Mario Cuenca Sandoval
Todo empieza junta a la
máquina de café de la oficina. El Redactor de Deportes se desabrocha el último
botón de la camisa y le muestra al Redactor Jefe tres profundos arañazos en el
cuello. “La viuda”, le dice, señalando con la mirada a la secretaria que, en su
mesa atiborrada, teclea frente al ordenador fingiendo que no los ve. “Una
auténtica pantera, amigo mío”. Al Redactor Jefe le invade un cosquilleo por la
barriga. Cómo se le hubiera ocurrido que, detrás de aquellas gafas de jugadora
de bridge, se ocultaba una auténtica furia sexual. El Redactor Jefe le dirige
una mirada furtiva al dibujo de sus pechos tras el suéter. Ella se percata y le
dirige media sonrisa.
A la salida de la oficina, el Redactor Jefe
persigue con la mirada los muslos de la viuda. Alzando su paraguas, ella pide
un taxi que, a juzgar por la mirada furtiva que dirige al Redactor Jefe, debe
ser para los dos. Minutos después están en un pequeño ático que ella (o alguien
que le prestó las llaves) decoró con intenciones orientalistas. Sin embargo no
hay fuegos artificiales. El encuentro queda en poco más que un forcejeo rápido
sobre la cama sin abrir. Un par de besos y los dos están tendidos boca arriba,
fumando un cigarrillo que en realidad no les apetece. ¿Una pantera? ¿Una furia
sexual? El Redactor Jefe se recuerda a sí mismo que: a) la libido es
caprichosa: algunos días desborda el corazón y otros se diluye como papel en el
agua; b) quizá él no sea el hombre apropiado para la viuda, quizá es demasiado
inexperto en asuntos de cama y no supo pulsar las teclas adecuadas.
De repente suena una llave en la cerradura de la
entrada y la primera reacción del Redactor Jefe (muy cinematográfica, por
cierto) es la de cubrirse con la sábana hasta los ojos. Cuando un niño de unos
diez años entra en el dormitorio, con su mochila escolar colgando de los
hombros, el Redactor Jefe respira y deja caer la sábana. Grave error: antes de
que se dé cuenta, en un súbito gesto de pantera, el niño se le abalanza y, de
rodillas sobre su abdomen, le deja la cara como un mapa, con tres zarpazos que
la viuda no alcanza a (¿no quiere?) interceptar.
Una hora después, mientras una enfermera le cura
con agua oxigenada (sonriendo, dicho sea de paso, con gesto pícaro), el
Redactor Jefe se acuerda del Redactor de Deportes. Alguien (anónimo) le va a
propinar una paliza en algún callejón maloliente.
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