lunes, 8 de enero de 2024

Prodigio

Queta Navagómez

 

Se sentía hueco, como si el corazón se le hubiera ido a otra parte dejándolo vacío. Era seis de enero, día de los Santos Reyes y ni en Navidad ni en Año Nuevo había recibido llamadas de sus hijos. Afuera el sol era tibio. ¿Por qué no salir?, pensó, pero la abulia lo dominaba. Intentó poner orden en su cuarto. Al abrir el clóset pudo atrapar una caja a punto de caer. La abrió; era una autopista pequeña, de plástico, que él le había regalado a uno de sus nietos hacía muchos años, tantos que ahora el nieto estudiaba preparatoria. Al aventarla a la basura se activó un sonido de autos de carreras que le trajo recuerdos. Los recuerdos dolieron igual que el abandono. La regalaré a alguien, a cualquier niño… siempre habrá alguno que quiera jugar con ella, murmuró.

Con la caja bajo el brazo condujo su auto color gris. Dejando atrás avenidas y calzadas, se internó en una colonia pobre polvorienta. Detuvo el auto cuando vio a un niño en harapos, jugando con tierra. Se acercó. Hola, niño, toma, le dijo. El pequeño abrió la boca, mudo de emoción y sorpresa, arrebató el regalo y se le quedó mirando, incrédulo. Él sintió que el corazón se le acomodaba en el lugar de siempre. Fue hacia su coche. El pequeño seguía inmóvil, porque en lugar de al hombre viejo, estaba viendo a uno de los tres Reyes Magos: a Baltazar que, satisfecho, regresaba a su elefante para continuar su viaje.

 

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