Ángel Torres Quesada
Apenas
terminó de materializarse, gritó:
–¡Ya está bien, coño!
El estentóreo bramido repercutió en toda la sala de
la lujosa mansión del Sr. Aprieto, que palideció y se quedó encogido en el sillón
donde había estado dormitando, vencido por el cansancio y tantas horas de aburrida
espera.
Sus ojos se abrieron a continuación como platos y bailotearon
vertiginosamente, como si un centenar de chistularis ensayaran dentro de su cabeza
aún aturdida, a todo ritmo, la zarabanda que debían interpretar en la plaza mayor
del pueblo el día del patrón.
Quizá fueron las esencias de tantas mixturas pseudomágicas
que ardían las que provocaron el trance en que se había sumido y del que la voz
fuerte, de ultratumba, le sacó tan violentamente.
Con un temblor en sus piernas que a veces le hizo entrechocar
las rodillas, se incorporó, realizando un gran esfuerzo para sobreponerse al miedo,
la sorpresa, y sus deseos, sobre todo, de salir corriendo de allí. Pero algo en
su interior le dijo que ya no podía volverse atrás. Tenía que enfrentarse a lo provocado.
Sacó pecho, hundió estómago y adelantó el mentón. Luego
intentó mover una pierna y… todos sus propósitos se vinieron abajo: seguía con aquel
miedo que le aplastaba los hombros. ¡Adelante!, se dijo. Echó una mirada al personaje
que continuaba despotricando a un par de metros de sus narices. Aprieto tenía detrás
la mesa de nogal que le aprisionaba en los riñones, pero que al mismo tiempo sostenía
su precaria posición vertical. Aumentó su apoyo en ella, acomodando sus posaderas
en el canto para apuntalar su cuerpo lleno de temblores.
Entonces la visita se revolvió hacia él, y le miró como
se contempla una cucaracha antes de aplastarla.
–He dicho que ya está bien, coño –repitió el personaje–.
¿Es que no me ha oído?
¿Cómo no iba a oírle si hasta había hecho oscilar los
sólidos muros de la señorial mansión de sus antepasados? El Sr. Aprieto aspiró profundamente.
¿Por qué tener miedo? Al fin y al cabo, el diablo estaba allí porque él lo había
llamado. Además, mientras el ente diabólico permaneciera dentro de los signos cabalísticos
nada podía temer. Allí estaba más seguro que en el penal de Ocaña.
Carraspeó y dijo:
–El diablo, supongo.
–Eso, y usted es Livingstone. ¿Quién voy a ser si no,
joder?
–Es que como ha tardado tanto…
–Pues no pensaba acudir a la llamada, ea.
Aprieto le miró estupefacto, fijándose con más detenimiento.
El aspecto del diablo no tenía nada de aterrador. Por el contrario, consideró ridícula
e inadecuada su vestimenta, ya que en el exterior hacía fresco, un airecillo frío
que se filtraba por las mal encajadas ventanas, por lo que él se llevó un buen rato
antes de hacer la invocación, atizando el fuego que aún crepitaba con fuerza en
la chimenea, con el exclusivo fin de proporcionar a la esperada visita el acogedor
ambiente que merecía.
–¿Por qué ha dicho que no quería venir? –preguntó susurrante.
–¡Porque estoy hasta los mismísimos
cojones de aparecer tan a menudo! –resopló, y sus ojos se encendieron como brasas,
lo que le resultó lógico al Sr. Aprieto–. Ya está bien que se me utilice tanto últimamente:
que si Belce por aquí, Elfegor por allá, y Lucifer por todas partes, para un zurcido
y un añadido. ¡Hombre, que no hay derecho! ¿Es que ustedes no pueden pasarse sin
mí? ¿Tan pajoleros son que no pueden resolver sus problemas sin mi intervención?
Jodidos humanos de este jodido tiempo y de esta jodida dimensión, nada nueva en
cuanto a ofrecer, por cierto.
El Sr. Aprieto pensó en sus amigos, uno de Santurce
y tres de San Sebastián, a los cuales pidió consejo y ayuda con el fin de conocer
las triquiñuelas y misterios necesarios para convocar al diablo. Se dijo que cuando
lo contase no iban a creerle, porque explicar que el demonio se había presentado
en camisa estampada de flores, pantalones cortos y playeras, no iba a resultar una
imagen que correspondiera con la más severa tradición.
Pero de aquel personaje en prendas veraniegas emanaba
algo que le inducía a pensar que no existía falsificación, fraude, plagio o intento
de engaño. Vamos, que no se trataba de una broma por parte de algún conocido, que
intentase cachondearse con él sabiendo lo que se proponía llevar a cabo esa tarde.
Nada de eso. Estaba ante un auténtico diablo, pese a la vulgar indumentaria. Pero
aún conservaba una ligera duda, porque se había expresado muy soezmente y con escasa
respetabilidad. Claro que, por otro lado, él nunca había visto al diablo, pese a
los muchos cuentos leídos de apariciones satánicas, ventas de almas y otras sandeces,
sobre todo de autores de poca imaginación, peor estilo y con indicios claros de
haber tomado ideas prestadas de la literatura foránea, aunque tales historietas
podían ser consideradas como originales por lectores poco duchos en la literatura
fantástica y de SF. Pero el Sr. Aprieto, que tenía un gran olfato, en seguida detectaba
el plagio descarado gracias a su profunda cultura y conocimientos plumíferos.
Se dijo que debía comportarse como un educado anfitrión,
una vez superado el trauma de la sorpresa y alejado el miedo inicial. Por lo tanto,
con un gesto grandilocuente, invitó al diablo a sentarse, y este lo hizo después
de bufar, resoplar y tirarse un pedo largo y prolongado. Ante esto, Aprieto ni se
inmutó, y terminó tomando asiento después de que lo hiciera su visita. Le observó
cruzar unas piernas flacuchas, que mostraron chamuscadas las regiones pilosas más
pobladas. Gajes del oficio, se dijo.
–Señor Diablo –empezó a decir, queriendo insuflar a
su voz una calmosa naturalidad. Fracasó estrepitosamente, porque le salió aguda
y temblona–, siguiendo las más estrictas normas vigentes en casos tan singulares
como éste, tengo a bien suplicarle que su presencia en mi casa, que es la suya,
sea…
El demonio le miró torvamente, como era su costumbre,
pero además añadió un marcado gesto de nauseabundez.
–Oiga, hábleme de manera corriente, para que nos entendamos,
pues de donde vengo son más claros y ya me he acostumbrado a llamar las cosas por
su nombre, sin rodeos. ¡Ah! No olvide que aún estoy considerando la posibilidad
de largarme con viento caliente y dejarle ahí sentado.
Aprieto palideció un poquito. Deglutió, ya que no le
gustaba tragar saliva trabajosamente, y dijo:
–La verdad es que no entiendo su actitud, Sr. Diablo.
Parece estar enfadado. Lamentaría que fuera por mi culpa, ya que siento por usted
un profundo respeto y admiración. Si he ejecutado algún acto erróneo en la conversación,
dígamelo. Puedo alegar en mi defensa que ha sido la primera vez. En sucesivas ocasiones
corregiré los posibles defectos habidos. Sentiría muchísimo ser marginado de su
amistad por…
–¡Qué no, coño! No es sólo por usted. Mire, es que llevo
una temporada saturada de trabajo –se apaciguó un poco tras lanzar dos largos resoplidos–.
Antes de llegar estuve por allá abajo, pegándole un coscorrón a un tipo que se las
da de escritor y utiliza mucho mi nombre sin pagar royalties. ¡Me trae harto! Previamente
tuve unos enormes problemas en Malaguay, esa republiquita bananera, a consecuencia
de los cuales casi pierdo mi categoría de Jefe Supremo del Averno por problemas
laborales. Y con anterioridad, un infeliz aprendiz mío, que ahora barre las cavernas
y friega las calderas, me formó un lío endemoniado, y nunca mejor dicho, en el futuro
porque allí existe un complicado sistema monetario. Mientras tanto no dejé de formalizar
pactos con gente de toda calaña, desde el imbécil que pretendía una quiniela de
catorce, pasando por el ministro que deseaba empapelarse a un periodista de la prensa
amarilla, dejando atrás al presidente de la federación que ansiaba convertir en
bombona de butano a cierto locutor de radio, o aquellos travestís y andróginos que
no veían la hora de ver realizados sus deseos más íntimos. Vamos, que no he parado.
Me he dicho que ya está bien. Tengo merecido un descanso, ¿no?
–Oh, sí. Estoy seguro que se merece eso. Verá, es que
mi caso es muy especial. Confío que pueda dedicarme unos instantes de su tiempo,
ya que al fin y al cabo es eterno, ¿no?
El diablo miró a Aprieto de arriba abajo, con desdén.
–No me interesa. Tenemos el cupo de almas completo,
ocupado hasta el último rincón del infierno. Cerrado el negocio, vamos. Cómo se
dice, overbooking, ¿entiende? Después de esta llamada no contestaré ninguna más
en un montón de años. Descolgaré el teléfono. Lo último que haré será venir a este
país. No tengo necesidad de prestarle mucha atención para que estén todos jodidos.
Con los ministros que tienen van aviados. Me limitaré a dejárselos una temporada
larga. ¡Sí señor, yo soy así de perverso!
–Bueno, yo… Es que me dieron una recomendación para
usted…
–¿Y no le da vergüenza? –El diablo meneó la cabeza–.
No, si debí haberme figurado que pasaría algo semejante. En este país ocurren esas
cosas. Amiguetes, capitalistas, circulitos conchabados y demás. Señor mío, eso de
las recomendaciones está muy feo.
–Es que procede de una persona muy importante…
–Jo, jo. Me río yo de esos. Para mí no vale recomendación
alguna, venga de quien sea.
–Es del cura párroco del pueblo.
El diablo alzó las manos y abrió la boca.
–¡Ah, viniendo de ese todo cambia! Lo conozco y no puedo
negarle nada. Me hace muchos favores enviándome cantidades de clientes. En tal caso
haré una excepción con usted, señor suyo.
–Querrá decir señor mío, ¿no?
–Eso se lo diré cuando me apropie de su alma, pues imagino
que es lo que piensa entregarme a cambio de… Por cierto, ¿qué desea?
Aprieto aspiró profundamente, abombó el pecho, y dijo
con solemnidad:
–Quiero ser el mejor escritor de ciencia ficción del
mundo.
–¡Coño! –exclamó el diablo, verdaderamente sorprendido.
Aprieto siguió diciendo:
–En realidad, me considero ya el mejor de este país,
pero…
–¿Entonces? No comprendo.
–Mire, señor Diablo. He dicho que quiero ser el mejor,
el más leído, admirado, venerado, envidiado, idolatrado, y a quien los editores
le supliquen un relato o novela; a quien los productores de cine le disputen los
derechos de sus obras para llevarlas a la pantalla grande o chica. También sueño
con ser el más traducido, y quien más galardones obtenga.
–Ya lo comprendo. ¡Usted lo que quiere es dominar el
idioma inglés como si fuera el suyo y escribir para los Estados Unidos!
–¡No! Eso no tendría mérito para mí. No quiero que luego
se me traduzca al castellano. Tengo que triunfar aquí, pese a los contubernios de
los editores y sus amiguetes; pasar por encima de modas y estilos, de todas esas
zarandajas. ¡Mis obras han de ser consideradas las mejores y traducidas a todas
las lenguas del mundo, que me editen libros y recopilaciones por millones, y mi
nombre sea más conocido que los de Asimov, Heinlein y Bradbury juntos, que a mi
lado no sean sino aprendices!
El diablo se pasó un dedo por los labios, en sensual
caricia, mientras contemplaba con ojos entrecerrados a su posible cliente.
–Me resulta usted un poco modesto, caramba. Dudo que
su alma valga tanto para que yo la acepte a cambio de semejante trabajo. Sería más
sencillo si aspirase a ser presidente de este país, porque comparado con lo que
ambiciona es una minucia.
Aprieto le miró despectivo y lleno de rencor.
–Comprendo, comprendo. Mucha propaganda por ahí, y luego
todo queda en nada. ¡Sólo fachada y vulgar publicidad!
–No se moleste en herir mi amor propio –protestó el
visitante–. Es que hay solicitudes y solicitudes. Confiese que la suya es de las
más peliagudas que me han hecho.
–El párroco. Recuerde al párroco.
–Déjelo estar, ¿eh? Bueno, haré lo que pueda –meditó
un instante–. Tengo que volver abajo, reunirme con mis consejeros, y tratar de solucionar
el asunto. Desde luego, nunca deseé tanto unas vacaciones como en estos momentos
–terminó suspirando.
Su interlocutor no pareció satisfecho.
–Yo pensé que usted lo conseguía todo y al instante.
–¿Cómo? ¿De qué forma supone usted que trabajo?
–Pues no sé… Por ejemplo, que se limita a chasquear
los dedos, y todos los editores empiezan a suplicar que les entregue mis obras,
al mismo tiempo que arrinconan las de otros escritores. Seguidamente, del extranjero
llegan solicitudes para obtener mis permisos de traducción y…
–Eso es. Mientras tanto yo, ¡hala!, a mover y reacondicionar
a miles de millones de mentes, adaptando los gustos del mundo a sus paridas, haciendo
que los lectores se emboben con las creaciones de la gran revelación del siglo.
Ah, no. No resulta tan sencillo. Mire, usted me pide un montón de oro y se lo doy.
¿Un kilo de billetes de cinco mil? Pues hecho. ¿Una quiniela de catorce? Nada más
fácil: me traslado al futuro, leo los resultados y se los comunico. Claro que no
podría garantizarle si el premio sería para usted solo o tendría que repartir entre
tres o cuatro mil apostantes más. En tales cosillas no hay problema. En cambio lo
otro…
–¡Pues yo quiero ser el mejor escritor de ciencia ficción
del mundo y no otra cosa!
El diablo se levantó iracundo.
–Que sí, hombre, estudiaré su caso. Mientras tanto,
tenga –le tendió un pergamino enrollado.
–¿Es el contrato? ¿Ahora?
–Claro. Es preceptivo. Tengo que volver al infierno
llevándolo. De otra forma no podría empezar a trabajar en su caso. Son cosas de
la legislación vigente, ¿sabe?
–Pero si aún no me ha garantizado nada…
–Escuche: de la forma que sea, hallaré el medio para
que se convierta en el mejor y más popular escritor de SF del mundo. El cómo no
le importará a usted, sino el resultado. ¿De acuerdo?
Después de una corta vacilación, Aprieto cogió el pergamino
y trazó su irreconocible firma con el bolígrafo que nunca abandonaba y cuya carga
no parecía gastarse jamás.
–Confío en usted –hizo un esfuerzo y añadió–: tiene
aspecto de ser un caballero.
–Pues ya verá cuando vuelva. Entonces traeré mi traje
de los sábados. Es que así, como me ve, voy mejor por las tierras calurosas donde
he estado ahora, muy fresquito. ¡Hace tanto calor por las costas del Sol y la Alegría!
–¿Le molesta el calor? –preguntó, mosqueado, Aprieto.
¿Y si al final aquel tipo fuera un farsante? Se mordió los labios y decidió callar.
Con su desconfianza y recelos innatos podía echarlo todo a perder si expresaba en
voz alta sus temores y el diablo se ofendía, dejándole allí con un palmo de narices.
–El calor del sol, sí –rápidamente, el otro puso los
ojos en blanco, como recordando un placer sublime–. Pero si viera lo agradable que
es la temperatura de mi hogar, siempre estable a cinco mil grados –se alzó de hombros,
resignado–. En fin, mejor no pensar. Me voy y vuelvo en seguida. No se vaya, ¿eh?
Desapareció.
Aprieto sólo tuvo tiempo de parpadear dos veces. A la
tercera de nuevo estaba allí el diablo, pero ahora con un impecable traje de pata
de gallo, corbata roja y camisa de seda color canela con chorreras y bordados de
plata.
–Bueno, todo arreglado –dijo, sentándose en el mismo
sillón que había abandonado tres segundos antes.
–¿Tan pronto? ¿Cómo es posible?
–Es muy sencillo. Yo me muevo por el tiempo, amigo.
Para mí la reunión que he tenido con mis consejeros ha durado dos días. ¿Por qué
iba a hacerle esperar tanto? Ya está todo resuelto –añadió, sonriendo con la satisfacción
del profesional que cumple con un trabajo nada fácil.
–¿De veras? –inquirió Aprieto, frotándose las manos.
El ente diabólico se puso súbitamente serio, unió las
puntas de sus dedos y comenzó a decir brevemente:
–En cierto modo no ha resultado sencillo. Traigo una
oferta para usted. Es la única factible, le advierto. Si no es de su agrado la rechaza,
o rompemos el compromiso, y aquí no pasa nada. Usted y yo seguimos siendo no amigos,
pero tampoco enemigos.
La risueña expresión de Aprieto se difuminó de repente.
–Explíquese –pidió.
–A eso iba. Mire, podemos conseguir que sea el mejor
escritor de ciencia ficción de este mundo… o del que sea preciso.
–No entiendo ni puta palabra.
–Joder, preste atención. Además de moverme por el tiempo,
yo también cubro una serie de mundos paralelos a este, algunos miles.
–¿Es que existen de verdad esos tan traídos y llevados
mundos paralelos?
–Desde luego. La noticia se la vendí a un colega suyo,
que la usó como idea para uno de sus libros de SF hace ya mucho tiempo. Como el
servicio no era muy importante, por mi parte sólo le pedí, a cambio, el alma del
dedo índice derecho. Eso sí, el derecho, para fastidiarle. Además de ser muy conservador
le gusta metérselo en la nariz, y sin alma dedal no resultaba muy eficaz.
–Pues no podía imaginarme que se vendiera el alma en
general por partes, no.
–En realidad fue una operación a plazos, porque al final
conseguí el resto. El cliente en cuestión se habituó y acabó vendiéndola enterita,
pero por un importe total muy inferior de haber hecho la transacción de una vez.
No hizo buen negocio. Eso pasa a los timoratos. Por eso me gusta usted, amigo. Dice:
venga, allá va mi alma, de un tirón. Me resulta muy majo, sí señor. He simpatizado
con usted por tales motivos, además de la mala uva que tiene.
–Oiga, sin faltar, que yo no…
–No se ponga así, hombre, que nos conocemos bien. Sigamos.
Mi plan es el siguiente: yo le traslado a un mundo donde no existan escritores de
ciencia ficción, para que usted se convierta en el mejor.
Aprieto estuvo a punto de caerse de la silla, de tal
magnitud fue la impresión que recibió. Se sobrepuso y pudo balbucir:
–Pero… eso no es lo que quiero. Ese mundo resultaría
muy diferente. Quizá no me gustara…
–Nada de temores. Hemos encontrado uno en donde la ciencia
ficción está por descubrir. –El diablo sonrió de forma tremendamente endemoniada
y llena de picardía–. ¿Por qué no usa la imaginación y elucubra con las posibilidades
que le pongo al alcance de su máquina de escribir?
–La verdad es que no logro captar… –confesó con un poco
de vergüenza al admitir que a veces tenía que suplir con grandes esfuerzos la falta
de originalidad de sus escritos, circunstancia que luego criticaba hasta la saciedad
en otros colegas–. Además, eso de ir a un mundo diferente a este… No sé… Podría
ser tan distinto… Por ejemplo, sin cine, sin chicas en monokini o, lo que es peor,
en donde la Real Sociedad no hubiera ganado la liga al Real Madrid. Resultaría un
universo horrible, ¿no?
–Me ofende, amiguete. He dicho que sería un mundo exacto
a este, al suyo, excepto que Hugo Gernsback no habría descubierto la SF, ni tampoco
existirían Wells o Verne, ¡Por mis pezuñas! ¿Es que sigue sin comprender?
Hundido en la silla, Aprieto negó con tímidos movimientos
de cabeza.
El diablo suspiró y, pacientemente, dijo:
–Yo pongo en sus manos todos los temas y argumentos
de SF que se han usado en este mundo, miles de novelas, cuentos, relatos cortos
o largos. Podría dejar de escribir sólo relatitos de media docena de páginas y dedicarse
a las grandes obras, desde la Guerra de los mundos, 1984, Dune, Pórtico, Universo
de locos, Fundación, Cita con Rama, Todos sobre Zanzíbar, la tetralogía de los dioses
de Dhrule, mejorándola, claro. Nunca digas buenas noches a un extraño, Gabriel…
¿Qué le parece?
Tras ponerse blanco y luego rojo, Aprieto despidió unas
chispitas extrañas por sus ojos.
–¿Yo podría escribir todo eso? Claro que… –se tornó
serio de súbito–. ¡Eso nunca lo haré! ¡Sería una vergüenza, indigna de un profesional
de mi clase! ¡Lo que me propone es un plagio, descomunal y monstruoso!
–Sería un plagio en este mundo, pero no en el que iría
a vivir –el diablo se alzó de hombros–. Allá usted. Lo toma o lo deja. Pero antes
debe meditar seriamente la respuesta. No tengo ya mucho tiempo. Estoy ansioso por
marcharme de vacaciones. He reservado un apartamento en el barrio más ardiente y
aristocrático del infierno, cerca de las cavernas de lava y los grandes lagos de
magma.
Aprieto se dejó caer en el sillón, entrecerrando los
párpados.
Pensó.
Se vio a sí mismo reescribiendo las obras maestras,
convirtiéndose en la sensación de millones de lectores que se pasmarían ante su
increíble inventiva, incapaces de dar crédito a tantos libros que con su firma inundarían
el mercado, una auténtica riada de imaginación y creatividad. Sí, el diablo tenía
razón. En el universo paralelo nadie podría acusarle de plagio porque las ideas
serían inéditas. Además, tendría dónde elegir, tanto que ni en mil años podría trasladarlo
todo al papel, lógicamente con un gran estilo y personalidad. Todas las obras, incluso
las mediocres, tras pasar por sus manos, ganarían calidad. Lamentó no haber pedido
también la inmortalidad y así disponer de tiempo para lanzar a los absortos ojos
del mundo lector cientos y cientos de originales, que aunque no suyos, nadie podría
negarle la paternidad de la producción literaria más increíble jamás vista.
Admitió que la propuesta era tentadora.
Abrió los ojos y exclamó:
–¡Acepto!
–Magnífico –sonrió el diablo, empezando a levantarse.
–¿Cuándo me enviará a ese mundo?
–Ya está en él –soltó una carcajada–. Y no tema, que
no encontrará nada que le conturbe. Tendrá sus amigos y familiares, todos. Se enfrentará
con los mismos problemas que dejó en el otro mundo, donde no conseguía triunfar.
Hasta padecerá de dolores de cabeza a causa del tráfico, el aire contaminado y la
inflación. Por supuesto, la Real habrá ganado la liga y el Mundial se celebrará
el año previsto, si antes los políticos que rigen el mundo, que aquí son igual de
chapuceros como en el otro, no envían al carajo el planeta. En fin, que todo lo
encontrará idéntico, excepto que nadie habrá escrito ni leído, por supuesto, ni
una novela de SF. En sus manos está ahora la posibilidad de crear la historia de
ese género que, con todos mis respetos, me parece una sandez. Además, como regalo
particular, dispondrá de una memoria de elefante y recordará, hasta la última coma,
todas las novelas y relatos que haya leído. Así podrá reproducirlos fielmente o
cambiarlos a su gusto.
–Entonces, ¿ya está todo dispuesto?
–Desde luego. Ah, suelo hacer una visita de cortesía
a mis clientes al cabo de unos años, tras haberles satisfecho su deseo. En cierto
modo me gusta contemplar cómo se depauperan los cuerpos y el alma se escapa despacio,
muy despacito –soltó una cantarina carcajada.
Asustado, Aprieto preguntó:
–¿Va a tenderme una trampa? ¿Acaso sabe que voy a morirme
pronto y no dispondré de tiempo para ser célebre y rico?
–Nada de eso. Llegará a viejo. Será un ancianito dentro
de… –hizo un cálculo rápido– cincuenta años, más o menos. Entonces será cuando le
visite, en el momento en que le reste poco tiempo de vida en este mundo, al cual
ha llegado gracias a mí.
Y el diablo desapareció, sin dejar un pajolero rastro
de azufre, como Aprieto había temido. Entonces se asomó a la ventana, un poco receloso.
Pero al otro lado de los árboles brillaba la campiña, y los pájaros cantaban alegremente.
Más allá discurría la autopista, repleta de coches que buscaban un poco de espacio
en el campo aquel fin de semana. Todo era igual. Los modelos los mismos, y los automovilistas
tan enfadados como siempre.
Aprieto se sintió feliz.
El más feliz de los mortales. Y pronto sería el mejor
y más famoso escritor de SF de todo el mundo.
Tal como le había prometido el diablo, Aprieto recibió
su visita una tarde de otoño, al cabo de los años. Se hallaba sentado muy cerca
de la estufa, junto a la ventana. Lejos, la triple autopista estaba cubierta por
una masa tres veces mayor de coches que cincuenta años atrás.
–Hola –saludó el diablo–. Le encuentro un tanto apagado.
Hombre, que aún falta bastante para que pueda mostrarle los encantos de mis Reinos
Profundos. Ea, vamos, levante esos ánimos. ¿Qué le pasa?
Aprieto le miró compungido. El diablo, que había estado
muy ocupado durante aquel medio siglo transcurrido en otros tiempos y dimensiones,
nunca nada originales, le devolvió el gesto triste, aunque con mucha extrañeza.
–¿Pero a qué viene esa cara tan mustia? ¿Es que no es
feliz siendo el mejor autor de SF, tal como deseaba?
–¡Mierda! –gimió el viejo.
–¿No? ¿Pues qué ha pasado?
–¿Va a decirme que no lo sabe usted, condenado diablejo?
–Le juro por mi rabo que no. Vamos, créame. Yo no suelo
estar espiando constantemente a mis clientes. Cuénteme. Estoy intrigadísimo.
El anciano se sorbió dos velas que le caían de la nariz,
tomó un buchito de tila, que en los últimos años había consumido por toneladas.
Dejando a un lado el incipiente enfado, dijo roncamente:
–He fracasado.
–¡No es posible!
–Sí lo es. Mire, señor diablo. Me puse a escribir como
un loco, o si prefiere, a reescribir todo lo mejor que había leído. Fueron montones
de originales, que enviaba a un tal Ombligo Santo, que por aquel entonces editaba
una colección de novelas pornográficas llamada el Coño Tallado y otra del oeste,
creo que era Nueva Frontera del Far West. ¡Pues nada! Ni el Ombligo ni otros editores
me publicaban nada. Así, ¿cómo iba a ser célebre? Me decían que mis escritos eran
muy raros, que no valían, y que si ningún escritor yanqui había producido algo parecido
era fácil deducir que el tema, que yo llamaba lógicamente ciencia ficción, no tenía
ningún porvenir ni presente ni futuro en la literatura. Luego, algunos, me sugerían
que me dedicase a novelas policíacas o del oeste, que entonces sí que serían publicadas.
Pero de SF no querían ni oír hablar.
¡Puñetas! –exclamó el diablo–. No esperaba yo que pudiera
ocurrir esto. Lamento haberle defraudado, amigo mío. Pero yo fui muy sincero y le
advertí que usted tenía que forjarse, con sus propios medios o los que le proporcionasen
esos autores del universo que dejó, el triunfo. No pude hacer más.
–No, si en realidad apenas le guardo rencor, señor demonio.
–Me alegro que se tome el asunto tan filosóficamente.
–Miró la habitación, y sintió admiración ante tanto lujo como contenía–. Vaya. Al
parecer las cosas tampoco le han ido muy mal, ¿no?
–Psché. No puedo quejarme económicamente. He ganado
mucho dinero. Al final hice caso a Ombligo Santo, que no paraba de vender novelas
porno y del oeste por millones, y se forraba el tío. Ahora, gracias a mí, es multimillonario.
Soy su autor preferido, y afirma que con publicar mis novelas tiene bastante. A
los demás escritores les dio hace tiempo la patada.
–¿Cómo ha sido posible ese milagro, con perdón?
Una tristeza infinita inundó el rostro del anciano cuando
dijo:
–Tengo fama, sí. Y admiradores por millones, cierto.
Bueno, en realidad son admiradoras. Mis novelas románticas se adaptan por docenas
al cine y a la televisión, y se serializan por radio a lo largo de centenares de
capítulos diarios. Hasta se traducen al chino y al arameo. En fin, que soy el mejor
escritor del mundo, el más célebre y admirado, por mis novelas rosas…
Y se le saltaron dos lagrimitas, que discurrieron suaves
por las arrugadas mejillas. Muy despacio, el célebre autor Don Ramón Aprieto se
las secó con un pañuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario