Norma Cuéllar
Esa fue una noche mía en una discoteca
de Monterrey. La ciudad ofrecía y todavía ofrece una gran variedad de lugares para
ligar, y ese es un punto a favor porque… luego explico.
Apenas eran las ocho de la noche del viernes, y ya me estaba arreglando:
primero una mascarilla exfoliante en la cara y un tratamiento en el cabello, luego
me di un baño con aceites de aromas exóticos, champú de los más caros, agua fría
en el pecho para que afirmara y en el cabello para que brillara. Había que esmerarse
en el cuidado del anzuelo… y el anzuelo era yo.
Desde que había cortado con Roberto, hacía dos meses, me dediqué
a ir a un antro diferente cada viernes, para conocer hombres, ¡pero no cualquier
hombre!
No quería a los de mi edad (veintitantos), no quería hormonas
descontroladas ni que con sus manos temblorosas y palabras desatinadas pensaran
que me estaban seduciendo, cuando en lo que en realidad estaba pensando, era una
buena excusa para escabullirme y ligarme a un treintón o a uno mayor.
Poco más tarde, todo iba teniendo su lógica… cabello largo y suelto
(como les gusta a ellos), boca rojísima, blusa elegante, un poco abierta (para dejarlos
deseando más), falda negra, como las medias y los zapatos. Todo impecable. Reloj,
bolsa y pañuelo en el cuello, de buena marca –aunque fueran piratas. Perfume en
las orejas, cuello, muñecas… y entre los senos.
Ya lista, les dije a mis padres “voy a casa de Celina”, y que
de ahí nos íbamos a ir a la disco “todas”, y listo. Había que ser calculadora para
saber a qué hora pasaban su programa favorito en que odian que los molesten y a
todo dicen que sí, y ahí echarles el rollo. Ni siquiera tenía una amiga Celina.
Ya en el taxi, el chofer no dejaba de hacer preguntas idiotas,
puras excusas para verme las piernas por el retrovisor.
Chofer: ¿Ya de fin de semana, señorita?
Le alcancé a ver el sudor en la frente.
Yo: Pues… sí…
Puse cara de ingenuidad y sonrisa fingida. No, estaba esperando
a que fuera lunes para salir, tarado.
Chofer: ¿Y va a ir solita? ¿sin amigos?
Yo: No, los voy a ver allá.
Chofer: ¿Allá…?
El cerdo lanza una mirada a mis piernas.
Yo: Sí, en la entrada de la discoteca.
¿Qué te importa con quién voy, idiota? Mejor ponte a manejar y
deja de verme por el espejo, que ya lo dejaste empañado.
Chofer: Y usted… no es de las que toman mucho, ¿verdad? Porque
usted no tiene cara de ser como… esas jovencitas que empiezan a tomar y a tomar
y luego no hay quién las pare y…
Yo: No, yo no soy así.
(Corte abrupto de plática).
Ya el resto del camino se quedó callado, por fin. En la entrada
del lugar, puse mi mejor cara de risa-con-indiferencia-leve, me dirigí hacia una
mesa y me senté cruzando las piernas.
Había tanta carne fresca en el lugar, hombres con apariencia de
“machos” ocultando la frustración diaria; veinteañeros hablando de sus tonteras
de siempre (carros, futbol, carros); ejecutivos solitarios con-dinero-y-sin-alguien-con-quien-gastarlo;
cuarentones hartos de la familia; cincuentones probando si todavía tienen pegue;
aburridos de la esposa fofa y desaliñada.
Los objetos de placer se movían en todas direcciones, y olores,
sabores, hormonas y cuerpos masculinos rondaban el lugar.
Y llegaron más chavas al antro. Pinches viejas. Ellas de veras
iban a bailar. Yo no.
Yo iba porque estaba y todavía estoy harta de la aburrida vida
de estudiante, con estudiantes de compañeros, novios o amigos. Resulta que me aburrí
de las borracheras, de las “excursiones” al cine en grupitos, de las tardeadas y
grupos de Iglesia.
Además, mi ego, destruido por lo de Roberto, se alimentaba de
coqueteos y ligues nuevos.
Iba para demostrarme que podía divertirme sola y no necesariamente
con chavos de mi edad, iba desafiando y burlándome de mis padres, que estaban siempre
cerrados del cerebro.
Ssí… ssí… para acá, sí, tú puedes, sí, aquí –pensaba mientras
sorbía lenta y sexymente mi tercera piña colada, mientras un buenón de muy buen
trasero se acercaba desde bien lejos hacia mí– bah. Sacó a bailar a la de la mesa
de al lado. Ni quien quiera. (¡Hombres! ¡Hey! ¡Aquí!).
Mejor los fui clasificando en lo que alguien mordía el anzuelo,
literalmente.
(Gordo; enano; ay papacitooo, ¡pero no te rías, por favor!; traje
barato; ¡qué horrible voz! calladito te ves más bonito; cara de perdedor; aspecto
de nerd y todo borracho: doblemente fregado; se parece a Zedillo).
Ya había pasado como una hora y nadie se acercaba a mi mesa. La
música me retumbaba en el corazón y me moría por conocer a un hombre… el sudor se
acumulaba en mi frente y lo sequé con mi pañuelo.
Alguien me había dicho que el mundo es como un pañuelo… ¿quién?
Ya ni me acordaba, mi cerebro sólo quería hombres, no pensar.
Ah… si la ciudad fuera una frente, la gente que vamos a las discos
y salimos cuando anochece seríamos el sudor. Nos limpia con un pañuelo –el amanecer–
y luego volvemos, como esas gotas minúsculas que empiezan a salir, una por una…
ja.
Comencé a jugar con mi pañuelo pirata, tratando de disimular que
ya estaba mareada por el alcohol.
¿Y quién o qué estaría en cada esquina del pañuelo? ¿Y cuando
se hiciera nudo…? ¿Y cuando se ensuciara…? ¿Y…?
Mientras hacía esto, no me percaté, pero un tipo de cuarenta y
tantos se me acercaba.
Tipo: Buenas noches… ¿tienes lumbre?
Yo: (Ay papi, ¿de qué nube celestial te caíste?) Sí, sí, claro.
No le vi anillo de casado.
Tipo: ¿Te puedo acompañar?
Yo: Sí, sí, claro… Disculpa, ¿podrías decirme qué hora es?… perdí
la noción del tiempo.
Me quité el reloj y lo dejé caer discretamente en mi bolsa.
Tipo: Son las… once y cuarto.
(Reloj Gucci. Mmm… tiene estilo y dinero. Tiene estilo y dinero.
¡Yes! ¡tiene estilo y dinero!)
Ya en su casa, en la cama, en pleno sexo, el hermoso hombre estaba
embistiéndome como toro cuando lo detuve y me acomodé encima de él… en medio de
nuestros gritos orgásmicos vi en un buró una foto de él con una señora… y otra foto
de él con su hijo… Roberto.
Un anillo de matrimonio descansaba felizmente en el fondo de un
vaso tequilero.
El tiempo se detuvo. El papá de mi ex me gritaba que no me dejara
de mover.
Yo estaba aterrada…
Monterrey es grande y chica a la vez. Esa noche se convirtió de
nuevo en pañuelo, como el que me cubrió la cara al salir de esa casa, muerta de
vergüenza.
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