Horacio Quiroga
Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó
y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.
Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud
de su vigor. No había en su vasto campo de caza tigre o ciervo capaz de sobrellevar
con aliento un abrazo suyo. Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría,
adelgazada hasta la muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso
del gran boa con hambre, el juncal, todo alrededor, empenachábase de altas orejas
aterradas. Y cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en
el río de fuego sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio circundábala como
un halo.
Pero no siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí
la vida, como un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para
el hombre, denunciábala desde lejos a los animales. De este modo:
–Buen día –decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los
fangales.
–Buen día –respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo
dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.
–¡Hoy hará mucho calor! –saludábanla los monos trepados, al
reconocer en la flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.
–Sí, mucho calor… –respondía Anaconda, arrastrando consigo
la cháchara y las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.
Porque mono y serpiente, pájaro y culebra, ratón y víbora,
son conjunciones fatales que apenas el pavor de los grandes huracanes y la extenuación
de las interminables sequías logran retardar. Sólo la adaptación común a un mismo
medio, vivido y propagado desde el remoto inmemorial de la especie, puede sobreponerse
en los grandes cataclismos a esta fatalidad del hambre. Así, ante una gran sequía,
las angustias del flamenco, de las tortugas, de las ratas y de las anacondas, formarán
un solo desolado lamento por una gota de agua.
Cuando encontramos a nuestra Anaconda, la selva hallábase
próxima a precipitar en su miseria esta sombría fraternidad.
Desde dos meses atrás no tronaba la lluvia sobre las polvorientas
hojas. El rocío mismo, vida y consuelo de la flora abrasada, había desaparecido.
Noche a noche, de un crepúsculo a otro, el país continuaba desecándose como si todo
él fuera un horno. De lo que había sido cauce de umbríos arroyos sólo quedaban piedras
lisas y quemantes; y los esteros densísimos de agua negra y camalotes, hallábanse
convertidos en páramos de arcilla surcada de rostros durísimos que entrecubría una
red de filamentos deshilachados como estopa, y que era cuanto quedaba de la gran
flora acuática. A toda la vera del bosque, los cactus, enhiestos como candelabros,
aparecían ahora doblados a tierra, con sus brazos caídos hacia la extrema sequedad
del suelo, tan duro que resonaba al menor choque.
Los días, unos tras otros, deslizábanse ahumados por la bruma
de las lejanas quemazones, bajo el fuego de un cielo blanco hasta enceguecer, y
a través del cual se movía un sol amarillo y sin rayos, que al llegar la tarde comenzaba
a caer envuelto en vapores como una enorme brasa asfixiada.
Por las particularidades de su vida vagabunda, Anaconda, de
haberlo querido, no hubiera sentido mayormente los efectos de la sequía. Más allá
de la laguna y sus bañados enjutos, hacia el sol naciente, estaba el gran río natal,
el Paranahyba refrescante, que podía alcanzar en media jornada.
Pero ya no iba el boa a su río. Antes, hasta donde alcanzaba
la memoria de sus antepasados, el río había sido suyo. Aguas, cachoeras, lobos,
tormentas y soledad, todo le pertenecía.
Ahora, no. Un hombre, primero, con su miserable ansia de ver,
tocar y cortar, había emergido tras del cabo de arena con su larga piragua. Luego
otros hombres, con otros más, cada vez más frecuentes. Y todos ellos sucios de olor,
sucios de machetes y quemazones incesantes. Y siempre remontando el río, desde el
sur…
A muchas jornadas de allí, el Paranahyba cobraba otro nombre,
ella lo sabía bien. Pero más allá todavía, hacia ese abismo incomprensible del agua
bajando siempre, ¿no habría un término, una inmensa restinga de través que contuviera
las aguas eternamente en descenso?
De allí, sin duda, llegaban los hombres, y las alzaprimas,
y las mulas sueltas que infectan la selva. ¡Si ella pudiera cerrar el Paranahyba,
devolverle su salvaje silencio, para reencontrar el deleite de antaño, cuando cruzaba
el río silbando en las noches oscuras, con la cabeza a tres metros del agua humeante!…
Sí; crear una barrera que cegara el río…
Y bruscamente pensó en los camalotes.
La vida de Anaconda era breve aún; pero ella sabía de dos
o tres crecidas que habían precipitado en el Paraná millones de troncos desarraigados,
y plantas acuáticas y espumosas y fango. ¿Adónde había ido a pudrirse todo eso?
¿Qué cementerio vegetal sería capaz de contener el desagüe de todos los camalotes
que un desborde sin precedentes vaciaría en la sima de ese abismo desconocido?
Ella recordaba bien: crecida de 1883; inundación de 1894…
Y con los once años transcurridos sin grandes lluvias, el régimen tropical debía
sentir, como ella en las fauces, sed de diluvio.
Su sensibilidad ofídica a la atmósfera rizábale las escamas
de esperanza. Sentía el diluvio inminente. Y como otro Pedro el Ermitaño, Anaconda
lanzóse a predicar la cruzada a lo largo de los riachos y fuentes fluviales.
La sequía de su hábitat no era, como bien se comprende, general
a la vasta cuenca. De modo que tras largas jornadas, sus narices se expandieron
ante la densa humedad de los esteros, planos de victorias regias, y al vaho de formol
de las pequeñas hormigas que amasaban sus túneles sobre ellas.
Muy poco costó a Anaconda convencer a los animales. El hombre
ha sido, es y será el más cruel enemigo de la selva.
–…Cegando, pues, el río –concluyó Anaconda después de exponer
largamente su plan–, los hombres no podrán más llegar hasta aquí.
–¿Pero las lluvias necesarias? –objetaron las ratas de agua,
que no podían ocultar sus dudas–. ¡No sabemos si van a venir!
–¡Vendrán! Y antes de lo que imaginan. ¡Yo lo sé!
–Ella lo sabe –confirmaron las víboras–. Ella ha vivido entre
los hombres. Ella los conoce.
–Sí, los conozco. Y sé que un solo camalote, uno solo, arrastra
a la deriva de una gran creciente, la tumba de un hombre.
–¡Ya lo creo! –sonrieron suavemente las víboras–. Tal vez
de dos…
–O de cinco… –bostezó un viejo tigre desde el fondo de sus
ijares–. Pero dime –se desperezó directamente hacia Anaconda–: ¿Estás segura de
que los camalotes alcanzarán a cegar el río? Lo pregunto por preguntar.
–Claro que no alcanzarán los de aquí, ni todos los que puedan
desprenderse en doscientas leguas a la redonda… Pero te confieso que acabas de hacer
la única pregunta capaz de inquietarme. ¡No, hermanos! Todos los camalotes de la
cuenca del Paranahyba y del Río Grande con todos sus afluentes, no alcanzarían a
formar una barra de diez leguas de largo a través del río. Si no contara más que
con ellos, hace tiempo que me hubiera tendido a los pies del primer caipira con
machete… Pero tengo grandes esperanzas de que las lluvias sean generales e inunden
también la cuenca del Paraguay. Ustedes no lo conocen… Es un gran río. Si llueve
allá, como indefectiblemente lloverá aquí, nuestra victoria es segura. Hermanos:
¡Hay allá esteros de camalotes que no alcanzaríamos a recorrer nunca, sumando nuestras
vidas!
–Muy bien… –asintieron los yacarés con pesada modorra–. Es
aquél un hermoso país… ¿Pero cómo sabremos si ha llovido también allá? Nosotros
tenemos las patitas débiles…
–No, pobrecitos… –sonrió Anaconda, cambiando una irónica mirada
con los carpinchos, sentados a diez prudenciales metros–. No los haremos ir tan
lejos… Yo creo que un pájaro cualquiera puede venir desde allá en tres volidos a
traernos la buena nueva…
–Nosotros no somos pájaros cualesquiera –dijeron los tucanes–,
y vendremos en cien volidos, porque volamos muy mal. Y no tenemos miedo a nadie.
Y vendremos volando, porque nadie nos obliga a ello, y queremos hacerlo así. Y a
nadie tenemos miedo.
Y concluido su aliento, los tucanes miraron impávidos a todos,
con sus grandes ojos de oro cercados de azul.
–Somos nosotros quienes tenemos miedo… –chilló a la sordina
una arpía plomiza esponjándose de sueño.
–Ni a ustedes, ni a nadie. Tenemos el vuelo corto; pero miedo,
no –insistieron los tucanes, volviendo a poner a todos de testigos.
–Bien, bien… –intervino Anaconda, al ver que el debate se
agriaba, como eternamente se ha agriado en la selva toda exposición de méritos–.
Nadie tiene miedo a nadie, ya lo sabemos… Y los admirables tucanes vendrán, pues,
a informarnos del tiempo que reine en la cuenca aliada.
–Lo haremos así porque nos gusta; pero nadie nos obliga a
hacerlo –tornaron los tucanes.
De continuar así, el plan de lucha iba a ser muy pronto olvidado,
y Anaconda lo comprendió.
–¡Hermanos! –se irguió con vibrante silbido–. Estamos perdiendo
el tiempo estérilmente. Todos somos iguales, pero juntos. Cada uno de nosotros,
de por sí, no vale gran cosa. Aliados, somos toda la zona tropical. ¡Lancémosla
contra el hombre, hermanos! ¡Él todo lo destruye! ¡Nada hay que no corte y ensucie!
¡Echemos por el río nuestra zona entera, con sus lluvias, su fauna, sus camalotes,
sus fiebres y sus víboras! ¡Lancemos el bosque por el río, hasta cegarlo! ¡Arranquémonos
todos, desarraiguémonos a muerte, si es preciso, pero lancemos el trópico aguas
abajo!
El acento de las serpientes fue siempre seductor. La selva,
enardecida, se alzó en una sola voz:
–¡Sí, Anaconda! ¡Tienes razón! ¡Precipitemos la zona por el
río! ¡Bajemos, bajemos!
Anaconda respiró por fin libremente: la batalla estaba ganada.
El alma –diríamos– de una zona entera, con su clima, su fauna y su flora, es difícil
de conmover; pero cuando sus nervios se han puesto tirantes en la prueba de una
atroz sequía, no cabe entonces mayor certidumbre que su resolución bienhechora en
un gran diluvio.
***
Pero en su hábitat, a que el gran boa regresaba, la sequía llegaba ya a límites
extremos.
–¿Y bien? –preguntaron las bestias angustiadas–. ¿Están allá
de acuerdo con nosotros? ¿Volverá a llover otra vez, dinos? ¿Estás segura, Anaconda?
–Lo estoy. Antes que concluya esta luna oiremos tronar de
agua el monte. ¡Agua, hermanos, y que no cesará tan pronto!
A esta mágica voz: ¡agua! la selva entera clamó, como un eco
de desolación:
–¡Agua! ¡Agua!
–¡Sí, e inmensa! Pero no nos precipitemos cuando brame. Contamos
con aliados invalorables, y ellos nos enviarán mensajeros cuando llegue el instante.
Escudriñen constantemente el cielo, hacia el noroeste. De allí deben llegar los
tucanes. Cuando ellos lleguen, la victoria es nuestra. Hasta entonces, paciencia.
¿Pero cómo exigir paciencia a seres cuya piel se abría en
grietas de sequedad, que tenían los ojos rojos por las conjuntivitis, y cuyo trote
vital era ahora un arrastre de patas, sin brújula?
Día tras día, el sol se levantó sobre el barro de intolerable
resplandor, y se hundió asfixiado en vapores de sangre, sin una sola esperanza.
Cerrada la noche, Anaconda deslizábase hasta el Paranahyba a sentir en la sombra
el menor estremecimiento de lluvias que debía llegar sobre las aguas desde el implacable
norte. Hasta la costa, por lo demás, se habían arrastrado los animales menos exhaustos.
Y juntos todos, pasaban las noches sin sueño y sin hambre, aspirando en la brisa,
como la vida misma, el más leve olor a tierra mojada.
Hasta que una noche, por fin, realizóse el milagro. Inconfundible
con otro alguno, el viento precursor trajo a aquellos míseros un sutil vaho de hojas
empapadas.
–¡Agua! ¡Agua! –oyóse clamar de nuevo en el desolado ámbito.
Y la dicha fue definitiva cuando cinco horas después, al romper el día, se oyó en
el silencio, lejanísimo aún, el sordo tronar de la selva bajo el diluvio que se
precipitaba por fin.
Esa mañana el sol brilló, pero no amarillo sino anaranjado,
y a mediodía no se le vio más. Y la lluvia llegó, espesísima y opaca y blanca como
plata oxidada, a empapar la tierra sedienta.
Diez noches y diez días continuos el diluvio cernióse sobre
la selva flotando en vapores; y lo que fuera páramos de insoportable luz, tendíase
ahora hasta el horizonte en sedante napa líquida. La flora acuática rebrotaba en
planísimas balsas verdes que a simple vista se veía dilatar sobre el agua hasta
lograr contacto con sus hermanas. Y cuando nuevos días pasaron sin traer a los emisarios
del noroeste, la inquietud tornó a inquietar a los futuros cruzados.
–¡No vendrán nunca! –clamaban–. ¡Lancémonos, Anaconda! Dentro
de poco no será ya tiempo. Las lluvias cesan.
–Y recomenzarán. ¡Paciencia, hermanitos! ¡Es imposible que
no llueva allá! Los tucanes vuelan mal; ellos mismos lo dicen. Acaso estén en camino.
¡Dos días más!
Pero Anaconda estaba muy lejos de la fe que aparentaba. ¿Y
si los tucanes se habían extraviado en los vapores de la selva humeante? ¿Y si por
una inconcebible desgracia, el noroeste no había acompañado al diluvio del norte?
A media jornada de allí, el Paranahyba atronaba con las cataratas pluviales que
le vertían sus afluentes.
Como ante la espera de una paloma del arca, los ojos de las
ansiosas bestias estaban sin cesar vueltos al noroeste, hacia el cielo anunciador
de su gran empresa. Nada. Hasta que en las brumas de un chubasco, mojados y ateridos,
los tucanes llegaron graznando:
–¡Grandes lluvias! ¡Lluvias! ¡Lluvia general en toda la cuenca!
¡Todo blanco de agua!
Y un alarido salvaje azotó la zona entera.
–¡Bajemos! ¡El triunfo es nuestro! ¡Lancémonos enseguida!
Y ya era tiempo, podría decirse, porque el Paranahyba desbordaba
hasta allí mismo, fuera de cauce. Desde el río a la gran laguna, los bañados eran
ahora un tranquilo mar, que se balanceaba de tiernos camalotes. Al norte, bajo la
presión del desbordamiento, el mar verde cedía dulcemente, trazaba una gran curva
lamiendo el bosque, y, derivaba lentamente hacia el sur, succionado por la veloz
corriente.
Había llegado la hora. Ante los ojos de Anaconda, la zona
al asalto desfiló. Victorias nacidas ayer, y viejos cocodrilos rojizos; hormigas
y tigres; camalotes y víboras; espumas, tortugas y fiebres, y el mismo clima diluviano
que descargaba otra vez –la selva pasó, aclamando al boa, hacia el abismo de las
grandes crecidas.
Y cuando Anaconda lo hubo visto así, dejóse a su vez arrastrar
flotando hasta el Paranahyba, donde arrollada sobre un cedro arrancado de cuajo,
que descendía girando sobre sí mismo en las corrientes encontradas, suspiró por
fin con una sonrisa, cerrando lentamente a la luz crepuscular sus ojos de vidrio.
Estaba satisfecha.
***
Comenzó entonces el viaje milagroso hacia lo desconocido, pues de lo que pudiera
haber detrás de los grandes cantiles de asperón rosa que mucho más allá del Guayra
entrecierran el río, ella lo ignoraba todo. Por el Tacuarí había llegado una vez
hasta la cuenca del Paraguay, según lo hemos visto. Del Paraná medio e inferior,
nada conocía.
Serena, sin embargo, a la vista de la zona que bajaba triunfal
y danzando sobre las aguas encajonadas, refrescada de mente y de lluvia, la gran
serpiente se dejó llevar hamacada bajo el diluvio blanco que la adormecía.
Descendió en este estado el Paranahyba natal, entrevió el
aplacamiento de los remolinos al salvar el río Muerto, y apenas tuvo conciencia
de sí cuando la selva entera flotante, y el cedro, y ella misma, fueron precipitados
a través de la bruma en la pendiente del Guayra, cuyos saltos en escalera se hundían
por fin en un plano inclinado abismal. Por largo tiempo el río estrangulado revolvió
profundamente sus aguas rojas. Pero dos jornadas más adelante los altos ribazos
separábanse otra vez, y las aguas, en estiramiento de aceite, sin un remolino ni
un rumor, filaban por la canal a nueve millas por hora.
A nuevo país, nuevo clima. Cielo despejado ahora y sol radiante,
que apenas alcanzaban a velar un momento los vapores matinales. Como una serpiente
muy joven, Anaconda abrió curiosamente los ojos al día de Misiones, en un confuso
y casi desvanecido recuerdo de su primera juventud.
Tornó a ver la playa, al primer rayo de sol, elevarse y flotar
sobre una lechosa niebla que poco a poco se disipaba, para persistir en las ensenadas
umbrías, en largos chales prendidos a la popa mojada de las piraguas. Volvió aquí
a sentir, al abordar los grandes remansos de las restingas, el vértigo del agua
a flor de ojo, girando en curvas lisas y mareantes, que al hervir de nuevo al tropiezo
de la corriente, borbotaban enrojecidas por la sangre de las palometas. Vio tarde
a tarde al sol recomenzar su tarea de fundidor, incendiando los crepúsculos en abanico,
con el centro vibrando al rojo albeante, mientras allá arriba, en el alto cielo,
blancos cúmulos bogaban solitarios, mordidos en todo el contorno por chispas de
fuego.
Todo le era conocido, pero como en la niebla de un ensueño.
Sintiendo, particularmente de noche, el pulso caliente de la inundación que descendía
con él, el boa dejábase llevar a la deriva, cuando súbitamente se arrolló con una
sacudida de inquietud.
El cedro acababa de tropezar con algo inesperado o, por lo
menos, poco habitual en el río.
Nadie ignora todo lo que arrastra, a flor de agua o semisumergido,
una gran crecida. Ya varias veces habían pasado a la vista de Anaconda, ahogados
allá en el extremo norte, animales desconocidos de ella misma, y que se hundían
poco a poco bajo un aleteante picoteo de cuervos. Había visto a los caracoles trepando
a centenares a las altas ramas columpiadas por la corriente, y a los annós rompiéndolos
a picotazos. Y al esplendor de la luna, había asistido al desfile de los carambatás
remontando el río con la aleta dorsal a flor de agua, para hundirse todos de pronto
con una sacudida de cañonazo.
Como en las grandes crecidas.
Pero lo que acaba de trabar contacto con ella era un cobertizo
de dos aguas, como el techo de un rancho caído a tierra, y que la corriente arrastraba
sobre un embalsado de camalotes.
¿Rancho construido a pique sobre un estero, y minado por las
aguas? ¿Habitado tal vez por un náufrago que alcanzara hasta él?
Con infinitas precauciones, escama tras escama, Anaconda recorrió
la isla flotante. Se hallaba habitada, en efecto, y bajo el cobertizo de paja estaba
acostado un hombre. Pero enseñaba una larga herida en la garganta, y se estaba muriendo.
Durante largo tiempo, sin mover siquiera un milímetro la extremidad
de la cola, Anaconda mantuvo la mirada fija en su enemigo.
En ese mismo gran golfo del río, obstruido por los cantiles
de arenisca rosa, el boa había conocido al hombre. No guardaba de aquella historia
recuerdo alguno preciso; sí una sensación de disgusto, una gran repulsión de sí
misma, cada vez que la casualidad, y sólo ella, despertaba en su memoria algún vago
detalle de su aventura.
Amigos de nuevo, jamás. Enemigos, desde luego, puesto que
contra ellos estaba desencadenada la lucha.
Pero, a pesar de todo, Anaconda no se movía; y las horas pasaban.
Reinaban todavía las tinieblas cuando la gran serpiente desenrollóse de pronto,
y fue hasta el borde del embalsado a tender la cabeza hacia las negras aguas.
Había sentido la proximidad de las víboras en su olor a pescado.
En efecto, las víboras llegaban a montones.
–¿Qué pasa? –preguntó Anaconda–. Saben ustedes bien que no
deben abandonar sus camalotes en una inundación.
–Lo sabemos –respondieron las intrusas–. Pero aquí hay un
hombre. Es un enemigo de la selva. Apártate, Anaconda.
–¿Para qué? No se pasa. Ese hombre está herido… Está muerto.
–¿Y a ti qué te importa? Si no está muerto, lo estará enseguida…
¡Danos paso, Anaconda!
El gran boa se irguió, arqueando hondamente el cuello.
–¡No se pasa he dicho! ¡Atrás! He tomado a ese hombre enfermo
bajo mi protección. ¡Cuidado con la que se acerque!
–¡Cuidado tú! –gritaron en un agudo silbido las víboras, hinchando
las parótidas asesinas.
–¿Cuidado de qué?
–De lo que haces. ¡Te has vendido a los hombres!… ¡Iguana
de cola larga!
Apenas acababa la serpiente de cascabel de silbar la última
palabra, cuando la cabeza del boa iba, como un terrible ariete, a destrozar las
mandíbulas del crótalo, que flotó enseguida muerto, con el lacio vientre al aire.
–¡Cuidado! –Y la voz del boa se hizo agudísima–. ¡No va a
quedar víbora en todo Misiones, si se acerca una sola! ¡Vendida yo, miserables!…
¡Al agua! Y ténganlo bien presente: Ni de día, ni de noche, ni a hora alguna, quiero
víboras alrededor del hombre. ¿Entendido?
–¡Entendido! –repuso desde las tinieblas la voz sombría de
una gran yararacusú–. Pero algún día te hemos de pedir cuenta de esto, Anaconda.
–En otra época –contestó Anaconda–, rendí cuenta a alguna
de ustedes…. Y no quedó contenta. ¡Cuidado tú misma, hermosa yarará! Y ahora, mucho
ojo… ¡Y feliz viaje!
Tampoco esta vez Anaconda sentíase satisfecha. ¿Por qué había
procedido así? ¿Qué le ligaba ni podía ligar jamás a ese hombre –un desgraciado
mensú, a todas luces–, que agonizaba con la garganta abierta?
El día clareaba ya.
–¡Bah! –murmuró por fin el gran boa, contemplando por última
vez al herido–. Ni vale la pena que me moleste por ese sujeto… Es un pobre individuo,
como todos los otros, a quien queda apenas una hora de vida.
Y con una desdeñosa sacudida de cola, fue a arrollarse en
el centro de su isla flotante.
Pero en todo el día sus ojos no dejaron un instante de vigilar
los camalotes.
Apenas entrada la noche, altos conos de hormigas que derivaban
sostenidas por los millones de hormigas ahogadas en la base, se aproximaron al embalsado.
–Somos las hormigas, Anaconda –dijeron–, y venimos a hacerte
un reproche. Ese hombre que está sobre la paja es un enemigo nuestro. Nosotras no
lo vemos, pero las víboras saben que está allí. Ellas lo han visto, y el hombre
está durmiendo bajo el techo. Mátalo, Anaconda.
–No, hermanas. Vayan tranquilas.
–Haces mal, Anaconda. Deja entonces que las víboras lo maten.
–Tampoco. ¿Conocen ustedes las leyes de las crecidas? Este
embalsado es mío, y yo estoy en él. Paz, hormigas.
–Pero es que las víboras lo han contado a todos… Dicen que
te has vendido a los hombres… No te enojes, Anaconda.
–¿Y quiénes lo creen?
–Nadie, es cierto… Sólo los tigres no están contentos.
–¡Ah!… ¿Y por qué no vienen ellos a decírmelo?
–No lo sabemos, Anaconda.
–Yo sí lo sé. Bien, hermanitas: apártense tranquilas, y cuiden
de no ahogarse todas, porque harán pronto mucha falta. No teman nada de su Anaconda.
Hoy y siempre, soy y seré la fiel hija de la selva. Díganselo a todos así. Buenas
noches, compañeras.
–¡Buenas noches, Anaconda! –se apresuraron a responder las
hormiguitas. Y la noche las absorbió.
Anaconda había dado sobradas pruebas de su inteligencia y
lealtad para que una calumnia viperina le enajenara el respeto y el amor de la selva.
Aunque su escasa simpatía a cascabeles y yararás de toda especie no se ocultaba
a nadie, las víboras desempeñaban en la inundación tal inestimable papel, que el
mismo boa se lanzó en largas nadadas a conciliar los ánimos.
–Yo no busco guerra –dijo a las víboras–. Como ayer, y mientras
dure la campaña, pertenezco en alma y cuerpo a la crecida. Solamente que el embalsado
es mío, y hago de él lo que quiero. Nada más.
Las víboras no respondieron una palabra, ni volvieron siquiera
los fríos ojos a su interlocutora, como si nada hubieran oído.
–¡Mal síntoma! –croaron los flamencos juntos, que contemplaban
desde lejos el encuentro.
–¡Bah! –lloraron trepando en un tronco los yacarés chorreantes–.
Dejemos tranquila a Anaconda… Son cosas de ella. Y el hombre debe estar ya muerto.
Pero el hombre no moría. Con gran extrañeza de Anaconda, tres
nuevos días habían pasado, sin llevar consigo el hipo final del agonizante. No dejaba
ella un instante de montar guardia; pero aparte de que las víboras no se aproximaban
más, otros pensamientos preocupan a Anaconda.
Según sus cálculos –toda serpiente de agua sabe más de hidrografía
que hombre alguno–, debían hallarse ya próximos al Paraguay. Y sin el fantástico
aporte de camalotes que este río arrastra en sus grandes crecidas, la lucha estaba
concluida al comenzar. ¿Qué significaban para colmar y cegar el Paraná en su desagüe,
los verdes manchones que bajaban del Paranahyba, al lado de los 180.000 kilómetros
cuadrados de camalotes de los grandes bañados de Xarayes? La selva que derivaba
en ese momento lo sabía también, por los relatos de Anaconda en su cruzada. De modo
que cobertizo de paja, hombre herido y rencores, fueron olvidados ante el ansia
de los viajeros, que hora tras hora auscultaban las aguas para reconocer la flora
aliada.
–¿Y si los tucanes –pensaba Anaconda– habían errado, apresurándose
a anunciar una mísera llovizna?
–¡Anaconda! –oíase en las tinieblas desde distintos puntos–.
¿No reconoces las aguas todavía? ¿Nos habrán engañado, Anaconda?
–No lo creo –respondía el boa sombrío–. Un día más, y las
encontraremos.
–¡Un día más! Vamos perdiendo las fuerzas en este ensanche
del río. ¡Un nuevo día!… ¡Siempre dices lo mismo, Anaconda!
–¡Paciencia, hermanos! Yo sufro mucho más que ustedes.
Fue el día siguiente un duro día, al que se agregó la extrema
sequedad del ambiente, y que el gran boa sobrellevó inmóvil de vigía en su isla
flotante, encendida al caer la tarde por el reflejo del sol tendido como una barra
de metal fulgurante a través del río, y que la acompañaba.
En las tinieblas de esa misma noche, Anaconda, que desde horas
atrás nadaba entre los embalsados sorbiendo ansiosamente sus aguas, lanzó de pronto
un grito de triunfo:
Acababa de reconocer en una inmensa balsa a la deriva, el
salado sabor de los camalotes del Olidén.
–¡Salvados, hermanos! –exclamó–. ¡El Paraguay baja ya con
nosotros! ¡Grandes lluvias allá también!
Y la moral de la selva, remontada como por encanto, aclamó
a la inundación limítrofe, cuyos camalotes, densos como tierra firme, entraban por
fin en el Paraná.
***
El sol iluminó al día siguiente esta epopeya de las dos grandes cuencas aliadas
que se vertían en las mismas aguas.
La gran flora acuática bajaba, soldada en islas extensísimas
que cubrían el río. Una misma voz de entusiasmo flotaba sobre la selva cuando los
camalotes próximos a la costa, absorbidos por un remanso, giraban indecisos sobre
el rumbo a tomar.
–¡Paso! ¡Paso! –oíase pulsar a la crecida entera ante el obstáculo.
Y los camalotes, los troncos con su carga de asaltantes, escapaban por fin a la
succión, filando como un rayo por la tangente.
–¡Sigamos! ¡Paso! ¡Paso! –oíase desde una orilla a la otra–.
¡La victoria es nuestra!
Así lo creía también Anaconda. Su sueño estaba a punto de
realizarse. Y envanecida de orgullo, echó hacia la sombra del cobertizo una mirada
triunfal.
El hombre había muerto. No había el herido cambiado de posición
ni encogido un solo dedo, ni su boca se había cerrado. Pero estaba bien muerto,
y posiblemente desde horas atrás.
Ante esa circunstancia, más que natural y esperada, Anaconda
quedó inmóvil de extrañeza, como si el oscuro mensú hubiera debido conservar para
ella, a despecho de su raza y sus heridas, su miserable existencia.
¿Qué le importaba ese hombre? Ella lo había defendido, sin
duda; habíalo resguardado de las víboras, velando y sosteniendo a la sombra de la
inundación un resto de vida hostil.
¿Por qué? Tampoco le importaba saberlo. Allí quedaría el muerto,
bajo su cobertizo, sin que ella volviera a acordarse más de él. Otras cosas la inquietaban.
En efecto, sobre el destino de la gran crecida cerníase una
amenaza que Anaconda no había previsto. Macerado por los largos días de flote en
aguas calientes, el sargazo fermentaba. Gruesas burbujas subían a la superficie
entre los intersticios de aquél, y las semillas reblandecidas adheríanse aglutinadas
todo al contorno del sargazo. Por un momento, las costas altas habían contenido
el desbordamiento, y la selva acuática había cubierto entonces totalmente el río,
al punto de no verse agua sino un mar verde en todo el cauce. Pero ahora, en las
costas bajas, la crecida, cansada y falta del coraje de los primeros días, defluía
agonizante hacia el interior anegadizo que, como una trampa, le tendía la tierra
a su paso.
Más abajo todavía, los grandes embalsados rompíanse aquí y
allá, sin fuerzas para vencer los remansos, e iban a gestar en las profundas ensenadas
su ensueño de fecundidad. Embriagados por el vaivén y la dulzura del ambiente, los
camalotes cedían dóciles a las contracorrientes de la costa, remontaban suavemente
el Paraná en dos grandes curvas, y paralizábanse por fin a lo largo de la playa
a florecer.
Tampoco el gran boa escapaba a esta fecunda molicie que saturaba
la inundación. Iba de un lado a otro en su isla flotante, sin hallar sosiego en
parte alguna. Cerca de ella, a su lado casi, el hombre muerto se descomponía. Anaconda
aproximábase a cada instante, aspiraba, como en un rincón de selva, el calor de
la fermentación, e iba a deslizar por largo trecho el cálido vientre sobre el agua,
como en los días de su primavera natal.
Pero no era esa agua ya demasiado fresca el sitio propicio.
Bajo la sombra del techo yacía el mensú muerto. ¿Podía no ser esa muerte más que
la resolución final y estéril del ser que ella había velado? ¿Y nada, nada le quedaría
de él?
Poco a poco, con la lentitud que ella habría puesto ante un
santuario natural, Anaconda fue arrollándose. Y junto al hombre que ella había defendido
como a su vida propia, al fecundo calor de su descomposición –póstumo tributo de
agradecimiento, que quizá la selva hubiera comprendido–, Anaconda comenzó a poner
sus huevos.
***
De hecho, la inundación estaba vencida. Por vastas que fueran las cuencas aliadas,
y violentos hubieran sido los diluvios, la pasión de la flora había quemado el brío
de la gran crecida. Pasaban aún los camalotes, sin duda; pero la voz de aliento:
¡Paso! ¡Paso!, habíase extinguido totalmente.
Anaconda no soñaba más. Estaba convencida del desastre. Sentía,
inmediata, la inmensidad en que la inundación iba a diluirse, sin haber cerrado
el río. Fiel al calor del hombre, continuaba poniendo sus huevos vitales, propagadores
de su especie, sin esperanza alguna para ella misma.
En un infinito de agua fría, ahora, los camalotes se disgregaban,
desparramándose por la superficie sin fin. Largas y redondas olas balanceaban sin
concierto la selva desgarrada, cuya fauna terrestre, muda y sin oriente, se iba
hundiendo aterida en la frialdad del estuario.
Grandes buques –los vencedores–, ahumaban a lo lejos el cielo
límpido, y un vaporcito empenachado de blanco curioseaba entre las islas rotas.
Más lejos todavía, en la infinitud celeste, Anaconda destacábase erguida sobre su
embalsado, y aunque disminuidos por la distancia, sus robustos diez metros llamaron
la atención de los curiosos.
–¡Allá! –alzóse de pronto una voz en el vaporcito–. ¡En aquel
embalsado! ¡Una enorme víbora!
–¡Qué monstruo! –gritó otra voz–. ¡Y fíjense! ¡Hay un rancho
caído! Seguramente ha matado a su habitante.
–¡O lo ha devorado vivo! Estos monstruos no perdonan a nadie.
Vamos a vengar al desgraciado con una buena bala.
–¡Por Dios, no nos acerquemos! –clamó el que primero había
hablado–. El monstruo debe de estar furioso. Es capaz de lanzarse contra nosotros
en cuanto nos vea. ¿Está seguro de su puntería desde aquí?
–Veremos… No cuesta nada probar un primer tiro…
Allá, al sol naciente que doraba el estuario puntillado de
verde, Anaconda había visto la lancha con su penacho de vapor. Miraba indiferente
hacia aquello, cuando distinguió un pequeño copo de humo en la proa del vaporcito
–y su cabeza golpeó contra los palos del embalsado.
El boa irguióse de nuevo, extrañado. Había sentido un golpecito
seco en alguna parte de su cuerpo, tal vez en la cabeza. No se explicaba cómo. Tenía,
sin embargo, la impresión de que algo le había pasado. Sentía el cuerpo dormido,
primero; y luego, una tendencia a balancear el cuello, como si las cosas, y no su
cabeza, se pusieran a danzar, oscureciéndose.
Vio de pronto ante sus ojos la selva natal en un viviente
panorama, pero invertida; y transparentándose sobre ella, la cara sonriente del
mensú.
–Tengo mucho sueño… –pensó Anaconda, tratando de abrir todavía
los ojos. Inmensos y azulados ahora, sus huevos desbordaban del cobertizo y cubrían
la balsa entera.
–Debe ser hora de dormir… –murmuró Anaconda. Y pensando deponer
suavemente la cabeza a lo largo de sus huevos, la aplastó contra el suelo en el
sueño final.
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