J. M. Machado de Assis
Damián huyó del seminario a las once de la mañana de un viernes de agosto.
No sé bien el año; fue antes de 1850. Pasados algunos minutos se detuvo avergonzado;
no había tomado en cuenta el efecto que producía a los ojos de la gente ese seminarista
que iba espantado, temeroso, fugitivo. Desconocía las calles, iba de aquí para allá;
finalmente se detuvo. ¿A dónde iría? A casa, no; allá estaba su padre que lo devolvería
al seminario, después de un buen castigo. No había resuelto el tema del refugio,
porque la salida estaba determinada para más tarde; una circunstancia fortuita la
apuró. ¿A dónde iría? Se acordó del padrino, Juan Carneiro, pero el padrino era
un flojo sin voluntad, que por sí solo no haría nada útil. Fue él quien lo llevó
al seminario y lo presentó al rector:
–Le traigo al gran hombre que ha de ser –le dijo al
rector.
–Venga –intervino éste–, venga el gran hombre, contando
con que también sea humilde y bueno. La verdadera grandeza es llana. Mozo…
Tal fue la entrada. Poco tiempo después huyó el muchacho
del seminario. Aquí lo vemos ahora en la calle, espantado, incierto, sin atinar
con el refugio y ni el consejo; recorrió con la memoria las casas de parientes y
amigos, sin quedarse con ninguna. De repente, exclamó:
–¡Voy a buscar protección en casa de la señora Rita!
Ella manda a llamar a mi padrino, le dice que quiere que yo salga del seminario…
Tal vez así…
La señora Rita era una viuda, querida de Juan Carneiro;
Damián tenía una vaga idea de esa situación, y trató de aprovecharla. ¿Dónde vivía?
Estaba tan aturdido, que sólo luego de algunos minutos le vino a la memoria la ubicación
de la casa; estaba en el Largo do Capim.
–¡Santo nombre de Jesús! ¿Qué es esto?, –gritó la señora
Rita, sentándose en el canapé, donde estaba reclinada.
Damián acababa de entrar asustadísimo; apenas llegaba
a la casa vio pasar a un padre, y dio un empujón a la puerta, que por fortuna no
estaba cerrada con llave ni con cerrojo. Después de entrar espió por la celosía,
para ver al sacerdote. Éste no reparó en él y seguía andando.
–¿Pero qué es esto, señor Damián? –gritó nuevamente
la señora de la casa, que sólo ahora lo había reconocido–. ¿Qué viene a hacer aquí?
Damián, trémulo, pudiendo apenas hablar, le dijo que
no tuviera miedo, que no era nada; le iba a explicar todo.
–Descanse y explíquese.
–Ya le cuento; no cometí ningún crimen, se lo juro;
pero espere.
La señora Rita lo miraba espantada, y todas las criadas,
de la casa y de afuera, que estaban sentadas en la sala, delante de sus almohadones
de encaje, todas hicieron detener sus bolillos y sus manos. La señora Rita vivía
principalmente de enseñar a hacer encajes, cribado y bordado. Mientras el muchacho
tomaba aliento, ordenó a las pequeñas que trabajaran, y esperó. Finalmente, Damián
contó todo, el disgusto que le daba el seminario; tenía la certeza de que nunca
podría ser un buen padre; habló con pasión, le pidió que lo salvara.
–¿Así, no más? No puedo en absoluto.
–Si quiere, puede.
–No –replicó ella sacudiendo la cabeza–; no me meto
en los asuntos de su familia, que apenas conozco; ¡y menos con su padre, que dicen
que tiene mal carácter!
Damián se vio perdido. Se arrodilló a sus pies, le besó
las manos, desesperado.
–Usted puede hacer mucho, señora Rita; se lo pido por
amor de Dios, por lo que usted tenga por más sagrado, por el alma de su marido,
sálveme de la muerte, porque yo me mato si vuelvo a aquella casa.
La señora Rita, lisonjeada con las súplicas del muchacho,
intentó despertarle otros sentimientos. La vida de padre era santa y hermosa, le
dijo ella; el tiempo le mostraría que era mejor vencer las repugnancias y un día…
“¡No, nada, nunca!” replicaba Damián, moviendo la cabeza y besándole las manos;
y repetía que era su muerte.
La señora Rita dudó aún un buen rato; finalmente, le
preguntó por qué no iba a ver a su padrino.
–¿Mi padrino? Ése es todavía peor que papá; no me presta
atención, dudo que le preste atención a alguien…
–¿No presta atención? –lo interrumpió la señora Rita
herida en su amor propio–. Ahora yo le demuestro si presta atención o no…
Llamó a un negrito y le ordenó que fuera hasta la casa
del señor Juan Carneiro a llamarlo, al instante; y si no estuviera en casa, que
preguntara dónde podía encontrársele, y corriera a decirle que tenía mucha necesidad
de hablarle inmediatamente.
–Ve, negrito.
Damián suspiró profunda y tristemente. Ella, para disimular
la autoridad con que había dado esas órdenes, le explicó al joven que el señor Juan
Carneiro había sido amigo del marido y que le había conseguido algunas criadas para
enseñar. Después, como él continuara triste, recostado en un portal, lo jaló de
la nariz, riendo:
–Vamos, padrecito, descanse que todo se va a arreglar…
La señora Rita tenía cuarenta años en la partida de
nacimiento, y veintisiete en los ojos. Era bien parecida, vivaz, divertida, amiga
de la risa; pero, cuando era necesario, brava como el diablo. Quiso alegrar al muchacho,
y, a pesar de la situación, no le costó mucho. Un momento después, ambos reían,
ella contaba anécdotas, y le pedía otras, que él contaba con singular gracia. Una
de éstas, extravagante, que lo obligó a gestos y muecas, hizo reír a una de las
criadas de la señora Rita, que había olvidado el trabajo, para mirar y escuchar
al joven. La señora Rita tomó una vara que estaba al pie del canapé y la amenazó:
–¡Lucrecia, mira la vara!
La pequeña bajó la cabeza, defendiéndose del golpe,
pero el golpe no llegó. Era una advertencia; si a la nochecita la tarea no estaba
lista, Lucrecia recibiría el castigo de costumbre. Damián miró a la pequeña; era
una negrita, flacucha, un estropajo sin valor, con una cicatriz en la frente y una
quemadura en la mano izquierda. Tenía once años. Damián reparó en que tosía, pero
para adentro, sordamente, para no interrumpir la conversación. Tuvo pena de la negrita,
y resolvió apadrinarla, si no terminaba la tarea. La señora Rita no le negaría el
perdón… Además, ella se había reído por encontrarlo gracioso; la culpa era suya,
si es que hay culpa en decir un chiste.
En eso, llegó Juan Carneiro. Empalideció cuando vio
allí al ahijado, y miró a la señora Rita, que no gastó tiempo en preámbulos. Le
dijo que era preciso sacar al joven del seminario, que él no tenía vocación para
la vida eclesiástica, y antes un padre menos que un padre malo. Afuera también se
podía amar y servir a Nuestro Señor. Juan Carneiro, aturdido, no encontró qué responder
durante los primeros minutos; finalmente, abrió la boca y reprendió al ahijado por
haber venido a incomodar a “personas extrañas”, y enseguida afirmó que lo castigaría.
–¡Qué castigar ni qué nada! –interrumpió la señora Rita–.
¿Castigarlo por qué? Vaya, vaya a hablar con su compadre.
–No garantizo nada, no creo que sea posible…
–Es posible, lo garantizo yo. Si usted quiere –continuó
ella con cierto tono insinuante–, todo se ha de arreglar. Pídale con insistencia,
que él cede. Vaya, señor Juan Carneiro, su ahijado no vuelve al seminario; le digo
que no vuelve…
–Pero, señora mía…
–Vaya, vaya.
Juan Carneiro no se animaba a salir, ni podía quedarse.
Estaba entre un tironeo de fuerzas opuestas. No le importaba, en suma, que el joven
acabara clérigo, abogado o médico, o en cualquier otra cosa, que fuera un vago;
pero lo peor era que le provocaban una lucha ingente contra los sentimientos más
íntimos del compadre, sin certeza del resultado; y, si éste fuera negativo, otra
lucha con la señora Rita, cuya última palabra era amenazadora: “le digo que él no
vuelve”. Tenía, forzosamente, que suceder un escándalo. Juan Carneiro estaba con
los ojos desorbitados, los párpados trémulos, el pecho agitado. Las miradas que
le echaba a la señora Rita eran de súplica, mezcladas con un tenue rayo de censura.
¿Por qué no le pedía otra cosa? ¿Por qué no le ordenaba que fuese a pie, debajo
de la lluvia, a Tijuca, o Jacarepaguá? Pero esto de persuadir al compadre de que
cambiase la carrera del hijo… Conocía al viejo; era capaz de partirle una jarra
en la cabeza. ¡Ah! ¡Si el muchacho se cayera allí, de repente, apoplético, muerto!
Era una solución cruel, es cierto, pero definitiva.
–¿Entonces? –insistió la señora Rita.
Él le hizo un gesto con la mano de que esperara. Se
rascaba la barba, buscando un recurso. ¡Dios del cielo! un decreto del Papa disolviendo
la Iglesia, o, por lo menos, extinguiendo los seminarios, haría terminar todo bien.
Juan Carneiro volvería a casa e iría a jugar al tres-siete. Imaginen que el barbero
de Napoleón era el encargado de comandar la batalla de Austerlitz… Pero la Iglesia
continuaba, los seminarios continuaban, el ahijado continuaba, cosido a la pared,
ojos bajos, esperando, sin solución apoplética.
–Vaya, vaya, –le dijo la señora Rita dándole el sombrero
y el bastón.
No tuvo más remedio. El barbero metió la navaja en el
estuche, empuñó la espada y salió al combate. Damián suspiró; exteriormente siguió
del mismo modo, ojos clavados en el suelo, agobiado. La señora Rita lo jaló del
mentón.
–Vamos a comer, déjese de melancolías.
–¿Usted cree que él consiga algo?
–Lo va a conseguir todo –replicó la señora Rita, muy
segura de sí misma–. Ande, que la sopa se está enfriando.
A pesar del genio alegre de la señora Rita, y de su
propio espíritu sencillo, Damián estuvo menos alegre durante la comida que en la
primera parte del día. No confiaba en el carácter blando del padrino. Sin embargo,
comió bien; y, al finalizar, volvió a las pillerías de la mañana. En la sobremesa,
oyó un rumor de gente en la sala, y preguntó si lo venían a prender.
–Deben ser las muchachas.
Se levantaron y pasaron a la sala. Las muchachas eran
cinco vecinas que iban todas las tardes a tomar café con la señora Rita, y allí
se quedaban hasta caer la noche.
Las discípulas, cuando terminaron de comer, volvieron
a los almohadones de trabajo. La señora Rita presidía todo ese mujerío de casa y
de fuera. El susurro de los bolillos y el parlotear de las muchachas eran ecos tan
mundanos, tan ajenos a la teología y el latín, que el joven se dejó llevar por ellos
y se olvidó del resto. Durante los primeros minutos, aún hubo de parte de las vecinas
cierta timidez; pero pasó enseguida. Una de ellas cantó una “modinha”, al son de
la guitarra, tocada por la señora Rita, y la tarde fue pasando rápidamente. Antes
de que terminara la reunión, la señora Rita le pidió a Damián que contara cierta
anécdota que le había agradado mucho. Era la que había hecho reír a Lucrecia.
–Vamos, señor Damián, no se haga del rogar, que las
muchachas se quieren ir. A ustedes les va a gustar mucho.
Damián no tuvo otro remedio que obedecer. A pesar del
anuncio y la expectativa, que contribuían a disminuir el chiste y su efecto, la
anécdota acabó entre las risas de las muchachas. Damián, satisfecho de sí mismo,
no se olvidó de Lucrecia y miró hacia ella, para ver si reía también. La vio con
la cabeza metida en el almohadón para acabar la tarea. No reía; o habría reído para
adentro, como tosía.
Salieron las vecinas, y la tarde cayó del todo. El alma
de Damián se fue haciendo tenebrosa, antes de la noche. ¿Qué estaría pasando? De
tanto en tanto, iba a espiar por la celosía, y volvía cada vez más desanimado. Ni
sombra del padrino. Seguro que el padre lo hizo callar, mandó a llamar dos negros,
fue a la policía a pedir un “pedestre” y ahí venía a apresarlo por la fuerza y llevarlo
al seminario. Damián le preguntó a la señora Rita si la casa no tendría salida por
los fondos; corrió a la huerta, y calculó que podía saltar el muro. Quiso también
saber si habría modo de huir a la Rua da Vala, o si era mejor hablar con algún vecino
que le hiciera el favor de recibirlo. Lo peor era la batina; si la señora Rita le
pudiera conseguir una levita o un abrigo viejo… La señora Rita disponía justamente
de una levita, recuerdo u olvido de Juan Carneiro.
–Tengo una levita de mi difunto –le dijo ella, riendo–;
¿pero por qué está con esos sustos? Todo se va a arreglar, descanse.
Finalmente, bien entrada la noche, apareció un esclavo
del padrino, con una carta para la señora Rita. El asunto todavía no estaba resuelto;
el padre se puso furioso y quiso romperlo todo; gritó que no, señor, que el gandul
tenía que volver al seminario, o, si no, lo metía en el Aljube o en el barco de
prisioneros. Juan Carneiro peleó mucho para conseguir que el compadre no resolviera
enseguida, que pasase la noche, y meditase bien si era conveniente dar a la religión
un sujeto tan rebelde y vicioso. Explicaba en la carta que habló así para asegurar
el triunfo de la causa. No la tenía por ganada; pero al día siguiente iría a ver
al hombre, e insistiría de nuevo. Concluía diciendo que el joven fuera a la casa
de él.
Damián terminó de leer la carta y miró a la señora Rita.
“No tengo otra tabla de salvación”, pensó. La señora Rita mandó traer un tintero
de marfil, y en la media hoja de la misma carta escribió esta respuesta: “Juancito,
o tú salvas al muchacho, o nunca más nos veremos”. Cerró la carta con lacre, y se
la dio al esclavo, para que la llevara de prisa. Volvió a reanimar al seminarista,
que estaba otra vez lleno de humildad y consternación. Le dijo que se tranquilizara,
que, desde ese momento, todo quedaba en manos de ella.
–¡Van a ver de lo que soy capaz! ¡No, que no estoy para
bromas!
Era la hora de recoger los trabajos. La señora Rita
los examinó; todas las discípulas habían terminado la tarea. Sólo Lucrecia estaba
aún sobre el almohadón, moviendo los bolillos, ya sin ver; la señora Rita se acercó,
vio que la tarea no estaba concluida, se puso furiosa, y la agarró de una oreja.
–¡Ah! ¡Pícara!
–¡Doña, doña! ¡Por el amor de Dios! ¡Por Nuestra Señora
que está en el cielo!
–¡Pícara! ¡Nuestra Señora no protege a las vagas!
Lucrecia hizo un esfuerzo, se soltó de las manos de
la señora, y huyó hacia adentro; la señora fue atrás y la agarró.
–¡Venga acá!
–¡Señora, perdóneme! –tosía la negrita.
–No la perdono, no. ¿Dónde está la vara?
Y volvieron a la sala, una apresada por la oreja, debatiéndose,
llorando y pidiendo; la otra diciendo que no, que la iba a castigar.
–¿Dónde está la vara?
La vara estaba en la cabecera del canapé, del otro lado
de la sala. La señora Rita, no queriendo soltar a la pequeña, le gritó al seminarista:
–Señor Damián, deme aquella vara, ¿me hace el favor?
Damián se quedó helado… ¡Cruel instante! Una nube pasó
frente a sus ojos. Sí, había jurado apadrinar a la pequeña, que por su causa se
había retrasado en el trabajo…
–¡Deme la vara, señor Damián!
Damián se encaminó en dirección del canapé. Entonces
la negrita le pidió por lo más sagrado que tuviera, por la madre, por el padre,
por Nuestro Señor…
–¡Ayúdeme, señorito!
La señora Rita, con la cara encendida y los ojos desorbitados,
exigía la vara, sin largar a la negrita, ahora víctima de un ataque de tos. Damián
se sintió compungido; ¡pero él precisaba tanto salir del seminario! Llegó hasta
el canapé, tomó la vara y se la entregó a la señora Rita.
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