Gonzalo Suárez
La pequeñez
humana es cosa probada. Los filósofos nos han hablado de ello.
No había ni un hombre, ni un animal, ni una planta,
ni una piedra.
La superficie era blanca, dura y resbaladiza.
Me enviaron a mí, para que investigara.
Soy un hombre de pocas palabras, pero tampoco tuve
ocasión de hablar con nadie. Hacía frío.
Mis primeras observaciones me llevaron a poder
afirmar, sin temor a errar, que: no soplaba viento.
Fue fácil proseguir la encuesta, puesto que ningún
obstáculo se interponía en mi camino. Me deslizaba sentado, manteniendo el
equilibrio con las palmas de las manos.
No se trataba de un tobogán, y a uno y otro lado
había espacios abiertos.
Me abstengo de describir sensaciones subjetivas.
Era como la luna, pero por dentro. O más bien una cáscara
de huevo. Producía vértigo mirar hacia arriba. Una gárgola monstruosa pendía
sobre mi cabeza.
Un monstruo metálico y babeante. Escupió, y me
aparté a tiempo.
Y casi caigo en el cráter de un volcán funcional.
Había agua, pero no vida.
Estas
impresiones quedaron consignadas en un largo informe redactado meticulosamente
de mi puño y letra, con anotaciones complementarias en los márgenes y al dorso.
Consciente de la responsabilidad que sobre mí
recaía, fui concienzudo. Y cuando di por terminada mi labor, salí de la taza
del lavabo.
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