Guy Davenport
En
un fragmento de papiro de un evangelio escrito en el siglo I aparece Jesús en
la ribera del Jordán con personas en derredor suyo.
La primera línea deja en claro que Jesús
está hablando, pero nos resulta imposible deducir lo que está diciendo: faltan
demasiadas letras en demasiadas palabras para aventurar una conjetura. Es como
si estuviéramos demasiado lejos para escucharlo.
Captamos ciertas palabras. Dice algo
acerca de poner cosas en un lugar oscuro y secreto, Algo acerca de pesar cosas
que carecen de peso.
Las personas que pueden oírlo están
desconcertadas y se miran unas a otras, algunas tienen sonrisas indulgentes en
los labios para ayudar a los demás a comprender.
Jesús, que también sonríe, se acerca aún
más a la orilla del río, como si quisiera demostrarles algo. Se inclina sobre
la superficie, extendiendo un brazo. El hueco de su mano está lleno de
semillas. Nadie había notado ese puñado de semillas.
Arroja las semillas al río.
Árboles, primero en forma de brotes, luego
en forma de pequeños retoños, luego en forma de árboles completamente maduros,
crecen sobre las aguas tan rápido como el latido que viene después de otro
latido. Todavía no han terminado de germinar cuando comienzan a moverse río
abajo, a la par de la corriente; en un parpadeo nacen frutas de sus ramas:
membrillos, higos, manzanas y peras.
Es todo lo que está escrito en el
fragmento.
No obstante, seguimos dándole vueltas en
nuestra imaginación: la gente, como en un sueño, corre para no perder de vista
los árboles. ¿Los árboles se hunden en el río? ¿O siguen flotando hasta
desvanecerse en un recodo?
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