Abelardo Castillo
Thar significa venganza. La literatura, hace unos años, quiso que yo recordara
haber leído esa palabra en un libro de Washington Irving; la vida, hace menos
de un mes, que la encontrara en el fondo de una mercería, en Jeppener.
La literatura, escribí; no es cierto. Fue
el encargo de redactar un cuento para la revista Vea y Lea, cuento,
según se me pidió, donde debía haber por lo menos un muerto. No pude
escribirlo, de eso me acuerdo. También me acuerdo de que no será éste. Esa vez
pensé que el Cercano Oriente –sus largos rencores, sus médanos sanguinarios–
era lo bastante exótico, alevoso y extranjero como para armar un buen relato de
autor nacional. Nunca fui imaginativo; pensé de inmediato en la Biblia, en una
poderosa aniquilación bíblica. Después pensé en los comunicados de la DAIA y de
la AMIA y elegí el Islam. Un odio entre familias me pareció lo mejor. La
anécdota era lo de menos; ya en el siglo XVI, Shakespeare ideó para todo uso el
odio tribal más ilustre. En mi historia, como también le pasaba a Shakespeare,
morían asesinados todos. Lo que nunca pude resolver fue un problema gramatical:
la ortografía castellana de la palabra Thar. Todavía la ignoro. La página de
Washington Irving donde aún hoy la sitúa mi memoria no dice Thar, dice: “La
venganza era casi un principio religioso entre ellos. Vengar la afrenta hecha a
un pariente era el deber de la familia, envolvía a menudo el honor de la tribu
entera y estas deudas de sangre abarcaban generaciones”. Mi traducción española
del Corán tampoco dice Thar, dice Talión. “Se os prescribe la Ley del Talión en
el homicidio: el libre por el libre, el esclavo por el esclavo, la mujer por la
mujer”. (Azora II, versículo 173). Y dice: “Persona por persona, ojo por ojo,
nariz por nariz, oreja por oreja, diente por diente: las heridas se incluyen en
el Talión. Quien dé como limosna el precio de la sangre, eso le servirá como
penitencia”. (Azora V, versículo 49). Lo cual me indujo a pensar que Alá es por
lo menos tan justo como Jehová, y que Thar y Talión son la misma cosa. En medio
de esta filología se fundió la revista Vea y Lea y yo creí librarme para
siempre de aquel cuento.
Nunca habría empezado a escribir éste de no
haber mediado Jeppener. O, más precisamente, el fondo de una mercería, en
Jeppener.
Debo decir que Jeppener existe. El mapa de
la provincia de Buenos Aires lo sitúa en la línea del Ferrocarril Roca, entre
Brandsen y Altamirano. Algún lector de buena memoria tal vez lo relacione con
cierto recuadro policial del 27 de julio. Localidad, decían los diarios, y es
un caserío polvoriento donde siempre es la hora de la siesta y chicos
pensativos hacen bogar barquitos de papel en los zanjones. La mercería que digo
está a la derecha del ferrocarril, viniendo de la Capital, a una cuadra de la
estación. Su dueño pasaba por ser turco y el vecindario lo llamaba Alí. La
cariñosa soledad de unos primos me llamó a Jeppener; la dificultad de Alí para
escribir en argentino, a su trastienda. Ya no recuerdo la carta que redacté esa
primera tarde –algún pedido de trencillas, de sedalinas–; recuerdo, en cambio,
una espada sarracena colgando descomunalmente de una pared. Grabada en la hoja,
reconocí la palabra perdida: la adiviné, misteriosa y amenazante, dibujada en caracteres
semíticos. Ignoro demasiados idiomas como para preocuparme por no leer árabe.
Me preocupa mucho más lo que en ese momento sucedió. He dicho que reconocí la
palabra o la adiviné; debería admitir que la leí: Thar. El viejo turco, que por
supuesto era árabe y tendría unos ochenta años, me contó la historia de la
espada.
–Fue –dijo– de Umar ibn Yadir.
Después habló las cosas que yo quiero
referir ahora. Su relato se rompía en el tiempo; restaurar sus partes y
olvidarme de la pronunciación de Alí son los únicos méritos que me atribuyo.
Donde el mercero decía: “Ostié lo sabi”, yo escribiré: “Usted lo sabe”, y no
estoy seguro de obrar bien. En todo lo demás, esta versión será mucho más pobre
que la del viejo. Oyéndolo debí comprender que Alí pudo gozar en este mundo de
un destino mejor que su mercería de Jeppener, en lo más perdido de Sudamérica,
en la Argentina; el solo hecho de ver su mano junto a la empuñadura de la
cimitarra debió bastar para que me diera cuenta. También debí recordar en qué
fecha huyó Mahoma hacia Medina (y qué le pasó al calendario), Mahoma, a quien
el mercero nombraba Muhammad o Mohamed y al que, sin cambiarle la voz, calificaba
asombrosamente de perro parido por el culo o de joya rutilante entre las
estrellas de Alá. Ya confesé que mayormente me falta imaginación; oyendo al
viejo, casi descubro que también me falta grandeza. De puro mezquino, lo
imaginé lugarteniente o segundón de algún jeque, bárbaro guardaespaldas de
algún bárbaro señor poblado de mujeres, petróleo y anteojos ahumados. Me
equivoqué. La espada sarracena, pensé, sería el recuerdo de un salvaje y
dichoso patrón de Alí. También me equivoqué.
La historia termina días pasados pero
empieza hace siglos. Hubo, mucho antes de nacer Mahoma, en tiempos que los
copistas musulmanes llaman los Días de la Ignorancia, en la montañosa Hedjaz, una
raza temible por su estatura y por su orgullo: la gigantesca raza de Thamud.
Idólatras, el viejo sabía que ya habitaban la Tierra en edad de los Patriarcas
y que la sumieron en el escándalo y el error. El Misericordioso les envió
entonces un varón santo que se llamaba Saleh e hizo brotar de la roca viva una
camella con cría. El concluyente milagro, sin embargo, redimió sólo a una parte
de la tribu: la otra, descogotó a la camella. “Antes”, me detalló el viejo, “la
habían atado a una especie de palenque”; después, un gran alarido partió el
cielo, empezó a tronar, cayeron rayos y meteoros sobre los herejes y, en el acto,
mordiendo la tierra, todos rodaron por el suelo. Me he documentado: la
tradición afirma que todos estaban muertos; el viejo Alí discrepa acá con los
historiadores. Irving, Weil, Abulfeda, se figuran éticamente que sólo los
conversos sobrevivieron a la maldición de Alá y que allí nació el Islam. El
mercero es más razonable: No todos los Grandes Antiguos, me aseguró, fueron
aniquilados ese día. Por eso una de las tribus de la raza de Thamud se partió
en dos bandos; en el medio quedó el odio. Y el Thar.
Como es natural, hay en la historia un
protagonista desventurado (el desventurado Umar ibn Yadir, a quien yo creí
cobarde pues no entendió el oráculo del agua) y hay una consigna tribal que,
arrancando de sus juegos a los primogénitos, los iniciaba en la edad viril.
–Cuando un varón navegue su espada en la
maldita sangre de un bastardo, hijo de chacal y de perra, dormirán los que
purgan vigilia bajo la arena –dice.
La obediencia de esa gente no fue menos
espantosa que su maldición. El viejo me habló de caballos arrasando durante
siglos las tiendas de una y otra tribu. El fuego, con el que sólo mata Alá, fue
combatido con la degollación, y el odio desparramó sangre y ceniza árabes por
el desierto y por el viento. Cuando nació Umar, su abuelo Selim fraguó él mismo
una cimitarra, engarzó su empuñadura de piedras y grabó en su hoja: Thar.
–Esta espada.
Y la voz del mercero de Jeppener retumbó.
Había descolgado el arma; sobre la pared
quedó en el polvo el dibujo preciso de una medialuna. Y yo sentí aquel vínculo
que ya dije, no sé qué secreta relación de causa y efecto entre el puño del
viejo y la empuñadura. Cuando el viejo volvió a colgar la cimitarra, miré su
mano: me pareció inconclusa, mutilada.
En blandas tardes de Jeppener, en siestas
sonoras de torcacitas, oí el resto de la historia. Supe que Umar no fue
terrible: fue desdichado. El mes pasado comprendí que tampoco había sido
cobarde. Y ahora, mientras releo mis borradores, veo que se produce en la
historia algo así como un mínimo milagro. Se dio mientras Alí me relataba una cabalgata,
que yo escribiré un poco más adelante. El arbitrario castellano del mercero,
alterando tiempos verbales y géneros, armó este espejismo:
–Y Umar galopó, don Castillo, y llegué a
Damman bajo un luna de sangre.
De donde resulta que la Luna es varón y que
un hombre sale al galope y cuando llega es otro.
Umar ibn Yadir nació en el año 1260. Cuando
escuché esto entendí que el viejo Alí jamás podría haber sido su lugarteniente,
a menos que yo estuviera hablando con su ánima o con un anciano de setecientos
años. De todos modos, pregunté cautelosamente:
–Cuántos años tenés, Alí.
–Ochenta –dijo.
Me tranquilicé y él comenzó a recordar
recuerdos de hace siete siglos. El padre de Umar, me dijo el viejo, se juntó de
muy joven con una muchacha misteriosa y bella; al regreso de un viaje a Omán la
trajo con él, robada (pero ella quiso ser robada) y nadie conoció nunca su
origen. La chica está preñada y se llama Yasmín. En la historia hay ahora vestidos
multicolores, panderos y danzas: bajo el ancho plenilunio del desierto la tribu
celebra el nacimiento de Umar. Ésa es la noche que se conoce como Noche de la
Degollación. Porque entre los cantos se oirán galopes; finas patas irrumpen
tumultuosamente en la madrugada de la fiesta. Yasmín es muerta en la misma cama
de donde, un segundo antes, Selim, abuelo de Umar, levantaba en brazos al
chico. Una cimitarra cae en la frente del abuelo, quien nunca se repondrá de
aquella herida pero que ahora alcanza a huir con el recién nacido contra el
pecho. A plena luna, bajo el más hermoso de los cielos creados por Alá, el
Clemente, las dos tribus se atropellan a muerte y los caballos que se pechan en
la penumbra, sienten, empavorecidos, el vacío sin peso de la montura degollada.
Según el viejo, más de quinientos caballos sintieron lo mismo esa noche. Quizá
fue una exageración; pero sí es cierto que el exterminio fue meticuloso y
parejo. Al amanecer, el padre de Umar plantó en el pecho del último hereje la
lanza patriarcal y lo dejó clavado en el piso a las puertas de su tienda, y ahí
mismo expiró, bendiciendo a Mahoma y a Saleh.
–Se había cumplido el Thar –dije yo con
estupidez.
El viejo mercero de Jeppener me miró con
fatiga; antes había levantado sus ojos hacia la espada sarracena.
Dijo que no.
Umar y su abuelo Selim creyeron durante
mucho tiempo, como yo, que la antigua profecía (cuando un varón navegue su
espada en la maldita sangre del último bastardo, hijo de chacal y de perra) se
había cumplido durante la Noche de la Degollación. Pero un hombre jadeante, un mensajero,
se arrodillará una tarde junto al lecho donde el viejo abuelo Selim agoniza de
la herida que recibió veinte años atrás, y también dirá que no, que todavía no.
Lejos, en la fantástica Damman, vive un hombre casi centenario, el último de la
tribu inmunda que no siguió a Saleh. La bondad y la previsión de Alá lo
hicieron longevo; de otro modo, Umar no habría crecido lo suficiente como para
degollarlo, debió pensar el abuelo Selim. Selim ahora llama a su lado a Umar.
Lo llama hasta su cama como en los buenos tiempos en que le contaba la hermosa
historia de Borak, la yegua alada, y del zafiro que los efrits robaron de la Caaba;
pero Umar, que llega, no es el chico atónito que escuchaba apólogos ejemplares,
sino un hombre sombrío y poderoso que acaba ciñéndose la espada de los
primogénitos y que se puebla de odio.
–Y Umar cabalgó, don Castillo –dijo el
mercero, equivocando los tiempos de verbo y haciendo varón a la luna–, y llegué
a Damman bajo un luna de sangre.
Porque hay en la historia una cabalgata
nocturna sobre arenales sin término que tienen la forma y el color de los
sueños, y hay, entre las sombras, antepasados clamorosos de venganza, que
galopan junto a Umar. Hay, por fin, al fondo de una calle donde se oyen los
balidos de un matadero y las voces nasales de los cantores ambulantes, una casa
blanca en forma de herradura, con muchas habitaciones que dan a un patio
cuadrado. Umar, me dijo el viejo, nunca había estado en esa ciudad, pero sintió
en el corazón que reconocía los maceteros de arcilla, las rosas, el rosedal de
alambre. La casa estaba abierta y vacía, como si lo esperara. En una de las
habitaciones vio un cuerpo. Ya no era un hombre, era un muñeco horrendo con los
ojos fulminados por los mediodías del desierto y la piel transparente por la
edad. Umar invocó su odio y a sus muertos, y, por miedo de ceder a la piedad,
voleó a ciegas su espada sobre la cabeza que yacía entre las almohadas. Lo detuvo
una voz.
–No –dijo la voz, desde allá abajo. En este
punto del relato hay dos sorpresas. Una, hace muchos años, en Arabia: la
sorpresa y seguramente el terror de Umar ibn Yadir. La otra, en la Argentina,
no hace un mes: la del viejo mercero Alí. Porque yo le dije que adivinaba el resto.
Recordaba otras historias y lo adiviné; al viejo sólo pude explicarle que mi
oficio era inventar cuentos (recordarlos, como todos), y él me preguntó si
escribiría éste. Le dije que siguiera.
–Tu madre no era musulmana –dijo el anciano
ciego: su voz era inesperadamente firme, inesperadamente sonora–. Tu madre era
mi hija, creyente de la vieja fe como yo, como todos los de mi sangre, y mi sangre
está en guerra con Muhammad, el impostor, desde antes que el Islam naciera,
desde que descogotamos la camella de Salen. Un beduino, corazón de chacal, la
sedujo y la robó una noche, el perro de tu padre, hijo del impío Selim, que el
cielo los maldiga. Pero Umar es mi sangre, puesto que nació del vientre de mi
hija; y yo te impongo el Thar.
El brazo de Umar ya no caerá sobre la
cabeza del abuelo, quien sonríe en la muerte porque el nieto ha salido al patio
de las rosas a consultar la noche.
Una hora más tarde, Umar volverá a entrar,
pondrá su mano en la frente del cadáver y le dirá a un cadáver que descanse en
paz.
Los arenales de regreso, como los de la
ida, son un mal sueño. Sólo que ahora la inútil espada del Thar ha sido
condenada a no envainarse y los fantasmas vengativos pertenecen a dos tribus.
Sin nadie a quien matar ni de quien vengarse, Umar consulta a una hechicera. La
vieja quema unas hierbas y da unos gritos, inquiriendo al misterio un final
adecuado para la historia. No hay final. Los que claman bajo la arena, dice el humo,
todavía no descansan. La vieja mira las brasas y habla:
–El agua prevalece sobre el fuego. La
respuesta está en el mar o no hay respuesta.
Lo que sigue sucedió en Yedda, junto al
mar, una noche del año 1290. Acosado por sus muertos, Umar ibn Yadir miraba el
agua; después, bruscamente, miró los barcos. Esa misma noche abandonó Arabia
para siempre.
A partir de ese momento la cimitarra
empezará a viajar en el tiempo hasta llegar a la pared de la casa de un hombre
que, en 1972, será mercero en un oscuro pueblito argentino y estará hablando
conmigo, contándome esta historia.
–La va a escribir –me dijo el viejo, la
última tarde.
–Cómo era el mar aquella noche –pregunté.
–Calmo. Había luna.
–Umar, qué hacía.
El viejo tardó un rato en contestar. El
tono de su voz se contradecía un poco con el sonido de sus palabras. Ostié lo
sabi, dijo.
–Usted lo sabe. Se miraba en el agua.
En el crepúsculo de la mercería, se oyó el
pitido del último tren de la tarde. Me despedí. Cuando salía, el mercero me
tomó de la manga. No me pareció un gesto cordial.
Me preguntó si yo creía que Umar había sido
cobarde. No le dije que no.
–No sé –le dije–. Creo más bien que no
entendió la maldición de su tribu. La noche de 1290 tampoco entendió la orden
del mar. La respuesta del agua no eran los barcos, era su cara. El último
Thamud y el bastardo hijo de chacal y de perra no eran dos hombres, eran uno: era
él.
En el tren a Buenos Aires yo pensaba en los
ojos del viejo Alí. La penúltima mirada que le recuerdo fue de odio; la última,
de felicidad.
Y ahora debo escribir el verdadero final de
la historia. Umar no era cobarde. Lo encontraron muerto por su propia mano,
clavado en su cimitarra, el mismo día en que comprendió quién era. El destino
impuso una noche de luna que Umar viajase lejos para que el piso donde afirmaría
la empuñadura no fuese de arena inconsistente, para que fuera un patio de
tierra, en Sudamérica, en la Argentina. Umar era el viejo Alí. Y ahora yo no sé
si el lector aceptará que esta dudosa muerte de cuento tenga algo que ver con
esa otra del 27, en Jeppener, donde “misteriosas circunstancias”, decían los
diarios, “rodeaban el hecho”. Nadie que conozca los artificios de que se vale
la ficción (una verdad, entre muchas trampas y mentiras) será tan simple o tan
curioso como para ver si es posible vincular dos muertes, una en el año 1340,
otra en 1972, en la segunda de las cuales se habló de un escritor nacional “vinculado
al suceso, por ser una de las últimas personas que habló con el occiso”, donde
la palabra suceso significa que un hombre apareció muerto en un patio de
Jeppener, y donde la palabra occiso es pronombre de Ornar Jadir (“alias el
turco Alí”), árabe de ochenta años, soltero, naturalizado argentino, como
recogen con idéntico error en el nombre, idéntica omisión del patronímico e
idéntico mal gusto en el paréntesis, los vespertinos del 27. Umar ibn Yadir,
debieron escribir, raza de jeques, de quien yo digo que ya no clamará bajo la
tierra, que cumplió el Thar y que Dios lo ha perdonado. Umar ibn Yadir, que
murió en el año 1340 de la Hégira, o, para decirlo con exactitud, que conoció
la lúcida felicidad de matarse en la noche del 27 de julio de 1972, según
nuestro calendario.
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