Julio Cortázar
Esperar,
lo decían todos, hay que esperar
porque nunca se sabe en casos así, también el doctor Raimondi, hay que esperar,
a veces se da una reacción y más a la edad de Mecha, hay que esperar, señor
Botto, sí doctor pero ya van dos semanas y no se despierta, dos semanas que
está como muerta, doctor, ya lo sé, señora Luisa, es un estado de coma clásico,
no se puede hacer más que esperar. Lauro también esperaba, cada vez que volvía
de la facultad se quedaba un momento en la calle antes de abrir la puerta,
pensaba hoy sí, hoy la voy a encontrar despierta, habrá abierto los ojos y le
estará hablando a mamá, no puede ser que dure tanto, no puede ser que se vaya a
morir a los veinte años, seguro que está sentada en la cama y hablando con
mamá, pero había que seguir esperando, siempre igual m’hijito, el doctor va a
volver a la tarde, todos dicen que no se puede hacer nada. Venga a comer algo,
amigo, su madre se va a quedar con Mecha, usted tiene que alimentarse, no se
olvide de los exámenes, de paso vemos el noticioso. Pero todo era de paso allí
donde lo único que duraba sin cambio, lo único exactamente igual día tras día
era Mecha, el peso del cuerpo de Mecha en esa cama, Mecha flaquita y liviana,
bailarina de rock y tenista, ahí aplastada y aplastando a todos desde hacía
semanas, un proceso viral complejo, estado comatoso, señor Botto, imposible
pronosticar, señora Luisa, nomás que sostenerla y darle todas las chances,
a esa edad hay tanta fuerza, tanto deseo de vivir. Pero es que ella no puede
ayudar, doctor, no comprende nada, está como, ah perdón Dios mío, ya ni sé lo
que digo.
Lauro tampoco
lo creía del todo, era como un chiste de Mecha que siempre le había hecho los
peores chistes, vestida de fantasma en la escalera, escondiéndole un plumero en
el fondo de la cama, riéndose tanto los dos, inventándose trampas, jugando a
seguir siendo chicos. Proceso viral complejo, el brusco apagón una tarde
después de la fiebre y los dolores, de golpe el silencio, la piel cenicienta,
la respiración lejana y tranquila. Única cosa tranquila allí donde médicos y
aparatos y análisis y consultas hasta que poco a poco la mala broma de Mecha
había sido más fuerte, dominándolos a todos de hora en hora, los gritos
desesperados de doña Luisa cediendo después a un llanto casi escondido, a una
angustia de cocina y de cuarto de baño, las imprecaciones paternas divididas
por la hora de los noticiosos y el vistazo al diario, la incrédula rabia de
Lauro interrumpida por los viajes a la facultad, las clases, las reuniones, esa
bocanada de esperanza cada vez que volvía del centro, me la vas a pagar, Mecha,
esas cosas no se hacen, desgraciada, te la voy a cobrar, vas a ver. La única
tranquila aparte de la enfermera tejiendo, al perro lo habían mandado a casa de
un tío, el doctor Raimondi ya no venía con los colegas, pasaba al anochecer y
casi no se quedaba, también él parecía sentir el peso del cuerpo de Mecha que
los aplastaba un poco más cada día, los acostumbraba a esperar, a lo único que
podía hacerse.
Lo de la pesadilla empezó la misma tarde en que
doña Luisa no encontraba el termómetro y la enfermera, sorprendida, se fue a
buscar otro a la farmacia de la esquina. Estaba hablando de eso porque un
termómetro no se pierde así nomás cuando se lo está utilizando tres veces al
día, se acostumbraban a hablarse en voz alta al lado de la cama de Mecha, los
susurros del comienzo no tenían razón de ser porque Mecha era incapaz de
escuchar, el doctor Raimondi estaba seguro de que el estado de coma la aislaba
de toda sensibilidad, se podía decir cualquier cosa sin que nada cambiara en la
expresión indiferente de Mecha. Todavía hablaban del termómetro cuando se
oyeron los tiros en la esquina, a lo mejor más lejos, por el lado de Gaona. Se
miraron, la enfermera se encogió de hombros porque los tiros no eran una
novedad en el barrio ni en ninguna parte, y doña Luisa iba a decir algo más
sobre el termómetro cuando vieron pasar el temblor por las manos de Mecha. Duró
un segundo pero las dos se dieron cuenta y doña Luisa gritó y la enfermera le
tapó la boca, el señor Botto vino de la sala y los tres vieron cómo el temblor
se repetía en todo el cuerpo de Mecha, una rápida serpiente corriendo del
cuello hasta los pies, un moverse de los ojos bajo los párpados, la leve crispación
que alteraba las facciones, como una voluntad de hablar, de quejarse, el pulso
más rápido, el lento regreso a la inmovilidad. Teléfono, Raimondi, en el fondo
nada nuevo, acaso un poco más de esperanza aunque Raimondi no quiso decirlo,
santa Virgen, que sea cierto, que se despierte mi hija, que se termine este
calvario, Dios mío. Pero no se terminaba, volvió a empezar una hora más tarde,
después más seguido, era como si Mecha estuviera soñando y que su sueño fuera
penoso y desesperante, la pesadilla volviendo y volviendo sin que pudiera
rechazarla, estar a su lado y mirarla y hablarle sin que nada de lo de fuera le
llegara, invadida por esa otra cosa que de alguna manera continuaba la larga
pesadilla de todos ellos ahí sin comunicación posible, sálvala, Dios mío, no la
dejes así, y Lauro que volvía de una clase y se quedaba también al lado de la
cama, una mano en el hombro de su madre que rezaba.
Por la noche hubo otra consulta, trajeron un
nuevo aparato con ventosas y electrodos que se fijaban en la cabeza y las
piernas, dos médicos amigos de Raimondi discutieron largo en la sala, habrá que
seguir esperando, señor Botto, el cuadro no ha cambiado, sería imprudente
pensar en un síntoma favorable. Pero es que está soñando, doctor, tiene
pesadillas, usted mismo la vio, va a volver a empezar, ella siente algo y sufre
tanto, doctor. Todo es vegetativo, señora Luisa, no hay conciencia, le aseguro,
hay que esperar y no impresionarse por eso, su hija no sufre, ya sé que es
penoso, va a ser mejor que la deje sola con la enfermera hasta que haya una
evolución, trate de descansar, señora, tome las pastillas que le di.
Lauro veló
junto a Mecha hasta medianoche, de a ratos leyendo apuntes para los exámenes.
Cuando se oyeron las sirenas pensó que hubiera tenido que telefonear al número
que le había dado Lucero, pero no debía hacerlo desde la casa y no era cuestión
de salir a la calle justo después de las sirenas. Veía moverse lentamente los
dedos de la mano izquierda de Mecha, otra vez los ojos parecían girar bajo los
párpados. La enfermera le aconsejó que se fuera de la pieza, no había nada que
hacer, solamente esperar. “Pero es que está soñando”, dijo Lauro, “está soñando
otra vez, mírela”. Duraba como las sirenas ahí afuera, las manos parecían
buscar algo, los dedos tratando de encontrar un asidero en la sábana. Ahora
doña Luisa estaba ahí de nuevo, no podía dormir. ¿Por qué –la enfermera casi
enojada– no había tomado las pastillas del doctor Raimondi? “No las encuentro”,
dijo doña Luisa como perdida, “estaban en la mesa de luz pero no las
encuentro”. La enfermera fue a buscarlas, Lauro y su madre se miraron, Mecha
movía apenas los dedos y ellos sentían que la pesadilla seguía ahí, que se
prolongaba interminablemente como negándose a alcanzar ese punto en que una
especie de piedad, de lástima final la despertaría como a todos para rescatarla
del espanto. Pero seguía soñando, de un momento a otro los dedos empezarían a
moverse otra vez “No las veo por ninguna parte, señora”, dijo la enfermera.
“Estamos todos tan perdidos, uno ya no sabe adónde van a parar las cosas en
esta casa”.
Lauro volvió
tarde la noche siguiente, y el señor Botto le hizo una pregunta casi evasiva
sin dejar de mirar el televisor, en pleno comentario de la Copa. “Una reunión
con amigos”, dijo Lauro buscando con qué hacerse un sándwich. “Ese gol fue una
belleza”, dijo el señor Botto, “menos mal que retransmiten el partido para ver
mejor esas jugadas campeonas”. Lauro no parecía interesado en el gol, comía
mirando al suelo. “Vos sabrás lo que haces, muchacho”, dijo el señor Botto sin
sacar los ojos de la pelota, “pero ándate con cuidado”. Lauro alzó la vista y
lo miró casi sorprendido, primera vez que su padre se dejaba ir a un comentario
tan personal. “No se haga problema, viejo”, le dijo levantándose para cortar
todo diálogo.
La enfermera
había bajado la luz del velador y apenas se veía a Mecha. En el sofá, doña
Luisa se quitó las manos de la cara y Lauro la besó en la frente.
–Sigue lo
mismo –dijo doña Luisa–. Sigue todo el tiempo así, hijo. Fijate, fijate cómo le
tiembla la boca, pobrecita, qué estará viendo, Dios mío, cómo puede ser que
esto dure y dure, que esto…
–Mamá.
–Pero es que
no puede ser, Lauro, nadie se da cuenta como yo, nadie comprende que está todo
el tiempo con una pesadilla y que no se despierta…
–Yo lo sé,
mamá, yo también me doy cuenta. Si se pudiera hacer algo, Raimondi lo habría
hecho. Vos no la podés ayudar quedándote aquí, tenés que irte a dormir, tomar
un calmante y dormir.
La ayudó a
levantarse y la acompañó hasta la puerta. “¿Qué fue eso, Lauro?”, deteniéndose
bruscamente. “Nada, mamá, unos tiros lejos, ya sabés”. Pero qué sabía en
realidad doña Luisa, para qué hablar más. Ahora sí, ya era tarde, después de
dejarla en su dormitorio tendría que bajar hasta el almacén y desde ahí
llamarlo a Lucero.
No encontró
la campera azul que le gustaba ponerse de noche, anduvo mirando en los armarios
del pasillo por si su madre la hubiera colgado ahí, al final se puso un saco
cualquiera porque hacía fresco. Antes de salir entró un momento en la pieza de
Mecha, casi antes de verla en la penumbra sintió la pesadilla, el temblor de
las manos, la habitante secreta resbalando bajo la piel. Las sirenas afuera
otra vez, no debería salir hasta más tarde, pero entonces el almacén estaría
cerrado y no podría telefonear. Bajo los párpados los ojos de Mecha giraban
como si buscaran abrirse paso, mirarlo, volver de su lado. Le acarició la
frente con un dedo, tenía miedo de tocarla, de contribuir a la pesadilla con
cualquier estímulo de fuera. Los ojos seguían girando en las órbitas y Lauro se
apartó, no sabía por qué pero tenía cada vez más miedo, la idea de que Mecha
pudiera alzar los párpados y mirarlo lo hizo echarse atrás. Si su padre se
había ido a dormir podría telefonear desde la sala bajando la voz, pero el
señor Botto seguía escuchando los comentarios del partido. “Sí, de eso hablan
mucho”, pensó Lauro. Se levantaría temprano para telefonearle a Lucero antes de
ir a la facultad. De lejos vio a la enfermera que salía de su dormitorio
llevando algo que brillaba, una jeringa de inyecciones o una cuchara.
Hasta el tiempo se mezclaba o se perdía en ese
esperar continuo, con noches en vela o días de sueño para compensar, los
parientes o amigos que llegaban en cualquier momento y se turnaban para
distraer a doña Luisa o jugar al dominó con el señor Botto, una enfermera
suplente porque la otra había tenido que irse por una semana de Buenos Aires,
las tazas de café que nadie encontraba porque andaban desparramadas en todas
las piezas, Lauro dándose una vuelta cuando podía y yéndose en cualquier
momento, Raimondi que ya ni tocaba el timbre antes de entrar para la rutina de
siempre, no se nota ningún cambio negativo, señor Botto, es un proceso en el
que no se puede hacer más que sostenerla, le estoy reforzando la alimentación
por sonda, hay que esperar. Pero es que sueña todo el tiempo, doctor, mírela,
ya casi no descansa. No es eso, señora Luisa, usted se imagina que está soñando
pero son reacciones físicas, es difícil explicarle porque en estos casos hay
otros factores, en fin, no crea que tiene conciencia de eso que parece un
sueño, a lo mejor por ahí es buen síntoma tanta vitalidad y esos reflejos,
créame que la estoy siguiendo de cerca, usted es la que tiene que descansar,
señora Luisa, venga que le tome la presión.
A Lauro se le
hacía cada vez más difícil volver a su casa con el viaje desde el centro y todo
lo que pasaba en la facultad, pero más por su madre que por Mecha se aparecía a
cualquier hora y se quedaba un rato, se enteraba de lo de siempre, charlaba con
los viejos, les inventaba temas de conversación para sacarlos un poco del
agujero. Cada vez que se acercaba a la cama de Mecha era la misma sensación de
contacto imposible, Mecha tan cerca y como llamándolo, los vagos signos de los
dedos y esa mirada desde adentro, buscando salir, algo que seguía y seguía, un
mensaje de prisionero a través de paredes de piel, su llamada insoportablemente
inútil. Por momentos lo ganaba la histeria, la seguridad de que Mecha lo
reconocía más que a su madre o a la enfermera, que la pesadilla alcanzaba su
peor instante cuando él estaba ahí mirándola, que era mejor irse enseguida
puesto que no podía hacer nada, que hablarle era inútil, estúpida, querida,
dejate de joder, querés, abrí de una vez los ojos y acabala con ese chiste barato,
Mecha idiota, hermanita, hermanita, hasta cuándo nos vas a estar tomando el
pelo, loca de mierda, pajarraca, manda esa comedia al diablo y vení que tengo
tanto que contarte, hermanita, no sabes nada de lo que pasa pero lo mismo te lo
voy a contar, Mecha, porque no entendés nada te lo voy a contar. Todo pensado
como en ráfagas de miedo, de querer aferrarse a Mecha, ni una palabra en voz
alta porque la enfermera o doña Luisa no dejaban nunca sola a Mecha, y él ahí
necesitando hablarle de tantas cosas, como Mecha a lo mejor estaba hablándole
desde su lado, desde los ojos cerrados y los dedos que dibujaban letras
inútiles en las sábanas.
Era jueves, no porque supieran ya en qué día
estaban ni les importara pero la enfermera lo había mencionado mientras tomaban
café en la cocina, el señor Botto se acordó de que había un noticioso especial,
y doña Luisa que su hermana de Rosario había telefoneado para decir que vendría
el jueves o el viernes. Seguro que los exámenes ya empezaban para Lauro, había
salido a las ocho sin despedirse, dejando un papelito en la sala, no estaba
seguro de volver para la cena, que no lo esperaran por las dudas. No vino para
la cena, la enfermera consiguió por una vez que doña Luisa se fuera temprano a
descansar, el señor Botto se había asomado a la ventana de la sala después del
telejuego, se oían ráfagas de ametralladora por el lado de Plaza Irlanda, de
pronto la calma, casi demasiada, ni siquiera un patrullero, mejor irse a
dormir, esa mujer que había contestado a todas las preguntas del telejuego de
las diez era un fenómeno, lo que sabía de historia antigua, casi como si
estuviera viviendo en la época de Julio César, al final la cultura daba más
plata que ser martillero público. Nadie se enteró de que la puerta no iba a
abrirse en toda la noche, que Lauro no estaba de vuelta en su pieza, por la
mañana pensaron que descansaba todavía después de algún examen o que estudiaba
antes del desayuno, solamente a las diez se dieron cuenta de que no estaba. “No
te hagas problema”, dijo el señor Botto, “seguro que se quedó festejando algo
con los amigos”. Para doña Luisa era la hora de ayudarla a la enfermera a lavar
y cambiar a Mecha, el agua templada y la colonia, algodones y sábanas, ya
mediodía y Lauro, pero es raro, Eduardo, cómo no telefoneó por lo menos, nunca
hizo eso, la vez de la fiesta de fin de curso llamó a las nueve, te acordás,
tenía miedo de que nos preocupáramos y eso que era más chico. “El pibe andará
loco con los exámenes”, dijo el señor Botto, “vas a ver que llega de un momento
a otro, siempre aparece para el noticioso de la una”. Pero Lauro no estaba a la
una, perdiéndose las noticias deportivas y el flash sobre otro atentado
subversivo frustrado por la rápida intervención de las fuerzas del orden, nada
nuevo, temperatura en paulatino descenso, lluvias en la zona cordillerana.
Era más de
las siete cuando la enfermera vino a buscar a doña Luisa que seguía
telefoneando a los conocidos, el señor Botto esperaba que un comisario amigo lo
llamara para ver si se había sabido algo, a cada minuto le pedía a doña Luisa
que dejara la línea libre pero ella seguía buscando en el carnet y llamando a
gente conocida, capaz que Lauro se había quedado en casa del tío Fernando o
estaba de vuelta en la facultad para otro examen. “Dejá quieto el teléfono, por
favor”, pidió una vez más el señor Botto, “no te das cuenta de que a lo mejor
el pibe está llamando justamente ahora y todo el tiempo le da ocupado, qué
querés que haga desde un teléfono público, cuando no están rotos hay que
dejarle el turno a los demás”. La enfermera insistía y doña Luisa fue a ver a
Mecha, de repente había empezado a mover la cabeza, cada tanto la giraba
lentamente a un lado y al otro, había que arreglarle el pelo que le caía por la
frente. Avisar en seguida al doctor Raimondi, difícil ubicarlo a fin de tarde
pero a las nueve su mujer telefoneó para decir que llegaría enseguida. “Va a
ser difícil que pase”, dijo la enfermera que volvía de la farmacia con una caja
de inyecciones, “cerraron todo el barrio no se sabe por qué, oigan las
sirenas”. Apartándose apenas de Mecha que seguía moviendo la cabeza como en una
lenta negativa obstinada, doña Luisa llamó al señor Botto, no, nadie sabía
nada, seguro que el pibe tampoco podía pasar pero a Raimondi lo dejarían por la
chapa de médico.
–No es eso,
Eduardo, no es eso, seguro que le ha ocurrido algo, no puede ser que a esta
hora sigamos sin saber nada, Lauro siempre…
–Mirá, Luisa
–dijo el señor Botto–, fijate cómo mueve, la mano y también el brazo, primera
vez que mueve el brazo, Luisa, a lo mejor…
–Pero si es
peor que antes, Eduardo, no te das cuenta de que sigue con las alucinaciones,
que se está como defendiendo de… Hágale algo, Rosa, no la deje así, yo voy a
llamar a los Romero que a lo mejor tienen noticias, la chica estudiaba con
Lauro, por favor póngale una inyección, Rosa, ya vuelvo, o mejor llamá vos,
Eduardo, preguntales, andá en seguida.
En la sala el
señor Botto empezó a discar y se paró, colgó el tubo. Capaz que justamente
Lauro, qué iban a saber los Romero de Lauro, mejor esperar otro poco. Raimondi
no llegaba, lo habrían atajado en la esquina, estaría dando explicaciones, Rosa
no podía darle otra inyección a Mecha, era un calmante demasiado fuerte, mejor
esperar hasta que llegara el doctor. Inclinada sobre Mecha, apartándole el pelo
que le tapaba los ojos inútiles, doña Luisa empezó a tambalearse, Rosa tuvo el
tiempo justo para acercarle una silla, ayudarla a sentarse como un peso muerto.
La sirena crecía viniendo del lado de Gaona cuando Mecha abrió los párpados,
los ojos velados por la tela que se había ido depositando durante semanas se
fijaron en un punto del cielo raso, derivaron lentamente hasta la cara de doña
Luisa que gritaba, que se apretaba el pecho con las manos y gritaba. Rosa luchó
por alejarla, llamando desesperada al señor Botto que ahora llegaba y se
quedaba inmóvil a los pies de la cama mirando a Mecha, todo como concentrado en
los ojos de Mecha que pasaban poco a poco de doña Luisa al señor Botto, de la
enfermera al cielo raso, las manos de Mecha subiendo lentamente por la cintura,
resbalando para juntarse en lo alto, el cuerpo estremeciéndose en un espasmo
porque acaso sus oídos escuchaban ahora la multiplicación de las sirenas, los
golpes en la puerta que hacían temblar la casa, los gritos de mando y el
crujido de la madera astillándose después de la ráfaga de ametralladora, los
alaridos de doña Luisa, el envión de los cuerpos entrando en montón, todo como
a tiempo para el despertar de Mecha, todo tan a tiempo para que terminara la
pesadilla y Mecha pudiera volver por fin a la realidad, a la hermosa vida.
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