Flannery O’Connor
La
ventana de la habitación de la señora May era baja y daba al este, y el toro,
plateado a la luz de la luna, estaba debajo, con la cabeza levantada como si
estuviera atento –cual un dios paciente que hubiera ido a cortejarla– a
cualquier movimiento que se produjera en la habitación. La ventana estaba
oscura y el sonido de la respiración de la mujer era demasiado leve para que se
oyera fuera. Unas nubes que velaron la luna oscurecieron al animal y en la
negrura empezó a tirar del seto. Cuando hubieron pasado, el toro volvió a
surgir en el mismo lugar, masticando rítmicamente, con una guirnalda de seto
que había arrancado enroscada en la punta de los cuernos. Cuando la luna se
retiró, no hubo nada que indicara su presencia, a excepción de su rítmico
masticar. Entonces, de pronto, un resplandor rosado inundó la ventana. Rayas de
luz resbalaron por el animal a medida que se separaban las tablillas de la
persiana. Retrocedió un paso y bajó la cabeza, como si quisiera mostrar la
guirnalda de los cuernos.
Durante casi un minuto no hubo ruidos en el interior.
Después, cuando el toro volvió a levantar la testuz coronada, una voz femenina,
de sonido gutural, como si se dirigiera a un perro, dijo:
–¡Llévatelo d’aquí, Señor! –Y al cabo de un segundo
masculló–: Debe ser el toro d’un negro.
El animal arañó el suelo con las pezuñas y la señora
May, que estaba inclinada detrás de la persiana, la cerró rápidamente, temerosa
de que la luz lo impulsara a embestir los setos. Durante unos segundos esperó,
todavía inclinada hacia delante; el camisón le colgaba holgado desde los
estrechos hombros. Unos rulos verdes de goma sobresalían bien ordenados sobre
su frente, y debajo el rostro estaba liso como el cemento gracias a una pasta a
base de clara de huevo que eliminaba sus arrugas mientras dormía.
Dormida, se había dado cuenta de aquel masticar
rítmico y constante, como si algo estuviera comiéndose una pared de la casa.
Comprendió que aquello, fuera lo que fuese, había estado comiendo desde su
llegada al lugar, de que ya se había comido todo lo que había entre la verja y
la casa, y ahora, al llegar a ella, seguiría comiendo, con la misma calma y el
mismo ritmo constante, hasta acabar con todo, la casa, ella y los chicos, todo
hasta que sólo quedaran los Greenleaf en una pequeña isla enteramente suya situada
en el centro de lo que había sido su propiedad. Cuando el ruido triturador
llegó a su codo, dio un salto y se encontró, despierta por completo, de pie en
medio de su habitación. En el acto identificó el sonido: una vaca estaba
comiéndose los setos debajo de su ventana. El señor Greenleaf había dejado
abierta la puerta del camino de entrada, y no dudó un momento que toda la
manada estaba ahora en su jardín. Encendió la lamparilla rosa desleído de su
mesilla de noche, que daba poca luz, se acercó a la ventana y abrió la
persiana. El toro, enjuto y zanquilargo, estaba a un metro de distancia,
mascando tranquilamente, como un pretendiente paleto y sin educación.
Durante quince años, pensó mientras lo miraba con
irritación, había tenido que soportar que los cerdos de gente descuidada le
arrancaran la avena, que sus mulas retozaran en su césped y que sus toros sin
raza fecundaran a sus vacas. Si no encerraban pronto a ése, saltaría la valla y
echaría a perder su manada antes de que llegara la mañana. Y el señor Greenleaf
dormía a pierna suelta a medio kilómetro, en la casa de los colonos. No había
manera de hacerlo venir, a menos que se vistiera, subiera al coche y fuera
hasta allí para despertarlo. Vendría con ella, pero su expresión, cada gesto de
su figura y todos sus silencios dirían: “A mí me parece que esos chicos no
deberían dejar que su mamá saliera en plena noche. Si fueran mis hijos, se
hubieran bastao pa’ coger el toro”.
El toro bajó la cabeza y la sacudió; con el
movimiento la guirnalda descendió hasta la base de los cuernos, donde pareció
una amenazadora corona de espinas. Ella había cerrado entonces la persiana;
unos segundos después, oyó que el toro se alejaba pesadamente.
El señor Greenleaf diría: “Mis hijos nunca hubieran
permitío que su mamá tuviera que recurrir a los empleados en plena noche. Lo
hubieran hecho ellos solitos”.
Después de sopesarlo, la señora May decidió que sería
mejor no molestar al señor Greenleaf. Volvió a la cama pensando que si los muchachos
Greenleaf habían salido adelante era gracias a que ella había dado empleo a su
padre cuando nadie más lo hubiera hecho. Hacía quince años que tenía al señor
Greenleaf, pero ningún otro lo hubiera tenido más de cinco minutos. El simple
modo en que se acercaba a un objeto bastaba para indicar a cualquiera que
tuviera ojos en la cara qué clase de trabajador era. Avanzaba reptando, con la
cabeza hundida entre los hombros, y nunca parecía moverse en línea recta.
Caminaba siguiendo el perímetro de algún círculo invisible, y si querías mirarlo
a la cara tenías que moverte y plantarte delante de él. No lo había despedido
porque dudaba poder encontrar algo mejor. Era demasiado vago para salir en
busca de otro empleo, carecía de iniciativa para robar, y, después de
insistirle tres o cuatro veces en que hiciera una cosa, terminaba por hacerla;
pero nunca la informaba de que una vaca estaba enferma hasta que era demasiado
tarde para llamar al veterinario, y si un día se hubiera incendiado el establo
habría llamado a su mujer para que viera las llamas antes de pensar en
apagarlas. Y en la mujer prefería no pensar. Al lado de su esposa, el señor
Greenleaf era un aristócrata.
“Si hubieran sido mis hijos –le habría dicho–, se
hubieran dejao cortar el brazo derecho antes de permitir que su mamá…”
“Si sus hijos tuvieran una brizna de dignidad, señor
Greenleaf –le hubiera gustado decirle algún día–, hay muchas cosas que no
permitirían que hiciera su madre”.
A la mañana siguiente, en cuanto llegó el señor
Greenleaf a su puerta trasera, le dijo que había un toro suelto en la propiedad
y que quería que lo encerrara inmediatamente.
–Ya lleva aquí tres días –dijo el hombre dirigiéndose
a su pie derecho, que mantenía adelantado y un poco girado como si quisiera
examinar la suela.
Estaba abajo de los tres peldaños traseros, mientras
ella se asomaba por el quicio de la puerta de la cocina; una mujer menuda, de
ojos miopes y pálidos y pelo cano que se levantaba como la cresta de un pájaro
alborotado.
–¡Tres días! –dijo con el grito contenido que se
había convertido en ella en una costumbre.
El señor Greenleaf, los ojos fijos a lo lejos, por
encima de un prado cercano, se sacó una cajetilla del bolsillo de la camisa y
dejó caer un cigarrillo en la otra mano. Volvió a guardar la cajetilla. Estuvo
unos instantes mirando el cigarrillo.
–Lo metí en el establo, pero salió como una fiera
–dijo por fin–, y no l’he vuelto a ver.
Se inclinó hacia el cigarrillo, lo encendió y luego
volvió un instante la cabeza hacia ella. La parte superior de su rostro se
inclinaba gradualmente hasta encontrarse con la inferior, que era larga y
estrecha, con la forma de un tosco cáliz. Tenía los ojillos hundidos y del
color de los de un zorro bajo un sombrero de fieltro pardo echado hacia delante
siguiendo la línea de su nariz. El cuerpo era insignificante.
–Señor Greenleaf –dijo ella–, coja ese toro esta
misma mañana antes d’hacer cualquier otra cosa. Sabe usté de sobra que echará a
perder nuestro programa de inseminación. Cójalo y enciérrelo, y la próxima vez
que haya un toro suelto en esta propiedad dígamelo inmediatamente. ¿Entendido?
–¿Dónde quiere que lo encierre? –preguntó el señor
Greenleaf.
–Me da igual dónde lo meta. Supongo que tiene usté
cierto sentido común. Enciérrelo donde no pueda escapar. ¿De quién es el toro?
Por un instante, el señor Greenleaf pareció vacilar
entre guardar silencio y hablar. Estudió el espacio que quedaba a su izquierda.
–Tiene que ser d’alguien –observó al cabo de un rato.
–¡Desde luego! –repuso ella, y cerró la puerta con un
golpe seco y preciso.
Entró en el comedor, donde sus dos hijos estaban
tomando el desayuno, y se sentó en el borde de su silla, a la cabecera de la
mesa. Nunca desayunaba, pero solía sentarse con ellos para comprobar que no les
faltara nada.
–¡Es el colmo! –exclamó, y empezó a contarles lo del
toro e imitó al señor Greenleaf diciendo: “Tiene que ser ‘d’alguien’”.
Wesley siguió leyendo el periódico que tenía doblado
junto al plato, pero Scofield dejaba de comer de vez en cuando para mirarla y
reírse. Los dos muchachos nunca reaccionaban igual ante nada. Ella solía decir
que eran como la noche y el día. Lo único que tenían en común era que a ninguno
de los dos le importaba lo que ocurriera en la propiedad. Scofield era un
hombre de negocios y Wesley era un intelectual.
Wesley, el menor, había tenido fiebre reumática a los
siete años, y la señora May creía que ésta era la causa de que fuera un
intelectual. Scofield, que no había estado enfermo un solo día en toda su vida,
era agente de seguros. A ella no le habría importado que vendiera seguros si
hubieran sido de más categoría, pero vendía un tipo de seguros que sólo
compraban los negros. Era lo que los negros llamaban “el hombre de las
pólizas”. Él afirmaba que se ganaba más dinero con los seguros de los negros
que con cualquier otro, y cuando tenían invitados lo decía a voz en grito.
Solía exclamar: “A mamá no le gusta que lo diga, ¡pero soy el mejor vendedor de
seguros de negros de to’ este condao!”.
Scofield tenía treinta y seis años, y el rostro,
amplio, agradable y risueño, pero no estaba casado. “Sí –solía decir la señora
May–, si vendieras seguros decentes, habría alguna buena chica dispuesta a
casarse contigo. Pero ¿qué chica decente iba a querer casarse con un agente de
seguros pa negros? Algún día lo comprenderás y entonces será demasiao tarde”.
Al oír esto Scofield lanzaba un silbido y decía:
“¡Pero, mamá, si no me casaré hasta que estés muerta y enterrá! Y entonces me
casaré con una granjera gorda y amable que sepa llevar esta propiedá”. Y en
cierta ocasión había añadido: “Alguna dama honorable como la señora Greenleaf”.
Al oír esto, la señora May se había levantado de la silla, con la espalda
rígida como el mango de una escoba, y se había ido a su cuarto. Había estado
largo rato sentada en el borde de la cama, con una expresión compungida. Finalmente
había susurrado: “Me mato a trabajar, lucho y sudo pa mantener la propiedá pa
ellos, y tan pronto como me muera se casarán con una tipeja, la traerán aquí y
echarán to’ a perder. Se casarán con una tipeja y echarán a perder to’ lo que
yo he construido”. Y en aquel preciso instante decidió cambiar el testamento.
Al día siguiente fue a ver a su abogado y dispuso las cosas de tal modo que, si
sus hijos se casaban, no pudieran dejar la propiedad a sus mujeres.
La idea de que uno de ellos pudiera casarse con una
mujer que se pareciera remotamente a la señora Greenleaf bastaba para ponerla
enferma. Aguantaba al señor Greenleaf desde hacía quince años, pero el único
modo que había encontrado para poder soportar a su mujer era mantenerse alejada
de ella. La señora Greenleaf era grande y fofa. El patio que circundaba su casa
parecía una pocilga, y sus cinco hijas iban siempre asquerosas. Hasta la más
joven le daba al rapé. En vez de cultivar un jardín o lavar la ropa, su única
preocupación era lo que ella llamaba “curar rezando”.
Todos los días recortaba los sucesos morbosos de los
periódicos: mujeres violadas, asesinos evadidos de la cárcel, niños quemados,
catástrofes ferroviarias y aéreas, y divorcios de artistas de cine. Se llevaba
todo eso al bosque, cavaba un agujero y lo enterraba; después se tendía en el
suelo y durante una hora gemía y murmuraba moviendo los enormes brazos arriba y
abajo una y otra vez, hasta que al final se quedaba inmóvil y, sospechaba la
señora May, se dormía en la tierra.
La señora May no había descubierto esto hasta unos
meses después de contratar a los Greenleaf. Cierta mañana había salido a
inspeccionar un campo donde había dispuesto que sembraran centeno, pero donde
brotaba el trébol porque el señor Greenleaf se había equivocado de semilla.
Volvía por un camino bordeado de árboles que separaba dos prados, refunfuñando
para sí y golpeando metódicamente el suelo con un largo palo que llevaba
siempre consigo por si veía una culebra. “Señor Greenleaf –decía en voz baja–,
no puedo permitirme el lujo de pagar sus errores. Soy una mujer pobre y esta
propiedad es to’ lo que poseo. Tengo dos hijos que educar. No puedo…”.
De la nada surgió una voz gutural y agónica que
gimoteaba: “¡Jesús! ¡Jesús!”. Unos segundos más tarde, volvió a oírse
terriblemente apremiante: “¡Jesús! ¡Jesús!”.
La señora May se detuvo y se llevó una mano a la
garganta. El sonido era tan penetrante como si una fuerza violenta e
incontrolable hubiera surgido del suelo y la estuviera embistiendo. El
siguiente pensamiento que tuvo fue más lógico: alguien se había hecho daño
dentro de su propiedad y la indemnización le costaría todos sus bienes. No
estaba asegurada. Echó a correr y al rebasar una curva vio a la señora
Greenleaf en la cuneta, apoyada sobre las manos y las rodillas, con la cabeza
gacha.
–¡Señora Greenleaf! –gritó–. ¿Qué ha ocurrido?
La señora Greenleaf levantó la cabeza. Su cara era un
mosaico de tierra y lágrimas y sus ojillos, del color de los guisantes
silvestres, estaban bordeados de rojo e hinchados, pero su expresión era tan
serena como la de un bulldog. Se balanceaba sobre las manos y las rodillas y
mascullaba: “Jesús, Jesús”.
La señora May hizo una mueca. Le parecía que la
palabra Jesús no debía salir del recinto de la iglesia, como otras palabras no
debían salir del dormitorio. Era buena cristiana y tenía un gran respeto por la
religión, aunque, naturalmente, no creía que fuera verdad.
–¿Qué le pasa? –preguntó con aspereza.
–Ha fastidiao usté mi curación –respondió la señora
Greenleaf, que hizo un gesto para que se apartara–. No puedo hablarle hasta que
termine.
La señora May estaba inclinada hacia delante con la
boca abierta y el palo en el aire, como si no estuviera segura de qué era lo
que quería golpear.
–¡Oh, Jesús, apuñálame el corazón! –chilló la señora
Greenleaf–. ¡Oh, Jesús, apuñálame el corazón! –Se derrumbó sobre el suelo, un
enorme túmulo humano, con las piernas y los brazos extendidos como si intentara
rodear con ellos la tierra.
La señora May estaba tan furiosa y tan perpleja como
si la hubiera insultado un niño.
–Jesús –dijo apartándose– estaría avergonzao d’usté.
Le diría que se levantara inmediatamente y que se fuera a lavar la ropa de sus
hijos –a continuación dio media vuelta y se alejó tan rápido como pudo.
Siempre que pensaba en lo bien que se habían situado
los hijos de los Greenleaf, recordaba a la señora Greenleaf tumbada
obscenamente en el suelo y se decía: “Bueno, por muy lejos que lleguen, vienen
d’eso”.
Le hubiera gustado poder incluir en su testamento
que, cuando ella muriera, Wesley y Scofield no debían continuar empleando al
señor Greenleaf. Ella sabía cómo tratarlo; ellos no. El señor Greenleaf le
había dicho en cierta ocasión que sus hijos no sabían distinguir el heno del
forraje. Y ella había replicado que tenían otras aptitudes, que Scofield era un
próspero hombre de negocios y Wesley un próspero intelectual. El señor
Greenleaf no hizo ningún comentario, pero nunca dejaba escapar la oportunidad de
hacerle notar por medio de su expresión o de un gesto insignificante que el
desprecio que sentía por ellos era infinito. Por muy humildes que fueran los
Greenleaf, él no vacilaba nunca en señalar que, en cualquier circunstancia
análoga en la que hubieran podido encontrarse sus propios muchachos, ellos –O.
T. y E. T. Greenleaf– habrían sabido actuar mucho mejor.
Los hijos de los Greenleaf eran dos o tres años más
jóvenes que los de la señora May. Eran gemelos y uno nunca sabía si estaba
hablando a O. T. o a E. T., y ellos nunca tenían la amabilidad de aclararlo.
Eran zanquilargos, huesudos y rubicundos, y tenían los ojos brillantes, ávidos
y del color de los de un zorro, como su padre. El orgullo que sentía el señor
Greenleaf por ellos empezaba en el hecho de que fueran gemelos. Se comportaba,
decía la señora May, como si hubiera sido una hábil jugada que se les había
ocurrido a ellos. Eran enérgicos y muy trabajadores, y ella estaba dispuesta a
reconocer ante cualquiera que habían llegado muy lejos… y que la Segunda Guerra
Mundial era responsable de ello.
Los dos habían entrado al ejército, y, disfrazados
con sus uniformes, nadie podía distinguirlos de los hijos de otros.
Naturalmente, se delataban en cuanto abrían la boca, pero esto ocurría pocas
veces. Lo más inteligente que habían hecho fue conseguir que los mandaran al
extranjero y casarse allí con francesas. Y no se habían casado con unas
tipejas. Se habían casado con unas buenas muchachas que, por supuesto, no
podían saber que destrozaban el idioma inglés ni que los Greenleaf eran lo que
eran.
Wesley tenía una enfermedad cardiaca que no le había
permitido servir a su país, pero Scofield había estado en el ejército dos años.
No le había gustado demasiado y nunca pasó de soldado raso. Los hijos de los
Greenleaf eran sargentos o algo así, y el señor Greenleaf, en aquellos días, no
desaprovechaba la menor oportunidad de referirse a ellos por su rango. Los dos
se las habían arreglado para acabar heridos y ahora disfrutaban de pensiones.
Más aún, en cuanto salieron del ejército, aprovecharon todas las facilidades
que daba el gobierno y se matricularon en la facultad de agricultura de la
universidad, mientras los contribuyentes mantenían a sus esposas francesas.
Ahora vivían los dos a unos tres kilómetros por la autopista, en una parcela
que el gobierno les había ayudado a comprar y en un bungalow doble de ladrillo
que el gobierno les había ayudado a construir y pagar. Si la guerra había
sacado a alguien de la nada, decía la señora May, había sido a los muchachos Greenleaf.
Cada uno tenía tres hijos pequeños, que hablaban inglés Greenleaf y francés, y
que, debido a sus madres, serían enviados a una escuela católica y educados con
esmero. “Y dentro de veinte años –preguntaba la señora May a Scofield y
Wesley–, ¿saben qué será esta gente?”. Y concluía con tono sombrío: “La buena
sociedá”.
Llevaba quince años tratando al señor Greenleaf y, a
esas alturas, manejarlo se había convertido en una habilidad adquirida. El
estado de ánimo del hombre en un día determinado era un factor tan importante
para lo que podía o no hacerse como el estado del tiempo, y ella había
aprendido a leer en su cara, como los verdaderos campesinos sabían interpretar
el amanecer y la puesta del sol.
Ella era campesina sólo por necesidad. El difunto
señor May, un hombre de negocios, había comprado la propiedad cuando la tierra era
barata, y al morir eso fue lo único que le dejó. A los muchachos no les había
gustado irse a vivir al campo, en una granja abandonada, pero no había otra
salida. Taló todos los árboles de la propiedad y con los beneficios montó un rancho
lechero, después de que el señor Greenleaf respondiera a su anuncio. “E visto
sus anuncio i bendre tengo dos chicos”. La carta no decía más, pero el hombre
llegó al día siguiente en un camión lleno de remiendos, la esposa y las cinco
hijas sentadas en el suelo de la parte trasera, y él y los dos muchachos
delante, en la cabina.
Durante los años que llevaban en su propiedad el
señor y la señora Greenleaf apenas habían envejecido. No tenían preocupaciones
ni responsabilidades. Vivían como los lirios del campo, del fruto que ella
sacaba batallando de la tierra. Cuando ella muriera de exceso de trabajo y
preocupaciones, los Greenleaf, sanos y prósperos, estarían preparados para
empezar a sangrar a Scofield y Wesley.
Wesley decía que la señora Greenleaf no había
envejecido porque desahogaba todas sus emociones en sus “curaciones por la
oración”. “Tendrías que empezar a rezar, querida”, había dicho a su madre con
una voz que, pobre muchacho, no podía evitar que sonara deliberadamente
impertinente.
Scofield sólo la sacaba de sus casillas, pero Wesley
la preocupaba de veras. Era delgado, nervioso y calvo, y eso de ser intelectual
pesaba terriblemente sobre su carácter. La madre dudaba que se casara antes de
que ella muriera, pero estaba segura de que entonces quien lo pescaría no sería
una buena mujer. A las chicas decentes no les gustaba Scofield, y a Wesley no
le gustaban las chicas decentes. No había nada que le gustara. Recorría en
coche treinta kilómetros todos los días hasta la universidad donde enseñaba y
los recorría otra vez de regreso por la noche, pero decía que odiaba este
recorrido de treinta kilómetros y que odiaba la universidad provinciana y que
odiaba a los imbéciles que asistían a ella. Odiaba el país y odiaba la vida que
llevaba; odiaba tener que vivir con su madre y con el tonto de su hermano, y
odiaba que le hablaran de la maldita maquinaria estropeada. No obstante, a
pesar de todo lo que decía, nunca había intentado marcharse. Hablaba de París y
de Roma, pero ni siquiera había ido a Atlanta.
–Si fueras a esos sitios te pondrías enfermo –solía
decir la señora May–. ¿Quién te vigilaría en París pa que comieras sin sal? Y
si te casaras con uno de esos bichos raros con los que sueles salir, ¿crees
qu’ella te haría la comida sin sal? ¡Desde luego que no!
Cuando empezaba a hablar de esto, Wesley se daba
bruscamente vuelta en la silla y no le hacía ni caso. En cierta ocasión en que
ella llevó las cosas demasiado lejos, él les espetó:
–Bueno, ¿por qué no haces algo práctico, mujer? ¿Por
qué no rezas por mí como haría la señora Greenleaf?
–No me gusta que hagáis chistes sobre la religión
–había replicado ella–. Si fueras a la iglesia conocerías buenas chicas.
No se les podía decir nada. Ahora, al mirarlos a los
dos, uno a cada lado de la mesa, sin importarles en absoluto que un toro
extraviado echara a perder su vacada –que era de ellos, que era su futuro–,
ahora, al mirarlos a los dos, uno inclinado sobre el periódico y el otro
arrellanado en la silla sonriéndole como un idiota, la señora May sintió deseos
de ponerse en pie de un salto y golpear la mesa con los puños y gritar: “¡Se
enterarán algún día, se enterarán de cómo es la realidad, pero será demasiao
tarde!”.
–Mamá –dijo Scofield–, no t’enfades, pero te voy a
decir de quién es el toro.
La miraba con aire malicioso. Dejó que la silla
cayera hacia delante y se levantó. Luego, con los hombros encorvados y las
manos alzadas como para protegerse la cabeza, se acercó a la puerta de
puntillas. Salió al pasillo y entornó la puerta de modo que sólo le asomaba la
cabeza.
–¿Quieres saberlo, encanto?
La señora May, sentada en la silla, lo miró con
frialdad.
–El toro es de O. T. y E. T. Fui ayer a cobrarle al
negro que tienen y me dijo que les faltaba –sonrió exhibiendo toda la dentadura
y desapareció silencioso.
Wesley levantó la vista y se rio.
La señora May volteó al frente sin cambiar de
expresión.
–Soy la única persona adulta de la propiedad –dijo.
Se inclinó sobre la mesa y cogió el periódico que tenía junto al plato–. ¿No
ves lo que va ocurrir cuando yo muera y ustedes tengan que tratar con él? ¿No
ves por qué no sabía de quién era el toro? Porque era d’ellos. ¿No ves to’ lo
que tengo que soportar? ¿No ves que si no l’hubiera atao corto durante tos
estos años ustedes tendrían que estar ordeñando las vacas cada día a las cuatro
de la madrugada?
Wesley recuperó el periódico y murmuró, mirándola de
frente:
–Yo no ordeñaría una vaca ni para librarte del
infierno.
–Ya sé que no lo harías –replicó ella con la voz
quebrada. Se recostó en la silla y empezó a juguetear nerviosa con el cuchillo
que tenía al lado del plato–. O. T. y E. T. son buenos muchachos –añadió–.
Tendrían qu’haber sido mis hijos –este pensamiento era tan horrible que la
figura de Wesley se tornó borrosa tras un muro de lágrimas. Solo veía su forma
oscura, que se levantaba precipitadamente de la mesa–. ¡Y ustedes dos –gritó–
deberían haber nacío d’esa mujer!
Wesley se dirigía hacia la puerta.
–Cuando me muera –agregó la señora May con un hilo de
voz–, no sé qué será de ustedes.
–Siempre estás dando la lata con lo de
“cuando-me-muera” –gruñó él mientras salía precipitadamente–, pero me parece
que estás bastante sana.
La señora May siguió un rato sentada mirando al
frente, a través de la ventana al otro lado de la habitación, un paisaje de
verdes y grises que se confundían. Estiró la cabeza y los músculos del cuello y
respiró hondo, pero el paisaje siguió desdibujándose hasta formar una masa gris
aguada.
–No tienen por qué creer que me voy a morir pronto
–murmuró, y una voz interior añadió en tono desafiante: “Me moriré cuando me dé
la gana”.
Se secó los ojos con una servilleta y se levantó. Se
acercó a la ventana y contempló el paisaje que se extendía ante ella. Las vacas
estaban pastando en dos prados de un verde pálido al otro lado de la carretera,
y detrás de ellas, cercándolas, una pared negra de árboles que culminaba en un
reborde en forma de sierra detenía el cielo indiferente. Los prados bastaban
para tranquilizarla. Cuando se asomaba a cualquiera de las ventanas de su casa,
veía un reflejo de su propio carácter. Sus amigos de la ciudad decían que era
la mujer más extraordinaria que habían conocido, porque se había ido,
prácticamente sin un centavo y sin experiencia, a una granja abandonada y la
había convertido en un negocio próspero.
–Lo tenemos to’ en contra –solía decir la señora
May–. El clima está en contra, la tierra está en contra y los empleados están
en contra. Todos forman una coalición contra nosotros. ¡Se necesita una mano de
hierro!
–¡Miren la mano de hierro de mamá! –gritaba Scofield,
y le cogía el brazo y se lo levantaba, de modo que la manita, delicada y
cubierta de venas azules, colgaba de la muñeca como la cabeza de una azucena
rota. Las visitas siempre se reían.
El sol, al moverse por encima de las vacas blancas y
negras que pastaban, brillaba un poco más que el resto del cielo. Al mirar
hacia abajo vio una forma más oscura, que podía ser la sombra del sol entre las
vacas. Lanzó un grito agudo y salió de la casa con paso firme.
Encontró al señor Greenleaf en el silo, llenando una
carretilla. Ella se quedó en el borde y lo miró.
–Le dije que cogiera el toro. Y ahora ya está con las
vacas.
–No se pueden hacer dos cosas a la vez.
–Le dije que quería que fuera lo primero qu’hiciera.
Él empujó la carretilla y la sacó por el extremo
abierto de la trinchera, se dirigió hacia el establo y ella lo siguió de cerca.
–Y no crea, señor Greenleaf, que no sé bien de quién
es el toro, ni por qué usté no ha tenío prisa en decirme que estaba aquí.
Tendré qu’alimentar al toro de O. T. y E. T. mientras me echa a perder la
manada.
El señor Greenleaf se detuvo y miró hacia atrás.
–¿El toro es de los muchachos? –preguntó con
incredulidad.
Ella no respondió. Apartó la mirada, con los labios
apretados.
–Me dijeron que se les había escapao el toro, pero no
sabía que fuera ése.
–Quiero que lo coja ahora mismo, y voy a ir a casa de
O. T. y E. T. pa decirles que tendrán que venir a recogerlo hoy. Debería
cobrarles por el tiempo que lo he tenío aquí. Así no volvería ocurrir.
–Sólo pagaron setenta y cinco dólares por él –explicó
el señor Greenleaf.
–No lo aceptaría ni regalao.
–Iban a matarlo –continuó el señor Greenleaf–, pero
se escapó y metió la cabeza en el camión. No le gustan las coles ni los
camiones. Tardaron un buen rato en sacarle el cuerno de la salpicadera y,
cuando por fin lo soltaron, echó a correr y los muchachos estaban demasiao
cansaos pa perseguirlo, pero yo no sabía qu’era éste.
–No le convenía saberlo, señor Greenleaf –repuso
ella–, pero ahora ya lo sabe. Coja un caballo y vaya por él.
Media hora más tarde vio al toro desde la ventana,
color ardilla, la grupa huesuda y unos cuernos largos y finos, por el camino de
tierra que cruzaba ante la casa. El señor Greenleaf lo seguía montado a
caballo.
–Eso sí que es un ejemplar Greenleaf –musitó ella.
Salió al porche y gritó–: enciérrelo donde no pueda escapar.
–Le gusta andar suelto –dijo el señor Greenleaf
mirando con aprobación las astas del toro–. Este caballero es un buen tipo.
–Si los muchachos no lo vienen a recoger, será un
buen tipo muerto. Se lo advierto.
Él la oyó perfectamente, pero no dijo una sola
palabra.
–Es el toro más espantoso que he visto en mi vida
–gritó ella, pero el hombre ya se había alejado demasiado por el camino para
poder oírla.
A media mañana enfiló el camino de entrada de la casa
de O. T. y E. T., un edificio nuevo de ladrillo rojo, achaparrado, que parecía
un almacén con ventanas y quedaba al final de una cuesta sin árboles. El sol
daba de lleno en la azotea blanca. Últimamente se construían muchas casas de
ese tipo y nada indicaba que pertenecía a los Greenleaf excepto los tres
perros, mezcla de podenco y pomerania, que salieron corriendo en cuanto paró el
coche. Se recordó a sí misma que siempre se podía conocer a la gente por el
perro que tenía y tocó la bocina. Mientras esperaba a que alguien apareciera,
siguió examinando la casa. Todas las ventanas estaban cerradas y se preguntó si
el gobierno también les habría instalado aire acondicionado. No salía nadie y
volvió a tocar el claxon. Por fin se abrió la puerta y aparecieron varios niños
que se le quedaron viendo sin hacer el menor gesto de acercarse. La señora May
reconoció ahí un rasgo distintivo de los Greenleaf: eran capaces de quedarse
horas enteras en el quicio de una puerta mirándolo a uno.
–Niños, ¿alguno de ustedes se puede acercar?
Después de un minuto todos echaron a andar, despacio.
Llevaban overol e iban descalzos, pero no estaban tan sucios como ella
esperaba. Dos o tres eran Greenleaf de pies a cabeza, los otros no tanto. La
menor era una niña con el pelo negro y revuelto. Se pararon a unos dos metros
del coche y se quedaron mirándola.
–Eres muy guapa –dijo la señora May a la niña
pequeña.
Los niños no dijeron nada. Parecían compartir la
misma expresión indiferente.
–¿Dónde está su mamá? –les preguntó.
La respuesta se hizo esperar un buen rato, hasta que
uno de ellos dijo algo en francés. La señora May no sabía francés.
–¿Dónde está su papá?
Tras un nuevo silencio, uno de los niños respondió:
–Tampoco está aquí.
–Ahhh –dijo la señora May, como si eso probara algo–.
¿Dónde está el negro?
Esperó unos instantes, pero concluyó que nadie estaba
dispuesto a contestar.
–El gato se comió seis lengüitas –dijo–. ¿Les
gustaría venir a mi casa conmigo pa que os enseñara a hablar? –se rio, pero su
risa se apagó en el aire silencioso. Se sentía como si la estuvieran juzgando
por lo que había sido su vida ante un jurado formado por Greenleaf–. Veré si
puedo encontrar al negro.
–Puede ir si quiere –dijo un niño.
–Vaya, muchas gracias –murmuró ella, y se alejó en el
coche.
El establo estaba en el mismo camino que la casa. Era
la primera vez que lo veía, pero el señor Greenleaf se lo había descrito con
todo detalle, pues había sido construido de acuerdo con las técnicas más
modernas. Había unos compartimientos para la ordeña, la leche iba por unos
tubos desde las máquinas ordeñadoras hasta la lechería, y nunca se llevaba en
cubetas, había explicado el señor Greenleaf, transportados por mano humana.
–¿Cuándo se va comprar una? –le había preguntado.
–Señor Greenleaf, yo me lo tengo que hacer to’ sola.
A mí el gobierno no me pone las cosas en bandeja. Me costaría veinte mil
dólares instalar compartimientos pa la ordeña. A duras penas consigo llegar a
fin de mes.
–Mis muchachos lo hicieron –masculló el señor
Greenleaf, y añadió–: Pero no todos los muchachos son iguales.
–¡Desde luego! Y doy gracias a Dios por ello.
–Yo doy gracias a Dios por to’ –había farfullado el
señor Greenleaf con su acento sureño.
“Y hace bien”, había pensado ella en el tenso
silencio que siguió. Nunca había hecho nada por sí mismo.
Se paró al lado del establo y tocó el claxon, pero no
apareció nadie. Se quedó varios minutos sentada en el coche observando las
máquinas que había por allí y preguntándose cuántas estarían pagadas. Tenían
una cosechadora de forraje y una empacadora giratoria de paja. También ella las
tenía. Decidió que, ya que no había nadie, bajaría del coche y echaría una
ojeada a la sala de ordeñar para ver si la tenían limpia.
Abrió la puerta y asomó la cabeza, y por un instante
creyó que se le cortaba la respiración. La inmaculada habitación de cemento
blanco estaba inundada por el sol que entraba por una fila de ventanas que
recorrían ambas paredes a la altura de la cabeza. Las cubetas metálicas
relucían ferozmente y tuvo que entornar los ojos para poder mirarlas. Retiró aprisa
la cabeza y cerró la puerta. Se apoyó contra ella, con el entrecejo fruncido.
La luz exterior no era tan brillante, pero se daba cuenta de que el sol estaba
justo encima de su cabeza, como una bala de plata a punto de penetrar en su
cerebro.
Un negro apareció con una cubeta amarilla llena de
pienso por una esquina del cobertizo de las máquinas y se acercó a ella. Era un
muchacho de piel amarillenta, vestido con la ropa del ejército desechada por
los gemelos Greenleaf. Se detuvo a una distancia respetuosa y dejó la cubeta en
el suelo.
–¿Dónde están los señores O. T. y E. T.?
–El señor O. T. en el pueblo, el señor E. T. allá en el
campo –respondió el negro señalando primero hacia la izquierda y después hacia la
derecha, como si estuviera indicando la posición de dos planetas.
–¿T’acordarás de darles un recado? –preguntó la señora
May como si dudara de ello.
–M’acordaré si no m’olvido –contestó él con cierta hosquedad.
–Entonces lo escribiré.
Subió al coche y sacó del bolso un trozo de lápiz con
el que empezó a escribir en el reverso de un sobre usado. El negro se acercó y quedó
plantado ante la ventanilla.
–Soy la señora May –le explicó mientras escribía–. El
toro de tus amos está en mi propiedá y quiero que salga d’allí hoy mismo. Les puedes
decir que estoy enfadada.
–El toro se fue d’aquí el sábado –dijo el negro–, y no
lo hemos visto más. No sabíamos dónde estaba.
–Pues ahora ya lo saben. Diles al señor O. T. y al señor
E. T. que si no van a recogerlo hoy tendré que decirle a su padre que lo mate por
la mañana. No quiero que el toro me eche a perder la vacada.
Le dio la nota.
–Si conozco al señor O. T. y al señor E. T. –dijo el negro,
mientras cogía la nota–, van a decir muy bien, que lo mate. Ya s’ha cargao uno de
nuestros camiones y nos alegraremos de no volver a verlo.
Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró con los ojos
un poco llorosos.
–¿Esperan que yo invierta mi tiempo y el de mi empleado
en matar a su toro? –preguntó–. ¿Ellos no lo quieren y por eso lo sueltan y esperan
a que otro lo mate? S’está comiendo mi pienso y echando a perder mi vacada, ¿y esperan
que yo lo mate?
–Pues sí –dijo él quedamente–. S’ha cargao…
La señora May lo fulminó con la mirada y dijo:
–No me sorprende lo más mínimo. Hay gente así –y después
de un instante preguntó:
–¿Quién es el jefe, el señor O. T. o el señor E. T.? –siempre
había sospechado que había una sorda competencia entre ambos.
–No se pelean nunca –explicó el muchacho–. Son como un
mismo hombre en dos pellejos.
–Umm. Lo que pasa es que nunca los has oído.
–Ni yo ni naide –dijo el negro apartando la mirada como
si aquella insolencia fuera dirigida a otra persona.
–No he soportao a su padre durante quince años sin aprender
algunas cosas sobre los Greenleaf.
De repente el negro la miró con un destello en los ojos
que indicaba que la había reconocido.
–¿Es usté la madre de mi hombre de las pólizas?
–No sé quién es tu hombre de las pólizas –dijo ella con
tono cortante–. Dales esta nota y diles que, si no vienen a recoger el toro hoy,
obligarán a su padre a matarlo mañana.
La señora May se alejó en su coche.
Estuvo en casa toda la tarde esperando a que los gemelos
Greenleaf fueran a buscar el toro. No se presentaron. “No sé por qué no me pongo
a trabajar para ellos –pensó furiosa–. Sencillamente, me van a utilizar hasta que
no pueda más”. A la hora de cenar se lo contó a sus hijos porque quería que vieran
con toda la claridad del mundo de lo que E. T. y O. T. eran capaces.
–No quieren el toro –explicó–. Pásenme la mantequilla.
Por eso lo soltaron y esperan que otro les ahorre el trabajo de acabar con él. ¿Qué
les parece? Yo soy la víctima. Siempre he sido la víctima.
–Pásale la mantequilla a la víctima –dijo Wesley, que
estaba de peor humor que de costumbre porque se le había ponchado una llanta al
volver de la universidad.
Scofield tendió la mantequilla a su madre e imitando el
acento de los Greenleaf dijo:
–Pero, mamá, ¿no te da vergüenza matar a un viejo toro
sólo porque echa a perder tu vacada con su mala raza? Vaya vaya, con la mamá que
tengo, es un milagro que yo haya salío un niño tan güeno.
–No eres su hijo, mano –dijo Wesley, sumándose al juego.
Ella se recostó en la silla, con la punta de los dedos
sobre el borde de la mesa.
–Lo único que sé –dijo Scofield– es que m’ha ido muy bien
teniendo en cuenta de dónde vengo.
Cuando le tomaban el pelo, utilizaban el inglés de los
Greenleaf, pero Wesley dejaba que asomara su propio tono como el filo de un cuchillo.
–Pues déjame decirte una cosa, hermano –dijo inclinándose
sobre la mesa–, que si fueras más listo ya sabrías.
–¿Qué es, hermano? –preguntó Scofield, cuya ancha cara
sonreía al rostro delgado y tenso que tenía ante sí.
–Que ni tú ni yo somos sus hijos…
Se interrumpió al instante cuando ella lanzó un gemido
parecido al relincho de un viejo caballo azotado. La madre se levantó y salió corriendo
de la habitación.
–Por el amor de Dios –refunfuñó Wesley–, ¿por qué la molestas?
–Yo nunca la molesto –dijo Scofield–. Fuiste tú el
que empezó.
–Ja.
–Ya no es tan joven como antes y no tiene aguante.
–Lo único que puede hacer es desahogarse –dijo Wesley–.
Soy yo quien tiene que aguantarlo.
El rostro afable de su hermano se había alterado, y un
feo parecido familiar se estableció entre los dos.
–A nadie le da pena un cabrón como tú –dijo, y por encima
de la mesa agarró a Wesley por la camisa.
Desde su habitación, la señora May oyó el ruido de platos
rotos y cruzó corriendo la cocina en dirección al comedor. La puerta del pasillo
estaba abierta y Scofield salía por ella. Wesley estaba tumbado boca arriba como
un enorme insecto, la mesa volcada sobre su estómago, y cubierto de platos rotos.
La señora May retiró la mesa y lo cogió por el brazo para ayudarlo a levantarse,
pero él se puso en pie precipitadamente y, en un súbito arranque de energía iracunda,
salió por la puerta en pos de su hermano.
La señora May se hubiera desmayado, pero una llamada a
la puerta trasera hizo que se pusiera rígida y diera media vuelta. Al otro lado
de la cocina y del porche trasero vio al señor Greenleaf que fisgaba con interés
por la puerta mosquitera. Su determinación volvió con toda su fuerza a ella, como
si bastara la presencia del demonio para devolvérsela.
–Oí un golpe –gritó el señor Greenleaf– y he pensao que
a lo mejor se les había caío el techo encima.
Si se le hubiera necesitado, alguien habría tenido que
ir a buscarlo a caballo. La señora May cruzó la cocina y el porche y se quedó detrás
de la puerta mosquitera.
–No, no ha pasao nada. Se cayó la mesa. Tenía una pata
rota –y continuó sin hacer ni una pausa–: Sus hijos no han venío por el toro, así
que mañana tendrá que matarlo.
Unas franjas rojas y moradas cruzaban el cielo y tras
ellas el sol descendía lentamente como si bajara por una escalera de mano. El señor
Greenleaf se puso en cuclillas, de espaldas a la señora May; su sombrero quedaba
al nivel de los pies de ella.
–Mañana lo llevaré a su sitio –dijo.
–Oh, no, señor Greenleaf –replicó ella con tono burlón–.
Si se lo lleva usté mañana, lo volveremos a tener aquí la semana próxima. No soy
tan tonta –y añadió en tono quejoso–: me sorprende que O. T. y E. T. se porten así
conmigo. Creí que serían más agradecidos. Esos muchachos pasaron ratos muy buenos
en mi propiedá, ¿verdá, señor Greenleaf?
El señor Greenleaf no respondió.
–Sí, me parece que sí –prosiguió ella–. Me parece que
sí. Pero ya han olvidao las cosas buenas qu’hice por ellos. Si mal no recuerdo,
llevaban la ropa vieja de mis hijos y jugaban con los juguetes viejos de mis hijos
y cazaban con las armas viejas de mis hijos. Nadaban en mi estanque, cazaban mis
pájaros y pescaban en mi arroyo, y nunca me olvidé de su cumpleaños y los regalos
eran frecuentes, si no me falla la memoria. ¿Recuerdan acaso estas cosas ahora?
Nooo.
Por unos instantes la señora May contempló el sol que
se ocultaba y el señor Greenleaf se miró la palma de las manos. Después, como si
se le acabara de ocurrir, ella preguntó:
–¿Sabe por qué no han venío a recoger el toro?
–No –respondió el señor Greenleaf con tono hosco.
–No han venío porque soy una mujer. Uno puede hacer lo
que quiera cuando se trata d’una mujer. Si fuera un hombre el que llevara la propiedá…
Con la rapidez de una serpiente que atacara, el señor
Greenleaf afirmó:
–Usté tiene dos muchachos. Y mis hijos saben qu’usté tiene
dos muchachos aquí.
El sol había desaparecido detrás de los árboles. La mujer
observó el rostro oscuro y astuto, ahora vuelto hacia ella, y los ojos recelosos
y brillantes bajo el ala del sombrero. Esperó lo suficiente para que él comprendiera
que se sentía ofendida y entonces dijo:
–Algunas personas aprenden a ser agradecidas demasiao
tarde, señor Greenleaf, y algunas no aprenden nunca –y dicho esto, dio media vuelta
y lo dejó sentado en las escaleras.
Durante buena parte de la noche oyó en sus sueños un ruido,
como si una piedra enorme estuviera practicando un agujero en la pared exterior
de su cerebro. Por la parte interior, ella caminaba por una serie de hermosas colinas
ondulantes clavando la vara en el suelo a cada paso. Al cabo de un rato se dio cuenta
de que el ruido provenía del sol, que intentaba abrirse camino quemando la linde
del bosque, y se paró a mirarlo, segura de que no podría hacerlo, de que tendría
que hundirse como siempre al otro lado de su propiedad. Cuando se paró, el sol era
como una bola roja e hinchada pero, mientras lo contemplaba, empezó a estrecharse
y a palidecer hasta que adquirió el aspecto de una bala. De repente cruzó la línea
de árboles y avanzó veloz cuesta abajo en dirección a ella. Despertó con la mano
sobre la boca y el mismo ruido, más tenue pero audible, en los oídos. Era el toro
rumiando bajo su ventana. El señor Greenleaf lo había soltado.
Se levantó, caminó a oscuras hacia la ventana y miró entre
dos tablillas de la persiana, pero el toro se había alejado de los setos y al principio
no lo vio. Después atisbó una forma pesada a cierta distancia, inmóvil, como si
la observara. “Es la última noche que soporto esto”, dijo la mujer, y siguió la
sombra de hierro hasta que se alejó en la oscuridad.
A la mañana siguiente esperó hasta las once en punto.
Entonces subió al coche y fue hasta el establo. El señor Greenleaf estaba limpiando
las cubetas de la leche. Había dejado siete fuera de la sala de ordeñar, para que
les diera el sol. La señora May llevaba dos semanas diciéndole que lo hiciera.
–Está bien, señor Greenleaf. Vaya por la escopeta. Vamos
a matar el toro.
–Creí que quería usté que limpiara…
–Vaya a buscar la escopeta, señor Greenleaf –repitió la
señora May con la voz y el rostro inexpresivos.
–Ese caballero se escapó ayer por la noche –murmuró apesadumbrado,
y siguió limpiando la cubeta que tenía en las manos.
–Vaya a buscar la escopeta, señor Greenleaf –dijo ella
con la misma voz inexpresiva y triunfal–. El toro está en el prado con las vacas.
Lo vi desde mi ventana. Lo llevaré a usté en el coche y lo podrá matar en el prado
vacío de al lado.
El señor Greenleaf se apartó lentamente de la cubeta.
–¡Naide m’ha pedío jamás que mate el toro de mis propios
hijos! –dijo con voz aguda y desagradable. Se sacó un trapo del bolsillo trasero
y empezó a secarse las manos enérgicamente, y después la nariz.
La señora May volteó como si no lo hubiera oído y dijo:
–Lo espero en el coche. Vaya a buscar la escopeta.
Se sentó en el coche y observó cómo se dirigía con paso
airado al cobertizo donde guardaba la escopeta. Después de que entrara en él se
oyó un gran estrépito, como si hubiera apartado de una patada algo de su camino.
Volvió a salir con el arma, rodeó el vehículo por detrás, abrió la portezuela de
un tirón y se dejó caer en el asiento al lado de ella. Se colocó la escopeta entre
las rodillas y miró al frente. “Le gustaría matarme a mí en lugar de al toro”, pensó
ella, y volteó para que no la viera sonreír.
La mañana era seca y clara. La señora May condujo medio
kilómetro por el bosque y llegó a un claro donde los campos de cultivo flanqueaban
el estrecho camino. La exaltación de haber logrado que se hiciera su voluntad había
aguzado sus sentidos. Los pájaros trinaban por todas partes, el brillo de la hierba
era cegador y el cielo tenía un azul uniforme y punzante.
–Ha llegao la primavera –dijo con alegría.
El señor Greenleaf movió un músculo cerca de la boca como
si pensara que era el comentario más estúpido que jamás había oído. Cuando la señora
May detuvo el coche ante la valla del segundo prado, él bajó precipitadamente y
dio un portazo. Abrió la verja y ella entró con el coche. El señor Greenleaf la
cerró y volvió a desplomarse en el asiento, sin pronunciar palabra, y ella dio una
vuelta por el prado hasta ver el toro. Estaba en el centro y pastaba tranquilamente
entre las vacas.
–Ese caballero lo está esperando –dijo ella lanzando una
mirada maliciosa al perfil furioso del señor Greenleaf–. Oblíguelo a entrar en el
prado de al lao y cuando lo tenga dentro yo iré detrás en el coche y cerraré yo
misma la valla.
El señor Greenleaf volvió a bajar del coche y esta vez
dejó la puerta abierta a propósito, para que ella tuviera que inclinarse sobre el
asiento a cerrarla. La señora May lo observó sonriendo mientras cruzaba el prado
en dirección a la valla que había del otro lado. Daba la impresión de que se impulsaba
hacia delante con cada paso y luego se refrenaba como si estuviera conjurando alguna
fuerza para que fuera testigo de lo que se le obligaba a hacer.
–Al fin y al cabo –dijo ella en voz alta, como si él todavía
estuviera en el coche–, son sus propios hijos los que l’obligan a hacer esto, señor
Greenleaf.
Lo más probable era que O. T. y E. T. estuvieran desternillándose
de risa en ese momento. Oía sus voces nasales e idénticas decir: “Hemos obligao
a papá a matarnos el toro. Es tan ignorante que cree que va matar un toro estupendo.
¡Le va dar un patatús por tener que matarlo!”.
–Si los muchachos lo quisieran un poco, señor Greenleaf,
habrían venío a recoger el toro. No esperaba esto d’ellos.
El señor Greenleaf estaba dando un rodeo para abrir primero
la valla. El toro, una forma oscura entre las vacas manchadas, no se movió. Mantenía
la testuz baja y no dejaba de comer. El señor Greenleaf abrió la valla y retrocedió,
dando otro rodeo, para acercarse al toro por detrás. Cuando estuvo a unos dos metros,
empezó a agitar ambos brazos. El animal levantó la cabeza con indolencia y volvió
a bajarla para seguir comiendo. El señor Greenleaf se agachó a recoger algo y lo
lanzó con fuerza contra el toro. La señora May dedujo que debía tratarse de una
piedra afilada, pues el toro dio un salto y empezó a trotar hasta desaparecer al
otro lado de la colina. El señor Greenleaf lo siguió tranquilamente.
–¡No crea que lo va perder! –le gritó ella, y puso el
coche en marcha para atravesar el prado. Tuvo que conducir lentamente porque el
terreno formaba terrazas y, cuando alcanzó la valla, el señor Greenleaf y el toro
habían desaparecido. El prado era más pequeño que el anterior, un redondel verde,
rodeado casi por completo por el bosque. Bajó del coche, cerró la valla y se quedó
mirando en busca de alguna señal del señor Greenleaf, pero había desaparecido por
completo. Comprendió enseguida que su plan era perder el toro en el bosque. Un rato
después, lo vería salir por algún punto de aquel círculo de árboles y acercarse
cojeando y al llegar ante ella diría: “Si es usté capaz d’encontrar a ese caballero
en el bosque, me quito el sombrero”. Y ella pensaba decir: “Señor Greenleaf, aunque
tenga que andar por este bosque con usté toa la santa tarde, vamos a encontrar el
toro y a matarlo. Lo matará, aunque yo tenga que apretar el gatillo por usté”. Cuando
él viera que la cosa iba en serio, volvería al bosque y le dispararía al toro.
Subió de nuevo al coche y lo llevó hasta el centro del
prado para que él no tuviera que andar tanto cuando saliera del bosque. Lo imaginaba
en aquellos momentos sentado en un tocón haciendo dibujos en el suelo con un palo.
Decidió que esperaría exactamente diez minutos. Luego empezaría a tocar la bocina.
Bajó del coche y paseó un poco, después se sentó en la defensa delantera para descansar
y esperar. Estaba agotada. Apoyó la cabeza contra el capó y cerró los ojos. No comprendía
por qué estaba tan cansada a aquellas horas de la mañana. A través de los ojos cerrados
sentía el sol, rojo y ardiente sobre su cabeza. Volvió a abrirlos ligeramente, pero
la luz blanca la obligó a cerrarlos de nuevo.
Estuvo un rato recostada sobre el capó preguntándose,
medio dormida, por qué estaba tan cansada. Con los ojos cerrados no pensaba en el
tiempo como algo dividido en días y noches, sino en pasado y futuro. Decidió que
estaba cansada porque llevaba quince años trabajando sin parar. Decidió que tenía
todo el derecho a estar cansada y a descansar unos minutos antes de volver al trabajo.
Ante cualquier tribunal, podría decir: “He trabajao, no me he refocilao”. En aquel
mismo instante, mientras ella recordaba toda una vida de trabajo, el señor Greenleaf
perdía el tiempo en el bosque y la señora Greenleaf seguramente estaba tumbada en
el suelo, dormida sobre su agujero lleno de recortes de periódico. Con los años
la mujer había empeorado y ahora la señora May temía que se hubiera convertido de
veras en una demente. “Me temo que su esposa ha dejao que la religión la trastorne
–le había dicho en cierta ocasión con mucho tacto al señor Greenleaf–. Las cosas
deben hacerse con moderación”.
“Una vez curó a un hombre que tenía media tripa comida
por los gusanos”, había respondido el señor Greenleaf, y ella había volteado, muerta
de asco. Pobres diablos, pensó ahora, qué simples eran. Se adormiló unos segundos.
Cuando volvió a incorporarse y consultó el reloj, habían
pasado más de diez minutos. No había oído ningún disparo. Se le ocurrió otra idea:
¿Y si el señor Greenleaf hubiera hostigado al toro tirándole piedras y el animal
se hubiera vuelto contra él ensartándolo contra un árbol de una cornada? La ironía
de la situación se hizo más profunda: O. T. y E. T. contratarían a un picapleitos
sin escrúpulos y le pondrían una demanda. Sería un final digno de sus quince años
con los Greenleaf. Pensó en ello casi con placer, como si hubiera dado con el final
perfecto de una historia que estuviera contando a sus amigas. Luego desechó la idea,
porque el señor Greenleaf tenía una escopeta y ella un seguro.
Decidió tocar el claxon. Se levantó e introdujo el brazo
por la ventanilla del coche y tocó tres bocinazos largos y dos o tres más cortos,
para hacerle saber que se impacientaba. Después volvió a sentarse sobre la
defensa.
Unos minutos más tarde algo surgió de la línea de árboles,
una sombra negra y pesada que agitó la cabeza varias veces y avanzó hacia ella.
Vio que era el toro. Cruzaba el prado con un trote lento, jubiloso, bamboleante,
como si se alegrara muchísimo de encontrarla de nuevo. Ella miró más allá del animal
para ver si el señor Greenleaf lo seguía, pero no era así.
–¡Está aquí, señor Greenleaf! –gritó, y miró hacia el
otro lado del prado para ver si salía del bosque, pero no había rastro de él por
ninguna parte. Volteó y vio que el toro, con la cabeza baja, corría hacia ella.
Se quedó muy quieta, no presa del miedo, sino de una incredulidad paralizadora.
Miró fijamente aquella estela negra y violenta que corría hacia ella como si hubiera
perdido el sentido de la distancia, como si de pronto no pudiera adivinar cuál era
la intención del animal, y el toro ya había sepultado la cabeza en su regazo, como
un amante loco y atormentado, antes de que la expresión de ella cambiara. Un cuerno
se hundió hasta clavársele en el corazón y el otro le rodeó el costado aprisionándola
en un abrazo irrompible. La señora May seguía con la mirada fija al frente, pero
el paisaje que se extendía ante ella había cambiado, la línea de los árboles era
una herida oscura en un mundo donde sólo había cielo, y su mirada era la de una
persona que recupera la vista de golpe y encuentra la luz insoportable.
El señor Greenleaf corría hacia ella, con la escopeta
en alto, y la señora May lo vio venir, aunque no miraba en aquella dirección. Vio
que se acercaba desde el borde de un círculo invisible, mientras la línea de árboles
se abría como una boca; no parecía haber nada bajo sus pies. Disparó cuatro veces
contra el ojo del toro. Ella no oyó los disparos, pero sintió el temblor del enorme
cuerpo mientras se derrumbaba arrastrándola a ella sobre su cabeza, de modo que,
al llegar el señor Greenleaf, parecía que la mujer estuviera susurrando una última
revelación al oído del animal.
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