Andrés Ibáñez
En la provincia del Río del
Norte se cuentan muchas historias de la mujer del bandido San. Algunos dicen que
era una hija de un recaudador de impuestos; otros aseguran que era de sangre noble,
lo cual no es probable. La mujer del bandido San se llamaba Camelia Blanca. La raptaron
los bandidos cuando casi era una niña, y se la llevaron con ellos a la Montaña de
la Nube (que para algunos es la montaña del alma), pasando por el desfiladero de
Qi, para presentársela al rey de los bandidos, el todopoderoso San. En total eran
cinco cautivos, Camelia Blanca, sus padres, una anciana criada y una doncella.
San estaba entonces
en la cúspide de su poder. Dominaba toda la región, y su fama se extendía sin cesar
a través de las llanuras, se filtraba por los pasos y los desfiladeros que atraviesan
las montañas, se deslizaba en las barcazas que fluyen río abajo, avanzaba pausada
pero imparable con las caravanas. El propio emperador estaba preocupado.
Camelia Blanca
no era especialmente hermosa. Era muy morena, muy delgada y huesuda, tenía ojillos
vivaces y brillantes, labios finos y secos. Incluso entonces, cuando casi era una
niña, la expresión de su rostro era ya desconfiada y arrogante. Todos los cautivos
se arrodillaron frente al bandido San, con la esperanza de salvar su vida. Todos
menos Camelia Blanca.
–Toca el suelo
con la frente, muchacha –le dijeron los alcaldes del bandido. Uno de ellos se acercó
para golpearla con la espada, pero el bandido le detuvo con un gesto.
–¿No me tienes
miedo? –le dijo a la niña.
–Sí –dijo ella,
que estaba temblando de pies a cabeza–. Pero sé que me vas a matar de todos modos.
Si muero mirando a la tierra, iré a los infiernos. Prefiero morir mirando al cielo.
El bandido soltó
una carcajada.
–Niña –le dijo–.
¿Tú crees en esas cosas? No existen ni el cielo ni el infierno.
–Eso ni tú ni yo
lo sabemos –dijo Camelia Blanca.
El bandido quedó
en silencio y se puso a rascarse la barba, signo de que estaba pensando profundamente.
La muchacha estaba allí frente a él, mirándole a los ojos, mientras los otros cautivos
seguían postrados en el suelo, con la frente tocando el polvo.
–¿Quieres salvar
tu vida? –preguntó el bandido–. Te perdonaré la vida si matas a los otros.
Camelia Blanca
rechazó la espada que le ofrecían y eligió una daga corta. Uno por uno fue matando
a los otros cuatro, pero antes de cortarles la garganta les decía que levantaran
el rostro y miraran al cielo, país de la garza y del halcón, morada de los inmortales.
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