Flannery O’Connor
El viejo Dudley se dobló en la silla que poco a poco
iba amoldando a su cuerpo, miró por la ventana y, unos cuantos metros más allá,
vio otra ventana enmarcada en ladrillos rojos manchados de tizne. Esperaba el geranio.
Lo sacaban todas las mañanas, a eso de las diez, y lo metían a las cinco y media.
En el pueblo, la señora Carson tenía un geranio en la ventana. Allá en casa había
muchos geranios, geranios más bonitos. “Los nuestros sí que son geranios pensó el
viejo Dudley, no como esta cosa rosa y verde con lazos de papel”. El geranio que
ponían en la ventana le recordaba a Grisby, el muchacho del pueblo que tenía polio,
al que había que sacar todas las mañanas en la silla de ruedas y dejarlo pestañeando
al sol. Si Lutish llegaba a echarle mano a ese geranio y a plantarlo en la tierra,
a las pocas semanas seguro que conseguía algo digno de verse. Esos que vivían al
otro lado del callejón no tenían ni idea de cómo se cuidan los geranios. A este
lo sacaban para que se cocinara todo el día bajo un sol de justicia, y lo ponían
tan cerca del borde que, a la que soplara un poco de viento, acababa en el suelo.
No tenían ni idea, ni idea de geranios. Esa maceta no tenía que haber estado donde
estaba. Al viejo Dudley se le hizo un nudo en la garganta. Lutish era capaz de conseguir
que arraigara lo que le echaran. Y Rabie también. Notó una opresión en la garganta.
Echó la cabeza hacia atrás y trató de aclararse las ideas. No se le ocurrían muchas
cosas en las que pensar que no le hicieran sentir el nudo en la garganta. Entró
su hija y le preguntó:
–¿No quieres salir a dar un paseo?
–Se veía molesta.
No le contestó.
–¿Sales o no sales?
–No salgo.
Se preguntó cuánto tiempo iba a seguir
su hija allí de pie. Hacía que los ojos se le pusieran como la garganta. Se le iban
a nublar y entonces ella se daría cuenta. Se había dado cuenta otras veces y había
sentido pena por su padre. También había sentido pena por sí misma. “Se lo podría
haber ahorrao pensó el viejo Dudley, si lo hubiese dejao en paz, si hubiese dejao
que se quedara allá en el pueblo y no se hubiese empeñao en cumplir con su maldito
deber”. Ella salió de la habitación lanzando un fuerte suspiro, y ese suspiro le
fue subiendo por el cuerpo y le recordó otra vez el momento aquel de eso; ella no
tenía la culpa en que, de repente, le habían entrado ganas de ir a Nueva York a
vivir con su hija.
Podía haberse librado de ir. Podía
haberse puesto firme, haberle dicho que viviría su vida donde había vivido siempre,
le enviara o no dinero todos los meses, se las arreglaría con la jubilación y lo
que sacara haciendo chambas. Que se quedara con el maldito dinero, lo necesitaba
más que él. Se hubiera alegrado de que liquidaran su deber de hija de aquella manera.
Entonces, si él se moría solo, lejos de sus hijos, ella podía decir que la culpa
la tenía su padre; y si llegaba a ponerse enfermo y no tenía quién lo cuidara, ella
podía haber dicho que se lo había buscado él solito. Pero, claro, llevaba dentro
aquella cosa y le habían entrado ganas de conocer Nueva York. Cuando era niño había
estado en Atlanta una vez, y había visto Nueva York en una película. Big Town
Rhythm se llamaba. Las grandes ciudades eran lugares importantes. Aquella cosa
que llevaba dentro le salió de repente, lo agarró por sorpresa. ¡El lugar igualito
al que había visto en el cine tenía un sitio para él! ¡Un lugar importante y tenía
sitio para él! Y había dicho que sí, que iría.
Enfermo debía estar cuando aceptó.
Porque, sano, seguro que no decía que sí. Él estaba enfermo y ella tan empeñada
en cumplir con su maldito deber que al final consiguió convencerlo. Vamos a ver,
¿por qué tuvo su hija que ir al pueblo a darle la molestia? Con lo bien que se arreglaba
él. La jubilación le alcanzaba para comer, y con las chambas que iba haciendo se
pagaba el cuarto de la pensión.
Por la ventana de aquel cuarto veía
pasar el río, denso y rojo, lo veía superar con esfuerzo las piedras y las curvas.
Trató de pensar cómo era, además de rojo y lento. Añadió las manchas verdes de los
árboles en las dos orillas, y en algún punto, río arriba, una mancha marrón para
indicar la basura. Él y Rabie iban hasta ahí todos los miércoles a pescar en una
barca. Rabie se conocía el río de arriba abajo en un tramo de treinta kilómetros.
En todo el condado de Coa no había ni un solo negro que lo conociera como él. A
Rabie le encantaba el río, pero al viejo Dudley no le decía nada. A él lo que le
interesaba eran los peces. Le gustaba volver por la noche con una larga ristra de
pescados y echarlos en el fregadero. “Traigo unos cuantos qu’he pescao”, decía.
“Hacía falta un hombre para pescar unos pescaos así”, comentaban siempre las viejecitas
de la pensión. Él y Rabie salían los miércoles bien temprano y pescaban todo el
día. Rabie se encargaba de encontrar los sitios buenos y de remar; el viejo Dudley
se encargaba de pescarlos. A Rabie no le interesaba demasiado pescar, a él lo que
le gustaba era el río.
–¿Pa qué le vale echar el sedal ahí,
jefe? –decía–. Si ahí no queda ni un pescao. Este viejo río no esconde nada por
aquí, no señor.
Reía como un tonto y llevaba la barca
río abajo. Así era Rabie. Para robar tenía más arte que las comadrejas, pero sabía
dónde había buena pesca. El viejo Dudley siempre le regalaba los pescados chicos.
El viejo Dudley había vivido en la
planta de arriba de la pensión, en el cuarto de la esquina, desde la muerte de su
esposa en el año 1922. Protegía a las ancianitas. Era el hombre de la casa y hacía
las cosas que se supone que debe hacer el hombre de la casa. La tarea era aburrida
por las noches, cuando las viejecitas se sentaban en la sala a rezongar y a hacer
ganchillo y el hombre de la casa estaba obligado a escuchar y a hacer de juez en
las guerras de cotorreos y chillidos crispantes. Pero durante el día estaba Rabie.
Rabie y Lutish vivían en el sótano. Lutish cocinaba y Rabie se ocupaba de la limpieza
y del huerto, pero menudo era para escabullirse con la faena a medio hacer e irse
a echarle una mano al viejo Dudley en alguna de sus empresas: construir un gallinero,
pintar una puerta. Le gustaba escuchar, que le contaran cosas de Atlanta, de cuando
el viejo Dudley estuvo allí, y de cómo se montaban los fusiles y un montón de cosas
más que el viejo sabía.
A veces, por las noches, iban a cazar
zarigüeyas. Nunca cogían ni una zarigüeya, pero, de vez en cuando, al viejo Dudley
le gustaba librarse de las señoras y la caza era una buena excusa. A Rabie no le
gustaba ir a cazar zarigüeyas. Nunca cazaban ni una zarigüeya, ni siquiera conseguían
hacer que alguna se subiera a un árbol; además, Rabie era más bien un negro de río.
–Esta noche no vamo a cazar zarigüeyas,
¿eh, jefe? Tengo algo que hacer –decía cuando el viejo Dudley se ponía a hablar
de sabuesos y escopetas.
–¿A quién le vas a robar las gallinas
esta noche? –preguntaba Dudley sonriendo.
–Me parece qu’esta noche toca cazar
zarigüeyas –suspiraba Rabie.
El viejo Dudley sacaba la escopeta,
la desmontaba y, mientras Rabie limpiaba las piezas, le explicaba el mecanismo.
Después volvía a montarla. A Rabie le maravillaba la forma en que conseguía volver
a montarla. Al viejo Dudley le hubiera gustado explicarle a Rabie cosas de Nueva
York. Si hubiera podido enseñársela a Rabie, la ciudad no habría sido tan grande
y él no habría notado aquella presión cada vez que salía. “Tan grande no es –le
habría dicho–. No te dejes agobiar, Rabie. Es una ciudad com’otra cualquiera, y
a la final las ciudades tampoco no son tan complicadas”.
Lo eran. De pronto Nueva York era
todo bullicio y actividad y al cabo de nada lo veías sucio y sin vida. Su hija ni
siquiera vivía en una casa. Vivía en un edificio, en medio de una hilera de edificios
todos iguales, grises y rojos, manchados de tizne, con gentes de boca agria asomadas
a las ventanas para ver otras ventanas y otras gentes que las miraban a su vez.
Y dentro, subías y bajabas, y sólo veías corredores, como cintas de medir donde
las puertas indicaban los centímetros. Recordó que la primera semana aquel edificio
lo había dejado aturdido. Se despertaba con la esperanza de que durante la noche
los corredores hubieran cambiado, se asomaba a la puerta y ahí estaban, alargados
como pistas para pasear perros. Y las calles, tres cuartos de lo mismo. Se preguntaba
a dónde llegaría si caminaba hasta el final de alguna de ellas. Una noche soñó que
lo hacía y que acababa al final del edificio: en ninguna parte.
A la semana siguiente tomó algo más
de conciencia de su hija, su yerno y su nieto: se pusiera donde se pusiera, siempre
estaba en medio. Su yerno sí que era raro. Era camionero y sólo estaba en casa los
fines de semana. Decía “naa” en lugar de “no” y en la vida había oído hablar de
zarigüeyas. El viejo Dudley dormía en el cuarto con su nieto de dieciséis años,
con el que no se podía hablar. Algunas veces, cuando el viejo Dudley y su hija se
quedaban solos en el apartamento, ella se sentaba y hablaba con él. Primero tenía
que pensar en qué iba a decirle a su padre. Normalmente la conversación se terminaba
antes de que ella considerara llegado el momento de levantarse y ponerse a hacer
otra cosa, y entonces él se veía obligado a decir algo. Siempre trataba de pensar
en algo que no le hubiera dicho ya. Ella nunca lo escuchaba la segunda vez. Lo que
ella veía era que su padre pasaba sus últimos años con su familia y no en una pensión
de mala muerte, llena de viejas a las que les temblaba la cabeza. Ella cumplía con
su deber. No como sus hermanos.
Una vez lo llevó de compras, pero
él estuvo de lo más torpe. Fueron en el “metro”, un ferrocarril que iba por debajo
de la tierra, por una especie de cueva inmensa. La gente salía de los trenes como
hormigas, subían las escaleras y llegaban a las calles. Y dejaban las calles, bajaban
las escaleras y se metían en los trenes: blancos, negros, amarillos, mezclados como
verduras en la sopa. Aquello era un hormiguero. Los trenes entraban como flechas
en los túneles, iban por canales y de repente se detenían. Los que bajaban se abrían
paso a empujones entre los que subían y el tren salía otra vez disparado. El viejo
Dudley y la hija tuvieron que tomar tres distintos antes de llegar a donde iban.
Él se preguntó para qué salía la gente de su casa. Notaba como si se hubiera tragado
la lengua. Ella lo sujetaba de la manga y tiraba de él entre el gentío.
También viajaron en un tren que iba
por encima del suelo. Ella lo llamaba “elevado”. Para tomarlo tuvieron que subir
a un andén muy alto. El viejo Dudley se asomó por encima de la barandilla y, allá
abajo, vio a la gente y los coches pasar muy, muy rápido. Le entraron ganas de vomitar.
Se agarró de la barandilla y se dejó caer sobre el suelo de madera del andén. La
hija lanzó un grito y lo apartó del borde.
–Pero qué haces, ¿quieres caerte
y matarte? –le gritó.
Por una rendija en las tablas entrevió
el fluir de coches en la calle.
–No m’importa –murmuró–. No m’importa
si vivo o si muero.
–Anda, vamos –le dijo ella–, te sentirás
mejor cuando lleguemos a casa.
–¿A casa? –repitió.
Allá abajo, los coches avanzaban
a su ritmo.
–Anda, vamos –repitió ella–, que
ya viene; estamos justo a tiempo de tomarlo.
Les hubiera dado tiempo de tomarlos
todos.
Consiguieron subirse a ese. Volvieron
al edificio y al apartamento. En el apartamento estaban demasiado apretados. Te
pusieras donde te pusieras, siempre había alguien. La cocina daba al lavabo y el
lavabo daba a todo lo demás, así que siempre estabas en el lugar de partida. Allá
en el pueblo tenías la planta de arriba, el sótano, el río y el centro, delante
de Fraziers… y dale, otra vez la garganta.
Hoy el geranio se retrasaba. Eran
las diez y media. Normalmente, a eso de las diez y cuarto ya lo habían sacado.
En alguna parte del corredor una
mujer chilló algo ininteligible a la calle; una radio gemía con la música cansina
de una radionovela; un cubo de basura cayó con estrépito por la escalera de incendios.
Se oyó un portazo en el apartamento de al lado y unos pasos decididos se alejaron
por el corredor.
–Será el negro –masculló el viejo
Dudley–. El negro de los zapatos relucientes.
Llevaba allí una semana cuando el
negro se mudó. Ese jueves, cuando se asomó a la puerta para mirar por los corredores
largos como pistas para pasear perros, vio al negro entrar en el apartamento de
al lado. Llevaba un traje gris mil rayas, y una corbata color habano. El cuello
duro y blanco le dibujaba una línea bien definida en la piel. Los zapatos relucientes
también eran color habano a juego con la corbata y la piel. El viejo Dudley se rascó
la cabeza. No sabía que la gente que vivía apretada en un edificio pudiera pagarse
un sirviente. Rio entre dientes. Para lo que les iba a servir un negro endomingado.
A lo mejor este negro conocía el campo de los alrededores… o a lo mejor sabía cómo
se llegaba al campo. En una de esas podían ir de caza. Podían buscar un arroyo en
alguna parte. Cerró la puerta y fue al cuarto de la hija.
–¡Oye! –le gritó–, los d’aquí al
lao tienen un negro. Será pa que limpie. Tú ¿crees que lo van a hacer venir to los
días?
Sin dejar de hacer la cama, su hija
levantó la cabeza y le preguntó:
–¿Se puede saber de qué me estás
hablando?
–Digo que los d’aquí al lao tienen
un criado, un negro, va to endomingao.
La hija se fue al otro lado de la
cama y le dijo:
–A ti te falta un tornillo. El apartamento
de al lado está vacío, además, en este edificio nadie puede pagarse un criado.
–Te digo que lo vi –insistió el viejo
Dudley riendo burlón. Entró derechito en l’apartamento y llevaba corbata, cuello
blanco y zapatos con punta.
–Si entró en el apartamento de al
lado, seguro que se lo limpia él –masculló.
Se fue hasta el tocador y empezó
a revolver las cosas. El viejo Dudley lanzó una carcajada. Cuando quería, la hija
resultaba bien cómica. Y le dijo:
–Bueno, me parece que voy ir a ver
cuándo le dan el día libre. En una d’esas lo convenzo que le gusta la pesca –y se
dio una palmada en el bolsillo haciendo tintinear las dos monedas de veinticinco
centavos.
Antes de que consiguiera salir del
todo al corredor, ella salió corriendo a buscarlo y tiró de él para hacerlo entrar.
–¿Es que no me oyes? –le gritó–.
Te hablo en serio. Si entró en el apartamento es que lo tiene alquilado para él.
Ni se te ocurra preguntarle nada ni hablar con él. No quiero líos con estos negros.
–¿Quieres decir que va vivir aquí
al lao? –murmuró el viejo Dudley.
–Supongo –contestó ella encogiéndose
de hombros–. Y tú no te metas en lo que no te importa –agregó–. Tú con ese no tienes
nada que ver.
Se lo dijo tal cual. Como si él no
tuviera sentido común. Pero ahí mismito le echó la bronca. Se las cantó bien claritas
y bien que lo entendió.
–¡No es así como t’han educao! –le
dijo con voz atronadora–. ¡No t’han educao pa vivir apretujada con estos negros
del norte que se creen que valen lo mismo que tú, y encima te piensas que yo tendría
tratos con un tipo así! Si te piensas que me quiero mezclar con ellos, estás loca.
Tuvo que calmarse un poco porque
se le hacía un nudo en la garganta. Ella se puso tiesa y le dijo que vivían donde
podían permitírselo y que hacían lo que podían. ¡Con sermones a él! Después salió
toda tiesa sin decir una palabra más. Así era ella. Trataba de mostrarse solemne
echando los hombros hacia atrás estirando el cuello. Ni que él fuera un tonto. Ya
sabía que los yanquis dejaban entrar a los negros por la puerta principal y sentarse
en sus sillones, pero lo que no sabía era que su propia hija educada como estaba
mandado, se iría a vivir justo al lado de ellos, y que después pensaría que él tenía
tan poco sentido común para mezclarse con esa gentuza. ¡Justo él!
Se levantó y cogió un diario que
había en otra silla. Ya puesto cuando ella volviera a entrar, haría como que estaba
leyendo. No tenía sentido que se estuviera ahí parada, mirándolo fijamente, convencida
de que debía buscarle alguna ocupación. Miró por encima del periódico la ventana
al otro lado del callejón. Todavía no estaba el geranio. Nunca había tardado tanto.
El primer día que lo había visto estaba sentado ahí mismo, asomado a la ventana,
mirando la otra ventana, y entonces le había echado un vistazo al reloj para calcular
cuánto tiempo había pasado desde el desayuno. Al levantar la vista, lo vio. Dio
un respingo. No le gustaban las flores, pero el geranio no parecía una flor. Se
parecía a Grisby, el muchacho enfermo del pueblo, y era del mismo color que las
cortinas que las ancianas tenían en la sala, y el lazo de papel de la maceta se
parecía al que Lutish llevaba en la espalda del uniforme de los domingos. Lutish
era aficionada a los lazos. “Como la mayoría de las negras”, pensó el viejo Dudley.
La hija volvió a pasar. Él se había
propuesto que cuando pasara lo viera leyendo el diario.
–Hazme un favor, ¿quieres? –le dijo
ella como si acabara de inventarse un favor para que él tuviera que hacérselo.
Ojalá no lo mandara otra vez a la
tienda de comestibles. La última vez se había perdido. Esos malditos edificios eran
todos iguales. Asintió con la cabeza.
–Baja al tercer piso y pídele a la
señora Schmitt que me preste el patrón de la camisa que usa para Jake.
¿Por qué no lo dejaba quedarse ahí
sentado? No necesitaba el patrón de la camisa.
–De acuerdo –le dijo–. ¿Qué apartamento
es?
–El diez… y está en el mismo sitio
que este. Justo aquí debajo, bajando tres pisos.
El viejo Dudley siempre temía que
al salir a aquellas pistas para pasear perros se abriera de repente una puerta y
uno de los hombres de morro fino que se sentaban en camiseta en los alféizares de
las ventanas le gruñeran: “Y tú ¿qu’haces aquí?”. La puerta del apartamento del
negro estaba abierta y vio a una mujer sentada en una silla, al lado de la ventana.
“Negros yanquis”, masculló. La mujer llevaba unas gafas sin montura y sobre el regazo
tenía un libro. “Las negras no se sienten elegantes hasta que no llevan gafas”,
pensó el viejo Dudley. Se acordó de Lutish y de sus gafas. Había ahorrado trece
dólares para comprárselas. Y entonces fue al médico, le pidió que le revisara la
vista y le dijera cómo de gruesas tenían que ser las gafas. El hombre la mandó mirar
unos dibujos de animales a través de un espejo, le puso una luz muy cerca de los
ojos y le observó la cabeza por dentro.
Y después le dijo que no necesitaba
gafas. Lutish se enojó tanto que durante tres días seguidos se le quemó el pan de
maíz, y después de todos modos se compró unas gafas en la tienda de baratillo. No
le costaron más que un dólar con noventa y ocho centavos y se las ponía todos los
sábados. “Así eran las negras”, rio entre dientes el viejo Dudley. Se dio cuenta
de que había hecho ruido y se tapó la boca con la mano. A ver si lo oía alguno de
los que vivían en los apartamentos.
Bajó el primer tramo de escaleras.
En el segundo, oyó unos pasos que subían. Se inclinó por encima del barandal y vio
que era una mujer, una gorda con el delantal puesto. Desde arriba se parecía un
poco a la señora Benson, la del pueblo. Se preguntó si la mujer iba a hablarle.
Cuando los separaban apenas cuatro escalones, él la miró de reojo, pero ella no
lo estaba mirando. Cuando se cruzaron en el mismo escalón, le echó un vistazo rápido
y comprobó que lo miraba a la cara, como si nada. Entonces lo adelantó. No le había
dicho una sola palabra. El viejo Dudley sintió un peso en el estómago.
Bajó cuatro pisos en vez de tres.
Volvió a subir uno y encontró el número 10. La señora Schmitt dijo que bueno, que
esperara un momento, que iría por el patrón. Mandó a uno de los niños a que se lo
llevara a la puerta. El niño ni abrió la boca.
El viejo Dudley empezó a subir las
escaleras. Tenía que ir más despacio. Se cansaba al subir. Se cansaba con todo,
o eso parecía. Claro que cuando Rabie corría por él la cosa era distinta. Rabie
era un negro ágil de pies. Capaz de meterse en un gallinero sin que ni siquiera
las gallinas se enteraran y de sacar el pollo más gordo de todos sin darle tiempo
a piar. Rápido, además. Dudley siempre había sido pesado de pies. En los gordos
era natural. Se acordó de una vez, cuando él y Rabie estaban cazando codornices
cerca de Molton. Llevaban entonces un sabueso que te encontraba los nidos más rápido
que el más lindo de los pointers. Eso sí, no servía para traértelas de vuelta, pero
las encontraba siempre, y después se quedaba más tieso que un palo mientras tú apuntabas
a los pájaros. Aquella vez el perro se paró en seco.
–Va ser grand’el nido ese –susurró
Rabie–. Lo noto.
El viejo Dudley levantó la escopeta
despacio a medida que caminaban. Tuvo que poner cuidado al andar sobre la hojarasca.
Con tanta hojarasca, el suelo se volvía resbaladizo. Rabie pasaba el peso de una
pierna a la otra, levantaba y apoyaba los pies sobre la hojarasca blanda como la
cera con un cuidado instintivo. Miraba al frente y avanzaba deprisa. El viejo Dudley
miraba con un ojo hacia delante y con el otro el suelo, que empezaría a bajar y
él resbalaría peligrosamente hacia delante, o, cuando quisiera subir con esfuerzo
una pendiente, resbalaría hacia atrás.
–Jefe, ¿no vale más qu’esta vuelta
coja yo los pájaros? –sugirió Rabie–. Los lunes no anda usté muy ligero de pies.
Si se cae en una d’esas pendientes, los pájaros se desparramarán antes que pueda
usté apuntar con l’escopeta.
El viejo Dudley quería coger toda
la nidada. Habría podido darle a cuatro sin problema.
–Los cogeré yo –masculló.
Levantó la escopeta para apuntar
y se inclinó hacia delante. Patinó con algo y se deslizó con los pies por delante.
La escopeta se disparó y toda la nidada salió volando.
–Aah, dejamos escapar unos pájaros
maníficos –suspiró Rabie.
–Encontraremos otra nidada –dijo
el viejo Dudley–. Y ahora sácame de este maldito agujero.
Podría haber cazado cinco de esos
pájaros si no se hubiera caído. Podría haberlos volteado como latas en una verja.
Acercó una mano a la oreja y extendió la otra hacia delante. Podría haberlos volteado
como en el tiro al plato. ¡Pum! Un crujido en la escalera lo obligó a voltear, mientras
con los brazos seguía sosteniendo una escopeta invisible. El negro subía las escaleras
que parecía que se comía los escalones, iba hacia él, una sonrisa divertida le estiraba
el bigote cuidado. El viejo Dudley se quedó boquiabierto. El negro hacía muecas,
como aguantando la risa. El viejo Dudley fue incapaz de moverse. Tenía la vista
clavada en la línea bien definida que el cuello de la camisa marcaba sobre la piel
del negro.
–¿Qué está cazando, veterano? –le
preguntó el hombre con una voz que recordaba la risa de un negro y la sorna de un
blanco.
El viejo Dudley se sintió como un
crío con una pistola de aire comprimido. Se había quedado con la boca abierta y
la lengua inmóvil en el centro. Notó una flojera justo debajo de las rodillas. Perdió
pie, resbaló tres escalones y cayó sentado.
–Será mejor que tenga cuidado –le
dijo el hombre–. Podría lastimarse en estas escaleras.
Le tendió la mano para que pudiera
agarrarse y levantarse. Era una mano larga y estrecha, de uñas limpias y cortadas
rectas. Daban la impresión de estar limadas. Las manos del viejo Dudley colgaban
inertes entre sus rodillas. El negro lo agarró del brazo y tiró de él.
–¡Uf! –soltó–, ¡cómo pesa! Venga,
colabore un poquito.
Al viejo Dudley se le destrabaron
las rodillas y se levantó con dificultad. El negro lo tenía agarrado del brazo.
–De todas maneras voy para arriba
–le dijo–. Lo ayudo.
El viejo Dudley echó una ojeada desesperada
a su alrededor. A sus espaldas, las escaleras parecían echársele encima. Subía las
escaleras con el negro. El negro lo esperaba en cada escalón.
–¿Así que caza? –le preguntó el negro–.
Déjeme pensar. Una vez fui a cazar ciervos. Me parece que usamos una Dodson calibre
treinta y ocho para coger esos ciervos. ¿Usted qué usa?
El viejo Dudley miraba sin ver los
relucientes zapatos cafés.
–Escopeta –farfulló.
–Me gustan las armas, más que ir
de caza –le decía el negro–. Nunca se me dio bien matar nada. Da pena acabar con
la reserva de caza. Eso sí, si tuviera tiempo y dinero, coleccionaría armas.
En cada escalón esperaba a que el
viejo Dudley lo subiera. Mientras, le iba hablando de armas y marcas. Llevaba unos
calcetines grises con motas negras. Terminaron de subir las escaleras. El negro
lo acompañó por el corredor, agarrándolo del brazo. Seguro que daba la impresión
de que iba enlazado al brazo de aquel negro.
Fueron derechitos a la puerta del
viejo Dudley. Y ahí el negro le preguntó:
–¿Es de por aquí?
El viejo Dudley negó con la cabeza,
la vista clavada en la puerta. Todavía no había mirado al negro. Mientras subían
las escaleras, no había mirado al negro.
–Ya verá –le dijo el negro–, es un
sitio estupendo… cuando se acostumbre.
Le dio una palmada en la espalda
al viejo Dudley y entró en su apartamento. El viejo Dudley entró en el suyo. El
dolor de la garganta se le extendió por toda la cara y le empañó los ojos.
Se acercó arrastrando los pies a
la silla junto a la ventana y se dejó caer en ella. La garganta estaba a punto de
estallarle. La garganta estaba a punto de estallarle por culpa de un negro yanqui,
un negro condenado que le daba palmadas en la espalda y lo llamaba “veterano”. A
él que sabía que eso no podía ser. A él que había venido de un lugar decente. Un
lugar decente. Un lugar donde eso no podía ser. Notó algo raro en los ojos. Le estaban
creciendo dentro de las órbitas y de un momento a otro se iban a quedar sin sitio.
Estaba atrapado en ese lugar donde los negros te llamaban “veterano”. No se dejaría
atrapar. No se dejaría. Movió la cabeza contra el respaldo de la silla para estirar
el cuello, lo notaba agarrotado.
Un hombre lo miraba. Desde la ventana,
al otro lado del callejón, un hombre lo miraba fijamente. El hombre estaba viendo
cómo lloraba. En ese lugar era donde tendría que haber estado el geranio, pero no,
allí había un hombre en camiseta, que lo veía llorar y esperaba a que se le reventara
la garganta. El viejo Dudley le sostuvo la mirada a aquel hombre. En ese lugar tendría
que haber estado el geranio. Ese era el sitio del geranio y no del hombre.
–¿Y el geranio, dónde está? –le gritó
pese a que se le cerraba la garganta.
–¿Pa qué llora? –le preguntó el hombre–.
En mi vida no había visto a un hombre llorar así.
–¿Y el geranio, dónde está? –preguntó
el viejo Dudley, tembloroso–. Ahí tendría que estar el geranio y no usté.
–Esta ventana es mía –le aclaró el
hombre–. Tengo derecho a sentarme aquí, si me da la gana.
–¿Dónde está? –chilló el viejo Dudley.
La garganta se le había abierto un poco.
–Se cayó pa’ abajo, si tanto l’interesa
–le contestó el hombre.
El viejo Dudley se levantó y se asomó
por encima del alféizar de la ventana. Seis pisos más abajo, en el callejón, alcanzó
a ver una maceta hecha añicos sobre un montón de tierra desparramada y algo de color
rosa que asomaba en medio de un lazo verde de papel. Seis pisos más abajo, destrozado.
El viejo Dudley miró al hombre que
mascaba chicle y esperaba a ver cómo se le reventaba la garganta.
–No tenía qu’haberlo puesto tan cerca
del borde –murmuró–. ¿Por qué no lo recoge?
–¿Por qué no lo recoge usté, agüelo?
El viejo Dudley se quedó con la vista
clavada en el hombre que ocupaba el sitio donde debería haber estado el geranio.
Eso haría. Bajaría y lo recogería.
Lo pondría en su ventana, y, si le daba la gana, se quedaría todo el día mirándolo.
Se alejó de la ventana y salió del cuarto. Caminó despacio por la pista para pasear
perros y llegó a las escaleras. Las escaleras se abrían hacia abajo como una herida
en el suelo. Penetraban por un agujero como una caverna y bajaban, bajaban en picado.
Y él había subido un tramo de esas escaleras un poco por detrás del negro. Y el
negro lo había ayudado a levantarse y lo había llevado agarrado del brazo y había
subido con él las escaleras y le había contado que cazaba ciervos, “veterano”, y
lo había visto empuñar una escopeta que no existía y lo había visto sentado en la
escalera como un niño. Llevaba zapatos relucientes, color café, y hacía muecas para
no reírse y todo aquello era de risa. A lo mejor, en cada escalón había un negro
con motas negras en los calcetines, haciendo muecas para no reírse. Las escaleras
bajaban y bajaban en picado. No podía bajar y arriesgarse a que los negros le dieran
palmadas en la espalda. Volvió al cuarto y a la ventana, se asomó y, allá abajo,
vio el geranio.
El hombre seguía sentado donde debería
haber estado la planta.
–Oiga usté, que no l’he visto recogerlo
–le dijo.
El viejo Dudley lo miró fijamente.
–A usté lo tengo visto de otras veces
–le dijo el hombre–. Lo veo ahí sentao, to los días en esa silla vieja, mirando
por la ventana, mirando lo qu’hacemos en mi apartamento. Lo que yo hago en mi apartamento
es asunto mío, ¿s’entera? No me gusta que la gente mire lo que yo hago.
Estaba tirado allá abajo, en el callejón,
con las raíces al aire.
–Y mucho cuidao, yo aviso una sola
vez –dijo el hombre, y se apartó de la ventana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario