sábado, 31 de agosto de 2024

La pantera

Mario Cuenca Sandoval

 

Todo empieza junta a la máquina de café de la oficina. El Redactor de Deportes se desabrocha el último botón de la camisa y le muestra al Redactor Jefe tres profundos arañazos en el cuello. “La viuda”, le dice, señalando con la mirada a la secretaria que, en su mesa atiborrada, teclea frente al ordenador fingiendo que no los ve. “Una auténtica pantera, amigo mío”. Al Redactor Jefe le invade un cosquilleo por la barriga. Cómo se le hubiera ocurrido que, detrás de aquellas gafas de jugadora de bridge, se ocultaba una auténtica furia sexual. El Redactor Jefe le dirige una mirada furtiva al dibujo de sus pechos tras el suéter. Ella se percata y le dirige media sonrisa.

A la salida de la oficina, el Redactor Jefe persigue con la mirada los muslos de la viuda. Alzando su paraguas, ella pide un taxi que, a juzgar por la mirada furtiva que dirige al Redactor Jefe, debe ser para los dos. Minutos después están en un pequeño ático que ella (o alguien que le prestó las llaves) decoró con intenciones orientalistas. Sin embargo no hay fuegos artificiales. El encuentro queda en poco más que un forcejeo rápido sobre la cama sin abrir. Un par de besos y los dos están tendidos boca arriba, fumando un cigarrillo que en realidad no les apetece. ¿Una pantera? ¿Una furia sexual? El Redactor Jefe se recuerda a sí mismo que: a) la libido es caprichosa: algunos días desborda el corazón y otros se diluye como papel en el agua; b) quizá él no sea el hombre apropiado para la viuda, quizá es demasiado inexperto en asuntos de cama y no supo pulsar las teclas adecuadas.

De repente suena una llave en la cerradura de la entrada y la primera reacción del Redactor Jefe (muy cinematográfica, por cierto) es la de cubrirse con la sábana hasta los ojos. Cuando un niño de unos diez años entra en el dormitorio, con su mochila escolar colgando de los hombros, el Redactor Jefe respira y deja caer la sábana. Grave error: antes de que se dé cuenta, en un súbito gesto de pantera, el niño se le abalanza y, de rodillas sobre su abdomen, le deja la cara como un mapa, con tres zarpazos que la viuda no alcanza a (¿no quiere?) interceptar.

Una hora después, mientras una enfermera le cura con agua oxigenada (sonriendo, dicho sea de paso, con gesto pícaro), el Redactor Jefe se acuerda del Redactor de Deportes. Alguien (anónimo) le va a propinar una paliza en algún callejón maloliente.

 

Ella habitaba un cuento

Guillermo Samperio

 

a Fernando Ferreira de Loanda

 

Cuando creemos soñar y estamos despiertos,
sentimos un vértigo en la razón.
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares

 

Durante las primeras horas de la noche, el escritor Guillermo Segovia dio una charla en la Escuela de Bachilleres, en Iztapalapa. Los alumnos de Estética, a cargo del joven poeta Israel Castellanos, quedaron contentos por la detallada intervención de Segovia. El profesor Castellanos no dudó agradecer y elogiar ante ellos el trabajo del conferencista. Quien estuvo más a gusto fue el mismo Segovia, pues si bien antes de empezar experimentó cierto nerviosismo, en el momento de exponer las notas que había preparado con dos días de anticipación, sus palabras surgieron firmes y ágiles. Cuando un muchacho preguntó sobre la elaboración de personajes a partir de gente real, Guillermo Segovia lamentó para sí que la emoción y la confianza que lo embargaban no hubieran aparecido ante público especializado. Tal idea vanidosa no impidió que gustara de cierto vértigo por la palabra creativa y aguda, ese espacio donde lo teórico y sus ejemplos fluyen en un discurso denso y al mismo tiempo sencillo. Dejó que las frases se enlazaran sin tener demasiada conciencia de ellas; la trama de vocablos producía una obvia dinámica, independiente del expositor.

Guillermo Segovia acababa de cumplir treinta y cuatro años; tenía escritos tres libros de cuentos, una novela y una serie de artículos periodísticos publicados en el país y en el extranjero, especialmente en París, donde cursó la carrera de letras. Había vuelto a México seis años antes del día de su charla en Bachilleres, casado con Elena, una joven investigadora colombiana, con quien tenía dos hijos. A su regreso, el escritor comenzó a trabajar en un periódico, mientras su esposa lo hacía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Rentaban una casita en el antiguo Coyoacán y vivían cómodamente.

Ya en el camino hacia su casa, manejando un VW modelo 82, Guillermo no podía recordar varios pasajes del final de su charla. Pero no le molestaba demasiado; su memoria solía meterlo en esporádicas lagunas. Además, iba entusiasmado a causa de un fragmento que sí recordaba y que podía utilizar para escribir un cuento. Se refería a esa juguetona comparación que había hecho entre un arquitecto y un escritor. “Desde el punto de vista de la creatividad, el diseño de una casa-habitación se encuentra invariablemente en el espacio de lo ficticio; cuando los albañiles empiezan a construirla, estamos ya ante la realización de lo ficticio. Una vez terminada, el propietario habitará su casa y la ficción del arquitecto. Ampliando mi razonamiento, podemos afirmar que las ciudades son ficciones de la arquitectura; a ello se debe que a ésta la consideren un arte. El arquitecto que habita una casa que proyectó y edificó es uno de los pocos hombres que tienen la posibilidad de habitar su fantasía. Por su lado, el escritor es artífice de la palabra, diseña historias y frases, para que el lector habite el texto. Una casa y un cuento deben ser sólidos, funcionales, necesarios, perdurables. En un relato, la movilidad necesita fluidez, por decirlo así, de la sala a la cocina, o de las recámaras al baño. Nada de columnas ni paredes inútiles. Las distintas secciones del cuento o de la casa deben ser indispensables y creadas con precisión. Se escribe literatura y se construyen hogares para que el hombre los habite sin dificultades”.

“Habitar el texto” iba pensando Guillermo mientras su automóvil se desplazaba en la noche de la avenida Iztapalapa. Solamente tenía puesta la atención en los semáforos, sin observar el panorama árido de aquella zona de la ciudad. Ni cuando el tránsito se intensificó hacia la Calzada de la Viga, se enteró del cambio de rumbo. “Habitar el texto”, insistía, a pesar de sus lagunas mentales. La idea de habitar los vocablos lo maravillaba; quería escribir de pronto un cuento sobre esa idea. Imaginando la forma de abordarlo, pensó que intentaría evitar soluciones literarias sobre temas similares. Al azar, se dijo que una mujer sería el personaje indicado. De manera brumosa intuía a una mujer habitando una historia creada por él. “Ella habitaba el texto” fue la primera transformación. “Aquí ya estoy en el terreno del cuento; la frase misma es literaria, suena bien”.

Recordó varias mujeres, cercanas y distantes, pero ninguna respondía a su deseo. Retrocedió y comenzó por imaginar la actividad de ella. Creó un pequeño catálogo de profesiones y oficios, orientándose al final hacia las actrices. Se preguntó sobre las razones de esta elección en lo que su automóvil se alejaba de la colonia Country Club y se dirigía hacia Miguel Ángel de Quevedo para cruzar el puente de Tlalpan. Dejó jugar a su pensamiento en la búsqueda de una respuesta o de una justificación. “De alguna manera los actores habitan el texto. Viven al personaje que les tocó representar y también viven el texto; no encarnan a persona alguna. En el teatro habitan la literatura durante un tiempo breve. En el cine, momentos de ellos perduran con tendencia al infinito. Los dramaturgos han escrito obras de teatro para acercarse al antiguo sueño del escritor de ficción: que seres humanos habiten sus textos. Que la creación artística pase de la zona de lo imaginario a la de la realidad. En el caso de mi tema el movimiento es inverso: que la realidad viaje hacia lo imaginario”.

El automóvil de Guillermo Segovia dio vuelta sobre Felipe Carrillo Puerto, adelantó una cuadra y giró hacia Alberto Zamora; treinta metros más adelante, se detuvo. Mientras apagaba el motor, decidió que la mujer de su relato sería una joven actriz que él admiraba, por sus actuaciones y su peculiar belleza. Además, la actriz tenía cierto parecido con la pintora Frida Kahlo, quien se retrataba en los sueños de sus cuadros, otra forma de habitar las propias ficciones. Aunque Segovia no titulaba sus cuentos antes de redactarlos, en esta ocasión tuvo ganas de hacerlo. Ella habitaba un cuento sería el nombre del relato; el de la mujer, el mismo que llevaba la actriz en la realidad: Ofelia.

Guillermo bajó del VW, entró a su casa; atravesando hacia la izquierda una sala no muy grande, llegó al estudio. Una habitación pequeña cuyas paredes tenían libreros de piso a techo. Encendió la luz, del estuche sacó la máquina de escribir, la puso sobre el escritorio, situado hacia el fondo, junto a una ventana, a través de la que se veían algunas plantas de un jardincito. Prendió la radio de su aparato de sonido y sintonizó Radio Universidad. Cuando abría el primer cajón del escritorio, Elena apareció en el umbral de la puerta.

–¿Cómo te fue? –dijo caminando hacia él.

–Bien –respondió Guillermo acercándose a ella.

Se besaron; Segovia le acarició el cabello y las caderas. Se besaron nuevamente y, al separarse, Elena insistió.

–¿Cómo respondió la gente?

–Con interés. Me di cuenta de que los muchachos habían leído mis cuentos. Eso se lo debo a Castellanos… durante la plática salió un tema interesante –explicó, yendo hacia el escritorio.

–Los niños se acaban de dormir… estaba leyendo un poco… ¿no vas a cenar?

–No… prefiero ponerme a escribir…

–Bueno. Te espero en la recámara.

Elena salió soplando un beso sobre la palma de sus manos orientándolo hacia su esposo. Guillermo Segovia se acomodó frente a la máquina de escribir; del cajón que había dejado abierto, sacó varias hojas en blanco e introdujo la primera. Puso el título y comenzó a escribir.

 

Ella habitaba un cuento.

Aquel día la ola del frío arreció en la ciudad. Hacia las once de la noche, más o menos, cayó una especie de neblina, ocasionada por la baja temperatura y el esmog. La oscuridad era más profunda que de costumbre y enrarecía hasta los sitios de mayor luminosidad. Las viejas calles del centro de Coyoacán parecían sumidas en una época de varios siglos atrás. La misma luz de arbotantes y automóviles era sombría; penetraba de manera débil aquel antiguo espacio. Pocas personas, vestidas con abrigos o suéteres gruesos y bufandas, caminaban pegándose a las paredes, en actitud de apaciguar el frío. Semejaban siluetas de otro tiempo, como si en este Coyoacán emergiera un Coyoacán pretérito y la gente se hubiera equivocado de centuria, dirigiéndose a lugares que nunca hallaría. De espaldas a la Plaza Hidalgo, por la estrecha avenida Francisco Sosa, caminaba Ofelia. Su cuerpo delgado vestía pantalones grises de paño y un grueso suéter negro que por su holgura parecía estar colgado sobre los hombros. Una bufanda violeta rodeaba el largo cuello de la mujer. La piel blanca de su rostro era una tenue luz que sobresalía desde el cabello oscuro que se balanceaba rozando sus hombros. Las pisadas de sus botas negras apenas resonaban en las baldosas de piedra.

Aunque no atinaba a saber desde dónde, Ofelia presintió que la observaban. En la esquina de Francisco Sosa y Ave María se detuvo en lo que un automóvil giraba a la derecha. Aprovechó ese instante para voltear hacia atrás, suponiendo descubrir a la persona que la miraba. Sólo vio a una pareja de ancianos que salía de un portón y se encaminaba hacia la Plaza. Antes de cruzar la calle, se sintió desprotegida; luego, experimentó un leve escalofrío. Pensó que quizá hubiera sido mejor que alguien la viniera siguiendo. Echó a andar nuevamente segura de que, no obstante la soledad, la noche observaba sus movimientos. Le vino cierto temor y, de manera instintiva, apresuró el paso. Se frotó las manos, miró hacia los árboles que tenía delante y luego al fondo de la avenida que se esfumaba en el ambiente neblinoso. “Hubiera sido mejor que me trajeran”, se lamentó casi para cruzar Ayuntamiento.

Minutos antes había estado en las viejas instalaciones del Centro de Arte Dramático, presenciando el ensayo general de una obra de la Edad Media. Al finalizar el ensayo y después de salir a la calle, una de las actrices le ofreció llevarla; Ofelia inventó que tenía que visitar a una amiga que vivía exactamente a la vuelta sobre Francisco Sosa. La verdad era que el ambiente gris y extraño de Coyoacán le había provocado ganas de caminar; además, para ella el paisaje neblinoso continuaba la escenografía de la obra y le traía a la memoria su estancia en Inglaterra. Se despidió y empezó a caminar, mientras los demás abordaban distintos autos.

La impresión de ser observada la percibió ya sobre la avenida. Ahora, al notar que nada concreto le sucedía, no halló motivos profundos para el miedo. El fenómeno debería tener una explicación que por el momento se le escapaba. Esta idea la reconfortó y, un poco más animada, sopló vaho sobre sus manos con el fin de calentárselas. Sin embargo, esta repentina tranquilidad ahondó sus posibilidades perceptivas. Eran seguramente unos ojos que pretendían entrar en ella; ojos cuya función parecía más bien la del tacto.

Muy bien, le era imposible desembarazarse de la vivencia, pero al menos deseaba comprender. ¿Se trataba de sentimientos nuevos y por lo mismo sin definición posible? ¿Qué fin perseguía ese mirar? Pocas veces había tenido problemas con ideas persecutorias; aceptaba cierta inseguridad debido a la violencia del Distrito Federal. Se movía con precaución; ahora, que sí estaba exponiéndose, nadie la amenazaba. Las gentes de los pocos autos que pasaban a su lado no se interesaban en ella. Entonces, recordó los espacios intensamente luminosos en el escenario, cuando las luces de los spots le impiden ver al público, quien a su vez tiene puesta la mirada en ella. Sabe que una multitud de ojos se encuentra en la penumbra, moviéndose al ritmo que ella exige; suma de ojos, gran ojo embozado, ojo gigante apoyado en su cuerpo. Pretendiendo alentarse con este recuerdo, Ofelia se dijo que tal vez se tratara de la memoria de la piel, ajena a su mente; en ese brumoso paisaje, quizá volvía a su cuerpo y lo iba poseyendo paulatinamente. Ojo-red, ojo-ámbito, gran ojo acercándose a ella, ojo creciendo; Ofelia quiso sacudirse la sensación agitando la cabeza. El esfuerzo, ella lo entendía, fue inútil; ya sin fuerzas, se abandonó a la fatalidad y sintió sumergirse en una noche ciega. Caminó en un espacio de pronto apagado, perdiendo ubicuidad, todavía con la débil certeza de que no se encontraba ante ningún peligro.

Al doblar en el callejón de su casa, sintió que el ojo enorme se encontraba ya sobre sus cabellos, su rostro, su bufanda, su suéter, sus pantalones. Se detuvo y le vino una especie de vértigo semejante al que se experimenta en los sueños en que la persona flota sin encontrar apoyo ni forma de bajar. Ofelia sabía que estaba a unos cuantos metros de su casa, en Coyoacán, en su ciudad, sobre la Tierra, pero al mismo tiempo no podía evitar la sensación del sueño, ese vértigo a final de cuentas agradable porque el soñador en el fondo entiende que no corre peligro y lanza su cuerpo a la oscuridad como un zepelín que descenderá cuando venga la vigilia. Ofelia siguió parada en el callejón, intentando entender; en voz baja se dijo: “No es un desmayo ni un problema psíquico. Esto no viene de mí, es algo ajeno a mí, fuera de mi control”. Se movió lentamente hacia la pared y recargó la espalda. La sensación se hizo más densa en su delgado cuerpo, como si la niebla del callejón se hubiera posado en ella. “Ya no es que me estén observando; es algo más poderoso”. Se llevó una mano a la frente e introdujo sus largos dedos entre el cabello una y otra vez; sobresaltada, comprendiendo el hecho de un solo golpe, se dijo: “Estoy dentro del ojo”. Bajó el brazo con lentitud y, siguiendo la idea de sus últimas palabras, continuó: “Me encuentro en el interior de la mirada. Habito un mirar. Estoy formando parte de una manera de ver. Algo me impulsa a caminar; la niebla ha bajado y sus listones brumosos cuelgan hacia las ventanas. Soy una silueta salida de un tiempo pretérito pegándome a las paredes. Me llamo Ofelia y estoy abriendo el portón de madera de mi casa. Entro, a mi derecha aparece en sombras chinescas el jardín, de entre las plantas surge Paloma dando saltos festivos. Su blanco pelambre parece una mota oval de algodón que fuera flotando en la oscuridad. Me lanza unos débiles ladridos, se acerca a mis piernas, se frota contra mis pantorrillas; luego se para en dos patas invitándome a jugar. La acaricio y la pongo a un lado con delicadeza; gruñe lastimeramente, pero yo camino ya entre mis plantas por el sendero de piedras de río. La luz del recibidor está encendida; abro la puerta, la cierro. Deseo algo de comer y me dirijo hacia la cocina. Me detengo y me veo obligada a volver sobre mis pasos, sigo de largo hacia la sala. Prendo una lámpara de pie, abro la cantina, agarro una copa y una botella de coñac. Sin cerrar la puerta de la cantina, me sirvo y, al tomar el primer trago, me doy cuenta de que el deseo por alimentarme persiste, pero el sabor del coñac me cautiva y, en mi contra, renuncio a la comida. Cuando llevo la copa a mis labios por segunda vez, aparece Plácida, me hace un saludo respetuoso y me pregunta que si no se me ofrece nada. Le pido que vaya a dormir, explicándole que mañana tenemos que madrugar. Plácida se despide inclinando un poco la cabeza, y yo termino de beber mi licor. Entre mis dedos llevo la botella y la copa; con la mano libre apago la lámpara y, a oscuras, atravieso la sala y subo las escaleras. La puerta de mi recámara está abierta y entro. Enciendo la luz, me dirijo hacia mi mesa de noche. Sobre ella pongo la botella y la copa. Me siento en la banquita, abro el cajón, saco mi libreta de apuntes, una pluma fuente, y comienzo a escribir lo que me está sucediendo”.

Sé muy bien que aún habito la mirada. Escucho los sonidos que se gestan en su profundidad, similares al rumor de la ciudad que sube a lo alto de la Torre Latinoamericana. He tenido que moverme con calma y precisión. El temor se está disipando; me siento sorprendida, sin desesperación. Ahora, de repente, estoy molesta, enojada; necesito escribir que protesto. Sí, protesto, señores. ¡Protesto! Hombres del mundo, protesto. Escribo que habito, escribo que el malestar se ha ido de mí; detengo la escritura. Me serví licor y me tomé la copa de un solo trago. Me gusta mucho mi vieja pluma Montblanc, tiene buen punto. Mi cuerpo está caliente, arden mis mejillas. Pienso que no puedo dejar de vivir dos espacios; la avenida Francisco Sosa, que ahora la siento muy lejos de mí, es dos caminos, un solo gran ojo. En las calles de este viejo Coyoacán que quiero tanto existe otro Coyoacán; yo venía atravesando dos Coyoacanes, a través de dos noches, entre la doble neblina. En este momento de visiones vertiginosas, como yo, hay gente que habita ambos Coyoacanes; Coyoacanes que coinciden perfectamente uno en el otro, ni abajo ni arriba, una sola entraña y dos espacios. Alguien, quizá un hombre, en este mismo instante escribe las mismas palabras que avanzan en mi cuaderno de notas. Estas mismas palabras. Dejo de escribir; me tomé otra copa. Me siento un poco ebria; estoy contenta. Como si hubiera mucha luz en mi habitación. Paloma ladra hacia dos lunas invisibles. Me viene el impulso de escribir que a lo mejor el hombre se llama Guillermo y es una persona de barba, nariz recta, larga. Podría ser Guillermo Segovia, el escritor, quien al mismo tiempo vive a otro Guillermo Segovia. Guillermo Segovia en Guillermo Samperio, cada uno dentro del otro, un mismo cuerpo. Insisto en que se me ocurre pensar que escribe en su máquina exactamente lo que yo escribo, palabra sobre palabra, un solo discurso y dos espacios. Guillermo escribe un cuento demasiado pretencioso; el personaje central podría llamarse como yo. Escribo que escribe un relato donde yo habito. Ya es más de media noche y el escritor Guillermo Segovia se siente cansado. Detiene la escritura, se mesa la barba, se enrosca el bigote; se levanta, estira los brazos y, mientras los baja, sale del estudio. Sube hacia las habitaciones del primer piso. Se asoma a su recámara y ve que su esposa se encuentra dormida, con un libro abierto sobre el regazo. Se acerca a ella, la besa en una mejilla, retira el libro y lo pone sobre el buró; antes de salir, le deja una última mirada a la mujer. Cuando desciende las escaleras, aunque no atina a saber desde dónde, presiente que lo observan. Se detiene y voltea pensando que su hijo menor anda levantado, pero no hay nadie. “A lo mejor me sugestioné con el cuento”, piensa buscando una causa. Termina de bajar y la sensación de ser observado se le profundiza. Este cambio lo inquieta porque entiende que el paso siguiente es saber que no es visto, sino que habita una mirada. Que se encuentra formando parte de una manera de ver. Parado al pie de las escaleras, piensa: “Esa mirada podría pertenecerle a Ofelia”. Por mi lado, en lo que escribo con mi bonita Montblanc, siento que voy deshabitando la historia de Guillermo Segovia. Y él no puede disimular que mi texto podría llamarse algo así como Guillermo habitaba un cuento; ahora escribo que Segovia, poseído ya por el miedo, va hacia su estudio en tanto que yo voy habitando sólo un Coyoacán, mientras él habita paulatinamente dos, tres, varios Coyoacanes. Guillermo toma las quince cuartillas que ha escrito, un cuento a medio escribir, plagado de errores; agarra su encendedor, lo acciona y acerca la flama a la esquina de las hojas y comienzan a arder. Observa cómo se levanta el fuego desde su relato titulado prematuramente Ella habitaba un cuento. Echa el manuscrito semicarbonizado al pequeño bote de basura, creyendo que cuando termine de quemarse cesará la “sugestión”. Pero, ahora escucha los sonidos que se gestan en las profundidades de mi atento mirar, semejantes al rumor de la ciudad que sube a lo alto de la Torre Latinoamericana. Ve brotar el humo del basurero sin que disminuya su temor. Quiere ir con su esposa para que lo reconforte, pero intuye que de nada serviría. De pie en el centro del estudio, Guillermo no encuentra qué hacer. Sabe que habita su casa y otras casas, aunque no las registre. Camina hacia su escritorio, toma asiento ante su máquina de escribir, abre el segundo cajón. Dominado por la urgencia de que se frene su desintegración, sin saber precisamente qué o a quién matar, saca la vieja Colt 38 que heredó del abuelo. Se levanta, camina hacia la puerta; lleva en alto el arma. Mientras cruza la sala en la oscuridad, siente que está a punto de perder la conciencia, aun guardando la idea del momento en que vive. Finalmente, en ese estado turbio y angustiante, sube de nuevo al primer piso. La pieza del fondo se quedó encendida; hacia allá se dirige.

Al detenerse en el quicio de la puerta, no logra reconocer la habitación; sus ojos no pueden informarle de lo que ven aunque vean. Desde su dedo índice comienza a fluir la existencia fría del metal; identifica el gatillo y las cachas. Una luz pálida aparece en el fondo de su percepción, devolviéndole los elementos de su circunstancia. Distingue bultos, sombras de una realidad; mira su brazo extendido y levanta la vista. Frente a él, sentada en una simpática banquita, lo observa una mujer. Segovia baja el brazo con lentitud y deja caer la Colt, la cual produce un sonido sordo en la alfombra. La mujer se pone en pie e intenta sonreír desde sus labios delgados. Cuando Guillermo entiende que no se encuentra ante ningún peligro, su miedo disminuye, dejándole una huella entumecida en el cuerpo. Sin meditarlo, decide avanzar; con el movimiento de sus piernas, al fin, llega a la lucidez. Se detiene junto a mí; en silencio, aceptando nuestra fatalidad, me toma la mano y yo lo permito.

 

Filmer

H. G. Wells

 

En verdad, el dominio de la navegación aérea se debe al esfuerzo de miles de hombres: éste sugiere una idea y aquel otro realiza un experimento, hasta que, finalmente, sólo fue necesario un potente esfuerzo intelectual para concluir la empresa. Pero la inexorable injusticia del sentir popular ha decidido que de todos esos miles de hombres, sólo uno, y en este caso un hombre que nunca voló, fuera elegido como el inventor, del mismo modo que decidió honrar a Watt como descubridor del vapor y a Stephenson de la locomotora. Y, seguramente, de todos estos nombres reverenciados, ninguno lo ha sido de forma tan grotesca y trágica como el del pobre Filmer, la tímida e intelectual criatura que resolvió el problema que había sumido en la perplejidad y en el temor a tantas generaciones, el hombre que apretó el botón que ha modificado la paz y la guerra, y casi todas las condiciones de la felicidad y vida humanas. El repetido prodigio de la pequeñez del científico que se enfrenta a la grandeza de su ciencia jamás ha encontrado una ejemplificación tan asombrosa. Gran parte de los datos referentes a Filmer permanecen en una profunda oscuridad, y así han de quedar –los Filmer no atraen a los Boswell–, pero los hechos esenciales y la escena final son suficientemente claros, y existen cartas, notas y alusiones casuales que nos ayudan a ensamblar las diferentes piezas del rompecabezas final. Y esta es la historia que se obtiene, juntando una pieza con otra, sobre la vida y muerte de Filmer.

La primera huella auténtica de Filmer en las páginas de la historia es un documento en el cual solicita ser admitido como estudiante de física becado en los laboratorios del gobierno, en South Kensington, y con tal propósito se describe a sí mismo como hijo de un “zapatero de batalla” (“remendón” en lenguaje vulgar) de Dover, y elabora además una lista de las diferentes investigaciones que prueban su elevada capacidad para la química y las matemáticas. Con cierta falta de dignidad, pretende incrementar dichas dotes valiéndose de una declaración de pobreza y de las desventajas consecuentes a dicha situación y se refiere al laboratorio como la “meta” de sus ambiciones, una revelación involuntaria que refuerza su pretensión de consagrarse exclusivamente a las ciencias exactas. El documento está anotado de una manera que muestra que Filmer consiguió esta codiciada oportunidad, pero hasta hace muy poco no se habían encontrado rastros de sus éxitos en la institución del gobierno.

Ahora, sin embargo, ha quedado demostrado que a pesar de su celo declarado por la investigación, Filmer, antes de haber cumplido un año de beca, fue tentado por la posibilidad de un pequeño incremento en sus ingresos inmediatos, de manera que abandonó el laboratorio y se convirtió en uno de los calculadores de nueve peniques por hora empleados por un célebre profesor para ayudarle en la dirección de sus vastas investigaciones en el terreno de la física solar, investigaciones que todavía son motivo de asombro para los astrónomos. Después, durante siete años, a excepción de las listas de aprobados de la Universidad de Londres, en las cuales se le ve trepar lentamente hasta una doble licenciatura de primera clase en matemáticas y química, no hay evidencia de cómo pasaba Filmer su vida. Nadie sabe cómo o dónde vivió, aunque parece muy probable que se mantuviera dando clases mientras proseguía los estudios necesarios para su graduación. Y después, cosa realmente extraña, aparece mencionado en la correspondencia de Arthur Hicks, el poeta.

“¿Recuerdas a Filmer? –escribe Hicks a su amigo Vance–. Pues bien, no ha cambiado lo más mínimo; la misma forma hostil de hablar entre dientes y la misma barba repugnante –¿cómo puede ingeniárselas un hombre para dar siempre la impresión de que lleva tres días sin rasurarse?–, y todavía conserva esa especie de aire furtivo de estar ocupado en asuntos secretos cuando uno se lo encuentra; incluso su chaqueta y su cuello raído no muestran señales del paso de los años. Estaba escribiendo en la biblioteca y yo me senté a su lado en nombre de la caridad divina, tras lo cual me insultó deliberadamente mientras tapaba sus anotaciones. Al parecer, tiene en sus manos algún brillante descubrimiento y sospecha que yo –¡con un libro de poemas editado en Bodley!– pretendo robárselo. Ha cosechado notables honores en la Universidad –me los enumeró precipitadamente, con una especie de estúpido entusiasmo, como si temiera que yo pudiera interrumpirlo antes de haberme mencionado todos– y me habló largo y tendido sobre la obtención de su doctorado en ciencias, de la misma forma que uno podría hablar de subir a un coche. Y luego, con un insidioso tono comparativo, me preguntó por lo que yo estaba haciendo mientras su brazo se extendía nerviosamente –un verdadero brazo protector– sobre el papel que escondía la preciosa idea, su única idea prometedora.

“–Poesía –dijo–, poesía. ¿Y qué pretende enseñar con eso, Hicks?

“El pobre hombre es un embrión de catedrático de provincia, y yo doy gracias a Dios con devoción por haberme obsequiado con una preciosa indolencia, sin la cual podría haber seguido el camino hacia el doctorado en ciencias y la destrucción…”

Me atrevo a pensar que esta curiosa viñeta atrapa a Filmer en el momento o en momentos cercanos al nacimiento de su descubrimiento.

Hicks se equivocaba al pronosticar a Filmer una cátedra de provincia. La siguiente instantánea nos lo muestra disertando acerca de “la goma y sus sustitutos” en la Sociedad de Artes –había llegado a director de una importante fábrica de productos plásticos–, y ahora se sabe que en aquel tiempo era miembro de la Sociedad Aeronáutica, aunque no aportó nada en las discusiones de dicha corporación, pues prefería, sin duda, madurar su gran idea sin ayuda externa. Y a los dos años de aquella ponencia en la Sociedad de Artes se dedicó a sacar apresuradamente cierto número de patentes y a proclamar de forma muy poco seria la conclusión de las investigaciones divergentes que harían posible su máquina voladora. La primera declaración definitiva apareció en un mediocre vespertino, a través de la agencia de un individuo que se alojaba en la misma casa que Filmer. Esta precipitación final, después de una larga y laboriosa paciencia para mantener el secreto, parece haber sido debida a un pánico innecesario, pues Bootle, el célebre charlatán científico estadunidense, había hecho una declaración que Filmer interpretó erróneamente como una anticipación de su idea.

Ahora bien, ¿en qué consistía exactamente la idea de Filmer? En realidad era una idea muy simple. Antes de él, las búsquedas de los aeronáuticos habían seguido dos líneas divergentes: por una parte se habían construido globos –grandes aparatos más ligeros que el aire, de fácil ascenso y de descenso relativamente seguro, pero que flotaban impotentemente a merced de cualquier brisa que los impulsara–; y, por otra, se habían desarrollado máquinas voladoras que sólo volaban en teoría –vastas estructuras planas más pesadas que el aire, impulsadas y mantenidas por pesados motores, y la mayoría de ellas se hacían pedazos al primer descenso–. Pero, dejando a un lado el hecho de que el inevitable desplome final las hacía imposibles, el peso de las máquinas voladoras ofrecía al menos una teórica ventaja: podrían navegar por el aire en sentido contrario al viento, una condición necesaria si la navegación aérea había de tener algún valor práctico. El mérito particular de Filmer consistió en descubrir la manera de que las ventajas opuestas, y hasta entonces incompatibles, del globo y la pesada máquina voladora pudieran ser combinadas en un único aparato, que sería, a voluntad, más pesado o más ligero que el aire. Las vejigas contráctiles de los peces y las cavidades neumáticas de los pájaros le brindaron los primeros ejemplos. Inventó un sistema de globos contráctiles y absolutamente cerrados que, al dilatarse, podrían elevar los actuales aparatos voladores con facilidad, y, al contraerse por medio de una complicada “musculatura” que Filmer había entretejido a su alrededor, quedarían casi completamente replegados en el interior del armazón; la estructura que sostenía estos globos fue construida con tubos huecos y rígidos que expulsaban el aire automáticamente por medio de un ingenioso dispositivo a medida que el aparato descendía, y que permanecían vacíos tanto tiempo como deseara el aeronauta. A diferencia de los aeroplanos precedentes, esta máquina no tenía alas o hélices, y el único motor que requería era el potente y compacto dispositivo, imprescindible para contraer los globos. Se dio cuenta de que un aparato como el que había inventado podría elevarse con la estructura vacía de aire y los globos dilatados a una altura considerable; y luego, podría contraer los globos y dejar que el aire penetrara en la estructura de tubos, de modo que al ajustar sus pesos se deslizara por el aire en la dirección deseada. A medida que descendiera, el aparato acumularía velocidad y, al mismo tiempo, perdería peso, y el impulso acumulado por el rápido descenso podría ser utilizado por medio de un desplazamiento de pesos para remontarse de nuevo gracias a la expansión de los globos. Esta concepción, que permanecía todavía dentro de los límites de la concepción básica de toda máquina voladora factible, necesitaba, sin embargo, un enorme despliegue de trabajos para coordinar los detalles, antes de que pudiera ser realizada definitivamente, y Filmer –como solía decir a los numerosos reporteros que se apiñaban a su alrededor en el apogeo de su fama– había llevado a cabo estos trabajos “generosa e incondicionalmente”. Encontró una dificultad especial en el tejido elástico del globo contráctil. Comprendió que necesitaba un nuevo material, y para el descubrimiento y manufactura de este nuevo material, tuvo que realizar –como jamás dejó de recalcar a los reporteros– “un trabajo mucho más arduo que el que realicé para llegar a la conclusión definitiva de lo que parece ser mi mayor descubrimiento”.

Pero no vaya a creerse que estas entrevistas sucedieron inmediatamente después de que Filmer proclamara su invento. Transcurrieron cerca de cinco años, durante los cuales continuó tímidamente en la fábrica de goma –parece haber dependido por completo de estos pequeños ingresos desde que inició su investigación–, haciendo infructuosos intentos para convencer a un público bastante indiferente de que él había inventado realmente lo que había inventado. Dedicó la mayor parte de su tiempo libre a redactar cartas para la prensa diaria y científica, explicando con precisión el incuestionable resultado de sus investigaciones y demandando ayuda financiera. Esto último habría sido suficiente para suprimir sus cartas. Invirtió los días festivos de los que podía disponer en insatisfactorias entrevistas con los porteros de los principales periódicos de Londres –estaba muy poco dotado para inspirar confianza a los conserjes–, y se sabe con absoluta seguridad que intentó convencer al Ministerio de la Guerra para que patrocinara su invento. En dicho Ministerio se conserva todavía una carta confidencial del general Volleyfire al conde de Frogs.

“El tipo en cuestión es un chiflado, y una molestia de la más baja categoría”, dice el general con su típico estilo militar, populachero y sensato, y de este modo dio a los japoneses la oportunidad de asegurarse –tal y como hicieron posteriormente– la primacía en este aspecto de la guerra, primacía que, para mayor desventura nuestra, conservan todavía.

Y entonces, gracias a un golpe de suerte, se descubrió que la membrana que había ideado Filmer para su globo contráctil era de gran utilidad para las válvulas de un nuevo motor de gasolina y consiguió los fondos necesarios para construir un modelo experimental de su máquina voladora. Renunció a su empleo en la fábrica de goma, dejó de escribir cartas, y, con esa especie de misterio que parece haber sido una característica inseparable de todos sus procedimientos, se puso a trabajar en el aparato. Todo parece indicar que dirigió la fabricación de sus diferentes elementos y que reunió la mayor parte de los mismos en su habitación de Shoreditch, pero el montaje final se llevó a cabo en Dymchurch, en el condado de Kent. No construyó el aparato con las dimensiones necesarias para transportar a un hombre, pero hizo un uso de lo más ingenioso de lo que en aquel entonces se llamaban ondas Marconi para controlar el vuelo. La primera incursión aérea de esta nueva máquina voladora se efectuó sobre unos campos de los alrededores de Burford Bridge, cerca de Hythe, en Kent, y Filmer siguió y controló el vuelo desde un triciclo de motor diseñado para tal efecto.

Considerando todas las circunstancias, el vuelo tuvo un éxito asombroso. El aparato fue transportado en una carreta de Dymchurch a Burford Bridge, donde se elevó a una altura cercana a los trescientos pies; desde allí descendió hasta las proximidades de Dymchurch, detuvo su descenso, se remontó de nuevo, describió un círculo y, finalmente, cayó sin daños considerables en un campo situado detrás de la posada de Burford Bridge. En el descenso sucedió algo muy curioso. Filmer abandonó su triciclo, trepó por el dique intermedio, avanzó unos veinte metros hacia su triunfo, extendió los brazos con gesticulaciones extrañas y se desplomó sin conocimiento. Más tarde, todos pudieron recordar la palidez de sus facciones y las muestras de extrema agitación que habían observado durante el desarrollo de la prueba, cosa que, de no haber ocurrido el incidente, habrían olvidado. Después, en la posada, Filmer tuvo un arrebato indescriptible de llanto histérico.

En total no hubo más de veinte testigos del suceso, y la mayor parte eran hombres sin educación. El médico de New Romney vio el ascenso, pero no el descenso, pues su caballo se asustó con el aparato eléctrico del triciclo de Filmer y le ocasionó una terrible caída. Dos miembros de la policía de Kent contemplaron de forma extraoficial la aventura desde una carreta. Un tendero que estaba visitando la región en busca de pedidos y dos señoritas en bicicleta parecen completar la lista de personas instruidas. También se encontraban presentes dos informadores; uno representaba a un diario de Folkestone, y el otro no era más que un reportero de cuarta categoría, un periodista de “simposio”, cuyos gastos, Filmer, ansioso de una publicidad adecuada –y ahora por fin se daba cuenta de cuál era la forma más adecuada de conseguir esa publicidad–, había pagado. Era uno de esos escritores que pueden darle un tono convincente de irrealidad a los sucesos más verosímiles, y su semicómico relato del acontecimiento apareció en el suplemento de un diario popular. Pero, por fortuna para Filmer, los métodos coloquiales de este individuo eran más convincentes. Fue a ofrecer alguna aburrida crónica adicional sobre el tema a Banghurst, propietario del New Paper y uno de los hombres mejor dotados y menos escrupulosos del periodismo londinense; y Banghurst se aprovechó inmediatamente de la situación. El reportero desaparece de la narración, sin duda muy dudosamente remunerado, y Banghurst, el propio Banghurst –papada, traje de sarga gris, abdomen, voz, gestos y demás–, aparece en Dymchurch siguiendo los consejos de su larga e inigualable nariz periodística. Con una sola mirada había adivinado todo el asunto, lo que era en ese momento y lo que podría llegar a ser.

El caso es que con su intervención, las investigaciones de Filmer, mantenidas en secreto tanto tiempo, alcanzaron la fama. Instantáneamente y de la forma más espléndida se convirtió en un boom. Cuando uno revuelve los archivos de los periódicos del año 1907, comprueba con incredulidad lo repentino y delirante que debió de ser el boom en aquellos días. Los periódicos de julio no saben nada sobre navegación aérea, ni ven nada en la navegación aérea, manifestando con tan elocuente silencio que los hombres jamás querrían, podrían o deberían volar. En agosto, la navegación aérea y los paracaídas, y las tácticas aéreas y el gobierno japonés, y Filmer y de nuevo la navegación aérea, sustituyen a la guerra de Yunnan y las minas de oro de la alta Groenlandia en las primeras páginas. Y Banghurst había dado diez mil libras esterlinas, y, un poco más tarde, cinco mil libras más, y había consagrado sus ilustres y espléndidos –aunque estériles hasta entonces– laboratorios privados y una cantidad de acres de los terrenos cercanos a su residencia privada en las colinas de Surrey a la conclusión enérgica y fulminante –estilo Banghurst– de una máquina voladora practicable del tamaño apropiado. Entretanto, a la vista de las multitudes privilegiadas que se agolpaban en el jardín amurallado de la residencia urbana de Banghurst en Fulham, Filmer era exhibido en recepciones semanales al aire libre, en las que ponía a prueba las cualidades de su modelo. Con un costo inicial enorme, pero con beneficio final, el New Paper ofreció a sus lectores un precioso documento fotográfico de la primera de estas funciones.

En este punto, la correspondencia entre Arthur Hicks y su amigo Vance, viene de nuevo en nuestra ayuda.

“Vi a Filmer en el esplendor de su gloria –escribe con el preciso toque de envidia acorde con su situación de poeta pasado de moda–. El tipo aparece peinado y afeitado, y vestido a la moda de una Real Institución de Conferenciantes de Sobremesa, con el último grito en levitas y botines de charol, y, en general, su comportamiento oscila entre el de un grave y solitario hombre de ciencia y el de un asustado y tímido patán cruelmente expuesto al ridículo. No hay el más leve toque de color en la piel de su rostro; su cabeza sobresale hacia delante y esos extraños y pequeños ojos de color ámbar espían furtivamente a su alrededor para preservar su fama. Sus ropas están perfectamente cortadas y, sin embargo, le quedan como si las hubiera comprado de confección. Todavía habla mascullando entre dientes, pero se percibe confusamente que dice cosas en tono agresivo, y retrocede instintivamente hasta las últimas filas de los grupos en cuanto Banghurst desaparece durante un minuto, y cuando pasea por los prados de Banghurst se observa que está un tanto sofocado y que se mueve nerviosamente, apretando sus blancas y débiles manos. Se encuentra en un estado de tensión, de horrible tensión. Y es el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo… ¡El más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo! Lo que más choca de él es que no da la impresión de haberse esperado jamás, y en ningún caso, nada parecido a esto. Banghurst está en todas partes, el enérgico maestro de ceremonias con su pequeña gran presa, y yo juraría que nos tendrá a todos en sus tierras antes de que Filmer finalice su ingenio. Ayer había cazado al primer ministro, y Filmer –¡bendita sea su alma!– no parecía especialmente inflado, para ser una ocasión tan importante. ¡Imagínatelo! ¡Filmer! ¡Nuestro oscuro y plebeyo Filmer! ¡La Gloria de la Ciencia Británica! Las duquesas se apiñan a su alrededor; las hermosas y atrevidas damas de la nobleza –por cierto, ¿has notado lo perspicaces que se han vuelto las grandes damas?– le dicen con sus hermosas y claras voces:

“–Oh, Mr. Filmer, ¿cómo ha sido capaz de inventar esto?

“Los hombres vulgares, que viven al margen de las cosas, están demasiado aislados para responder ingeniosamente. Uno se imagina una respuesta al modo de una interview:

“–Trabajando duramente y sin descanso, Madame, y, tal vez… no lo sé… tal vez, gracias a cierta capacidad personal”.

Hasta aquí el testimonio de Hicks. El suplemento fotográfico del New Paper está en perfecta armonía con la descripción. En una de las imágenes, la máquina desciende hacia el río y, debajo de ella, a través de un claro entre los olmos, aparece el campanario de la iglesia de Fulham; en otra, Filmer está sentado ante sus baterías de control, y los hombres poderosos y las mujeres hermosas de la tierra permanecen de pie a su alrededor, con Banghurst al fondo, que muestra un aire modesto pero decidido. La instantánea del grupo es extraordinariamente oportuna. Tapando gran parte de Banghurst, y mirando hacia Filmer con expresión triste y especulativa, aparece Lady Mary Elkinghorn, todavía hermosa, a pesar de su aire de escándalo y de sus treinta y ocho años, y, además, la única persona que no parece estar pendiente de la cámara que está a punto de retratarlos.

Hasta aquí hemos dado muchos detalles superficiales de la historia de Filmer, pero, al fin y al cabo, son sólo detalles superficiales. En cuanto a lo que interesa realmente del caso, uno se encuentra sumido necesariamente en la oscuridad. ¿Cómo se sentía Filmer en aquella época? ¿Cuál era la intensidad de cierto sentimiento desagradable que se alojaba en el interior de su nueva y elegante levita? Aparecía en los periódicos de medio penique, en los de penique, en los de seis peniques y publicaciones similares algo más caras, y era reconocido en el mundo entero como “el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo”. Había inventado una máquina voladora factible y, día tras día, la construcción de un modelo de dimensiones apropiadas se llevaba a cabo en las colinas de Surrey. Y cuando estuviera terminado, se esperaba, como consecuencia clara e inevitable de haberlo inventado y realizado –y desde luego, a todo el mundo le parecía indudable y no había el menor resquicio para la duda en este vaticinio universal–, que el propio Filmer se subiría a bordo con orgullo y entusiasmo, se remontaría con ella por los aires y volaría.

Pero ahora sabemos con absoluta certeza que el simple orgullo y el entusiasmo para afrontar una acción de semejante naturaleza, no estaban en armonía con la constitución particular de Filmer. En aquel entonces no se le ocurrió a nadie, pero lo cierto es que así era.

Ahora podemos suponer con entera confianza que la idea de volar debió originar en su espíritu una constante zozobra durante el día, y, por una carta que envió a su médico quejándose de un insomnio persistente, tenemos una sólida razón para suponer que la zozobra dominó también sus noches. Al fin y al cabo, la idea de revolotear en el vacío a mil pies de altura, tenía que parecerle a Filmer abominablemente angustiosa, incómoda y peligrosa.

Ya desde el principio, por la época en que fue proclamado el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo, debió haberlo atormentado la visión de acometer una empresa semejante, y con un vacío inmenso bajo sus pies. Es posible que alguna vez, en su juventud, hubiera sentido vértigo desde una gran altura, o sufrido una caída excesivamente desafortunada; o, quizá, el hábito de dormir en una mala postura hubiera desembocado en la desagradable pesadilla de la caída en el vacío, que todo el mundo conoce, infundiéndole ese horror. De lo que no cabe la menor sombra de duda ahora es de la intensidad de ese horror.

Aparentemente, en los primeros tiempos de su investigación jamás se había planteado la obligación de volar; la máquina había sido su meta, pero ahora las cosas habían sobrepasado los límites de su meta y, particularmente, aquella vertiginosa ascensión por los aires. Era un inventor y había inventado. Pero no era un aeronauta y sólo ahora empezaba a darse cuenta con claridad de que todo el mundo esperaba que volara. Y sin embargo, por más que la idea ocupara constantemente su imaginación, no dio ninguna muestra de ello hasta el último momento. Entretanto, iba de un lado a otro en los espléndidos laboratorios de Banghurst; era entrevistado y celebrado, vestía a la moda, comía suculentos manjares y vivía en un piso elegante, pegándose un atracón de tan espléndida, inmoderada y saludable fama y éxito, como jamás un hombre, muerto de hambre durante tantos años como él había estado, habría soñado pegarse.

Las reuniones semanales de Fulham cesaron al cabo de un tiempo. Cierto día, el modelo se había negado por unos momentos a obedecer los controles de Filmer, o tal vez éste se distrajera a causa de las bendiciones de un arzobispo. El caso es que, de repente, en el preciso instante en que el arzobispo se embarcaba en una cita latina, como si fuera un arzobispo de novela, el aparato hundió el morro en el aire y fue a caer en la carretera de Fulham, a tres yardas del caballo de un ómnibus. Durante cosa de un segundo se mantuvo en suspenso, asombrando a los presentes con su asombroso comportamiento. Luego se desplomó, estalló en pedazos, y el caballo del ómnibus fue asesinado accidentalmente.

Filmer se perdió el final de la bendición arzobispal. Se levantó y se quedó mirando cómo su invento caía fuera del alcance de su mirada. Sus largas y pálidas manos permanecían aferradas a su inútil aparato. El arzobispo siguió el recorrido de la mirada de Filmer por el cielo con una aprensión impropia de un arzobispo.

Después, el estallido, los pitos y el escándalo, mitigaron la tensión de Filmer.

–¡Dios mío! –susurró, y se sentó.

Casi todos los demás miraban sorprendidos hacia el cielo para ver por dónde había desaparecido la máquina; algunos corrían hacia la casa.

La construcción de la máquina grande se aceleró después de este accidente. Filmer dirigía la construcción, siempre con cierta lentitud y ademanes muy cuidados, siempre con una preocupación creciente en su espíritu. Las precauciones que tomó respecto a la resistencia y seguridad del modelo fueron prodigiosas. A la menor señal de duda detenía todos los trabajos hasta que la pieza fuera reemplazada. Wilkinson, su ayudante principal, echaba pestes cada vez que se producían estas interrupciones, la mayor parte de las cuales, insistía, eran innecesarias. Banghurst ensalzaba la paciente exactitud de Filmer en el New Paper –aunque lo injuriaba implacablemente cuando estaba con su mujer– y MacAndrew, el segundo ayudante, acreditaba la sabiduría de Filmer.

–No queremos que se produzca un fiasco –decía–. Filmer es extremadamente prudente.

Y siempre que se presentaba una oportunidad, Filmer explicaba con total precisión a Wilkinson y a MacAndrew cómo tenía que ser controlado y manejado cada componente de la máquina voladora, de manera que estuvieran realmente tan capacitados, o más, para conducirla a través de los cielos cuando llegara el momento.

Ahora pienso que si Filmer, ante esta comedia, hubiera sido capaz de determinar exactamente cuáles eran sus sentimientos y adoptar una línea de conducta definida respecto al tema de su ascensión, podría haber eludido esa penosa prueba con facilidad. Si hubiera tenido esto claro, podría haber hecho un sinfín de cosas. Seguramente habría encontrado sin dificultad un especialista que certificara que tenía el corazón débil, o alguna afección gástrica o pulmonar, para impedir el vuelo –y esta es precisamente la actitud que no adoptó, lo cual no deja de asombrarme–; o podría, si hubiera sido un hombre de más carácter, haber declarado simple y llanamente que no tenía intención de hacer tal cosa. Aunque el terror estaba constantemente presente en su espíritu, el hecho es que no se planteaba con claridad y precisión el problema. Supongo que durante todo aquel periodo no dejó de decirse que, cuando llegara el momento, se encontraría a la altura de las circunstancias. Era como un hombre paralizado por una grave enfermedad, que dice estar un poco indispuesto, pero que espera sentirse mejor al cabo de un rato. Entretanto, retrasaba la terminación de la máquina y dejaba que arraigara y creciera a su alrededor la presunción de que él iba a tripularla. Incluso aceptó elogios anticipados por su valor. Y, dejando a un lado sus aprensiones secretas, no cabe duda de que todas las alabanzas, distinciones y aclamaciones que recibió le parecieron una droga deliciosa y embriagadora.

Lady Mary Elkinghorn consiguió que las cosas se le complicaran un poco más.

El origen de aquello fue tema de inagotables especulaciones para Hicks. Es probable que al principio ella se mostrara un tanto “amable” con Filmer, haciendo gala de esa imparcial parcialidad tan suya, y es posible que a sus ojos –y debido al hecho de que se destacara tan notoriamente mientras dirigía su monstruo hacia los cielos– Filmer hubiera adquirido una distinción que Hicks no estaba dispuesto a concederle. Sea como sea, debieron de disponer ambos de un momento de aislamiento, y el gran Inventor de un momento de valor suficiente para que algo de índole un poco más personal fuera revelado o declarado entre dientes. De cualquier modo, es indudable que empezó, y no tardó en ser observado por una clase de gente acostumbrada a encontrar en los actos de Lady Mary Elkinghorn un motivo de diversión. Esto complicó las cosas, porque, el estado amoroso en un espíritu tan virginal como el de Filmer, tenía que reforzar su determinación –si no lo suficiente, al menos en grado considerable– de afrontar un peligro que le horrorizaba, y le impediría además cualquier tentativa de evasión que, en realidad, habría sido lo lógico y natural.

Sigue siendo tema de especulación saber cuáles eran exactamente los sentimientos de Lady Mary hacia Filmer y lo que realmente pensaba de él. A los treinta y ocho años, uno puede haber acumulado bastante sabiduría, y no ser todavía sabio del todo; y, además, la imaginación funciona aún con actividad suficiente para crear espejismos y aspirar a lo imposible. Filmer aparecía ante sus ojos como un personaje de capital importancia –y eso siempre cuenta– y, al parecer, estaba dotado de poderes únicos, al menos en el aire. Su actuación con el modelo tenía un aire de fascinación que lo equiparaba con un potente conjuro, y las mujeres han mostrado siempre una insensata disposición a imaginar que cuando un hombre tiene poderes, ha de tener necesariamente poder. De este modo, cualquier imperfección en la apariencia o los modales de Filmer, se convertía en un mérito añadido. Era modesto, odiaba la ostentación, pero cuando llegara el momento en que se necesitaran verdaderas cualidades, entonces… ¡entonces se vería!

La difunta Mrs. Bampton creyó prudente comunicar a Lady Mary su opinión de que Filmer, considerando todas las cosas, era más bien un “gusano”.

–Ciertamente, es un tipo de hombre que no había conocido hasta ahora –dijo Lady Mary con imperturbable serenidad.

Y Mrs. Bampton, después de lanzar una rápida e imperceptible mirada hacia aquella serenidad, decidió que por lo que se refería a comunicarle sus prevenciones a Lady Mary, había hecho cuanto se podía esperar de ella. Pero a los demás les dijo un montón de cosas.

Y por fin, sin excesiva o impropia precipitación, amaneció el día, el gran día, en el que Banghurst había prometido a su público –el mundo entero en realidad– que la navegación aérea sería definitivamente dominada y superada. Filmer lo vio amanecer; acechó incluso en la oscuridad antes de que amaneciera y vio cómo se apagaban las estrellas y cómo los grises y nacarados tonos rosáceos daban paso al claro azul celeste de un día radiante y despejado. Lo contempló desde la ventana de su dormitorio situado en el ala recién construida de la residencia estilo Tudor de Banghurst. Y a medida que las estrellas se desvanecían y las formas y sustancias de las cosas surgían de la amorfa oscuridad, debió de ver con creciente claridad los preparativos de la fiesta en el parque, más allá de los grupos de hayas cercanos al pabellón verde, las tres tribunas levantadas para los espectadores privilegiados, la nueva y reluciente valla del recinto, los cobertizos y los talleres, los mástiles venecianos y los ondeantes pabellones que Banghurst había considerado indispensables… Y en medio de todas aquellas cosas se destacaba, lánguida y funesta en la plácida aurora, una gran forma cubierta con una lona. Un extraño y terrible presagio para la humanidad se ocultaba bajo aquella forma, un destello inicial que había de propagarse y ensancharse y transformar y dominar con seguridad todos los acontecimientos de la vida humana; pero es indudable que Filmer sólo lo veía en aquellos momentos bajo una perspectiva estrecha y personal. Muchas personas lo oyeron pasearse a altas horas de la noche, pues la vasta mansión estaba atestada de huéspedes, invitados por su propietario editor que, ante todo, creía en el aprovechamiento del espacio. Y hacia las cinco de la mañana, si no antes, Filmer abandonó su habitación y se alejó de la dormida mansión y deambuló por el parque, donde, a esa hora, no había nada más que la luz del sol, los pájaros, las ardillas y los gamos. MacAndrew, que era también un hombre madrugador, se encontró con él cerca de la máquina y se fueron juntos a echar un vistazo.

No se sabe si Filmer desayunó algo, a pesar de las recomendaciones de Banghurst. Parece ser que tan pronto como los invitados empezaron a deambular en número creciente, Filmer se retiró a su habitación. De allí se fue, a eso de las diez, hacia los setos, probablemente porque había visto a Lady Mary Elkinghorn. Se paseaba de acá para allá conversando alegremente con su vieja amiga de colegio, Mrs. Brewis-Craven y, aunque Filmer no había visto nunca a ésta última, se unió a ellas y paseó a su lado durante un rato. A pesar de la elocuencia de Lady Mary, se produjeron varios momentos de silencio. La situación era complicada y Mrs. Brewis-Craven no acertaba a vencer esa complicación.

–Me dio la impresión –dijo después, incurriendo en una flagrante contradicción– de que era un ser muy desgraciado, que tenía algo que decir y, sobre todo, necesitaba que le ayudaran a decirlo. Pero ¿cómo iba una a ayudarle si no se podía adivinar de qué se trataba?

A las once y media, los recintos reservados para el público en el parque exterior estaban atestados; había una corriente intermitente de carruajes a lo largo de la franja que rodeaba el parque, y los invitados de la casa estaban diseminados por el césped, los setos y las esquinas del parque interior, en una sucesión de grupos vistosamente ataviados, atentos todos a la máquina voladora. Filmer paseaba en un grupo de tres, con Banghurst, que hacía gala de una suprema y visible felicidad, y Sir Theodore Hickle, presidente de la Sociedad Aeronáutica. Mrs. Banghurst los seguía a poca distancia, en compañía de Lady Mary Elkinghorn, Georgina Hickle y el deán de Stays. Banghurst monopolizaba la conversación y Hickle rellenaba inmediatamente los pocos intersticios que dejaba con observaciones complementarias dirigidas a Filmer. Y Filmer caminaba entre ellos sin decir una palabra, excepto cuando se hacía inevitable una respuesta. Detrás, Mrs. Banghurst gozaba de la conversación admirablemente tramada y proporcionada del deán, con esa palpitante atención hacia el alto clero que diez años de promoción y supremacía social no habían podido borrar de su espíritu; y Lady Mary contemplaba, sin duda con una entera confianza en el hombre que había de desilusionar al mundo, los hombros caídos de esa clase de hombre que no había conocido hasta entonces.

Cuando el grupo principal llegó a la vista del público, se produjeron algunos aplausos, tal vez no demasiado unánimes ni estimulantes. Se habían acercado a unos cincuenta metros del aparato, cuando Filmer lanzó una impaciente mirada por encima del hombro para medir la distancia que lo separaba de las mujeres que venían detrás, y se atrevió entonces a hacer el primer comentario que pronunciaban sus labios desde que salieron de la mansión. Su voz era un poco ronca, y cortó a Banghurst en medio de una sentencia sobre el Progreso.

–Oiga, Banghurst –dijo, y se calló.

–¿Sí? –dijo Banghurst.

–Quisiera… –se humedeció los labios–. No me siento bien.

Banghurst se paró en seco.

–¿Qué? –gritó.

–Una sensación extraña –Filmer hizo ademán de moverse, pero Banghurst seguía inmóvil–. No sé.

Tal vez me encuentre mejor dentro de un minuto. Si no… quizá… MacAndrew…

–¿No se encuentra bien? –dijo Banghurst, y clavó su mirada en el pálido rostro de Filmer–. ¡Querida! –añadió en el preciso instante en que Mrs. Banghurst se acercaba a ellos–. Filmer dice que no se siente bien.

–Un pequeño malestar –exclamó Filmer, eludiendo la mirada de Lady Mary–. Puede que se me pase…

Se produjo un silencio.

Filmer pensó que era la persona más desamparada del mundo.

–En cualquier caso –dijo Banghurst–, la ascensión debe ser efectuada. Tal vez, si se sentara en algún sitio durante un rato…

–Es por la muchedumbre, creo –dijo Filmer.

Se produjo una segunda pausa. Los ojos de Banghurst se posaron en Filmer, escrutándolo, y después recorrieron la masa de público del recinto.

–Qué inoportuno –dijo Sir Theodore Hickle–; pero todavía… supongo… sus ayudantes… Desde luego, si no se encuentra en condiciones y está indispuesto…

–No creo que Mr. Filmer permita eso ni por un instante –dijo Lady Mary.

–Pero si a Mr. Filmer le fallan los nervios… Incluso puede ser peligroso para él intentarlo… –dijo Hickle, y tosió.

–Precisamente porque es peligroso… –comenzó Lady Mary, y creyó que había expresado con suficiente claridad su punto de vista y el de Filmer.

Filmer se debatía entre motivos contradictorios.

–Creo que debo subir –dijo, mirando al suelo.

Levantó la vista y se encontró con los ojos de Lady Mary.

–Quiero subir –dijo, y le sonrió débilmente.

Después se volvió hacia Banghurst.

–Si pudiera sentarme durante un rato en algún sitio apartado de la muchedumbre y el sol…

Por fin, Banghurst empezó a comprender el caso.

–Venga a mi habitación del pabellón verde –dijo–. Allí hace bastante fresco.

Cogió a Filmer del brazo.

Filmer se volvió de nuevo hacia Lady Mary Elkinghorn.

–Me pondré bien en cinco minutos –dijo–. Estoy tremendamente apenado…

Lady Mary Elkinghorn le sonrió.

–No podía imaginar… –le dijo a Hickle, y cedió a la fuerza del tirón de Banghurst.

El resto del mundo se quedó mirando a los dos que se alejaban.

–Es tan frágil –dijo Lady Mary.

–Es un hombre extremadamente nervioso –dijo el deán, cuya debilidad consistía en considerar “neurótico” a todo el mundo, a excepción de los clérigos casados y con familia numerosa.

–Desde luego –dijo Hickle–, no es absolutamente necesario que vuele por el mero hecho de haber inventado…

–¿Podría ser de otra manera? –preguntó Lady Mary, con una débil mueca de desprecio.

–Ciertamente, sería de lo más desafortunado que cayera enfermo ahora –dijo Mrs. Banghurst con severidad.

–No se pondrá enfermo –dijo Lady Mary, que había recibido la mirada de Filmer.

–Se recuperará –decía Banghurst mientras caminaban hacia el pabellón–. Todo lo que necesita es un trago de brandy. Tiene que ser usted, ¿comprende? Y será usted… Lo pasará muy mal si permite que otro hombre…

–¡Oh! Quiero hacerlo yo –dijo Filmer–. Me recuperaré. De hecho, estoy casi dispuesto ahora… ¡No! Creo que primero tendré que tomar ese trago de brandy.

Banghurst le instaló en la habitación y destapó una licorera vacía. Después salió en busca de brandy de repuesto. Estuvo fuera cerca de cinco minutos.

La historia de esos cinco minutos no puede ser escrita. Los espectadores situados en el ala oriental de las tribunas levantadas para el público pudieron ver a intervalos la cara de Filmer pegada contra los cristales de la ventana, mirando hacia el exterior con ojos desorbitados y, después, alejarse y desvanecerse. Banghurst desapareció gritando por detrás de la tribuna principal, e inmediatamente apareció el mayordomo, que se dirigía hacia el pabellón con una bandeja.

La habitación en donde Filmer tomó su última decisión era una pieza confortable, amueblada de forma muy simple, con muebles de color verde y un escritorio antiguo, pues Banghurst era sencillo en sus costumbres privadas. Estaba decorada con pequeños grabados de estilo Morland, y había también un estante con libros. Pero sucedió que Banghurst había dejado un rifle pequeño, con el que a veces se entretenía, encima de la mesa, y en una esquina de la chimenea había una lata que contenía tres o cuatro cartuchos. Mientras Filmer se paseaba de un lado a otro de la habitación luchando con su intolerable dilema, se dirigió en primer lugar hacia el insinuante rifle que se hallaba atravesado sobre el cartapacio que había encima de la mesa, y después hacia la insinuante etiqueta roja:

.22 LARGO

La idea debió de penetrar en su cerebro en un instante.

Al parecer, nadie relacionó el sonido con él, aunque el rifle, al ser disparado en un espacio tan reducido, tuvo que haber resonado estrepitosamente, y eso que había varias personas reunidas en la sala de billar, que estaba separada sólo por un delgado tabique de yeso de la habitación donde se encontraba Filmer. Pero en cuanto el mayordomo de Banghurst abrió la puerta y percibió el acre olor a humo, comprendió, dijo, lo que había sucedido. Al menos los sirvientes de la mansión de Banghurst habían presentido que sucedía algo en el espíritu de Filmer.

Durante toda aquella penosa tarde, Banghurst se comportó tal y como creía que un hombre había de comportarse al enfrentarse con un desastre irremediable, y la mayoría de los invitados hicieron bien en no insistir sobre el hecho –aunque les resultaba imposible disimular ciertas perspicacias– de que Banghurst había sido timado por el suicida de la forma más elaborada y completa. El público que llenaba el recinto, según me contó Hicks, se dispersó “como una fiesta que ha sido echada a perder por un latoso”, y, al parecer, no había un alma en el tren de regreso a Londres que no supiera desde el principio que la navegación aérea era una aventura imposible para el hombre.

–Pero, después de haber llegado tan lejos –decían algunos–, podía haberlo intentado.

Por la noche, cuando se quedó relativamente solo, Banghurst perdió la serenidad y se desmoronó como un ídolo de barro. Me dijeron que lloró, lo cual debió de ser un espectáculo impresionante. Y se sabe con absoluta seguridad que dijo que Filmer había arruinado su vida, y que ofreció y vendió el aparato completo a MacAndrew por media corona.

–He estado pensando que… –dijo MacAndrew a la conclusión del negocio, pero se calló.

A la mañana siguiente el nombre de Filmer era por primera vez menos visible en el New Paper que en cualquier otro diario del mundo. El resto de los informadores del globo terráqueo, con un énfasis que variaba de acuerdo con su dignidad y grado de competencia con el New Paper, proclamaban el “completo fracaso de la Nueva Máquina Voladora” y el “suicidio del Impostor”. Pero en la región septentrional de Surrey la acogida de las noticias era mitigada por la percepción de fenómenos aéreos insólitos.

La noche anterior Wilkinson y MacAndrew se habían enzarzado en una violenta discusión sobre los motivos exactos de la insensata decisión de su jefe.

–Es cierto que era muy poca cosa, un cobarde, pero en lo que se refiere a su ciencia, no era un impostor –dijo MacAndrew–, y yo estoy dispuesto a hacer una demostración práctica de esta verdad, Mr. Wilkinson, tan pronto como podamos disfrutar de algo de tranquilidad, pues no tengo ninguna fe en todo este despliegue publicitario para las pruebas experimentales.

Y con este objetivo, mientras el mundo entero se dedicaba a leer las noticias referentes al fracaso de la nueva máquina voladora, MacAndrew se elevó hacia los cielos y describió curvas de gran amplitud y mérito sobre los campos de Epsom y Wimbledon; y Banghurst, que había recuperado una vez más la esperanza y la energía, sin prestar atención a la seguridad pública ni al Ministerio de Comercio, seguía de cerca sus evoluciones e intentaba atraer la atención del aeronauta desde un automóvil, y en pijama –pues había contemplado la escena de la ascensión en el momento en que levantaba la persiana de la ventana de su dormitorio–, equipado, entre otras cosas, con una máquina fotográfica que más tarde se comprobó que estaba estropeada.

Y Filmer yacía sobre la mesa de billar del pabellón verde con una sábana sobre su cuerpo.