Queta Navagómez
Se
sentía hueco, como si el corazón se le hubiera ido a otra parte dejándolo
vacío. Era seis de enero, día de los Santos Reyes y ni en Navidad ni en Año
Nuevo había recibido llamadas de sus hijos. Afuera el sol era tibio. ¿Por qué
no salir?, pensó, pero la abulia lo dominaba. Intentó poner orden en su cuarto.
Al abrir el clóset pudo atrapar una caja a punto de caer. La abrió; era una
autopista pequeña, de plástico, que él le había regalado a uno de sus nietos
hacía muchos años, tantos que ahora el nieto estudiaba preparatoria. Al
aventarla a la basura se activó un sonido de autos de carreras que le trajo
recuerdos. Los recuerdos dolieron igual que el abandono. La regalaré a alguien,
a cualquier niño… siempre habrá alguno que quiera jugar con ella, murmuró.
Con la caja bajo el brazo condujo su auto
color gris. Dejando atrás avenidas y calzadas, se internó en una colonia pobre
polvorienta. Detuvo el auto cuando vio a un niño en harapos, jugando con
tierra. Se acercó. Hola, niño, toma, le dijo. El pequeño abrió la boca, mudo de
emoción y sorpresa, arrebató el regalo y se le quedó mirando, incrédulo. Él
sintió que el corazón se le acomodaba en el lugar de siempre. Fue hacia su
coche. El pequeño seguía inmóvil, porque en lugar de al hombre viejo, estaba
viendo a uno de los tres Reyes Magos: a Baltazar que, satisfecho, regresaba a
su elefante para continuar su viaje.
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