José Jiménez Lozano
Cuando yo fui monaguillo,
anduve un día por la estepa rusa; aunque yo la estepa rusa sólo la he visto en
una lámina de la enciclopedia de la escuela y en un libro muy grande de
estampas que había allí, y, otra vez, en un cine que pusieron: una gran extensión
de tierra, blanca y dura por la helada, y como con cristalillos incrustados; o
como una sábana inmensa, cuando estaba nevada, que no se acababa nunca, y no se
veían nada más que de vez en cuando unos árboles y un pueblo, o una iglesia con
las torres redondas.
Y así, también
era, cuando íbamos aquel cura, don Agustín, y nosotros Alipio y yo, que éramos
los monaguillos y le acompañábamos, nosotros montados en la burra, y a pie don
Agustín, y todo estaba blanco de la escarcha, como si hubiera nevado o más; y
aunque sólo eran dos kilómetros hasta el otro pueblo, parecía una estepa, y era
muy bonito; que sólo cuando estábamos ya encima vimos el humo de alguna
chimenea, y nos parecía el pueblo blanco un barco, o como el chorro de una
ballena blanca dijo Alipio, a ver si don Agustín nos contaba lo de la ballena
de Jonás que tanto nos gustaba. Pero don Agustín no hablaba. Íbamos a enterrar
a un hombre pobre, que era muy joven y se había caído de un andamio, y cuando
ya llegó el médico estaba agonizando, que no se podía haber salvado, dijo. Y su
mujer no quería enterrarlo, porque no se quería separar de aquel cuerpo. Se
había casado en noviembre, y ese día de los Santos Inocentes ya estaba allí
muerto.
Habían sido
los vecinos los que habían avisado a don Agustín a nuestro pueblo, porque el
otro pueblo era sólo una alquería con seis o siete casas, y fuimos también
nosotros porque allí los chicos eran todavía muy pequeños y no podían hacer de
monaguillos. Pero cuando llegamos, comenzó a gritar como una loca, y luego ya,
a llorar muy despacio que es lo que te da más tristeza, y tuvieron que
sujetarla unos hombres mientras don Agustín comenzó a cantar las cosas tan
tristes del entierro, y nosotros contestábamos.
El ataúd iba
en un carro, porque no había más hombres para llevarlo, y así fuimos hasta el
camposanto que estaba todo blanco también, como en el libro de estampas de la
escuela donde se veía también una tumba, sólo que allí junto a unos árboles que
la cobijaban, y aquí era como un cuchitril con yerbajos y diez o doce cruces
viejas. Así que ya lo enterramos al hombre pobre, y nos volvimos: nosotros otra
vez en la burra y a pie don Agustín, como a la ida. Y, como ya estaba casi
anocheciendo, se parecía que íbamos por la estepa rusa, y era muy bonito. Pero
que si era verdad, don Agustín, decía Alipio y le decía yo que le preguntase,
que a Jonás se lo había tragado una ballena, y, luego, lo había devuelto sano y
salvo. Pero don Agustín no hablaba. Y, entonces, le decía yo a Alipio que le
preguntase si era verdad, don Agustín, que la burra de Balaán vio una vez un
ángel. Pero don Agustín no hablaba: y sólo ya, cuando estábamos llegando al
pueblo de vuelta, aunque todavía parecía muy lejos, dijo de repente don Agustín:
“¡Pobrecilla mujer! ¿no?”, y ya nos callamos también nosotros, arropándonos
bien con la manta y continuamos andando; todavía mucho tiempo, nos pareció a
nosotros.
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