Julio Cortázar
A Sheridan
LeFanu, por ciertas casas.
A Antoni Taulé,
por ciertas mesas.
Tal vez
se detuvo ahí porque el sol ya estaba alto
y el mecánico placer de manejar el auto en las primeras horas de la mañana cedía
paso a la modorra, a la sed. Para Diana ese pueblo de nombre anodino era otra pequeña
marca en el mapa de la provincia, lejos de la ciudad en la que dormiría esa noche,
y la plaza que las copas de los plátanos protegían del calor de la carretera se
daba como un paréntesis en el que entró con un suspiro de alivio, frenando al lado
del café donde las mesas desbordaban bajo los árboles.
El camarero le
trajo un anisado con hielo y le preguntó
si más tarde querría almorzar, sin apuro porque servían hasta las dos. Diana dijo
que daría una vuelta por el pueblo y que volvería. “No hay mucho que ver”, le informó el camarero. Le hubiera gustado
contestarle que tampoco ella tenía muchas ganas de mirar, pero en cambio pidió aceitunas
negras y bebió casi bruscamente del alto vaso donde se irisaba el anisado. Sentía
en la piel una frescura de sombra, algunos parroquianos jugaban a las cartas, dos
chicos con un perro, una vieja en el puesto de periódicos, todo como fuera del tiempo,
estirándose en la calina del verano. Como fuera del tiempo, lo había pensado mirando
la mano de uno de los jugadores que mantenía largamente la carta en el aire antes
de dejarla caer en la mesa con un latigazo de triunfo. Eso que ella ya no se sentía
con ánimo de hacer, prolongar cualquier cosa bella, sentirse vivir de veras en esa
dilación deliciosa que alguna vez la había sostenido en el temblor del tiempo. “Curioso que vivir
pueda volverse una pura aceptación”, pensó mirando al perro que jadeaba en el suelo,
“incluso esta aceptación de no aceptar nada, de irme casi antes de llegar, de matar
todo lo que todavía no es capaz de matarme”. Dejaba el cigarrillo entre los labios,
sabiendo que terminaría por quemárselos y
que tendría que arrancarlo y aplastarlo como lo había hecho con esos años en que
había perdido todas las razones para llenar el presente con algo más que cigarrillos,
la chequera cómoda y el auto servicial. “Perdido”, repitió, “tan bonito tema de
Duke Ellington y ni siquiera me lo acuerdo, dos veces perdido, muchacha, y también
perdida la muchacha, a los cuarenta ya es solamente una manera de llorar dentro
de una palabra”.
Sentirse de golpe
tan idiota exigía pagar y darse
una vuelta por el pueblo, ir al encuentro de cosas que ya no vendrían solas al deseo y a la imaginación. Ver
las cosas como quien es visto por ellas, allí esa tienda de antigüedades sin interés,
ahora la fachada vetusta del museo de bellas artes. Anunciaban una exposición individual,
ninguna idea del pintor de nombre poco pronunciable. Diana compró un billete y entró
en la primera sala de una módica casa de piezas corridas, penosamente transformada
por ediles de provincia. Le habían dado un folleto que contenía vagas referencias
a una carrera artística sobre todo regional, fragmentos de críticas, los elogios
típicos; lo abandonó sobre
una consola y miró los cuadros, en el primer momento pensó que eran fotografías
y le llamó la atención el tamaño, poco frecuente ver ampliaciones tan grandes en
color. Se interesó de veras cuando reconoció la materia,
la perfección maniática del detalle; de golpe fue a la inversa, una impresión de
estar viendo cuadros basados en fotografías, algo que iba y venía entre los dos,
y aunque las salas estaban bien iluminadas la indecisión duraba frente a esas telas
que acaso eran pinturas de fotografías o resultados de una obsesión realista que
llevaba al pintor hasta un límite peligroso o ambiguo.
En
la primera sala había cuatro o cinco pinturas que volvían sobre el tema de una mesa
desnuda o con un mínimo de objetos, violentamente iluminada por una luz solar rasante.
En algunas telas se sumaba una silla, en otras la mesa no tenía otra compañía que
su sombra alargada en el piso azotado por la luz lateral. Cuando entró en la segunda
sala vio algo nuevo, una figura humana en una pintura que unía un interior con una
amplia salida hacia jardines poco precisos; la figura, de espaldas, se había alejado
ya de la casa donde la mesa inevitable se repetía en primer plano, equidistante
entre el personaje pintado y Diana. No costaba mucho comprender o imaginar que la
casa era siempre la misma, ahora se agregaba la larga galería verdosa de otro cuadro
donde la silueta de espaldas miraba hacia una puerta-ventana distante. Curiosamente
la silueta del personaje era menos intensa que las mesas vacías, tenía algo de visitante ocasional que se paseara sin demasiada razón
por una vasta casa abandonada. Y luego había el silencio, no sólo porque Diana parecía
ser la sola presencia en el pequeño museo, sino porque de las pinturas emanaba una
soledad que la oscura silueta masculina no hacía más que ahondar. “Hay algo en la
luz”, pensó Diana, “esa luz que entra como una materia sólida
y aplasta las cosas”. Pero también el color estaba lleno de silencio, los fondos
profundamente negros, la brutalidad de los contrastes
que daba a las sombras una calidad de paños fúnebres,
de lentas colgaduras de catafalco.
Al entrar en la segunda sala descubrió sorprendida que además
de otra serie de cuadros con mesas desnudas y el personaje de espaldas, había algunas
telas con temas diferentes, un teléfono solitario,
un par de figuras. Las miraba, por supuesto, pero un poco como si no
las viera, la secuencia de la casa con las mesas solitarias tenía tanta fuerza que
el resto de las pinturas se convertía en un aderezo suplementario, casi como si
fueran cuadros de adorno colgando en las paredes de la casa pintada y no en el museo.
Le hizo gracia descubrirse tan hipnotizable, sentir el placer un poco amodorrado
de ceder a la imaginación, a los fáciles demonios del calor de mediodía. Volvió
a la primera sala porque no estaba segura de acordarse bien de una de las pinturas
que había visto, descubrió que en la mesa que creía desnuda había un jarro con pinceles.
En cambio, la mesa vacía estaba en el cuadro colgado en la pared opuesta, y Diana
se quedó un momento buscando conocer mejor el fondo de la tela, la puerta abierta
tras de la cual se adivinaba otra estancia, parte de una chimenea o de una segunda
puerta. Cada vez se le hacía más evidente que todas las habitaciones correspondían
a una misma casa, como la hipertrofia de un autorretrato en el que el artista hubiera
tenido la elegancia de abstraerse, a menos que estuviera representado en la silueta
negra (con una larga capa en uno de los cuadros) dando obstinadamente la espalda al otro visitante, a
la intrusa que había pagado para entrar a su vez en la casa y pasearse por las piezas desnudas.
Volvió
a la segunda sala y fue hacia la puerta entornada que comunicaba con la
siguiente. Una voz amable y un poco cohibida
la hizo volverse; un guardián uniformado –con ese calor, el pobre– venía a decirle
que el museo cerraba a mediodía pero que volvería a abrirse a las tres y media.
–¿Queda mucho por ver? –preguntó Diana, que bruscamente
sentía el cansancio de los museos, la náusea de los ojos que han comido demasiadas
imágenes.
–No, la última sala, señorita. Hay un solo cuadro ahí,
dicen que el artista quiso que estuviera solo. ¿Quiere verlo antes de irse? Yo puedo esperar un
momento.
Era idiota no aceptar, Diana lo sabía cuando
dijo que no y los dos cambiaron una broma
sobre los almuerzos que se enfrían si no se
llega a tiempo. “No tendrá que pagar
otro billete si vuelve”, dijo el guardián, “ahora ya la conozco”.
En la calle, enceguecida por la luz cenital, se preguntó qué diablos le pasaba,
era absurdo haberse interesado hasta ese punto por el hiperrealismo o lo que fuera
de ese pintor ignoto, y de golpe dejar caer el último cuadro que acaso era el mejor.
Pero no, el artista había querido aislarlo de los otros y eso indicaba acaso que
era muy diferente, otra manera u otro tiempo de trabajo, para qué romper así una
secuencia que duraba en ella como un todo, incluyéndola en un ámbito sin resquicios.
Mejor no haber entrado en la última sala, no haber cedido a la obsesión del turista
concienzudo, a la triste manía de querer abarcar los museos hasta el final.
Vio a la distancia el café de la plaza y pensó que era la hora
de comer; no tenía apetito pero siempre había sido así cuando viajaba con Orlando,
para Orlando el mediodía era el instante crucial, la ceremonia del almuerzo sacralizando
de alguna manera el tránsito de la mañana a la tarde, y desde luego Orlando se hubiera
negado a seguir andando por el pueblo cuando el café estaba ahí a dos pasos. Pero
Diana no tenía hambre y pensar en Orlando le dolía cada vez menos; echar a andar
alejándose del café no era desobedecer o traicionar rituales. Podía seguir acordándose
sin sumisión de tantas cosas, abandonarse al azar de la marcha y a una vaga evocación
de algún otro verano con Orlando en las montañas, de una playa que acaso volvía
para exorcizar la brasa del sol en la espalda y la nuca, Orlando en esa playa batida
por el viento y la sal mientras Diana se iba perdiendo en las callejas sin nombres
y sin gentes, al ras de los muros de piedra gris, mirando distraídamente algún raro
portal abierto, una sospecha de patios interiores, de brocales con agua fresca,
glicinas, gatos adormecidos en las lajas. Una vez más el sentimiento de no recorrer
un pueblo sino de ser recorrida por él, los adoquines de la calzada resbalando hacia
atrás como en una cinta móvil, ese estar ahí mientras las cosas fluyen y se pierden
a la espalda, una vida o un pueblo anónimo. Ahora venía una pequeña plaza con dos
bancos raquíticos, otra calleja abriéndose hacia los campos linderos, jardines con
empalizadas no demasiado convencidas, la soledad totalmente mediodía, su crueldad
de matador de sombras, de paralizador del tiempo. El jardín un poco abandonado no
tenía árboles, dejaba que los ojos corrieran libremente hasta la ancha puerta abierta
de la vieja casa. Sin creerlo y a la vez sin negarlo Diana entrevió en la penumbra
una galería idéntica a la de uno de los cuadros del museo, se sintió como abordando
el cuadro desde el otro lado, fuera de la casa en vez de estar incluida como espectadora
en sus estancias. Si algo había de extraño en ese momento era la falta de extrañeza
en un reconocimiento que la llevaba a entrar sin vacilaciones en el jardín y acercarse
a la puerta de la casa, por qué no al fin y al cabo si había pagado su billete,
si no había nadie que se opusiera a su presencia en el jardín, su paso por la doble
puerta abierta, recorrer la galería abriéndose a la primera sala vacía donde la
ventana dejaba entrar la cólera amarilla de la luz aplastándose en el muro lateral,
recortando una mesa vacía y una única silla.
Ni temor ni sorpresa, incluso el fácil recurso de apelar a la
casualidad había resbalado por Diana sin encontrar asidero, para qué envilecerse
con hipótesis o explicaciones cuando ya otra puerta se abría a la izquierda y en
una habitación de altas chimeneas la mesa inevitable se desdoblaba en una larga
sombra minuciosa. Diana miró sin interés el pequeño mantel blanco y los tres vasos,
las repeticiones se volvían monótonas, el embate de la luz tajeando la penumbra.
Lo único diferente era la puerta del fondo, que estuviera cerrada en vez de entornada
introducía algo inesperado en un recorrido que se cumplía tan dócilmente. Deteniéndose
apenas, se dijo que la puerta estaba cerrada simplemente porque ella no había entrado
en la última sala del museo, y que mirar detrás de esa puerta sería como volver
allá para completar la visita. Todo demasiado geométrico al fin y al cabo, todo
impensable y a la vez como previsto, tener miedo o asombrarse parecía tan incongruente
como ponerse a silbar o preguntar a gritos si había alguien en la casa. Ni siquiera
una excepción en la única diferencia, la puerta cedió a su mano y fue otra vez lo
de antes, el chorro de luz amarilla estrellándose en una pared, la mesa que parecía
más desnuda que las otras, su proyección alargada y grotesca como si alguien le
hubiera arrancado violentamente una carpeta negra para tirarla al suelo, y por qué
no verla de otra manera, como un rígido cuerpo a cuatro patas que acabara de ser
despojado de sus ropas ahí caídas en una mancha negruzca. Bastaba mirar las paredes
y la ventana para encontrar el mismo teatro vacío, esta vez ni siquiera otra puerta
que prolongara la casa hacia nuevas estancias. Aunque había visto la silla junto
a la mesa, no la había incluido en su primer reconocimiento pero ahora la sumaba
a lo ya sabido, tantas mesas con o sin sillas en tantas habitaciones semejantes.
Vagamente decepcionada se acercó a la mesa y se sentó, se puso a fumar un cigarrillo,
a jugar con el humo que trepaba en el chorro de luz horizontal, dibujándose a sí
mismo como si quisiera oponerse a esa voluntad de vacío de todas las piezas, de
todos los cuadros, del mismo modo que la breve risa en algún lugar a espaldas de
Diana cortó por un instante el silencio aunque acaso sólo fuera un breve llamado
de pájaro allí fuera, un juego de maderas resecas, inútil, por supuesto, volver
a mirar en la habitación precedente donde los tres vasos sobre la mesa lanzaban
sus débiles sombras contra la pared, inútil apurar el paso, huir sin pánico pero
sin mirar atrás.
En la calleja un chico le preguntó la hora y Diana pensó que debería
apresurarse si quería almorzar, pero el camarero estaba como esperándola bajo los
plátanos y le hizo un gesto de bienvenida señalándole el lugar más fresco. Comer
no tenía sentido pero en el mundo de Diana casi siempre se había comido así, ya
porque Orlando decía que era hora de hacerlo o porque no quedaba más remedio entre
dos ocupaciones. Pidió un plato y vino blanco, esperó demasiado para un lugar tan
vacío; ya antes de tomar el café y pagar sabía que iba a volver al museo, que lo
peor en ella la obligaba a revisar eso que hubiera sido preferible asumir sin análisis,
casi sin curiosidad, y que si no lo hacía iba a lamentarlo al final de la etapa
cuando todo se volviera usual como siempre, los museos y los hoteles y el recuento
del pasado. Y aunque en el fondo nada quedara en claro, su inteligencia se tendería
en ella como una perra satisfecha apenas verificara la total simetría de las cosas,
que el cuadro colgado en la última sala del museo representaba obedientemente la
última habitación de la casa; incluso el resto podría entrar también en el orden
si hablaba con el guardián para llenar los huecos, al fin y al cabo había tantos
artistas que copiaban exactamente sus modelos, tantas mesas de este mundo habían
acabado en el Louvre o en el Metropolitan duplicando realidades vueltas polvo y
olvido.
Cruzó sin apuro las dos primeras salas (había una pareja en la
segunda, hablándose en voz baja aunque hasta ese momento fueran los únicos visitantes
de la tarde). Diana se detuvo ante dos o tres de los cuadros, y por primera vez
el ángulo de la luz entró también en ella como una imposibilidad que no había querido
reconocer en la casa vacía. Vio que la pareja retrocedía hacia la salida, y esperó
a quedarse sola antes de ir hacia la puerta de la última sala. El cuadro estaba
en la pared de la izquierda, había que avanzar hasta el centro para ver bien la
representación de la mesa y de la silla donde se sentaba una mujer. Al igual que
el personaje de espaldas en algunos de los otros cuadros, la mujer vestía de negro
pero tenía la cara vuelta de tres cuartos, y el pelo castaño le caía hasta los hombros
del lado invisible del perfil. No había nada que la distinguiera demasiado de lo
anterior, se integraba a la pintura como el hombre que se paseaba en otras telas,
era parte de una secuencia, una figura más dentro de la misma voluntad estética.
Y a la vez había algo allí que acaso explicaba que el cuadro estuviera solo en la
última sala, de las semejanzas aparentes surgía ahora otro sentimiento, una progresiva
convicción de que esa mujer no sólo se diferenciaba del otro personaje por el sexo
sino por su actitud, el brazo izquierdo colgando a lo largo del cuerpo, la leve
inclinación del torso que descargaba su peso sobre el codo invisible apoyado en
la mesa, estaban diciéndole otra cosa a Diana, le estaban mostrando un abandono
que iba más allá del ensimismamiento o la modorra. Esa mujer estaba muerta, su pelo
y su brazo colgando, su inmovilidad inexplicablemente más intensa que la fijación
de las cosas y los seres en los otros cuadros: la muerte ahí como una culminación
del silencio, de la soledad de la casa y sus personajes, de cada una de las mesas
y las sombras y las galerías.
Sin saber cómo se vio otra vez en la calle, en la plaza, subió
al auto y salió a la carretera hirviente. Había acelerado a fondo pero poco a poco
fue bajando la velocidad y sólo empezó a pensar cuando el cigarrillo le quemó los
labios, era absurdo pensar cuando había tantas casetes con la música que Orlando
había amado y olvidado y que ella solía escuchar de a ratos, aceptando atormentarse
con la invasión de recuerdos preferibles a la soledad, a la vaga imagen del asiento
vacío a su lado. La ciudad estaba a una hora de distancia, como todo parecía estar
a horas o a siglos de distancia, el olvido por ejemplo o el gran baño caliente que
se daría en el hotel, los whiskys en el bar, el diario de la tarde. Todo simétrico
como siempre para ella, una nueva etapa dándose como réplica de la anterior, el
hotel que completaría un número par de hoteles o abriría el impar que la etapa siguiente
colmaría; como las camas, los surtidores de nafta, las catedrales o las semanas.
Y lo mismo hubiera debido ocurrir en el museo donde la repetición se había dado
maniáticamente, cosa por cosa, mesa por mesa, hasta la ruptura final insoportable,
la excepción que había hecho estallar en un segundo ese perfecto acuerdo de algo
que ya no entraba en nada, ni en la razón ni en la locura. Porque lo peor era buscar
algo razonable en eso que desde el principio había tenido algo de delirio, de repetición
idiota, y a la vez sentir como una náusea que sólo su cumplimiento total le hubiera
devuelto una conformidad razonable, hubiera puesto esa locura del buen lado de su
vida, lo hubiera alineado con las otras simetrías, con las otras etapas. Pero entonces
no podía ser, algo había escapado ahí y no se podía seguir adelante y aceptarlo,
todo su cuerpo se tendía hacia atrás como resistiendo al avance, si algo quedaba
por hacer era dar media vuelta y regresar, convencerse con todas las pruebas de
la razón de que eso era idiota, que la casa no existía o que sí, que la casa estaba
ahí pero que en el museo sólo había una muestra de dibujos abstractos o de pinturas
históricas, algo que ella no se había molestado en ver. La fuga era una sucia manera
de aceptar lo inaceptable, de infringir demasiado tarde la única vida imaginable,
la pálida aquiescencia cotidiana a la salida del sol o a las noticias de la radio.
Vio llegar un refugio vacío a la derecha, viró en redondo y entró de nuevo en la
carretera, corriendo a fondo hasta que las primeras granjas en torno al pueblo volvieron
a su encuentro. Dejó atrás la plaza, recordaba que tomando a la izquierda llegaría
a un término donde podía dejar el auto, siguió a pie por la primera calleja vacía,
oyó cantar una cigarra en lo alto de un plátano, el jardín abandonado estaba ahí,
la gran puerta seguía abierta.
Para qué demorarse en las dos primeras habitaciones donde la luz
rasante no había perdido intensidad, verificar que las mesas seguían ahí, que tal
vez ella misma había cerrado la puerta de la tercera estancia al salir. Sabía que
bastaba empujarla, entrar sin obstáculos y ver de lleno la mesa y la silla. Sentarse
otra vez para fumar un cigarrillo (la ceniza del otro se acumulaba prolijamente
en un ángulo de la mesa, la colilla había debido tirarla en la calle), apoyándose
de lado para evitar el embate directo de la luz de la ventana. Buscó el encendedor
en el bolso, miró la primera voluta del humo que se enroscaba en la luz. Si la leve
risa había sido al fin y al cabo un canto de pájaro, afuera no cantaba ningún pájaro
ahora. Pero le quedaban muchos cigarrillos por fumar, podía apoyarse en la mesa
y dejar que su mirada se perdiera en la oscuridad de la pared del fondo. Podía irse
cuando quisiera, por supuesto, y también podía quedarse; acaso sería hermoso ver
si la luz del sol iba subiendo por la pared, alargando más y más la sombra de su
cuerpo, de la mesa y de la silla o si seguiría así sin cambiar nada, la luz inmóvil
como todo el resto, como ella y como el humo inmóviles.
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