Armando Palacio Valdés
Fresnedo dormía profundamente su siesta acostumbrada.
Al lado del diván estaba el velador maqueado, manchado de ceniza de cigarro, y sobre
él un platillo y una taza, pregonando que el café no desvela a todas las personas.
La estancia, amueblada para el verano con mecedoras y sillas de rejilla, estera
fina de paja, y las paredes desnudas y pintadas al fresco, se hallaba menos que
a media luz: las persianas la dejaban a duras penas filtrarse. Por esto no se sentía
el calor. Por esto y porque nos hallamos en una de las provincias más frescas del
Norte de España y en el campo. Reinaba silencio. Escuchábase sólo fuera el suave
ronquido de las cigarras y el pío pío de algún pájaro que, protegido por los pámpanos
de la parra que ciñe el balcón, se complacía en interrumpir la siesta de sus compañeros.
Alguna vez, muy lejos, se oía el chirrido de un carro, lento, monótono, convidando
al sueño. Dentro de la casa habían cesado ya tiempo hacía los ruidos del fregado
de los platos. La fregatriz, la robusta, la colosal Mariona, como andaba descalza,
sólo producía un leve gemido de las tablas, que se quejaban al recibir tan enorme
y maciza humanidad.
Cualquiera envidiaría aquella estancia
fresca, aquel silencio dulce, aquel sueño plácido. Fresnedo era un sibarita; pero
solamente en el verano. Durante el invierno trabajaba como un negro allá en su escritorio
de la calle de Espoz y Mina, donde tenía un gran establecimiento de alfombras. Era
hombre que pasaba un poco de los cuarenta, fuerte y sano como suelen ser los que
no han llevado una juventud borrascosa: la tez morena, el pelo crespo, el bigote
largo y comenzando a ponerse gris. Había nacido en Campizos, punto donde nos hallamos,
hijo de labradores regularmente acomodados. Mandáronle a Madrid a los catorce años
con un tío comerciante. Trabajó con brío e inteligencia; fue su primer dependiente;
después, su asociado; por último se casó con su hija, y heredó su hacienda y su
comercio. Contrajo matrimonio tarde, cuando ya se acercaba a los cuarenta años.
Su mujer sólo tenía veinte. Educada en el bienestar y hasta en el lujo que le podía
procurar el viejo Fresnedo, Margarita era una de esas niñas madrileñas, toda melindres,
toda vanidad, postrada ante las mil ridiculeces de la vida cortesana, cual si estuviesen
determinadas por sentencias de un código inmortal, desviada enteramente de la vida
de la Naturaleza y la verdad. Por eso odiaba el campo, y muy particularmente el
ignorado y frondoso lugarcito donde tenía origen su linaje humilde. Lo odiaba casi
tanto como su mamá, la esposa del viejo Fresnedo, que, a pesar de ser hija de una
cacharrera de la calle de la Aduana, tenía a menos poner los pies en Campizos.
Tanto como ellas lo odiaban amábalo
el buen Fresnedo. Mientras fue dependiente de su tío, arrancábale todos los años
licencia para pasar el mes de Julio o Agosto en su país. Cuando sus ganancias se
lo permitieron, levantó al lado de la de sus padres una casita muy linda, rodeada
de jardín, y comenzó a comprar todos los pedazos de tierra que cerca de ella salían
a la venta. En pocos años logró hacerse un propietario respetable. Y al compás que
se hacía dueño de la tierra donde corrieron sus primeros años, su amor hacia ella
crecía desmesuradamente. Puede cualquiera figurarse el disgusto que el honrado comerciante
experimentó cuando, después de casado con su prima, ésta le anunció, al llegar el
verano, que no estaba dispuesta “a sepultarse en Campizos”, decisión que su tía
y suegra reciente apoyó con maravilloso coraje. Fue necesario resignarse a veranear
en San Sebastián. Al año siguiente, lo mismo. Pero al llegar al cuarto, Fresnedo
tuvo la audacia de rebelarse, produciendo un gran tumulto doméstico.
–O a Campizos, o a ninguna parte
este verano. ¿Estamos, señoras? –y los bigotes se le erizaron de tal modo inflexible
al pronunciar estas enérgicas palabras, que la delicada esposa se desmayó acto continuo,
y la animosa suegra, rociando las sienes de su hija con agua fresca y dándole a
oler el frasco del antiespasmódico, comenzó a increparle amargamente:
–¡Huele, hija mía, huele!… ¡Si
las cosas se hicieran dos veces!… La culpa la he tenido yo en poner en manos de
un paleto una flor tan delicada.
Cuando la flor delicada abrió al
fin los ojos, fue para soltar por ellos un caudal de lágrimas y para decir con
acento tristísimo:
–¡Nunca lo creyera de Ramón!
Fresnedo se conmovió. Hubo
explicaciones. Al fin se transigió de un modo honroso para las dos partes.
Convínose en que Margarita y su mamá irían a San Sebastián, llevando a la niña
de quince meses, y que Fresnedo fuese a Campizos el mes de Agosto, con Jesús,
el niño mayor, de edad de tres años, y su niñera. Esta es la razón de que
Fresnedo se encuentre durmiendo la siesta donde acabamos de verle.
Despertóle de ella una voz bien
conocida:
–Papá, papá.
Abrió los ojos y vio a su hijo a
dos pasos, con su mandilito de dril color perla, sus zapatitos blancos y el
negro y enmarañado cabello caído en bucles graciosos sobre la frente. Era un
chico más robusto que hermoso. La tez, de suyo morena, teníala ahora requemada
por los días que llevaba de aldea haciendo una vida libre y casi salvaje. Su
padre le tenía todo el día a la intemperie, siguiendo escrupulosamente las
instrucciones de su médico.
–Papá… dijo Tata que tú no
querías… que tú no querías… que tú no querías… comprarme un carro… y que el
carnero… y que el carnero no era mío… que era de Carmita (la hermana), y no me
deja cogerlo por los cuernos, y me pegó en la mano.
El chiquitín, al pronunciar este
discurso con su graciosa media lengua, deteniéndose a cada momento, mostraba en
sus ojos negros y profundos la indignación vivísima y mucha sed de justicia.
Por un instante pareció que iba a romper en llanto; pero su temperamento
enérgico se sobrepuso, y después de hacer una pausa cerró su perorata con una
interjección de carretero. El padre le había estado escuchando embelesado,
animándole con sus gestos a proseguir, lo mismo que si una música celeste le
regalase los oídos. Al oír la interjección, estalló en una sonora y alegre
carcajada. El niño le miró con asombro, no pudiendo comprender que lo que a él
le ponía tan fuera de sí causase el regocijo de su papá. Este hubiera estado
escuchándole horas y horas sin pestañear. Y eso que, según contaba su suegra a
las visitas, cuando quería dar el golpe de gracia a su yerno y perderle
completamente ante la conciencia pública, ¡¡¡se había dormido oyendo La
Favorita a Gayarre!!!
–¿Sí, vida mía? ¿La Tata no
quiere que cojas el carnero por los cuernos? ¡Deja que me levante, ya verás
cómo arreglo yo a la Tata!
Fresnedo atrajo a su hijo y le
aplicó dos formidables besos en las mejillas, acariciándole al mismo tiempo la
cabecita con las manos.
El chico no había agotado el
capítulo de los agravios que creía haber recibido de su niñera… Siguió
gorjeando que ésta no había querido darle pan.
–Hace poco tiempo que hemos
comido.
–Hace mucho –dijo el niño con
despecho.
–Bueno, ya te lo daré yo.
Además, la Tata no había querido
contarle un cuento, ni hacer vaquitas de papel. Además, le había pinchado con
un alfiler aquí. Y señalaba una manecita.
–¡Pues es cierto! –exclamó
Fresnedo viendo, en efecto un ligero rasguño. –¡Dolores! ¡Dolores! –gritó
después.
Presentóse la niñera. El amo la
increpó duramente por llevar alfileres en la ropa, contra su prohibición
expresa. Jesús, viendo a la Tata triste y acobardada, fue a restregarse con sus
faldas, como pidiéndole perdón de haber sido causa de su disgusto.
–Bueno –dijo Fresnedo
levantándose del diván y esperezándose. –Ahora nos iremos al establo y cogerás
al carnero por los cuernos. ¿Quieres, Chucho?
Chucho quiso descoyuntarse la
cabeza haciendo señales de afirmación que corroboraba vivamente con su media
lengua. Pero echando al mismo tiempo una mirada tímida a su Tata, y viéndola
todavía seria y avergonzada, le dijo con encantadora sonrisa:
–No te enfades, boba; tú vienes
también con nosotros.
Fresnedo se vistió su americana
de dril, se cubrió con un sombrero de paja, y tomando de la mano a su niño,
bajó al jardín, y de allí se trasladaron al establo. Al abrir la puerta,
Chucho, que iba muy decidido, se detuvo y esperó a que su padre penetrase.
Estaba obscuro. Del fondo de la cuadra salía el vaho tibio y húmedo que despide
siempre el ganado. Las vacas mugieron débilmente, lo cual puso en gran
sobresalto a Jesús, que se negó rotundamente a entrar, bajo el pretexto
especioso de que se iba a manchar los zapatos. Su padre le tomó entonces en
brazos y pasó y quiso acercarle a las vacas y que les pusiese la mano en el
testuz. Chucho, que no las llevaba todas consigo, confesó que a las vacas les
tenía un “potito de miedo”. A los carneros ya era otra cosa. A éstos declaraba
que no les temía poco ni mucho; que jamás había sentido por ellos más que amor
y veneración.
–Bueno, vamos a ver los carneros
–dijo Fresnedo sonriendo.
Y se trasladaron al departamento
de las ovejas. Allí pretendió dejarlo en el suelo; mas en cuanto puso los
piececitos en él, Jesús manifestó que estaba cansadísimo, y hubo que auparlo de
nuevo. Acercóle su padre a un carnero y le invitó a que le tomase por un
cuerno. Era cosa grave y digna de meditarse. Chucho lo pensó con detenimiento.
Avanzó un poco la mano, la retiró otra vez, volvió a avanzarla, volvió a
retirarla. Por último, se decidió a manifestar a su papá que a los carneros les
tenía “un potito miedo”. Pero, en cambio, dijo que a las gallinas las trataba
con la mayor confianza; que en su vida le habían inspirado el más mínimo
recelo; que se sentía con fuerzas para cogerlas del rabo, de las patas y hasta
del pico, porque eran unos animales cobardes y despreciables, al menos en su
concepto. Fresnedo no tuvo inconveniente en llevarle al gallinero, que estaba
en la parte trasera de la casa, fabricado con una valla de tela metálica. Allí
Chucho, con una bravura de que hay pocos ejemplos en la historia, se dirigió al
gallo mayor, enorme animal de casta española, soberbio de posturas y ardiente
de ojo. Trató de cogerle por el rabo, como había formalmente prometido, pero el
grave sultán del gallinero chilló de tal horrísona manera, extendiendo las alas
y dando feroces sacudidas, que el frío de la muerte penetró en el corazón de
Chucho. Apresuróse a soltarlo y se agarró aterrado al cuello de su padre.
–Pero, hombre, ¿no decías que no
tenías miedo a las gallinas? –exclamó éste riendo.
–Tú, tú… cógelo tú, papá.
–Yo tengo miedo.
–No, tú no tienes miedo.
–Y tú, ¿lo tienes?
Calló avergonzado; pero al fin
confesó que a las gallinas también les tenía “un potito de miedo”.
Desde allí llevóle otra vez
Fresnedo al establo, y después de varios sustos y vacilaciones logró que
pusiera su manecita en el hocico de un becerro. Mas ocurriéndole al animal
sacar la lengua y pasársela por la mano, la aspereza de ella le produjo tal impresión,
que no quiso ya arrimarse a ningún otro individuo de la raza vacuna. Subióle
después al pajar. ¡Qué placer para Chucho! ¡Hundirse en la crujiente hierba,
agarrarla y esparcirla en pequeños puñados; dejarse caer hacia atrás con los
brazos abiertos! Pero aún era mayor el gozo de su padre contemplándole. Jugaron
a sepultarse vivos. Fresnedo se dejaba enterrar por su hijo, que iba
amontonando hierba sobre él con vigor y crueldad que nadie esperara de él. Mas
a lo mejor de la operación, su papá daba una violenta sacudida y echaba a volar
toda la hierba. Y con esto el chico soltaba nuevas carcajadas, como si aquello
fuese el caso más chistoso de la tierra. Sudaba una gota por todos los poros de
su tierno cuerpecito, tenía los cabellos pegados a la frente y el rostro
encendido. Cuando su papá trató de tomar la revancha y sepultarle a él, no pudo
resistirlo. Así que se halló con hierba sobre los ojos, dióse a gritar y
concluyó por llorar con verdadero sentimiento, cayéndole por las mejillas unas
lágrimas que su padre se apresuró a beber con besos apasionados.
Sí; en aquel momento a Fresnedo
le atacó uno de esos accesos de ternura que solían ser en él frecuentes. Jesús
era su familia, todo su amor, la única ilusión de su vida. Si entrásemos por
los últimos pliegues de su corazón, es posible que no halláramos ya un átomo de
cariño hacia su mujer. El carácter altanero, impertinente y desabrido de ésta
había matado el fuego de la pasión que sintió por ella al casarse. Pero aquel
tierno pimpollo, aquel botón de rosa, aquel pastelito dulce amasado por los
ángeles lo llenaba todo, ocupaba enteramente su vida, era el fondo de sus
pensamientos, el consuelo de sus pesares. Abrazábalo con arrebato y cubría sus
frescas mejillas con besos prolongados apretadísimos, murmurando después a su
oído palabras fogosas de enamorado.
–¿Quién te quiere más que nadie
en el mundo, hermoso mío? ¿No es tu papá? Di, lucero. Y tú, ¿a quién quieres
más? Sí, vida mía, sí; te quiero tanto, que daría por ti la vida con gusto. Por
ti, nada más que por ti, quisiera ser algo de provecho en el mundo. ¡Por ti,
sólo por ti, trabajo y trabajaré hasta morir! ¡Nunca te podré pagar lo feliz
que me haces, criatura!
El niño no comprendía, pero
adivinaba aquella pasión y la correspondía, finamente. Sus grandes ojos negros,
expresivos, se posaban en su padre, esforzándose por penetrar en aquel mundo de
amor y descifrar el sentido de palabras tan fervorosas. Después de un momento
de silencio en que pareció que meditaba, tomó con sus manecitas como claveles
la cara de su padre, y acercando la boca a su oído, le dijo con voz tenue como
un soplo:
–Papá, voy a decirte una cosa…
Te quiero más que a mamá… No se lo digas, ¿eh?
Al buen Fresnedo se le
humedecían los ojos con estas cosas.
Bajaron del pajar, salieron del
establo, y después de consultado el reloj, el comerciante resolvió irse a
bañar, como todos los días, al río.
–Chucho, ¿vienes conmigo al
baño?
¡Cielo santo, qué felicidad!
Chucho quiso volverse loco de
alegría. Generalmente el baño de su padre le causaba algunas lágrimas porque no
podía llevarle consigo a causa de la niñera. Fresnedo se bañaba en un sitio
retirado, pero en cueros vivos. Esta vez se decidió a llevar a su hijo y dejar
a Dolores en casa. El niño comenzó a pedir a grandes gritos el sombrero. No
quería subir por él a casa, temiendo que su padre se le escapase como otras
veces. La Tata, riendo, se lo tiró del balcón, y lo mismo la sábana del papá y
la sombrilla.
El río estaba a un kilómetro de
la casa. Era necesario caminar por unas callejas bordadas de toscas paredillas
recamadas de zarzamora y madreselva. El sol empezaba a declinar, y el valle, el
hermoso valle de Campizos, rodeado de suaves colinas pobladas de castañares, y
en segundo término de un cinturón de elevadísimas montañas, cuyas crestas
nadaban en un vapor violáceo, dormía la siesta silencioso, ostentando su manto
de verdura incomparable. Había todos los matices del verde en este manto, desde
el claro amarillento de la hierba tierna, hasta el obscuro y profundo de los
robles y negrillos.
Caminaban padre e hijo por las
angostas calles preservándose del sol con la sombrilla del primero. Pero Chucho
se escapaba muchas veces y Fresnedo le dejaba libre, convencido de que era
bueno acostumbrarlo a todo. Gozaba al verle correr delante, con su mandilito de
dril y su gran sombrero de paja con cintas azules. Chucho andaba cuatro veces
el camino, como los perros. Paraba a cada instante para coger las florecitas
que estaban al alcance de su mano, y las que no, obligaba despóticamente a su
padre a cogerlas y además a cortar algunas ramas de los árboles, con las cuales
iba barriendo el camino. Por cierto que en medio de él tuvo un encuentro
desdichado y temeroso. Al doblar un recodo tropezóse nuestro niño con un cerdo,
un gran cerdo negro y redondo, caminando en la misma dirección. Chucho tuvo la
temeridad de acercarse a él y cogerle por el rabo. Este aditamento de los
animales ejercía una influencia magnética sobre sus diminutas manos regordetas.
El cerdo que estaba, al parecer, de mal humor y nervioso, al sentirse asido
lanzó un terrible bufido, y dando la vuelta para escapar, embistió con el niño
y lo volcó. ¡Cristo Padre, qué grito! Allá acudió Fresnedo corriendo, y lo
levantó y le limpió las lágrimas y el polvo, haciéndole presente al mismo
tiempo que tomaría venganza de aquel cerdo bárbaro y descortés así que llegaran
a casa. Con lo cual se aplacó Chucho, no sin manifestar antes que el cerdo era
muy feo y que a él le gustaban más los perros, porque eran buenos y le
conocían, y cuando estaban de humor le lamían la cara.
Hubo que pasar por algunas
saltaderas. Fresnedo tomaba a su hijo en brazos y le ponía de la parte de allá
con gran cuidado. Dejaron el camino real y empezaron a caminar por los prados,
donde Jesús se empeñó en coger un grillo. Su padre le mandó orinar en el
agujero para que saliese. Así lo hizo, y como el grillo no quería asomar, se
irritó contra sí mismo porque no podía orinar más y lloró desconsoladamente.
Aunque con gran sentimiento, renunció a aquella caza difícil y se dedicó a las
anitas de Dios, y se entretuvo un rato, demasiado largo, en opinión de su papá,
a ponerlas en la palma de la mano, cantándoles: Anita, anita de Dios, abra las
alas y vete con Dios, precioso conjuro que la había enseñado su Tata, persona
muy instruida en este linaje de conocimientos.
Por fin llegaron al río. Corría
sereno y límpido por entre praderas, orlado de avellanos que salen de la tierra
como grandes ramilletes. Formaba en aquel paraje un remanso que llamaban en la
aldea el Pozo de Tresagua. Era el pozo bastante hondo, el sitio retirado y
deleitoso. Ningún otro había en los contornos de Campizos más a propósito para
bañarse. Llegaba el césped hasta la misma orilla, y sobre aquella verde
alfombra era grato sentarse y cómodamente se podía cualquiera desnudar sin
peligro de ser visto. Los avellanos, macizos de verdura, no dejaban pasar los
rayos del sol, que aún lucía vivo y ardiente. Allí gozaba Fresnedo del baño más
que el sultán de Turquía, acumulando salud y felicidad para todo el año. En
aquel mismo sitio se había bañado de niño con otra porción de compañeros que
hoy eran labradores. ¡Qué placer sentía recordando los pormenores de su vida
infantil, cuando era un zagalillo a quien sus padres recomendaban el cuidado
del ganado en el monte o les ayudaba en todas las faenas de la agricultura!
Cuando los recuerdos de la infancia van unidos a una vida libre en el seno de
la Naturaleza, por pobre que se haya sido, siempre aparecen alegres,
deliciosos.
Descansaron algunos minutos
padre e hijo sobre el césped “reposando el calor”, y al fin se decidió aquel a
ir despojándose poco a poco de la ropa. Mientras lo hacía, tarareaba una
canción de zarzuela de las que llegaban a sus oídos de Madrid. La alegría le
rebosaba del alma. Su hijo le miraba atentamente con sus grandes ojos negros.
De vez en cuando Fresnedo levantaba los suyos hacia él, y le decía sonriendo:
–¿Qué hay, Chucho? ¿Te quieres
bañar conmigo?
Chucho se contentaba con reír,
como diciendo:
¡Qué bromista es este papá!
¡Como si no supiese que armo un escándalo cada vez que intentan meterme en el
agua!
Fresnedo se bañaba enteramente
desnudo. Le incomodaba mucho cualquier traje de baño. En aquel sitio tenía la
seguridad de no ser visto. Cuando se quedó en cueros vivos, el asombro y la
curiosidad retratados en la cara de su “Chipilín”, le causaron cierta vergüenza
y se cubrió con la sábana. Pero Chucho no estaba conforme y empezó a gorjear,
mientras tiraba de la sábana con sus manecitas, “que su papá tenía pelo en el
cuerpo y que él no lo tenía, y que la Tata tampoco lo tenía…”
–Vamos, Chucho, cállate –le dijo
el papá con semblante grave–. No se habla de eso. Los niños no hablan de eso.
–¿Y por qué no hablan los niños
de eso?
Fresnedo no contestó.
–¿Por qué no hablan los niños de
eso, papá? –repitió el chico.
El comerciante quiso distraerle
hablándole de otras cosas, pero Chucho no acudió al engaño.
–¿Por qué no hablan los niños de
eso, papá? –insistió lleno de curiosidad.
–Porque no está bien–respondió.
–¿Y por qué no está bien?
–¡Vaya, vaya, déjame en paz! –exclamó
entre impaciente y risueño.
Embozado en la sábana como en un
jaique moruno avanzó hacia el agua.
–Mira, Chucho –dijo
volviéndose–, no te muevas de ahí. Sentadito hasta que yo salga, ¿verdad?…
Mira, vas a ver cómo me tiro de cabeza al agua. Mira bien. A la una… a las dos…
Mira bien, Chucho… ¡A las tres!
Fresnedo, que había dejado caer
la sábana al dar las voces y se había colocado sobre un pequeño cantil,
lanzóse, en efecto de cabeza al pozo con el placer que lo hacen los hombres
llenos de vida. Al hundirse, su cuerpo robusto agitó violentamente el agua,
produjo en ella una verdadera tempestad, cuyas gotas salpicaron al mismo Jesús.
Este sufrió un estremecimiento y quedó atónito, maravillado, al ver prontamente
salir a su padre y nadar haciendo volteretas y cabriolas en el agua.
–¡Mira, Chucho! ¡Mira!
Y se puso con el vientre arriba,
dejándose flotar sin movimiento alguno.
–Mira, mira ahora.
Y nadaba hacia atrás con los
pies solamente.
–Verás ahora: voy a nadar como
los perros.
Nadaba, en efecto, chapoteando
el agua con las palmas de las manos.
¡Con qué gozo recordaba el rico
comerciante aquellas habilidades aprendidas en la niñez!
Chucho estaba arrobado en
éxtasis delicioso contemplándole. No perdía uno solo de sus movimientos.
–¡Chucho! ¡Chuchín! ¡Bien mío!
¿Quién te quiere? –gritaba Fresnedo embriagado por la felicidad que las
caricias del agua y los ojos inocentes de su hijo le producían.
El niño guardaba silencio
completamente absorto y atento a los juegos natatorios de su padre.
–Vamos, di, Chipilín, ¿quién te
quiere?
–Papá –respondió grave con su
voz levemente ronca, sin dejar de contemplarle atentamente.
Una de las habilidades en que
Fresnedo había sobresalido de niño y que mucho le enorgullecía, era la de
pescar truchas a mano. Siempre que venía a Campizos se ejercitaba en esta
pesca. Era verdaderamente notable su destreza para reconocer y batir los agujeros
de las rocas, bloquear la trucha y agarrarla por las agallas al fin. Los
pescadores del país confesaban que se las podía haber con cualquiera de ellos,
y se contaba que de niño había salido del agua con tres truchas, una en cada
mano y otra en la boca, aunque Fresnedo no quería confirmarlo. Pues bien; en
este momento le acometió el deseo de proporcionar un placer a su hijo y dárselo
a sí mismo.
–Verás, Chipilín, voy a sacarte
una trucha… ¿Quieres?
¡Ya lo creo que quería!
¡Pues si cabalmente Chucho
sentía mayor inclinación, si cabe, a los animales acuáticos que a los
terrestres!
Fresnedo hizo una larga
aspiración y se sumergió, dejando a su hijo maravillado; registró los huecos de
algunas piedras del fondo, y sólo pudo tocar con los dedos la cola de una
trucha sin lograr agarrarla. Como le faltase el aliento, subió a respirar.
–Chucho, no he podido cogerla;
pero ya caerá.
–¿Por qué caerá, papá? –preguntó
el niño que no dejaba escapar un modismo sin hacer que se lo explicasen.
–Quiero decir que ya la cogeré.
Otra vez aspiró el aire con
fuerza y se lanzó al fondo. Al cabo de unos momentos salió a la superficie con
una trucha en la mano, que arrojó a la orilla. Chucho dio un grito de susto y
alegría al ver a sus pies al animalito brincando y retorciéndose con furia.
Quería agarrarlo cuando paraba un instante; pero al acercar su manecita la
trucha daba un salto, y el chico, estremecido, la retiraba vivamente; intentaba
nuevamente asirla lanzando chillidos alegres, y otro salto le asustaba y le
ponía súbito grave. Estaba nervioso; gritaba, reía, hablaba, lloraba a un
tiempo mismo, mientras su padre, embelesado, nadaba suavemente contemplándole.
–¡Anda, valiente! ¡Agárrala, que
no te hace nada!… ¡Por la cola, tonto!… ¿Quieres que te pesque otra más grande?
–Sí, más grande, papá. Esta no
me gusta –respondió el chiquito renunciando ya bravamente a agarrar una trucha
tan pequeña.
El buen comerciante se preparó
para otro chapuz; dejóse ir al fondo y con prisa comenzó a registrar los
agujeros de una roca grande que antes había visto. La muerte feroz y traidora
aguardaba dentro. Metió el brazo en uno de ellos harto angosto, y cuando
intentó sacarlo no pudo. La sangre se le agolpó toda al corazón. Perdió la
serenidad para buscar la postura en que había entrado. Forcejeó en vano algunos
momentos. Abrió la boca al fin, falto de aliento, y en pocos segundos quedó
asfixiado el infeliz.
Chucho esperó en vano su salida.
Miró con gran curiosidad por algunos minutos el agua, hasta que, cansado de
esperar, dijo con inocente naturalidad:
–¡Papá, sal!
El padre no obedeció. Esperó
unos instantes, y volvió a gritar con más energía:
–¡Papá, sal!
Y cada vez más impaciente,
repitió este grito, concluyendo por llorar. Largo rato estuvo diciendo lo mismo
con desesperación:
–¡Sal, papá, sal!
Sus rosadas mejillas estaban
bañadas de lágrimas; sus ojos grandes, hermosos, inocentes, se fijaban ansiosos
en el pozo donde a cada instante se figuraba ver salir a su padre.
Un salto de la trucha que tenía
cerca, viva aún, le distrajo. Acercó su manecita a ella y la tocó con un dedo.
La trucha se movió levemente. Volvió a tocarla y se movió menos aún. Entonces,
alentado por el abatimiento del animal, se atrevió a posar la palma de la mano
sobre él. La trucha no rebulló. Chucho principió a gorjear por lo bajo que él
no tenía miedo a las truchas y que si estuviera allí su hermana Carmita
indudablemente no osaría poner la mano sobre una bestia tan feroz como aquélla.
Tanto se fue envalentonando, que concluyó por agarrarla por la cola y
suspenderla. Aquel acto de heroísmo despertó en él mucha alegría. Fluyeron de
su garganta algunas sonoras carcajadas. Pero una violenta sacudida de la trucha
le obligó a soltarla aterrado. Miró a su alrededor, y no viendo a nadie, se
fijó otra vez en el pozo y tornó a gritar, llorando:
–¡Sal, papá! ¡Sal, papá!… ¡No
quero trucha, papá! ¡Sal!
El sol declinaba. Aquel retirado
paraje, situado en la falda misma de la colina, se iba poblando de sombras.
Allá, en el horizonte, el sol se ocultaba detrás de las altas y lejanas
montañas de color violeta.
–Teno miedo, papá… ¡Sal,
papaíto! –gritaba la tierna criatura bebiendo lágrimas.
Ninguna voz respondía a la suya.
Escuchábanse tan sólo las esquilas del ganado o algún mugido lejano. El río
seguía murmurando suavemente su eterna queja.
Rendido, ronco de tanto gritar,
Chucho se dejó caer sobre el césped y se durmió. Pero su sueño fue intranquilo.
Era una criatura excesivamente nerviosa, y la agitación con que se había
dormido le hizo despertar al poco rato. Había cerrado la noche. Al principio no
se dio cuenta de dónde estaba, y dijo como otras veces en su camita:
–Tata, quero agua.
Pero viendo que la Tata no
acudía, se incorporó sobre el césped, miró alrededor, y su pequeño corazón se
encogió de terror observando la obscuridad que reinaba.
–¡Tata, Tata! –gritó repetidas
veces…
La luz de la luna rielaba en el
agua. Atraídos sus ojos hacia ella, Chucho se acordó de pronto que su papá
estaba con él y se había metido en el río a sacarle una trucha. Y entre
sollozos que le rompían el pecho y lágrimas que le cegaban, volvió a gritar:
–¡Sal, papá; sal, mi papá!…
¡Teno miedo!
La voz del niño resonaba
tristemente en la obscura campiña silenciosa. ¡Ah! Si el buen Fresnedo pudiera
escucharle allá en el fondo del pozo, hubiera mordido la roca que le tenía
sujeto, se hubiera arrancado el brazo para acudir a su llamamiento.
No pudiendo ya gritar más porque
le faltaba la voz y el aliento, destrozado por el cansancio, cayó otra vez
dormido, y así le hallaron los que habían salido en su busca.
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