Gonzalo Arango
Aunque no la conozco ni la había visto nunca en mi vida, pienso que estará turbada por otras razones ajenas a la muerte del tipo, muerte que sólo a mí me concierne.
La gente se dispersa asqueada por los despojos
triturados del muerto, y ese sol que pronto lo pudrirá. La mujer y yo quedamos
junto al cadáver abandonado.
–Haga algo por él, usted que puede –dice con una
voz trémula.
Esa voz me conmueve por la cantidad de amor y de
dolor, como de nostalgias y de esperanzas rotas.
–Soy el único que puede hacer algo por él –digo. Y
agrego: –yo traté de ayudarlo, pero fracasé.
La mujer se aleja. En sus pasos descubro el
cansancio y el peso de una desesperación superior a sus fuerzas, pero no puedo
ayudarla.
Sin más esperanzas recojo mi cadáver y me marcho
con él.
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