H. G. Wells
La
canoa estaba acercándose ahora a tierra firme. La bahía se abría, y un
intervalo en el blanco oleaje del arrecife indicaba el lugar por donde el
pequeño río desembocaba en el mar. La zona de verde más espesa y profunda del
bosque virgen delataba su curso bajando desde la distante ladera montañosa.
Aquí el bosque casi llegaba hasta la playa. A lo lejos se levantaban las
montañas de textura oscura y semejantes a nubes, como si fueran olas
repentinamente heladas. El mar estaba en calma salvo por un oleaje casi
imperceptible. El cielo resplandecía. El hombre del pequeño remo tallado a mano
se detuvo.
–Debe de estar en algún sitio por aquí.
Puso el remo en la embarcación y estiró los brazos
directamente delante de él. El otro hombre había estado en la parte delantera
de la canoa escudriñando minuciosamente el terreno. Tenía en su rodilla una
cuartilla de papel amarillento.
–Ven a ver esto, Evans.
Los dos hablaban bajo y tenían los labios duros y
secos. El que se llamaba Evans vino tambaleándose por la canoa hasta que pudo
mirar por encima del hombro de su compañero. El papel tenía el aspecto de un
tosco mapa. De tanto doblarlo estaba tan arrugado y gastado que se rompió, y el
otro hombre sostuvo los descoloridos fragmentos por donde se habían roto. Sólo
se podía descifrar de forma borrosa, a lápiz casi borrado, el contorno de la
bahía.
Aquí –dijo Evans– está el arrecife, y aquí está el
hueco –deslizó la uña del pulgar por el dibujo–. Esta línea curva y torcida es
el río. ¡Qué bien me vendría un trago ahora! Y esta estrella es el sitio.
–¿Ves esta línea de puntos? –dijo el que tenía el
mapa–. Es una línea recta y va desde la abertura en el arrecife hasta un grupo
de palmeras. La estrella está justo donde corta al río. Tenemos que señalar el
sitio cuando entremos en la laguna.
–Es extraño –comentó Evans tras una pausa–. ¿Para qué
están estas pequeñas marcas aquí abajo? Parece el plano de una casa o algo así,
pero no tengo ni idea de qué puedan significar todas esas rayitas por aquí y
por ahí. ¿En qué está escrito?
–En chino –dijo el hombre con el mapa.
–Por supuesto. Era chino –recordó Evans.
–Todos eran chinos –subrayó el del mapa.
Los dos se sentaron durante unos minutos clavando la
vista en tierra mientras la canoa se movía suavemente a la deriva. Luego Evans
miró hacia el remo.
–Es tu turno con el remo, Hooker –le dijo.
Su compañero plegó tranquilamente el mapa, lo puso en
el bolsillo, pasó a Evans con cuidado y comenzó a remar. Sus movimientos eran
lánguidos, como los de alguien casi sin fuerzas.
Evans estaba sentado con los ojos medio cerrados
observando el espumoso rompeolas de coral que se aproximaba cada vez más. El
cielo estaba ahora como un horno porque el sol se hallaba cerca del cenit.
Aunque estaban tan cerca del tesoro no sentía la exaltación que habían
previsto.
La intensa excitación de la lucha por el plano y el
largo viaje nocturno desde el continente en la canoa sin provisiones –para usar
su propia expresión– le habían quitado toda la emoción. Había intentado
levantar la moral pensando en los lingotes de los que habían hablado los
chinos, pero su mente no se concentraba en ello y volvía tercamente a la idea
de agua dulce haciendo rizos en la superficie del río y a la casi insoportable
sequedad de los labios y la garganta. El rítmico batir del mar sobre el
arrecife se hacía ahora audible y le proporcionaba un sonido agradable en los
oídos; el agua batía el costado de la canoa y el remo goteaba entre cada golpe.
Al poco empezó a quedarse adormilado.
Era todavía borrosamente consciente de la isla, pero
una extraña textura onírica se entremezclaba con sus sensaciones. Una vez más
volvía a la noche en que él y Hooker habían descubierto el secreto del chino.
Vio los árboles iluminados por la luna, la pequeña hoguera ardiendo y las
negras figuras de los tres chinos, plateados de un lado por la luz de la luna y
dorados por el otro con el resplandor de la hoguera, y los oyó hablar en el
inglés chapurreado en China, pues venían de distintas provincias. Hooker fue el
primero en captar la marcha de la conversación y lo había hecho escuchar.
Algunos fragmentos de la conversación eran inaudibles y otros incomprensibles.
Un galeón español procedente de las Filipinas desesperadamente encallado y su
tesoro enterrado hasta que pudieran volver por él era el trasfondo de la historia;
la tripulación del naufragio diezmada por la enfermedad, una pelea o así y la
necesidad de disciplina y finalmente la vuelta a los barcos sin que nunca más
se volviera a oír hablar de ellos. Después Chang-hi, hacía de eso sólo un año,
vagando por la playa se había topado por casualidad con los lingotes escondidos
durante doscientos años, había desertado de su junco, y los había vuelto a
enterrar con infinito esfuerzo él solo, pero con mucha seguridad. Puso mucho
énfasis en lo de la seguridad, era un secreto exclusivamente suyo. Ahora lo que
quería era ayuda para volver y exhumar los lingotes. Pronto apareció el pequeño
mapa y las voces se apagaron. Una buena historia para que la oyeran dos
desocupados calaveras británicos.
El sueño de Evans pasó al momento en que tenía la
coleta de Chang-hi entre las manos. La vida de un chino apenas si es sagrada
como la de un europeo. La astuta carita de Chang-hi, primero penetrante y
furiosa como una serpiente espantada, y después terrible, traicionera y
miserable, se destacó abrumadoramente en el sueño. Al final Chang-hi había
puesto una sonrisa burlona, la mueca más incomprensible y sobrecogedora.
Bruscamente las cosas se pusieron muy desagradables, como sucede a veces en los
sueños. Chang-hi farfulló y lo amenazó. Vio en el sueño montones y montones de
oro y a Chang-hi interponiéndose y luchando por retenerlo en su poder. Cogió a
Chang-hi por la coleta, ¡qué grande era el bruto amarillo! ¡Y cómo luchaba y se
reía! ¡Y además seguía creciendo y creciendo! Luego los relucientes montones de
oro se convirtieron en un horno rugiente, y un enorme diablo de un sorprendente
parecido con Chang-hi pero con un inmenso rabo negro comenzó a echar carbón. Le
quemaron la boca horriblemente. Otro diablo gritaba su nombre: ¡Evans! ¡Evans!,
dormilón; o ¿era Hooker? Se despertó. Estaban en la boca de la laguna.
Ahí están las tres palmeras. Tiene que estar en línea
con esa mata de arbustos –dijo su compañero–. Fíjate bien. Si vamos hasta esos
arbustos y luego nos metemos en el bosque en línea recta desde aquí daremos con
ello cuando lleguemos al río.
Ya podían ver dónde se abría la boca del río. Al
verla, Evans revivió.
–¡Date prisa, hombre! –exclamó–, o por los cielos que
tendré que beber agua del mar.
Se mordió la mano y miró al destello de plata entre
las rocas y la verde espesura. Pronto volteó casi furioso hacia Hooker.
–Dame el remo –le dijo.
Y de ese modo alcanzaron la boca del río. Un poco más
arriba Hooker cogió un poco de agua en el hueco de la mano, la probó y la
escupió. Algo más arriba aún lo intentó de nuevo.
–Ésta servirá.
Y empezaron a beber con ansia.
–Maldita sea –dijo Evans bruscamente–. Esto es
demasiado lento –se inclinó peligrosamente por la parte delantera de la canoa y
comenzó a sorber el agua directamente con los labios.
Pronto terminaron de beber, y, acercando la canoa a
una pequeña cala, estuvieron a punto de desembarcar entre la maraña de plantas
que daba a la orilla.
–Tendremos dificultad en abrirnos paso a través de la
maleza hasta la playa para encontrar nuestros arbustos y seguir la línea hasta
el sitio –observó Evans.
–Sería mejor que rodeáramos remando.
Así que volvieron a meterse en el río y remaron de
nuevo hasta el mar, y por la costa hasta el lugar donde crecía la mata de
arbustos. Aquí desembarcaron, arrastraron la ligera canoa hasta lo alto de la
playa y luego subieron hacia el borde de la jungla hasta que pudieron ver la
apertura en el arrecife y los arbustos en línea recta. Evans había sacado de la
canoa una herramienta de los nativos. Tenía forma de L, y la pieza transversal
estaba armada con una piedra pulida. Hooker llevaba el remo.
–Ahora es todo recto en esta dirección –dijo–.
Tenemos que abrirnos camino por aquí hasta que demos con el río. Luego
tendremos que explorar el terreno.
Se abrieron camino por una tupida maraña de cañas,
anchas frondas, árboles jóvenes. Al principio el camino era muy pesado, pero
rápidamente los árboles se hicieron más grandes y, bajo ellos, el suelo se
aclaró. La sombra fresca sustituyó gradual e insensiblemente al ardor del sol.
Por fin los árboles se convirtieron en enormes pilares que, muy por encima de
sus cabezas, sostenían un verdoso dosel. Flores blancas y apagadas colgaban de
sus tallos y enredaderas como sogas se deslizaban de árbol a árbol. La sombra
se hizo más tupida. En el suelo hongos llenos de manchas y de incrustaciones de
color marrón rojizo se hicieron frecuentes. A Evans le dio un escalofrío.
–Después del fuego de fuera esto parece hasta frío.
–Espero que estemos manteniendo la línea recta –dijo
Hooker. Pronto vieron muy por delante un hueco en la sombría oscuridad por
donde blancos haces de calurosa luz solar penetraban en el bosque. Había
también hierba de un verde vivo y flores de colores. Luego oyeron el ruido del
agua.
Aquí está el río. Ya debemos estar cerca –dijo
Hooker.
La vegetación era espesa junto a la orilla del río.
Grandes plantas, todavía sin clasificar, crecían entre las raíces de los
gigantescos árboles y extendían rosetas de enormes abanicos verdes hacia las
franjas de cielo. Muchas flores y una enredadera de reluciente follaje se
agarraban a los expuestos tallos. Sobre las aguas de la amplia y tranquila
laguna que los buscadores de tesoros estaban ahora contemplando flotaban
grandes hojas ovales y una flor como de cera de color blanco rosado no muy
distinta a un nenúfar. Más allá, a medida que el río daba una curva alejándose
de ellos el agua de repente espumeaba y se volvía ruidosa en un rápido.
–¿Qué pasa? –dijo Evans.
–Nos hemos desviado algo de la línea recta –dijo
Hooker–. Era de esperar.
Se volvió a mirar las frescas sombras oscuras del
silencioso bosque que yacía tras ellos.
–Si andamos un poco por el río, arriba y abajo,
deberíamos encontrar algo.
–Tú dijiste… –empezó Evans.
–Dijo que había un montón de piedras –dijo Hooker.
Los dos hombres se miraron un momento.
–Intentémoslo primero corriente abajo –dijo Evans.
Avanzaron despacio mirando con avidez a su alrededor.
De repente Evans se detuvo.
–¿Qué diablos es eso?
Hooker siguió su dedo con la vista.
–Algo azul.
Se había hecho visible cuando coronaron la cima de
una suave protuberancia del terreno. Luego comenzó a distinguir qué era. Avanzó
bruscamente con apresurados pasos hasta que pudo ver el cuerpo al que
pertenecía aquella lánguida mano y el brazo. Apretó la herramienta con el puño.
Era la figura de un chino que yacía boca abajo. El abandono de la postura era
inconfundible. Los dos hombres se juntaron más el uno al otro y se quedaron
mirando en silencio al ominoso cuerpo muerto. Yacía en un claro entre los árboles.
Al lado estaba una pala del tipo chino y más lejos había un diseminado montón
de piedras junto a un hoyo recientemente excavado.
–Alguien ha estado aquí antes –dijo Hooker aclarando
la garganta.
Luego Evans empezó a jurar, a despotricar y a dar
patadas contra el suelo. Hooker se puso blanco, pero no dijo nada. Avanzó hacia
el cuerpo postrado. Vio que tenía el cuello hinchado y de color púrpura, y las
manos y los tobillos tumefactos.
–¡Puaf! –exclamó.
Se volvió bruscamente y fue hacia la excavación. Dio
un grito de sorpresa. Llamó a Evans, que lo seguía despacio.
–¡Tonto! No pasa nada. Todavía está aquí.
Luego se volvió de nuevo a mirar al chino muerto y
otra vez al hoyo. Evans se apresuró hacia el hoyo. Ya medio desenterradas por
el condenado infeliz yacían junto a ellos unas cuantas deslustradas barras
amarillas. Se agachó sobre el hoyo y, limpiando el suelo con las manos
desnudas, precipitadamente sacó una de las pesadas masas. Al hacerlo un pequeño
espino se le clavó en la mano. Sacó el delicado pincho con los dedos y levantó
el lingote.
–Sólo el oro o el plomo pueden pesar así –dijo
exultante.
Hooker estaba todavía pasmado mirando al chino
muerto.
–Se adelantó a sus amigos –dijo por fin–. Vino aquí
solo y alguna serpiente venenosa lo picó. Me pregunto cómo encontró el sitio.
Evans estaba de pie con el lingote en las manos. ¿Qué
importaba un chino muerto?
–Tendremos que llevar esto al continente poco a poco
y enterrarlo allí durante un tiempo. ¿Cómo lo trasportaremos hasta la canoa?
Se quitó la chaqueta, la extendió en el suelo y echó
en ella dos o tres lingotes. Pronto dio con otro pequeño espino que le había
perforado la piel.
–Esto es todo lo que podemos llevar –dijo, y luego,
con un extraño ataque de irritación, preguntó–: ¿Qué miras?
Hooker se volvió hacia él.
–No soporto… el cadáver –hizo un asentimiento con la
cabeza hacia el cuerpo muerto–. Se parece tanto a…
–¡Tonterías! –respondió Evans–. Todos los chinos son
iguales.
Hooker le miró a la cara.
–En todo caso voy a enterrarlo antes de echarte una
mano con…
–No seas tonto, Hooker. Deja que esa masa corrupta
siga su curso.
Hooker dudó y luego miró minuciosamente al pardo
suelo a su alrededor.
–No sé por qué, pero me da miedo.
–La cuestión es qué hacemos con estos lingotes. ¿Los
volvemos a enterrar por aquí o nos los llevamos en la canoa al otro lado del
estrecho?
Hooker pensó. Su pasmada mirada vagó por los altos
troncos arbóreos ascendiendo hasta el remoto dosel verde iluminado por el sol
sobre sus cabezas. De nuevo le dieron escalofríos cuando volteó hacia la figura
del chino. Miró inquisitivamente a las profundidades grises entre los árboles.
–¿Qué te pasa, Hooker? –exclamó Evans–. ¿Enloqueciste?
–En todo caso saquemos el oro de aquí –respondió
Hooker.
Cogió la chaqueta por la parte del cuello, Evans
sujetó el lado opuesto y levantaron el peso.
–¿Por dónde? –preguntó Evans–. ¿A la canoa?
–Es extraño –observó Evans cuando apenas habían
avanzado unos cuantos pasos–, pero todavía me duelen los brazos de remar.
¡Maldita sea! ¡Cómo me duelen! Tengo que descansar.
Bajaron la chaqueta hasta el suelo. Evans tenía la
cara blanca y gotitas de sudor le afloraban en la frente.
–Es sofocante, de todas formas, aquí en el bosque –y
a continuación, cambiando bruscamente a una ira irracional, exclamó–: ¿Para qué
vamos a esperar aquí todo el día? ¡Echa una mano, hombre! Desde que viste al
chino no has hecho más que perder el tiempo.
Hooker estaba mirando atentamente al rostro de su
compañero. Ayudó a levantar la chaqueta sobre la que iban los lingotes y
avanzaron en silencio unas cien yardas quizá. Evans empezó a respirar con
dificultad.
–¿El gato te comió la lengua?
–¿Qué te pasa? –replicó Hooker.
Evans tropezó y luego con una brusca maldición tiró
la chaqueta. Estuvo un momento de pie mirando a Hooker, y después dando un
gemido se llevó las manos a la garganta.
–No te acerques a mí –dijo, yendo a apoyarse contra
un árbol. Luego con voz más segura–: Estaré mejor en un minuto.
Pronto la fuerza con la que asía el tronco le falló y
se deslizó lentamente tronco abajo hasta que no fue más que un montón informe a
los pies del árbol. Tenía los puños apretados convulsivamente. El rostro se le
desfiguraba con el dolor. Hooker se le acercó.
–No me toques. No me toques –dijo Evans con voz
ahogada–. Vuelve a poner el oro encima de la chaqueta.
–¿No puedo ayudarte? –preguntó Hooker.
–Vuelve a poner el oro encima de la chaqueta.
Cuando Hooker cogió los lingotes sintió una pequeña
picadura en el pulpejo del pulgar. Se miró la mano y vio un espino delgado de
quizá unas dos pulgadas de largo. Evans dio un grito desarticulado y volteó al
otro lado. Hooker se quedó con la boca abierta. Miró al espino un momento con
los ojos como platos. Luego miró a Evans que ahora estaba hecho un ovillo sobre
el suelo con la espalda contrayéndose y extendiéndose espasmódicamente. Después
miró por los troncos de los árboles y el entramado de los tallos de las
enredaderas hasta donde todavía se podía ver claramente en la penumbra oscura y
gris el cuerpo del chino vestido de azul. Pensó en las rayitas en la esquina
del mapa y en un momento comprendió.
–¡Dios me ayude! –exclamó.
Los espinos eran similares a esos que los Dyak
envenenan y utilizan en sus cerbatanas. Ahora comprendía lo que significaba el
convencimiento de Chang-hi respecto de la seguridad de su tesoro. Ahora
comprendía la mueca de su rostro.
–¡Evans! –gritó.
Pero Evans estaba ahora mudo e inmóvil salvo por las
horribles contracturas espasmódicas de sus miembros. Un profundo silencio se
cernió sobre el bosque. Luego Hooker empezó a chupar furiosamente la pequeña
mancha amarilla en el pulpejo del pulgar. ¡A chupar por su vida! Pronto sintió
un dolor extraño como de agujetas en los hombros y los brazos, y doblaba los
dedos con dificultad. Entonces se dio cuenta de que chupar no serviría de nada.
Bruscamente se detuvo, y, sentándose junto al montón de lingotes con las manos
en la barbilla y los codos en las rodillas, miró al cuerpo de su compañero,
deformado, pero que todavía se movía. Le vino de nuevo a la mente la mueca de
Chang-hi. El dolor sordo se extendió hacia la garganta y lentamente se hizo más
intenso. Muy por encima de él una débil brisa agitó el verde dosel y los
pétalos blancos de alguna flor desconocida bajaron flotando por la penumbra.
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