escrito en el fragmento.

No obstante, seguimos dándole vueltas en nuestra imaginación: la gente, como en un sueño, corre para no perder de vista los árboles. ¿Los árboles se hunden en el río? ¿O siguen flotando hasta desvanecerse en un recodo?

 

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