Adolfo Bioy Casares
Al profesor lo irritaba
la gente que se levantaba tarde, pero no quería despertar a Valeria, porque a
ella le gustaba dormir. “Pone mucha aplicación”, pensó, mientras contemplaba el
delicado perfil y la efusión roja del pelo de la chica sobre la almohada
blanca.
El
profesor se llamaba Félix Hernández. Parecía joven, como tantas personas de su
edad en aquella época (veinte años antes hubieran sido viejos). Era famoso, aun
fuera del mundo universitario, y muy querido por los alumnos. Se consideraba
afortunado porque vivía con Valeria, una estudiante.
Entró
en la cocina, a preparar el desayuno. Cuidó las tostadas, para que se doraran
sin quemarse, y recordó: “Esta mañana Valeria defiende la tesis. No tiene que
olvidar los tres períodos de la historia”. Después de una pausa, dijo: “Últimamente
me dio por hablar solo”.
Llevó
la bandeja al dormitorio en el momento en que la muchacha volvía de la ducha,
aún mojada y envuelta en una toalla. Al arrimarle una taza vio en el espejo su
propia cara, con esa barba a retazos blanquísima, a retazos negra, que recién
afeitada parecía de tres días. Miró a la chica, volvió a mirar el espejo y se
dijo: “Qué contraste. Realmente, soy un hombre de suerte”. La chica exclamó:
–Si
me quedo dormida, me muero.
–¿Por
no doctorarte? No perderías mucho.
–Es
increíble que un profesor hable así.
–Ya
nadie sabe que puede estudiar solo. El que está en un aula donde hay un
profesor, cree que estudia. Las universidades, que fueron ciudadelas del saber,
se convirtieron en oficinas de expendio de patentes. Nada vale menos que un
título universitario.
La
chica dijo, como para sí misma:
–No
importa. Yo quiero el título.
–Entonces
tal vez convenga que menciones los tres períodos de la historia. Cuando el
hombre creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas.
Cuando creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por
razones políticas.
–Yo
leí un poema. Cada cual mata aquello que ama…
La
miró, sonrió, sacudió la cabeza.
–Después
de sueños demasiado largos, verdaderas pesadillas –explicó Hernández–, llegamos
al período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la
felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.
–Me
parece que voy a provocar una discusión con la mesa.
–No
veo por qué. ¿Alguien duda de que a cierta edad recibirá la visita del médico?
¿No es ésa una manera de matar? Por razones terapéuticas, desde luego. Una
manera de matar a toda la población.
–A
toda, no. Están los que se escapan a la otra Banda.
–Ahí
surge la amenaza de un segundo montón de muertos. Inmenso. Por razones
terapéuticas, también.
–Pero
eso –con aparente distracción dijo la chica, mientras se vestía– si les
declaramos la guerra.
–No
va a ser fácil. Entre los viejos decrépitos de la Banda Oriental hay
negociadores astutos, que siempre encuentran la manera de ceder algo sin
importancia.
–Me
dan asco –dijo Valeria, lista ya para salir–, pero que posterguen la guerra me
parece bien.
–Tarde
o temprano habrá que decidirse. No puede ser que en la otra Banda haya un foco
infeccioso, un caldo de cultivo de todas las pestes que nosotros hemos
eliminado. Salvo que alguien descubra la manera de frenar la vejez… Pero ¿qué
vas a contestar si te preguntan cómo empezó el tercer período?
–Cuando
ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó, al género
humano, con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de
nuestra época. Los médicos argentinos, del legendario Equipo del Calostro, un
día lograron la barrera de anticuerpos, durable y polivalente. Esto significó
la erradicación de las infecciones, pronto seguida por la del resto de las
enfermedades y por una extraordinaria prolongación de la juventud. Creímos que
no era posible ir más lejos. Poco después los uruguayos descubrieron el modo de
suprimir la muerte.
–Lo
que nuestro patriotismo recibió como una patada.
–Pero
ni los propios uruguayos lograron detener el envejecimiento.
–Menos
mal…
–Con
tus interrupciones pierdo el hilo –dijo Valeria y retomó el tono de recitación–.
Alrededor de los dos países del Río de la Plata se formaron los bloques
aparentemente irreconciliables, que hoy se reparten el mundo. Los enemigos nos
llaman jóvenes fascistas y, para nosotros, ellos son moribundos que no acaban
de morir. En el Uruguay la proporción de viejos aumenta –sin detenerse agregó:
–Son
casi las diez. Tengo que irme.
La
acompañó hasta la puerta, la besó, le pidió que no volviera tarde y no entró
hasta que la perdió de vista.
Un
rato después, cuando estaba por salir, oyó el timbre. Recogió un cuaderno de
apuntes, que probablemente Valeria había olvidado, empezó a murmurar: “De todo
te olvidas, ¡cabeza de novia!”, abrió la puerta y se encontró con sus
discípulos Gerardi y Lohner.
–Venimos
a verlo –anunció Lohner.
–El
tiempo no me sobra. A las once debo estar en la Facultad.
–Lo
sabemos –dijo Gerardi.
–Pero
tenemos que hablar –dijo Lohner.
Parecían
nerviosos. Los llevó al escritorio.
–Lohner
–dijo Gerardi y señaló a su compañero– va a explicarle todo.
Hubo
un silencio. Hernández dijo:
–Estoy
esperando esa explicación.
–No
sé cómo empezar. Un amigo, de Salud Pública, nos avisó anoche que vienen a
verlo.
Hernández
entreabrió la boca, sin duda para hablar, pero no dijo nada. Por último Gerardi
aclaró:
–Viene
el médico.
Hubo
otro silencio, más largo. Preguntó Hernández:
–¿Cuándo?
–Hoy
–dijo Lohner.
–Entre
anoche y esta mañana arreglamos todo.
–¿Qué
arreglaron?
–El
cruce al Carmelo.
–¿En
el Uruguay? –preguntó Hernández, para ganar tiempo.
–Evidentemente
–contestó Lohner.
Gerardi
refirió:
–El
amigo de Salud Pública nos puso en comunicación con un señor, llamado Contacto,
que se encarga del renglón lancheros. Nos dio cita, a las diez de la noche, en
la Confitería Del Molino, en la mesa que está contra la segunda columna de la
izquierda, entrando por Callao. Ahí tomamos tres capuchinos y cuando yo iba a
decirle quién era usted, el señor Contacto me paró en seco. “Si consigo lancha,
no debo saber para quién”, y nos pidió que lo esperáramos un minutito, porque
iba a hablar a Tigre. No fue un minutito. Querían cerrar la confitería y el
señor Contacto no lograba comunicarse. En nuestro país estas cosas, por simples
que parezcan, son complicadas. Finalmente volvió, dio un nombre, una hora, un
lugar: Moureira, a las ocho de la mañana, en el almacén de Liniers y Pirovano,
frente al puentecito sobre el río Reconquista.
–¿En
el Tigre? –preguntó Hernández.
–En
Tigre.
–Y
ustedes, esta mañana, ¿lo encontraron?
–Como
un solo hombre. Tengo la impresión de que se puede confiar en él.
–Sobre
todo si no le damos tiempo –observó Lohner.
–¿Para
qué? –preguntó Hernández.
–No
creo que le convenga… –opinó Gerardi–. Su trabajo es pasar fugitivos a la otra
Banda. Si traiciona una vez y llega a saberse ¿de qué vive?
–Es
gente vieja del Delta. En tiempo de las aduanas, el abuelo y el padre fueron
contrabandistas. Moureira aseguró que él mismo es una especie de institución.
–¿Cuándo
tengo que ir?
–Se
viene con nosotros. Ahora mismo.
–Ahora
mismo no puedo.
–Moureira
está esperándonos –dijo Gerardi.
–Más
vale no entretenerse –dijo Lohner.
–Tengo
que buscar a una amiga –dijo Hernández.
Hubo
un silencio. Gerardi preguntó:
–¿A
la que sabemos, profesor?
Sonriendo,
por primera vez, confirmó Hernández:
–A
la que sabemos.
–No
se demore. Nosotros nos vamos. Hay que retener a Moureira –dijo Lohner.
Gerardi
insistió:
–No
se demore. Usted nos encuentra en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al
puentecito. Un puentecito que se cae a pedazos, desde tiempo inmemorial.
Con
impaciencia dijo Lohner:
–No
va a ser fácil retener al tal Moureira.
Cuando
quedó solo se preguntó si estaba asustado. Sabía que tenía apuro por cruzar a
la otra Banda y que no dejaría a Valeria. Después de la conversación con los
muchachos, le pareció que avanzaba inevitablemente por un camino peligroso,
desde cuyos bordes las cosas, aun las más familiares, lo miraban como testigos
impasibles.
Sin
perder un minuto se largó a la facultad. En el primer piso, al salir de la
escalera, la encontró.
–¡Te
acordaste de traer los apuntes! –exclamó Valeria.
La
verdad es que ni se había acordado del examen de tesis. Traía los apuntes bajo
el brazo porque estaba turbado y no sabía muy bien qué hacía. Preguntó:
–¿Llego
a tiempo?
–Por
suerte. Hasta que no vea dos nombres y una fecha, no voy a sentirme segura.
–Yo
creía que solamente los viejos olvidábamos los nombres.
–Nadie
te considera viejo.
–Estás
equivocada. Aparecieron por casa dos estudiantes.
–¿Para
qué?
–Para
avisarme que hoy a la tarde me visita el médico. Un amigo que trabaja en el
Ministerio de Salud Pública les dio la noticia.
–No
puedo creer. De todos modos el médico tendrá que admitir que estás bien.
–No
hay antecedentes.
–No
importa. Yo sé, por experiencia, cómo estás. Voy a hablarle. Su visita es
prematura. Tendrá que admitirlo.
–No
lo hará.
–¿Cuál
es tu plan?
–Un
lanchero nos espera en el Tigre, para llevarnos a la otra Banda –el profesor
debió notar algo en la expresión de Valeria, porque preguntó:
–¿Qué
pasa? ¿No estás dispuesta?
–Sí.
¿Por qué? En un primer momento repugna un poco la idea de vivir entre viejos
que nunca mueren. Pero no te preocupes. Voy a sobreponerme. Son prejuicios que
me inculcaron cuando era chica.
–¿Nos
vamos o nos quedamos?
–¿Quedarnos
y que te visite el médico? No estoy loca. De los que te llevaron la noticia,
¿uno es Lohner?
–Y
el otro, Gerardi.
–Un
atropellado. Capaz de creer lo primero que oye.
–Lohner,
no.
–Circulan
tantos rumores… ¿Por qué no vas a dar la clase, como siempre? En cuanto yo
concluya la defensa de la tesis, trato de averiguar algo.
Las
palabras “dar la clase, como siempre” casi lo convencieron, porque le trajeron
a la memoria las tan conocidas “como decíamos ayer” de otro profesor.
Recapacitó y dijo:
–No
creo que haya tiempo.
–Y
es muy probable que sea una imprudencia. Estoy pensando que es mejor que no te
vean por acá.
En
ocasiones el hombre es un chico ante la mujer. Hernández preguntó:
–¿Entonces,
qué hago?
–Te
vas a casa, ahora mismo. Si dentro de una hora no llego, ni te he llamado, te
vas al Tigre. ¿Dónde nos esperan?
–En
Liniers y Pirovano. Debajo de un puente muy viejo, que cruza el río
Reconquista.
Repitió
Valeria:
–En
Liniers y Pirovano –de pronto agregó:
–Si
no voy a casa, voy directamente.
Se
avino a la propuesta, aunque no lo convencía del todo. A mitad de camino
comprendió el error que iba a cometer. Si la muchacha no quería ver el peligro
debió abrirle los ojos. Su casa era una trampa en la que pasaría una larga hora
de ansiedad. Quién sabe si después no sería tarde para salir.
En
el momento de abrir la puerta, un hombre cruzó desde la vereda de enfrente y le
dijo:
–Lo
esperaba.
Entraron
juntos y, ya en el escritorio, Hernández preguntó:
–¿El
médico?
Tristemente
el médico asintió con la cabeza.
–Aunque
debiera callarme, le diré que me expresé mal. No lo esperaba. Mejor dicho,
esperaba que no viniera, que mostrara un poco de tino, qué embromar. Dígame,
¿le costaba mucho ponerse a salvo? ¿Tan desvalido se encuentra que no tiene
quién le avise y lo pase? ¿O por un instante supone que si lo examino estamparé
mi firma en un certificado de salud para que lo dejen vivo?
–Parece
justo.
–Son
todos iguales. Les parece justo exponerme a que un segundo médico los examine,
opine de otro modo y dé a entender que a uno lo sobornaron. Aunque no crea,
muchos codician el puesto.
–Entonces
no hay escapatoria.
–Eso
lo dejo a su criterio. Todavía tengo que ver a otro paciente. Cuando llegue a
Salud Pública, paso el informe.
El
médico dio por concluida la visita. Hernández lo acompañó hasta la puerta.
–De
cualquier modo, muchas gracias.
–Dígame
una cosa, ¿algo o alguien lo retiene en Buenos Aires? Me permito recordarle que
si no se fuga, tampoco va a seguir junto a la personita que tanto le interesa.
Lo atrapan ¿me oye? y lo liquidan.
–Es
verdad –admitió Hernández–. Qué solos se quedan los muertos…
Cerró
la puerta. Por un instante permaneció inmóvil, pero después fue rápido y
eficaz. En menos de media hora preparó la valija y salió de la casa. Aunque sin
tropiezos, el viaje al Tigre le resultó larguísimo. Finalmente encontró a los
discípulos, en el lugar indicado. Con ellos había un hombre robusto, de saco
azul y pipa, que parecía disfrazado de lobo de mar.
–Creíamos
que no venía –dijo Gerardi–. El señor Moureira quería irse.
–No
pierda tiempo –dijo Lohner.
–Suba
a la lancha –dijo Moureira.
–Un
momento –dijo el profesor–. Espero a una amiga.
–La
mujer siempre llega tarde –sentenció Moureira.
Discutieron
(esperar unos minutos, irse en el acto) hasta que oyeron una sirena.
–Menos
mal que en la policía no han descubierto que la sirena previene al fugitivo –observó
Lohner, mientras ayudaba al profesor a subir a la lancha.
Gerardi
le preguntó:
–¿Algún
mensaje?
–Dígale
que para mí era lo mejor de la vida.
–¿Pero
que la vida la incluye y que el todo es más que la parte? –preguntó Lohner.
Volvieron
a oír la sirena, ya próxima. Los muchachos se guarecieron en el almacén.
Moureira le dijo:
–Acuéstese
en el piso de la lancha, que lo tapo con la lona.
Obedeció
Hernández y con una sonrisa melancólica pensó: “La conclusión de Lohner es
justa, pero en este momento no me consuela”.
Lentamente,
resueltamente, se alejaron rumbo al río Luján y aguas afuera.
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