Juan Rulfo
Ya mataron a la perra,
pero quedan los perritos
(Corrido popular)
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta
donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo
un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida
cuando rueda sobre pedregales.
En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció
por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía
con fuerza junto a nosotros:
“¡Viva mi general Petronilo Flores!”
Nosotros nos miramos. La Perra se levantó despacio,
quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa.
Después se arrimó a donde estaban Los Cuatro y les dijo: “Síganme, muchachos,
vamos a ver qué toritos toreamos”. Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás
de él, agachados; solamente La Perra iba bien tieso, asomando la mitad de
su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados
al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar
por las lomas, y ellos, La Perra y Los Cuatro, iban también culebreando
como si fueran los pies trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego
volvimos la cara para poder ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas
de los amoles que nos daban tantita sombra. Olía a eso; a sombra recalentada por
el sol. A amoles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato
de la barranca y nos sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos
oír parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos,
como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar
por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como
si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos,
esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles. En seguida
las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron llenando
la tierra de rechinidos.
–¿Qué fue? –preguntó Pedro Zamora, todavía medio amodorrado
por la siesta.
Entonces El Chihuila se levantó y, arrastrando
su carabina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.
–Voy a ver qué fue lo que fue –dijo perdiéndose también
como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que
nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí.
Cuando menos acordamos aquí estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos.
Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para éste de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras.
Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para
adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran
zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la
tracatera allá lejos, por donde se había ido La Perra. Luego siguió aquí.
Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello
era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a
la muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la
segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de la tronera por donde, asomándose
uno, sólo se veía a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos,
como si alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después
volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí. Para la siguiente descarga
tuvimos que esperar. Alguno de nosotros gritó: “¡Viva Pedro Zamora!” Del otro lado
respondieron, casi en secreto: “¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha,
socórreme!” Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros
hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos,
haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos
que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales.
Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un
enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero
en medio de alguno de nosotros, que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos.
Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía
después que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados
por la lumbre.
“¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal
por cual!”, nos gritaron otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de
una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes
y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro
Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también
nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos
o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara
trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo
sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos, como
si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos
los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía, por eso nos repasaba
una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a La Perra
y al Chihuila a los que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien
pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amole, acostado sobre su retrocarga,
aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de La Perra, fueron los primeros
en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando
que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo: Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si tragara un buche
de coraje, les gritó a Los Joseses:
–¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense
tantito! ¡Iremos por él! Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos
en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta
cerca de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando
contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la
noche llegó El Chihuila acompañado de uno de Los Cuatro. Nos dijeron
que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se
habían retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De
vez en cuando se oían los aullidos de los coyotes.
–¡Epa tú, Pichón! –me dijo Pedro Zamora–. Te
voy a dar la encomienda de que vayas con Los Joseses hasta Piedra Lisa y
vean a ver qué le pasó a La Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan
lo mismo con los otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que los vean
los guachos; pero no se traigan a nadie.
–Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al
corral donde habíamos encerrado la caballada.
Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado
que ya vivía allí desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habían
cargado con los caballos. Encontramos al resto de Los Cuatro detrasito de
unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran
apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si
alguno daba todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba
otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado.
Y recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi
todos con la cara renegrida.
–A éstos los remataron, no tiene ni qué –dijo uno de
Los Joseses.
Nos pusimos a buscar a La Perra; a no hacer caso
de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él. “Se lo han de haber llevado –pensamos–.
Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno”; pero, aun así seguimos
buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el
río, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya
era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar
aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido.
Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos.
De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí
en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos,
hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena. Aquél fue el último agarre que
tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir
mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto;
por eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para
escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya
nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: “¡Allí vienen los de Zamora!” Había
vuelto la paz al Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en
el escondrijo del Cañón del Tozín, allí donde el río Armería se encajona durante
muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años
para luego volver al mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros. Habíamos comenzado
a criar gallinas y de vez en cuando subíamos a la sierra en busca de venados. Éramos
cinco, casi cuatro, porque a uno de Los Joseses se le había gangrenado una
pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos balacearon
por detrás. Estábamos allí, empezando a sentir que ya no servíamos para nada. Y
de no saber que nos colgarían a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armancio Alcalá, que era
el que le hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar
una vaca, cuando oímos el pitido del cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del
Llano. Pasado un rato volvió a oírse. Era como el bramido de un toro: primero agudo,
luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traía aquí
cerca, hasta que el ronroneo del río lo apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá
se dejó ver asomándose por entre los sabinos. Traía terciadas dos carrilleras con
cartuchos del “44” y en las ancas de su caballo venía atravesado un montón de rifles
como si fuera una maleta. Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió
a hacer la maleta con las que le sobraban.
–Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a mañana,
pónganse listos para salir a San Buenaventura. Allí los está aguardando Pedro Zamora.
En mientras, yo voy un poquito más abajo a buscar a Los Zanates. Luego volveré.
Al día siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con él venían Los Zanates.
Se les veía la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venían otros tres
que no conocíamos.
–En el camino conseguiremos caballos –nos dijo. Y lo
seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos
cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba
más alta la llamarada, como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas
volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes alumbradas.
Seguimos caminando de frente, encandilados por la luminaria de San Buenaventura,
como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar allí, para acabar con lo que
quedara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar cuando encontramos
a los primeros de a caballo que venían al trote, con la soga morreada en la cabeza
de la silla y tirando, unos, de hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban
sobre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les habían caído las manos
y traían descolgada la cabeza. Los miramos pasar. Más atrás venían Pedro Zamora
y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando
el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando
nos habíamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento,
para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue.
Y ahora parecía volver. De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos fuego
y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maíz ya estaba por
pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por
este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los
potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con
el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre
había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo nosotros, como espantajos,
con la cara tiznada, arreando ganado de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar
y quitarle el pellejo. Ese era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora: “Esta revolución
la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos
que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita
ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando
vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos”. Eso nos dijo. Y cuando
al fin volvieron las tropas, se soltaron matándonos otra vez como antes, aunque
no con la misma facilidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.
Pero nosotros también les teníamos miedo. Era de verse
cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con sólo oír el ruido que hacían
sus guarniciones o las pezuñas de sus caballos al golpear las piedras de algún camino,
donde estábamos esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi sentíamos
que nos miraban de reojo y como diciendo: “Ya los venteamos, nomás nos estamos haciendo
disimulados”. Y así parecía ser, porque de buenas a primeras se echaban sobre el
suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos resistían allí hasta que otros nos
iban cercando poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde entonces
supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque éramos muchos. Cuando los
vivos comenzaron a salir de entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos
de allí, acalambrados de miedo.
Estuvimos escondidos varios días; pero los federales
nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni siquiera para
mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir
y de comer, y que los días y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar
al Cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros. Faldeamos el volcán.
Subimos a los montes más altos y allí, en ese lugar que le dicen el Camino de Dios,
encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas
sobre nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta
las piedras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas una tras otra como
si fueran terrones. Después supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con
que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de
uno; pero entonces creímos que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos
era correr de ellos.
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