Adolfo Bioy Casares
En
aquella ciudad tropical, modesto emporio al que llegaban ocasionales compradores
enviados por compañías tabacaleras, la vida se deslizaba monótonamente. Cuando algún
barco fondeaba en el puerto, nuestro cónsul festejaba el acontecimiento con un banquete
en el salón morisco del hotel Palmas. El invitado de honor era siempre el capitán,
a quien el negrito del consulado llevaba la invitación a bordo, con el ruego que
la extendiera a un grupo, elegido por él, de oficiales y pasajeros. Aunque la mesa
descollaba por lo magnífica, el calor húmedo volvía desabridos, y hasta sospechosos,
los más complicados productos del arte culinario, de modo que únicamente mantenía
allí su atractivo la fruta, mejor dicho, la fruta y el alcohol, según lo prueban
los testimonios de viajeros que no olvidan un prestigioso vino blanco, ni las expansiones,
presuntamente divertidas, que suscitaba. En el curso de uno de esos almuerzos, nuestro
cónsul oyó, de los propios labios de la turista –una acaudalada señora, entrada
en años, de carácter firme, aspecto desenvuelto y holgada ropa inglesa– la siguiente
explicación o historia:
–Yo viajo en primera clase, pero reconozco
sin discusión que hoy todas las ventajas favorecen al pasajero de segunda. Ante
todo, el precio del pasaje, que es un capítulo importante. Las comidas, quién lo
ignora, salen de la misma cocina, preparadas por los mismos cocineros, para primera
y segunda, pero sin duda por la preferencia de la tripulación por las clases populares,
los manjares más exquisitos y los más frescos invariablemente se encaminan al comedor
de segunda. En cuanto a la referida preferencia por las clases populares, no se
llame a engaño, no tiene nada de natural; la inculcaron escritores y periodistas,
individuos a los que todo el mundo escucha con incredulidad y desconfianza, pero
que a fuerza de tesón a la larga convencen. Como la segunda clase lleva el pasaje
completo y la primera va prácticamente vacía, usted casi no encuentra camareros
en primera y, por lo mismo, la atención es tan superior en segunda.
Me creerá si le aseguro que yo no espero nada
de la vida; de todos modos me gusta la animación, la gente linda y joven. Y ahora
le confiaré un secreto: por más que porfiemos en contra, la belleza y la juventud
son la misma cosa; no por nada las viejas como yo, si un muchacho entra en juego,
perdemos la cabeza. La gente joven –para volver a esta cuestión de las clases– viaja
toda en segunda. En primera, los bailes, cuando los hay, parecen de cadáveres resucitados,
que se han echado encima la mejor ropa y todo el alhajero, para celebrar debidamente
la noche. Lo más lógico sería que a las doce en punto cada cual se volviera a su
tumba, ya medio pulverizado. Es claro que nosotros podemos asistir a las fiestas
de segunda, aunque para eso había que prescindir de toda sensibilidad, porque los
que viven allá abajo nos miran como si nos creyéramos otras tantas testas coronadas,
de visita en los barrios pobres. Los de segunda se presentan, cuando se les da la
gana, en primera y nadie, ninguna autoridad, les opone una barrera odiosa, que la
sociedad unánimemente descartó, hace algún tiempo. Estas visitas de la gente de
segunda son bien recibidas por nosotros, los de primera, que moderamos nuestros
agasajos y efusividad para que los ocasionales huéspedes no descubran que los identificamos,
en el acto, como de la otra clase –una clase que mientras dura el viaje constituye
su más auténtico orgullo– y tomen ofensa. Nos alegran menos con su visita cuando
se trata de las incursiones o irrupciones que por lo general ocurren antes del amanecer,
verdaderas indiadas en que los invasores empedernidamente se dedican a buscar algún
pasajero, ¡a cualquiera de nosotros!, que no cerró bien la puerta de su camarote,
o que se demoró afuera, en el bar, en la biblioteca o en el salón de música; le
juro, señor, que esos muchachos lo agarran sin mayores miramientos, lo llevan al
puente o promenade y lo arrojan por la borda a la negra inmensidad del mar,
iluminada por la impasible Luna, como dijo un gran poeta, y poblado por los terroríficos
monstruos de nuestra imaginación. Todas las mañanas los pasajeros de primera nos
miramos con ojos que están a las claras comentando: “Así que a usted todavía no
le ha tocado”. Por decoro nadie menciona a los desaparecidos; también por prudencia,
ya que según versiones, tal vez infundadas –hay un agrado truculento en asustarse,
en suponer que la organización del adversario es perfecta–, los de segunda mantendrían
una red de espías entre nosotros. Como le dije hace un rato, nuestra clase perdió
todas las ventajas, incluso las del snobismo (que a semejanza del oro, conserva
su valor), pero yo, por algún defecto, a lo mejor incurable en gente de mi edad,
no me avengo a convertirme en pasajera de segunda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario