Norma Cuéllar
Sin ánimo de sonar
presuntuoso, siempre había tenido un excelente sexto sentido. Sueños
premonitorios, corazonadas… éstas últimas nunca me fallaban: acostado boca
abajo, antes de quedar dormido, me preguntaba algo como “¿Me aceptarán el
proyecto en la empresa?”, y si mi corazón latía apresuradamente significaba un
sí incuestionable; si se quedaba normal era un no rotundo. También mi estómago
me avisaba si tendría o no un mal día, pero me lo hacía saber a través de
nauseabundas diarreas, exactamente antes de salir de mi departamento, hacia el
trabajo. Y conste, lo de mal día era por causas ajenas a mí, no era sugestión.
Yo tenía 40 años, era infeliz en mi matrimonio y
estaba atrapado en un trabajo de mierda. También soltero sería infeliz, la
verdad es que era infeliz a secas y con dos intentos de suicidio tras de mí. No
tenía ahorros: si se me “antojaba” algo costoso me lo conseguía al momento,
porque los suicidas no sabemos si al día siguiente tendremos el momentáneo
apuro de acabar con todo.
Un día, un 10 de octubre para ser exactos, compré
un boleto de avión para Quintana Roo, por cosas del trabajo –yo era consultor
de finanzas. Mi esposa Érika me creía feliz porque me anunció su embarazo. Si
ella tan sólo hubiera sabido… si ella quedara viuda, la dejaría con tantas
deudas que en caso de que ella fuera puta, ni acostándose con 5 hombres diarios
durante 10 años podría pagar todo –sí, hice las cuentas.
Total, ya me había dado por vencido en eso de
matarme. Me acosté después de discutir con ella, pues ella insistía en “hacer
el amor”, pues así el niño o niña sentiría mi presencia o algo así. A mí la
idea sólo me dio asco. Acostado boca abajo antes de conciliar el sueño me
pregunté si sería un buen viaje. Mi corazón parecía querer salirse del pecho. Y
me dormí. Algo agradable he de haber soñado y muy real; mi mujer dijo que me
estremecí varias veces con los ojos demasiado cerrados, como cuando yo tenía un
orgasmo, según ella.
El avión partiría a las nueve de la mañana del
día siguiente. Me levanté a las seis, para hacer mis pendientes mañaneros sin
prisa. Desperté bastante contento, algo raro en mí, hasta desayuné cantando. Érika
me despidió con un apasionado beso. Cuando salí de la puerta del depa mi
estómago estaba normal: “va a ser un excelente día, Gabriel”, me dije.
Llegué al aeropuerto con tiempo suficiente para
desayunar, ahora sí, como rey, en uno de los restaurantes de por ahí. Luego
gasté bastante dinero en revistas, libros, todo para el viaje. Pagué 300 pesos
por unos chocolates de Turquía, 600 por una loción europea, 500 por unos
habanos de lujo. A las 9 de la mañana tomé el avión, en primera clase, por
supuesto.
El vuelo duraría tres horas, y yo estuve de lo
más tranquilo de 9 a 10:30, escuchando en mi iPod canciones de jazz de Gino
Vanelli, tomando champaña.
De repente me llegó la sensación de algo de lo
que necesitaba acordarme para vivir plenamente ese momento… ¡Claro! Ahí
recordé: Había soñado un avión que después de una turbulencia se estrellaba
contra mucha agua, y todos los tripulantes se desintegraban por la potencia del
choque, al mediodía. Una súbita alegría invadió mi cuerpo, como la de un adicto
tan sólo de pensar en su próximo jeringazo. Todo concordaba: el sueño
premonitorio, las corazonadas la noche anterior, el estómago sin cólicos ni
diarrea.
Entré al baño para orinar: una agua amarilla y
caliente, tan bonita… Me peiné y me lavé la cara. Y la comida que me sirvieron
después me pareció exquisita, saboreé cada bocado como sólo Hannibal Lecter lo
podría haber hecho. En cuestión de segundos todos mis acompañantes me
parecieron personas adorables, casi divinas. Con ojos llorosos me levanté de mi
lugar y saludé a todos y cada uno: a la niña que antes me había parecido
demasiado orejona, al señor que tosía sin parar y del que sospechaba que tenía
tuberculosis, a los recién casados que se la pasaban besándose, que me habían
parecido exageradamente felices. Una azafata estaba muy conmovida por mi
comportamiento, me guio de la mano hasta el baño y me besó, con una lágrima
rodando por su hermoso rostro. Volví a mi asiento y la odiosa señora
parlanchina sentada a mi lado se había transformado en una viejita simpática,
con una voz de terciopelo con la que me acariciaba.
Luego me puse a regalarles a los niños dinero,
compact discs, corbatas finas, gemelos de plata, plumas Mont Blanc, lociones.
Yo me sentía un Mesías, un ser iluminado con ganas irrefrenables de repartir
cariño. Hasta me dejaron poner canciones alegres en las bocinas del avión, como
El Noa Noa, de Juan Gabriel.
Eran las 11:40 de la mañana. Tomé un dizque
micrófono y me puse a cantar delante de todos los viajeros Freedom, de George
Michael. Precisamente canté Freedom porque me sentía deliciosamente libre…
De repente el avión se empezó a mover raro y me
pidieron ocupar mi asiento y que todos nos pusiéramos el cinturón de seguridad
y varias medidas más.
Las azafatas ya no me quisieron servir champaña,
nomás querían secretear y lucir mortificadas. Varias señoras se me quedaban
viendo, sus ojitos como preguntándome qué hacer. Yo estaba demasiado feliz y
eso las reconfortaba.
A las 11:56, con el avión sacudiéndose, y las
sobrecargos al borde del llanto, empecé a gritar:
–¡Esos pilotos borrachos! ¡Esos pilotos
borrachos! ¡Cómo los quiero, ca’!
–¿¡Pero qué está diciendo, señor!? –me dijo la
azafata besadora.
–Pos nada, que nuestros pilotos están batallando
allá con una turbulencia, y aparte de eso, están bien pedos…
–¡No, no mam…! –dijo, y al momento se fue al
compartimiento donde ellos estaban.
Todos se me quedaron viendo.
–¡Esos pilotos borrachos! ¡Cómo los quiero! –seguí
exclamando: yo mismo había ido con ellos para saludarlos… y embriagarlos con
tequila.
No iba a permitir que unos pilotos hábiles y en
sus cinco sentidos me arruinaran la muerte, no señor.
Antes del regreso de la besadora, exactamente al
mediodía, ya estábamos estrellándonos contra el mar.
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