Rafael Barrett
Era en el cariñoso silencio
de nuestra casa. Por la ventana abierta entraba el aliento tibio de la noche, haciendo
ondular suavemente el borde rizado de la pantalla color de rosa. La luz familiar
de la vieja lámpara acariciaba nuestras frentes, llenas de paz, inclinadas a la
mesa de trabajo. Tú leías, y escribía yo. De cuando en cuando nuestros ojos se levantaban
y se sonreían a un tiempo. Tu mano posada como una pequeña paloma inquieta sobre
mí, aseguraba que me querías siempre, minuto por minuto. Y las ideas venían alegremente
a mi cerebro rejuvenecido. Venían semejantes a un ancho río claro, nacido para aliviar
la sed dolorosa de los hombres.
Las
horas pasaron, y un vago cansancio bajó a la tierra. Cerraste el libro; mi pluma
indecisa se detuvo. Concluía la jornada, y el sueño descendía sobre las cosas. Y
el sueño era reposo. No teniendo nada que soñar, deseábamos dormir, dormir y despertar
con la aurora para seguir viviendo el sueño real de nuestra vida. Y nos miramos
largamente y vimos la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas.
La
veíamos y la comprendíamos. Por estrecharla nos abrazamos. Nuestras bocas al interrogarla
chocaron una con otra, y no se separaron. La dulzura de tu piel languideció mi sangre.
Tu corazón empezó a latir más fuertemente. La vida se apoderaba de nosotros, estrujándonos
con la voluptuosidad de sus mil garras. Inmóviles a la orilla del abismo, saboreábamos
de antemano la delicia mortal…
De
pronto un objeto minúsculo cayó sobre el disco que el delgado bronce que tus cabellos
rozaban.
Era
una mariposilla de oro. Quedó yerta un momento. Y con repentina furia comenzó a
agitarse contra el metal.
Sus
alas pálidas vibraban tan rápidas que parecían un tenue copo de bruma suspendida.
Su cabecita embestía el bronce y resbalaba por él, y la loca mariposa giró en giro
interminable a lo largo del cóncavo y brillante surco. Una convulsión uniforme galvanizaba
aquella molécula de polvo y de pasión. Su volar titánico daba una continua y tristísima
nota de violín enfermo. Hipnotizados por el leve y tenaz gemido, contemplamos la
lucha del insecto contra su enemigo invisible.
¡Enemigo
poderoso! La espiral frenética se contraía. Llegaba al paroxismo delirante. El vientrecillo
arqueado se retorcía y en un espasmo cruel se desgarró por fin, brotando un racimo
de fecundada simiente…
Y
la tristísima nota seguía aún quejándose, chisporroteo eléctrico que acababa de
abrasar las pobres alas pálidas. Y sentimos el enorme peso de la Naturaleza gravitar
sobre el cuerpecillo moribundo, la formidable presión del destino escapar silbando
a través de las débiles alas, como un huracán a través de una rendija imperceptible.
Y el lamento cesó, y las alas se acostaron para siempre, asesinadas por la vida…
Y
volvimos a ver la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas. La vimos enlazada
con el amor y con la muerte. Temblando de felicidad, nos desplomamos juntos en el
lecho blanco…
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