Abelardo Castillo
El hombre que está subiendo por la escalera en la oscuridad no es
corpulento, no tiene ojos fríos ni grises, no lleva ningún arma en el bolsillo
del piloto, ni siquiera lleva piloto. Va a cometer un asesinato pero todavía no
lo sabe. Es profesor secundario de Matemática, está en su propia casa, acaba de
llegar del Círculo de Ajedrez y, por el momento, sólo le preocupa una cosa en
el mundo. Qué pasa si, en el ataque Max Lange, las blancas trasponen un
movimiento y, en la jugada once, avanzan directamente el peón a 4CR. ¿Adónde va
la dama? En efecto, ¿cómo acosar a esa dama e impedir el enroque largo de las
piezas negras? Debo decir que nunca resolvió satisfactoriamente ese problema;
también debo decir que aquel hombre era yo. Entré en mi estudio y encendí la
luz. Mi mujer aún no había vuelto a casa esa noche, lo cual, dadas las
circunstancias, me puso de buen humor. Nuestros desacuerdos eran tan perfectos
que, podría decirse, habíamos nacido el uno para el otro. Busqué el tablero de
ajedrez, reproduje una vez más la posición, la analicé un rato. Desde mi
estudio se veía (todavía se ve) nuestro dormitorio: Laura se había vestido
apurada, a juzgar por el desorden, o a último momento había cambiado de opinión
acerca de la ropa que quería ponerse. ¿Adónde va la dama? Cualquier jugador de
ajedrez sabe que muchas veces se analiza con más claridad una posición si no se
tienen las piezas delante. Me levanté y fui hacia su secretaire. Estaba
sin llave. Lo abrí mecánicamente y encontré el borrador de la carta.
Estoy seguro de que si no hubiera estado pensando en esa
trasposición de jugadas no lo habría mirado. Nunca fui curioso. Mi respeto por
la intimidad ajena, lo descubrí esa noche, es casi suicida. Tal vez no me crean
si digo que mi primera intención fue dejar el papel donde estaba, sin leerlo,
pero eso es exactamente lo que habría hecho de no haber visto la palabra puta.
Laura tenía la manía de los borradores. Era irresoluta e
insegura, alarmantemente hermosa, patéticamente vacía, mitómana a la manera de
los niños y, por lo que dejaba entrever ese borrador, infiel. Me ahorro la
incomodidad de recordar en detalle esa hoja de cuaderno (“sos mi Dios, soy tu
puta, podés hacer de mí lo que quieras”), básteme decir que me admiró. O mejor,
admiré a una mujer (la mía) capaz de escribir, o al menos pensar que es capaz
de escribir, semejante carta. La gente es asombrosa, o tal vez sólo las mujeres
lo son.
No es muy agradable descubrir que uno ha estado casado
casi diez años con una desconocida, para un profesor de Matemática no lo es. Se
tiene la sensación de haber estado durmiendo diez años con la incógnita de una
ecuación. Mientras descifraba ese papel, sentí tres cosas: perplejidad,
excitación sexual y algo muy parecido a la más absoluta incapacidad moral de
culpar a Laura. Una mujer capaz de escribir obscenidades tan espléndidas –de
sentir de ese modo– es casi inocente: tiene la pureza de una tempestad. Carece
de perversión, como un cataclismo. Pensé (¿adónde acorralar a la dama?) quién y
cómo podía ser el hombre capaz de desatar aquel demonio, encadenado hasta hoy,
por mí, a la vulgaridad de una vida de pueblo como la nuestra; pensé, con
naturalidad, que debía vengarme. Guardé el papel en un bolsillo y seguí
analizando el ataque Max Lange. El avance del peón era perfectamente jugable.
La dama negra sólo tenía dos movidas razonables: tomar el peón blanco en seis
alfil o retirarse a tres caballo. La primera me permitía sacrificar una torre
en seis rey; la segunda requería un análisis más paciente. Cuando me quise
acordar, había vuelto al dormitorio y había dejado el papel en el mismo lugar
donde lo encontré. La idea, completa y perfecta, nació en ese momento: la idea
de matar a Laura. Esto, supongo, es lo que los artistas llaman inspiración.
Volví a mi tablero. Pasó una hora.
–Hola –dijo Laura a mi lado–. ¿Ya estás en casa? –Laura
hacía este tipo de preguntas. Pero todo el mundo hace este tipo de preguntas.
–Parece evidente –dije. Me levanté sonriendo y la besé.
Tal vez haga falta jugar al ajedrez para comprender cuánta inesperada gentileza
encierra un acto semejante, si se está analizando una posición como aquélla–.
Parece evidente –repetí sin dejar de sonreír–, pero nunca creas en lo demasiado
evidente. Quizá éste no soy yo. Estás radiante, salgamos a comer.
Era demasiado o demasiado pronto. Laura me miraba casi
alarmada. Si alguna vez mi mujer sospechó algo, fue en ese instante brevísimo y
anómalo.
–¿A comer?
–A comer afuera, a cualquier restaurante de la ruta.
Estás vestida exactamente para una salida así.
La mayoría de las cosas que aprendí sobre Laura las
aprendí a partir de esa noche; de cualquier modo, esa noche ya sabía algo sobre
las mujeres en general: no hay una sola mujer en el mundo que resista una
invitación a comer fuera de su casa. Creo que es lo único que realmente les
gusta hacer con el marido. Tampoco hay ninguna que después de una cosa así no
imagine que el bárbaro va a arrastrarlas a la cama. Ignoro qué excusa iba a
poner Laura para no acostarse conmigo esa noche: yo no le di oportunidad de usarla.
La llevé a comer, pedí vino blanco, la dejé hablar, hice dos o tres bromas
inteligentes lo bastante sencillas como para que pudiera entenderlas, le compré
una rosa y, cuando volvimos a casa, le pregunté si no le molestaba que me
quedara un rato en mi estudio. Ustedes créanmelo: intriguen a la mujer, aunque
sea la propia.
No debo ocultar que soy un hombre lúcido y algo frío. Yo
no quería castigar brutalmente a Laura sino vengarme, de ella y de su amante, y
esto, en términos generales, requería que Laura volviera a enamorarse de mí. Y
sobre todo requería que a partir de allí comenzara a hacer comparaciones entre
su marido y el evidente cretino mental que la había seducido. Que él era un
cretino de inteligencia apenas rudimentaria no me hacía falta averiguarlo,
bastaba con deducir que debía ser mi antípoda. De todos modos, hice mis
indagaciones. Investigué dónde se encontraban, con cuánta frecuencia, todas
esas cosas. Se encontraban una vez por semana, los jueves. Ramallo es una
ciudad chica. La casa donde se veían, cerca del río, quedaba más o menos a diez
o quince cuadras de cualquier parte, es decir a unos dos o tres minutos de auto
desde el Círculo de Ajedrez. Enamorar a mi mujer no me impidió seguir
analizando el ataque Max Lange y evitar cuidadosamente jugar 11 P4CR en mis
partidas amistosas en el Círculo, sobre todo con el ingeniero Gontrán o cuando
él estaba presente. Y esto exige una delicada explicación, a ver si alguien
sospecha que este buen hombre era el amante de Laura. No. Gontrán sencillamente
debía jugar conmigo antes de fin de año –lunes y jueves–, el match por
el campeonato del Círculo de Ajedrez, y yo sabía que, por complejas razones ajedrecísticas
y psicológicas que no hacen al caso, aceptaría entrar, por lo menos una vez, en
el ataque Max Lange.
Hay un momento de la partida en que casi todo ajedrecista
se detiene a pensar mucho tiempo. El ingeniero Gontrán era exactamente el tipo
de jugador capaz de ponerse a meditar cincuenta minutos o una hora un
determinado movimiento de la apertura. Lo único que a mí me hacía falta eran
esos minutos. Casi una hora de tiempo, un jueves a la tarde: cualquiera de los
seis jueves en que yo llevaría las piezas blancas. Claro que esto exigía saber
de antemano en qué jugada exacta se pondría a pensar. También exigía saber que
justamente los jueves yo jugaría con blancas, cosa que al principio me alarmó,
pero fue un problema mínimo.
Conquistar a una mujer puede resultar más o menos
complejo. La mayoría de las veces es cuestión de paciencia o de suerte y en los
demás casos basta con la estupidez, ellas lo hacen todo. El problema es cuando
hay que reconquistarla. No puedo detenerme a explicar los detalles íntimos de
mis movimientos durante tres meses, pero debo decir que hice día a día y minuto
a minuto todo lo que debía hacer. Veía crecer en Laura el descubrimiento de mí
mismo y su culpa como una planta carnívora, que la devoraba por dentro. Tal vez
ella nunca dejó de quererme, tal vez el hecho de acostarse con otro era una
forma invertida de su amor por mí, eso que llaman despecho. ¡Despecho!, nunca
había pensado hasta hoy en la profunda verdad simbólica que encierran ciertas
palabras. Me es suficiente pensar en esto, en lo que las palabras significan
simbólicamente, para no sentir el menor remordimiento por lo que hice: en el
fondo de mi memoria sigue estando aquella carta y la palabra puta. Dispuse de
casi tres meses para reconquistar a Laura. Es un tiempo excesivo, si se trata
de enamorar a una desconocida; no es mucho si uno está hablando de la mujer que
alguna vez lo quiso. Me conforta pensar que reconstruí en tres meses lo que
esta ciudad y sus rutinas habían casi demolido en años. Cuando se acercaba la
fecha de la primera partida con el ingeniero Gontrán tuve un poco de miedo.
Pensé si no me estaba excediendo en mi papel de marido seductor. Vi otro
proyecto de carta. Laura ya no podía tolerar su dualidad afectiva y estaba por
abandonar a aquel imbécil. Como satisfacción intelectual fue grande, algo
parecido a probar la exactitud de una hipótesis matemática o la corrección de
una variante; emotivamente, fue terrible. La mujer que yo había reconquistado
era la mujer que su propio amante debía matar. El sentido de esta última frase
lo explicaré después.
El sorteo de los colores resultó un problema mínimo, ya
lo dije. La primera partida se jugaría un lunes. Si Gontrán ganaba el sorteo
elegiría jugar esa primera partida con blancas: el noventa por ciento de los
ajedrecistas lo hace. Si lo ganaba yo, me bastaba elegir las negras. Como
fuera, los jueves yo llevaría las piezas blancas. Claro que Gontrán podía ganar
el sorteo y elegir las negras, pero no lo tuve en cuenta; un poco de azar no le
hace mal a la Lógica.
El match era a doce partidas. Eso me daba seis
jueves para iniciar el juego con el peón de rey: seis posibilidades de intentar
el ataque Max Lange. O, lo que es lo mismo, seis posibilidades de que en la
jugada once Gontrán pensara por lo menos cuarenta o cincuenta minutos su
respuesta. La primera partida fue una Indobenoni. Naturalmente, yo llevaba las
negras. En la jugada quince de esta primera partida hice un experimento de
carácter extra ajedrecístico: elegí casi sin pensar una variante poco usual y
me puse de pie, como el que sabe perfectamente lo que ha hecho. Oí un murmullo
a mi alrededor y vi que el ingeniero se arreglaba inquieto el cuello de la
camisa. Todos los jugadores hacen cosas así. “Ahora va a pensar”, me dije. “Va
a pensar bastante”. A los cinco minutos abandoné la sala de juego, tomé un café
en el bar, salí a la vereda. Hasta hice una pequeña recorrida imaginaria en mi
auto, en dirección al río. Veinticinco minutos más tarde volví a entrar en la
sala de juego. Sucedía precisamente lo que había calculado. Gontrán no sólo continuaba
pensando sino que ni él ni nadie había reparado en mi ausencia. Eso es
exactamente un lugar donde se juega al ajedrez: la abstracción total de los
cuerpos. Yo había desaparecido durante casi media hora, y veinte personas
hubieran jurado que estuve todo el tiempo allí, jugando al ajedrez. Contaba,
incluso, con otro hecho a mi favor: Gontrán podría haber jugado en mi ausencia
sin preocuparse, ni mucho menos, por avisarme: nadie se hubiera preocupado en
absoluto. El reloj de la mesa de ajedrez, el que marcaba mi tiempo, eso era yo.
Podía haber ido al baño, podía haberme muerto: mientras el reloj marchara, el orden
abstracto del límpido mundo del ajedrez y sus leyes no se rompería. No sé si
hace falta decir que este juego es bastante más hermoso que la vida.
–Cómo te fue, amor –preguntó Laura esa noche.
–Suspendimos. Tal vez pierda, salí bastante mal de la
apertura.
–Comemos y te preparo café para que analices –dijo Laura.
–Mejor veamos una película. Pasé por el video y saqué Casablanca.
Casablanca es
una película ideal. Ingrid Bergman, desesperada y poco menos que aniquilada
entre dos amores, era justo lo que le hacía falta a la conciencia de Laura.
Lamenté un poco que el amante fuera Bogart. Debí hacer un gran esfuerzo para no
identificarme con él. Menos mal que el marido también tiene lo suyo. En la
parte de La Marsellesa pude notar de reojo que Laura lloraba con silenciosa
desesperación. No está de más intercalar que aquélla no era la primera película
cuidadosamente elegida por mí en los últimos tres meses. Mutilados que vuelven
de la guerra a buscar a la infiel, artistas incomprendidos del tipo Canción
inolvidable, esposas que descubren en la última toma que su gris marido es
el héroe justiciero, hasta una versión del ciclo artúrico donde Lancelot era un
notorio papanatas. Una noche, no pude evitarlo, le pasé Luz de gas.
Tampoco está mal dar un poco de miedo, a veces.
No analicé el final y perdí la suspendida. Las partidas
suspendidas se jugaban martes y sábados, vale decir, sucediera lo que
sucediese, los jueves yo jugaría con blancas. Es curioso. Siento que cuesta
mucho menos trabajo explicar un asesinato y otras graves cuestiones relacionadas
con la psicología del amor, que explicar los ritos inocentes del ajedrez. Esto
debe significar que todo hombre es un criminal en potencia, pero no cualquiera
entiende este juego.
El jueves jugué mi primer P4R. Gontrán respondió en el
acto con una Defensa Francesa. No me importó demasiado. Lo único que ahora
debía preocuparme era que Gontrán padeciera mucho. Debía obligarlo a intentar
un Peón Rey en alguno de los próximos jueves. Cosa notable: en la jugada doce
(jugué un ataque Keres), fui yo quien pensó sesenta y dos minutos. Cuando
jugué, me di cuenta de que Gontrán se había levantado de la mesa en algún
momento. Sesenta y dos minutos. Cuando el ingeniero reapareció en mi mundo
podía venir de matar a toda su familia y yo hubiera jurado que no había
abandonado su silla. Era otra buena comprobación, pero no me distrajo. Puse
toda mi concentración en la partida hasta que conseguí una posición tan
favorable que se podía ganar a ciegas. En ese momento, ofrecí tablas. Hubo un murmullo,
Gontrán aceptó. Yo aduje más tarde que me dolía la cabeza y que temía arruinar
la partida. Había conseguido dos cosas: seguir un punto atrás y hacer que mi
rival desconfiara de su Defensa Francesa. Esto le daría ánimos para
arriesgarse, por fin, a entrar en el Max Lange.
El lunes volvió a jugar un Peón Dama y yo no insistí con
la Indobenoni. Esto significaba: no hay ninguna razón, mi querido ingeniero,
para probar variantes inseguras, carezcamos de orgullo, intentemos nuevas aperturas.
Significaba: si yo no insisto, usted está libre para hacer lo mismo. Tablas. El
miércoles me anunciaron que Gontrán estaba enfermo y que pedía aplazamiento
hasta el lunes siguiente. Esto es muy común en ajedrez. Sólo que en mi caso
significaba un desastre. Los colores se habían invertido. Los lunes yo jugaría
con blancas.
El lunes me enfermé yo y las cosas volvieron a la
normalidad. Cuando llevábamos siete partidas, siempre con un punto atrás, supe
que por fin ése era el día. Jugué P4R. Al anotar en la planilla su respuesta,
me temblaba la mano: P4R. Jugué mi caballo de rey y él su caballo de dama. Jugué
mi alfil y él pensó cinco minutos. Jugó su alfil. Todo iba bastante bien: esto
es lo que se llama un Giucco Piano. Digo bastante bien porque, en ajedrez,
nunca se está seguro de nada. Desde esta posición podíamos o no entrar en el
ataque Max Lange. Pensé varios minutos y enroqué. Sin pensar, jugó su caballo
rey; yo adelanté mi peón dama. Casi estábamos en el Max Lange. Sólo era
necesario que él tomara ese peón con su peón, yo avanzara mi peón a cinco rey y
él jugara su peón dama: las cuatro jugadas siguientes eran casi inevitables.
Sucedió exactamente así.
Escrito, lleva diez líneas. En términos ajedrecísticos,
para llegar a esta posición debieron descartarse cientos, miles de
posibilidades. Estaba pensando en esto cuando me tocó hacer la jugada once. Yo
había preparado todo para este momento, como si fuera fatal que ocurriera, pero
no tenía nada de fatal. Que Laura fuera a morir dentro de unos minutos era casi
irracional. Mi odio la mataba, no mi inteligencia. Sé que en ese momento Laura
estuvo por salvar su vida. Jugué mi peón de caballo rey a la cuarta casilla no
porque quisiera matarla sino porque, aún hoy, pienso que ésa es la mejor jugada
en semejante posición. Casi con tristeza me puse de pie. No me detuve a
verificar si Gontrán esperaba o no esa jugada.
Unos minutos después había llegado a la casa junto al
río.
Dejé el auto en el lugar previsto, recogí del baúl mi
maletín y caminé hasta la casa. Los oí discutir.
Golpeé. Hubo un brusco silencio. Cuando él preguntó quién
es, yo dije sencillamente:
–El marido.
En un caso así, un hombre siempre abre. Qué otra cosa
puede hacer. Entré.
–Vos –le dije a Laura– te encerrás en el dormitorio y
esperas.
Cuando él y yo quedamos solos abrí el maletín. El
revólver que saqué de ahí era, quizá, un poco desmedido; pero yo necesitaba que
las cosas fueran rápidas y elocuentes. No sé si ustedes han visto un Mágnum en
la realidad. Se lo puse en el cuenco de la oreja y le pedí que se relajara.
–No vine a matarlo, así que ponga atención, no me
interrumpa y apele a toda su lucidez, si la palabra no es excesiva. No vine a
matar a nadie, a menos que usted me obligue. Escúcheme sin pestañear porque no
voy a repetir una sola de las palabras que diga.
En ese maletín tengo otro revólver, más discreto que
éste. Con una sola bala. Usted va a entrar conmigo en el dormitorio y con ese
revólver va matar a Laura. No abra la boca ni mueva un dedo. A un abuelo mío se
le escapó un tiro con un revólver de este calibre y le acertó a un vecino: por
el agujero podían verse las constelaciones. Usted mismo, excelente joven, va a
matar a mi mujer. Ni bien la mate, yo lo dejo irse tranquilamente adonde guste.
Supongamos que usted es un romántico, supongamos que, por amor a ella, se
niega. Ella se muere igual. No digo a la larga, como usted y como yo; digo que
si usted se niega la mato yo mismo. Con el agravante de que además lo mato a
usted. A usted con el revólver más chico, como si hubiera sido ella, y a ella
con este lanzatorpedos. Observará que llevo guantes. Desordeno un poco la casa,
distribuyo la armería y me voy. Viene la policía y dice: muy común, pelea de
amantes. Como en Duelo al sol, con Gregory Peck y Jennifer Jones. Mucha
alternativa no tiene; así que vaya juntando coraje y recupere el pulso. Dele
justo y no me la desfigure ni la haga sufrir. Le aconsejo el corazón, su lugar
más vulnerable. El revolvito tiene una sola bala, ya se lo dije; no puedo
correr el riesgo de que usted la mate y después, medio enloquecido, quiera
balearme a mí. Cállese, le leo en los ojos la pregunta: qué garantías tiene de
que, pese a todo, yo no me enoje y lo mate lo mismo. Ninguna garantía; pero
tampoco tiene elección. Confórmese con mi palabra. No sé si habrá oído que el hombre
mata siempre lo que ama; yo a usted lo detesto, y por lo tanto quiero saber durante
mucho tiempo que está vivo. Perseguido por toda la policía de la provincia,
pero vivo. Escondido en algún pajonal de las islas o viajando de noche en
trenes de carga, pero vivo. A ella la amamos, usted y yo. Es ella a quien los
dos debemos matar. Usted es el ejecutor, yo el asesino. Todo está en orden.
Vaya. Vaya, m’hijo.
La escritura es rara. Escritas, las cosas parecen siempre
más cortas o más largas. Este pequeño monólogo, según mis cálculos previos,
debió durar dos minutos y medio. Pongamos tres, agregando la historia del Mágnum
del abuelo y alguna otra inspiración del momento.
No soy propenso a los efectos patéticos. Digamos
simplemente que la mató. Laura, me parece, al vernos entrar en el dormitorio
pensó que íbamos a conversar. Yo contaba con algo que efectivamente ocurrió:
una mujer en estos casos evita mirar a su amante y sólo trata de adivinar cómo
reaccionará su marido. Yo entré detrás de él, con el Mágnum a su espalda, a la
altura del llamado hueso dulce. Ella misma, mirándome por encima del hombro de
él, se acercó hacia nosotros. Él meció la mano en el bolsillo. Ella no se dio
cuenta de nada ni creo que haya sentido nada.
–Puedo perder tres o cuatro minutos más –le dije a él,
cuando volvimos a la sala–. Supongo que no imaginará que puede ir con una historia
como ésta a la policía. Nadie le va a creer. Lo que le aconsejo es irse de este
pueblo lo más rápido posible. Le voy a decir cuánto tiempo tiene para organizar
su nueva vida. Digamos que es libre hasta esta madrugada, cuando yo, bastante
preocupado, llame a la comisaría para denunciar que mi esposa no ha vuelto. El
resto, imagíneselo. Un oficial que llega y me pregunta, algo confuso, si mi
mujer, bueno, no tendría alguna relación equívoca con alguien. Yo que no
entiendo y, cuando entiendo, me indigno, ellos que revisan el cuarto de Laura y
encuentran borradores de cartas, tal vez cartas de usted mismo. Mañana o
pasado, un revólver con sus huellas, las de usted, que aparece en algún lugar oculto
pero no inaccesible. Espere, quiero decirle algo. Un tipo capaz de matar a una
mujer como Laura del modo en que lo hizo usted es un perfecto hijo de puta.
Váyase antes de que le pegue un tiro y lo arruine todo.
Se fue. Yo también.
Gontrán, en el Círculo, seguía pensando. Habían pasado
treinta y siete minutos. Gontrán pensó diez minutos más y jugó la peor. Tomó el
peón de seis alfil con la dama, y yo, sin sentarme siquiera, moví el caballo a cinco
dama y cuando él se retiró a uno dama sacrifiqué mi torre. La partida no tiene
gran importancia teórica porque, como suele ocurrir en estos casos, el
ingeniero, al ir poniéndose nervioso, comenzó a ver fantasmas y jugó las
peores. En la jugada treinta y cinco detuvo el reloj y me dio la mano con
disgusto, no sin decir:
–Esa variante no puede ser correcta.
–Podemos intentarla alguna otra vez –dije yo.
A las tres de la mañana llamé a la policía.
No hay mucho que agregar. Salvo, quizá, que Gontrán no
volvió a entrar en el Max Lange, que el match terminó empatado y el
título quedó en sus manos por ser él quien lo defendía. De todos modos, ya no
juego al ajedrez. A veces, por la noche, me distraigo un poco analizando las consecuencias
de la retirada de la dama a tres caballo, que me parece lo mejor para las
negras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario