Edgar Allan Poe
Me propongo ahora hacer el papel de Edipo en el enigma
de Rattleborough. Me encargaré de exponer, como sólo yo puedo hacerlo, el secreto
mecanismo que se encargó de realizar el milagro de Rattleborough, el único, el verdadero
e indiscutible milagro, que terminó definitivamente con la infidelidad en los pobladores
del lugar y volcó a la ortodoxia propia de las abuelas a todos los pecadores que
antes se habían atrevido a mostrarse escépticos.
Este hecho, que
no querría comentar con un inadecuado tono de ligereza, ocurrió en el verano de
18… El señor Barnabas Shuttleworthy, uno de los habitantes más ricos y respetables
del pueblo, había desaparecido varios días antes en circunstancias que hacían pensar
en terribles consecuencias. Había salido a caballo desde el pueblo el sábado por
la mañana, muy temprano, con la expresa intención de dirigirse a la ciudad de…,
distante unos veinte kilómetros, y regresar esa misma noche. Sin embargo, dos horas
después de la partida regresó el caballo sin él y sin las alforjas que el animal
llevaba atadas a las ancas en el momento de partir. Además venía herido y cubierto
de barro. Tales circunstancias causaron, naturalmente, un gran desasosiego entre
los amigos del ausente. El domingo por la mañana, en vista de que aún no había aparecido,
el pueblo entero se levantó en masse para buscar su cadáver.
La persona que con
más bríos abogó por la búsqueda fue un amigo íntimo del señor Shuttleworthy, un
tal Charles Goodfellow, conocido por todos como “Charley Goodfellow” o “el viejo
Charley Goodfellow”. Pues bien, nunca he podido determinar si es por maravillosa
coincidencia o porque el nombre mismo produce un efecto imperceptible sobre el personaje,
pero lo cierto es que todos los Charles que conozco han sido siempre hombres valerosos,
honestos, amables y francos, de voz profunda y clara, de esas que da gusto oír,
y ojos que miran de frente, como diciendo: “Tengo la conciencia tranquila, no temo
a nadie y sería incapaz de cometer un acto deleznable”. Así, en el teatro, todos
los “actores de carácter”, alegres y cordiales, siempre se llaman Charles.
Ahora bien, “el
viejo Charley Goodfellow”, aunque llevaba en Rattleborough apenas seis meses, más
o menos, y si bien nadie sabía nada sobre él antes de que fuera a radicarse en la
zona, no tuvo la menor dificultad en hacerse amigo de todas las personas respetables
del lugar. Ningún hombre habría desconfiado ni un instante de su palabra; en cuanto
a las mujeres, habrían hecho cualquier cosa con tal de darle gusto. Todo esto se
debía a que llevaba el nombre Charles, y al hecho de poseer, en consecuencia, esa
cara ingenua que es, proverbialmente, la “mejor carta de recomendación”.
Como he dicho, el
señor Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda, el más rico
de Rattleborough, mientras que el viejo Charley Goodfellow mantenía con él una amistad
íntima, como si fuera su hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y si bien el señor
Shuttleworthy rara vez –podría decirse que nunca– visitaba al viejo Charley y nunca
se supo que hubiera comido en su casa, eso no impedía que los dos amigos fueran
muy unidos, como acabo de afirmar, porque no había día en que el viejo Charley no
pasara tres o cuatro veces para ver cómo estaba su vecino y a menudo se quedaba
a desayunar o tomar el té y casi siempre a cenar. En tales ocasiones hubiera sido
muy difícil determinar cuánto vino se tomaban ambos de una sola vez. El vino preferido
del viejo Charley era el Chateau Margaux, y al señor Shuttleworthy lo complacía
sobremanera ver a su amigo beber como bebía, un litro tras otro. Así pues un día,
cuando el vino había entrado y la cordura, como es natural, podría decirse que había
salido, palmeó a su amigo en la espalda y le dijo: “Te diré una cosa, viejo Charley:
eres sin duda el mejor compañero que he conocido desde que nací, y dado que te gusta
tanto beber vino, creo que tengo que regalarte un cajón grande de Chateau Margaux.
Que me pudra si no lo hago”. (El señor Shuttleworthy tenía la mala costumbre de
lanzar juramentos, aunque por lo general no iba más allá de un “Que me pudra” o
un “Por todos los santos”). “Que me pudra si esta misma tarde no mando un pedido
a la ciudad para que te envíen un cajón doble del mejor que tengan. Te lo regalaré;
no digas ni una palabra, porque te lo regalaré, y se acabó. ¡Así que prepárate,
porque te llegará uno de estos días, cuando menos lo esperes!” Menciono este rasgo
de generosidad del señor Shuttleworthy sólo para demostrar lo estrecha que era la
relación entre ambos.
La mañana del domingo
en cuestión, cuando ya había quedado claro que al señor Shuttleworthy le había pasado
algo grave, no vi a nadie tan profundamente afectado como el viejo Charley Goodfellow.
Apenas supo que había regresado el caballo sin su amo, sin las alforjas y todo sangriento
a causa de un disparo de pistola que se le había incrustado en el pecho sin matarlo,
¡pobre animal!, cuando se enteró de todo esto, repito, se puso pálido como si el
ausente hubiera sido su padre o un hermano muy querido y tembló entero como si lo
hubiese atacado una fiebre palúdica.
Al principio estaba
tan sobrecogido del dolor que no podía hacer nada ni elaborar un plan de acción;
por eso trataba de convencer a los otros amigos del ausente de que no armaran revuelo,
pensando que lo mejor era esperar un poco –una o dos semanas, incluso uno o dos
meses– hasta ver si no surgía algo o si no aparecía muy campante el señor Shuttleworthy
y explicaba por qué había enviado de vuelta su caballo solo. Debo decir que esta
predisposición a contemporizar o a postergar las cosas la he visto a menudo en las
personas que padecen un dolor intenso. Es como si se les obnubilaran las facultades
mentales, como si les causara horror todo lo que signifique ponerse en movimiento
y nada les gustara más que quedarse inmóviles en la cama “acunando su propia pena”,
como solían decir las viejas; o sea rumiando su dolor.
Los habitantes de
Rattleborough tenían en tan alta estima la sensatez y discreción del viejo Charley
que la mayor parte se mostró dispuesta a coincidir con su idea y no hacer investigaciones
mientras “no se sepa algo”, según las propias palabras del noble caballero. Creo
que esa decisión habría sido unánime si no hubiese sido por la sospechosa intromisión
del sobrino del señor Shuttleworthy, un joven de costumbres disolutas y muy mala
reputación. Se apellidaba Pennifeather y no quiso aceptar la idea de “quedarse quietos”.
Insistió en cambio en proceder de inmediato a la búsqueda del “cadáver del asesinado”.
Tal fue la expresión que usó, y en aquel momento el señor Goodfellow comentó con
agudeza que se trataba de “una expresión singular, por no decir otra cosa”. Estas
palabras del viejo Charley también produjeron un gran efecto en la multitud. A uno
de los presentes se le oyó preguntar, de manera muy vehemente, “cómo era que el
joven Pennifeather estaba tan al tanto de las circunstancias vinculadas con la desaparición
de su acaudalado tío, como para sentirse autorizado a afirmar, clara y categóricamente,
que a su tío se lo había ‘asesinado’”. Se produjo entonces una discusión entre diversos
integrantes del grupo, especialmente entre el viejo Charley y el señor Pennifeather,
aunque eso no era ninguna novedad, pues muy pocos sentimientos amistosos había entre
ambos desde hacía unos meses. La situación había empeorado tanto que el señor Pennifeather
llegó incluso a derribar de una trompada al amigo de su tío, acusándolo de ciertas
libertades que supuestamente se había tomado en casa del tío, donde también residía
el sobrino. Se dice que en dicha ocasión, el viejo Charley se comportó con ejemplar
moderación y caridad cristiana. Se levantó luego de recibir el golpe, se acomodó
la ropa y no hizo el menor intento de devolver el golpe. Murmuró apenas unas palabras
respecto de que iba “a tomarse alguna venganza no bien se le presentara la oportunidad”,
reacción natural y muy justificable producto del enojo, que sin embargo no significaba
nada y había olvidado enseguida.
Como quiera que
hayan sido estos hechos, que no guardan relación con el tema que nos atañe, lo cierto
es que los pobladores de Rattleborough, principalmente a través del trabajo de persuasión
del señor Pennifeather, decidieron por fin dispersarse por las inmediaciones en
busca del desaparecido. Creo que ésta fue la primera intención, pues, luego de determinar
la necesidad de emprender la búsqueda, lo más natural era que se dividieran en grupos
de modo de poder registrar más minuciosamente el paraje. Sin embargo, no recuerdo
con qué ingenioso razonamiento el viejo Charley finalmente convenció a todos de
que ese plan no era el más sensato. Convenció a todos, sí, salvo al señor Pennifeather.
Al final se acordó que la búsqueda la realizarían con gran esmero los pobladores
en masse, encabezados por el propio viejo Charley.
En cuanto a ese
tema, no había duda de que el viejo Charley era el mejor, pues todo el mundo sabía
que tenía una vista de lince. Sin embargo, pese a que los condujo a todo tipo de
rincones remotos, por senderos que nadie siquiera sospechaba que existieran en la
zona, y aunque el rastreo se mantuvo noche y día durante casi una semana, seguía
sin encontrarse el menor rastro del señor Shuttleworthy. No obstante, cuando digo
que no había ni el menor rastro no debe entendérseme literalmente, porque rastros,
hasta cierto punto, había. Al pobre hombre se le había seguido la huella –por las
herraduras de su caballo, que eran raras– hasta un punto ubicado unos cinco kilómetros
al este del pueblo, sobre el camino principal que llevaba a la ciudad. Allí la pista
desaparecía en un sendero secundario que atravesaba un bosque. El sendero volvía
a salir y se unía al camino principal, acortando en unos setecientos metros la distancia
normal. Siguiendo por allí las pisadas del caballo, los pobladores llegaron al fin
a un charco de agua estancada, medio oculto entre la maleza, a la derecha del camino;
en ese lugar se perdía todo vestigio del sendero.
Sin embargo, daba
la impresión de que había habido algún tipo de forcejeo y que un cuerpo grande y
pesado, mucho más grande y pesado que un hombre, había sido arrastrado del sendero
al charco. Se efectuó en este sitio un doble dragado, pero nada se encontró. Cuando
ya los pobladores estaban a punto de marcharse presa de la desesperanza de obtener
resultados, la Providencia le sugirió al señor Goodfellow la conveniencia de hacer
vaciar el charco. La idea fue recibida con manifestaciones de entusiasmo y grandes
elogios al viejo Charley por su sagacidad. Como muchos habían llevado consigo palas
suponiendo que podía ser necesario desenterrar un cadáver, el vaciado se efectuó
fácilmente y con suma rapidez. Y apenas quedó visible el fondo, pudo observarse
en el medio mismo del lecho un chaleco de terciopelo negro que casi todos los presentes
reconocieron de inmediato como de propiedad del señor Pennifeather. Se hallaba muy
rasgado y con manchas de sangre, y varios de los presentes recordaban perfectamente
que el dueño lo tenía puesto la mañana misma en que el señor Shuttleworthy partió
rumbo a la ciudad, mientras que había otros, también dispuestos a afirmar bajo juramento,
de ser necesario, que el señor Pennifeather no había usado dicha prenda en momento
alguno durante el resto de ese memorable día. Tampoco hubo nadie que afirmara haberla
visto sobre la persona del señor P. en ningún momento posterior a la desaparición
del señor Shuttleworthy.
El asunto se había
puesto muy peligroso para el señor Pennifeather. Pudo verse, como confirmación inapelable
de las sospechas contra su persona, que se ponía sumamente pálido, y, cuando se
le preguntó qué podía aducir en su defensa, fue incapaz de articular ni una palabra.
Acto seguido, los pocos amigos que le quedaban, debido a su modo de vida libertino,
lo abandonaron sin excepción, y reclamaron, con voces más airadas que las de sus
antiguos y declarados enemigos, su inmediata detención. Pero, por otra parte, la
magnanimidad del señor Goodfellow adquirió más brillo aun por contraste cuando hizo
una cálida y elocuente defensa del señor Pennifeather, en la cual aludió más de
una vez al sincero perdón que le otorgaba a ese joven disoluto, “heredero del digno
señor Shuttleworthy”, por la ofensa que, sin duda al calor de la pasión, había considerado
oportuno infligirle (el joven al señor Goodfellow). “Lo perdonaba –dijo– de todo
corazón, y en cuanto a él mismo, aunque lejos estaba de querer llevar hasta un extremo
tan sospechosas circunstancias (que, lamentaba decirlo, realmente habían surgido
contra el señor Pennifeather), él (Goodfellow) haría todo cuanto estuviera en su
poder, y utilizaría su escasa elocuencia para… para atemperar lo más posible los
peores aspectos de esa situación tan enigmática”.
Siguió explayándose
en esa vena durante media hora más, lo cual habla elogiosamente de su intelecto
y de su corazón. Pero a veces las personas generosas no son oportunas en sus observaciones:
caen en todo tipo de desaciertos, contratiempos e incongruencias por la impetuosidad
de su deseo de ayudar a un amigo. Así, a menudo con la mejor de las intenciones,
más que ayudarlo le causan un daño infinitamente mayor.
Precisamente eso
ocurrió en este caso con toda la labia del viejo Charley, pues, aunque se empeñaba
en defender al sospechoso, sucedió que, de una u otra forma, cada palabra que pronunciaba
–con la intención deliberada o inconsciente de no exaltar al orador a los ojos de
su público– producía el efecto de aumentar las sospechas que ya despertaba el individuo
por cuya causa abogaba y de hacer recaer sobre él la furia del populacho.
Uno de los errores
más inexplicables del orador fue aludir al sospechoso llamándolo “el heredero del
digno caballero Shuttleworthy”. Los pobladores nunca habían pensado en eso. Sólo
recordaban ciertas amenazas de desheredar a su sobrino, proferidas uno o dos años
antes por el tío, que no tenía otro pariente, y daban por seguro que a éste en efecto
lo había desheredado, tan simples eran los habitantes de Rattleborough. Pero las
palabras del viejo Charley en el acto les hicieron ver la posibilidad de que las
amenazas no hubieran sido nada más que eso; es decir, simples amenazas. Y a continuación
surgió naturalmente la cuestión del cui bono?, que sirvió mucho más que el
chaleco para imputarle al joven el terrible crimen. Para que no se me entienda mal,
permítaseme una breve digresión. Quiero comentar que esta concisa y simple frase
latina suele ser mal traducida y mal interpretada. Cui bono? en las mejores
novelas y en otras que no lo son –por ejemplo, en las de Mrs. Gore, autora de Cecil,
una mujer que cita todas las lenguas desde el caldeo hasta el chickasaw, cuya erudición
se basa en un plan sistemático del señor Beckford–, en todas la buenas novelas,
decía, desde las de Bulwer Lytton y Dickens hasta las de Turnapenny y Ainsworth,
esas dos palabritas en latín se traducen por “¿con qué objeto?” o, como si fuera
quo bono?, “¿con qué utilidad?”. Sin embargo, su verdadero significado es:
“¿para beneficio de quién?”. Cui, ‘para quién’; bono, ‘es el beneficio’.
Se trata de una frase puramente legal, apropiada para casos como el descrito, en
los que la probabilidad de que determinada persona haya cometido un acto depende
del beneficio que recaiga sobre ella por la comisión del delito. Ahora bien, en
el caso que nos ocupa, la pregunta cui bono? comprometía decididamente al
señor Pennifeather. El tío, luego de testar a su favor, había amenazado con desheredarlo.
Pero no se había cumplido la amenaza. El testamento original, si aparecía, no había
sufrido modificaciones. Si las hubiera tenido, el único móvil de asesinato por parte
del sospechoso era lisa y llanamente el de venganza, y aun éste podía rebatirse
por la esperanza de obtener nuevamente los favores del tío. Pero puesto que el testamento
no se modificó y puesto que seguía pendiendo sobre la cabeza del sobrino la amenaza,
puede deducirse la firme posibilidad de un aliciente para cometer la atrocidad.
Esa conclusión sacaron, con gran astucia, los nobles ciudadanos de Rattleborough.
Por consiguiente,
se procedió al arresto inmediato del señor Pennifeather. Los pobladores, luego de
continuar un rato más el rastreo, se volvieron a sus casas dejándolo detenido. Sin
embargo, en el camino ocurrió otra circunstancia que contribuyó a confirmar las
sospechas existentes. El señor Goodfellow, cuyo celo lo llevaba a estar siempre
un poco más delante de los demás, de pronto corrió unos pasos, se agachó y al parecer
recogió un objeto del pasto. La gente notó que, luego de examinarlo brevemente,
intentaba guardárselo en el bolsillo del abrigo, pero al advertir el gesto, se lo
impidieron cuando vieron que se trataba de una navaja de tipo español que una decena
de personas reconocieron en el acto como de propiedad del señor Pennifeather. Más
aún, llevaba sus iniciales grabadas en el mango. La hoja estaba abierta y ensangrentada.
No quedó entonces
la menor duda sobre la culpa del sobrino. Al llegar a Rattleborough fue llevado
ante un juez para que lo interrogara.
Allí el asunto tuvo
un cariz muy desfavorable. Al preguntársele al prisionero dónde se hallaba la mañana
de la desaparición del señor Shuttleworthy, tuvo la audacia de reconocer que esa
misma mañana había salido con un rifle a cazar ciervos en la zona próxima al charco
donde se había descubierto el chaleco con manchas de sangre gracias a la astucia
del señor Goodfellow.
Este último, con
lágrimas en los ojos, pidió permiso para ser interrogado. Según dijo, un estricto
sentido del deber para con su Hacedor y para con el prójimo le impedía seguir callando.
Hasta ese momento, el sincero cariño que sentía por el joven, pese al maltrato recibido
de él, lo habían inducido a elaborar todas las hipótesis imaginables con miras a
explicar las circunstancias sospechosas que incriminaban tan gravemente al señor
Pennifeather, pero ahora tales circunstancias eran demasiado convincentes, demasiado
condenatorias. Por lo tanto, ya no dudaría más y contaría todo lo que sabía, aunque
su corazón le estallara de dolor. Pasó luego a relatar que, la tarde anterior a
la partida del señor Shuttleworthy rumbo a la ciudad, ese digno caballero le había
mencionado a su sobrino –y él (Goodfellow) lo había oído– que el objetivo de su
viaje era depositar una suma desusadamente gruesa de dinero en el Banco de Granjeros
y Mecánicos, y que en esa misma oportunidad el señor Shuttleworthy le había comunicado
inequívocamente al sobrino su decisión irrevocable de anular el testamento existente
pues era su intención no dejarle ni un centavo. Él (el testigo) exhortó solemnemente
al acusado a que declarara si lo que acababa de afirmar (el testigo) era cierto
en sus partes fundamentales. Para el asombro de todos los presentes, el señor Pennifeather
reconoció sinceramente que sí.
El juez consideró
su deber enviar a dos guardias a registrar el dormitorio que ocupaba el acusado
en la casa del tío. Ambos regresaron casi de inmediato trayendo la conocida billetera
de cuero marrón que el anciano usaba desde hacía años. Sin embargo, se le había
extraído el valioso contenido. En vano trató el juez de que el detenido confesara
qué uso le había dado o dónde lo había escondido. En realidad, el hombre negó con
terquedad todo conocimiento del tema. Asimismo los guardias descubrieron, entre
el colchón y el elástico de la cama, una camisa y un pañuelo de cuello, ambos con
el monograma del acusado, horrendamente manchados con sangre de la víctima.
En esa coyuntura,
se anunció que el caballo del occiso acababa de morir en el establo a causa de la
herida recibida. El señor Goodfellow propuso que de inmediato se practicara la autopsia
a la bestia con la intención de encontrar el proyectil, de ser posible. Eso se hizo.
Y, como para que no quedaran dudas sobre la culpabilidad del reo, el señor Goodfellow,
luego de un largo hurgar dentro de la cavidad torácica, pudo encontrar y extraer
una bala de tamaño extraordinario. Hechas las pruebas de rigor, se determinó que
coincidía exactamente con el calibre del rifle del señor Pennifeather, y que era
tan grande que no podía pertenecer a ninguna otra persona del pueblo o zonas aledañas.
Sin embargo, como para confirmar la certeza, se descubrió que la bala tenía una
falla o reborde en ángulo recto con la habitual unión. Luego de revisarla, se determinó
que dicha costura coincidía con la que tenían los moldes, de los cuales el acusado
reconoció ser propietario. Puesto que se había hallado esta bala, el magistrado
se negó a escuchar más testimonios y en el acto remitió al prisionero al tribunal
para que lo sometiera a juicio. Se negó a dejarlo en libertad bajo fianza, aunque
contra semejante severidad protestó acaloradamente el señor Goodfellow, ofreciendo
salir él de garantía, cualquiera fuese el monto requerido. Semejante generosidad
por parte del viejo Charley concordaba con el tenor de su conducta amable y caballeresca
durante toda su estancia en Rattleborough. En ese caso, el caballero se dejó llevar
de tal manera por su excesiva conmiseración que, cuando ofreció dar la fianza para
su amigo, pareció olvidar totalmente que no tenía ni un solo dólar en propiedades
sobre la faz de la tierra.
El resultado de
la detención puede adivinarse sin dificultad. En medio de manifestaciones adversas
de todos los pobladores, el señor Pennifeather fue sometido a juicio en la siguiente
reunión del tribunal de causas criminales. En esa oportunidad, se consideró que
las pruebas circunstanciales –robustecidas por algunos otros datos condenatorios
que la rectitud y escrupulosidad del señor Goodfellow le impedían no hacer saber
al tribunal– eran tan precisas y concluyentes que el jurado se expidió de inmediato
con el veredicto de “culpable de homicidio intencional”. Poco después, el infortunado
fue sentenciado a muerte y devuelto a la cárcel del condado para aguardar la inexorable
venganza de la ley.
Entretanto, gracias
a su noble conducta, el viejo Charley Goodfellow se había granjeado el doble de
la estima que le profesaban los honrados ciudadanos. La gente le tomó diez veces
más simpatía que antes. Como consecuencia natural de la hospitalidad que se le dispensaba
distendió, por así decirlo, los excesivos hábitos frugales que la pobreza lo había
obligado a adoptar hasta ese momento y muy a menudo organizaba en su casa pequeñas
reuniones en las que imperaba el ingenio y el jolgorio, un tanto atemperado, desde
luego, por algún recuerdo ocasional de la penosa y desafortunada suerte que se cernía
sobre el sobrino del amigo íntimo del anfitrión.
Un hermoso día,
el magnánimo caballero se sorprendió agradablemente al recibir la siguiente carta:
Señor Charles Goodfellow, Esq., Rattleborough.
Estimado señor:
En cumplimiento de un encargo que hace alrededor de
dos meses nos hizo llegar nuestro estimado cliente, el señor Barnabas Shuttleworthy,
tenemos el agrado de remitir a su domicilio un cajón doble de Chateau Margaux, marca
antílope, sello violeta. Cajón numerado y marcado como se indica en el margen.
Sus seguros servidores,
HOGGS, FROGS, BOGS, & CO.
Ciudad de…, 21 de junio de 18…
PD: El cajón le llegará el día posterior a la recepción
de esta carta. Nuestros respetos al señor Shuttleworthy.
Sucede que, desde la muerte del señor Shuttleworthy,
el señor Goodfellow había perdido las esperanzas de recibir alguna vez el Chateau
Margaux prometido, por lo cual recibirlo ahora le pareció un designio especial de
la Providencia. Quedó encantado, desde luego, y, en la exuberancia de su alegría,
al día siguiente invitó a una pequeña cena a un grupo numeroso de amigos, con el
fin de degustar el obsequio del buen señor Shuttleworthy. Por cierto no dijo nada
sobre el “buen señor Shuttleworthy” cuando envió las invitaciones. Lo cierto es
que, tras mucho pensarlo, decidió no decir nada. No le mencionó a nadie –si mal
no recuerdo– haber recibido el vino de regalo. Se limitó a invitar a los amigos
para que lo ayudaran a beber un vino de excelente calidad y rico aroma que había
encargado a la ciudad dos meses antes y que esperaba recibir al día siguiente. A
menudo me he planteado por qué fue que el viejo Charley decidió no decir que el
vino era un obsequio de su querido amigo, pero nunca pude entender bien el motivo
de su silencio, aunque creo que debía de tenerlos, y excelentes.
Llegó por fin el
día siguiente, y, con él, un grupo nutrido y muy selecto de invitados a la casa
del señor Goodfellow. De hecho, estaba allí la mitad del pueblo –yo también era
de la partida, pero, para gran fastidio del anfitrión, el Chateau Margaux arribó
a hora muy tardía, cuando los invitados ya habían dado cuenta del suculento banquete.
Finalmente llegó –un cajón de monstruosas dimensiones– y, como los invitados se
hallaban de muy buen humor, decidieron en forma unánime ponerlo sobre la mesa y
a continuación extraer su contenido.
Dicho y hecho. Yo
di una mano también. En un instante habíamos colocado el cajón sobre la mesa, en
medio de todas las demás botellas y vasos, muchos de los cuales terminaron rotos
en el forcejeo. El viejo Charley, que estaba muy ebrio y con la cara colorada, tomó
asiento en la cabecera de la mesa con aire de fingida dignidad y golpeó enérgicamente
con un botellón exhortando a los presentes a mantener el orden “durante la ceremonia
de desentierro del tesoro”.
Luego de ciertas
reacciones estentóreas, por fin se restableció la calma, y, como sucede a menudo
en casos similares, sobrevino un silencio profundo y notable. Cuando se me pidió
que abriera la tapa por la fuerza, cumplí el cometido, desde luego, “con gran placer”.
Con ayuda de un formón y varios golpecitos de martillo, voló repentinamente la tapa
del cajón y en el mismo instante saltó a la vista, justo frente al dueño de casa
y en posición de sentado, el cuerpo magullado, ensangrentado y casi putrefacto del
señor Shuttleworthy. Durante unos instantes miró tristemente, con ojos ya sin brillo,
el rostro del señor Goodfellow; luego murmuró, en forma lenta pero clara y muy impresionante,
las palabras: “Tú eres el hombre”. Acto seguido cayó por el costado del cajón como
si se sintiera muy satisfecho y quedó con los brazos colgando sobre la mesa.
Imposible describir
la escena que se produjo a continuación. Fue tremenda la carrera hacia puertas y
ventanas, y muchos de los hombres más robustos se desmayaron de puro terror. Pero
tras la primera reacción de miedo atroz, todos los ojos se posaron en el señor Goodfellow.
Aunque viva mil años jamás podré olvidar la expresión de sufrimiento mortal de su
rostro pálido, tan rubicundo de triunfo y de vino hasta momentos antes. Durante
varios minutos permaneció rígido como una estatua de mármol; en el intenso vacío
de su mirar, los ojos parecían vueltos hacia adentro, absortos en la contemplación
de su propia alma miserable y asesina. Al final su expresión pareció volver de pronto
al mundo exterior cuando, con una veloz reacción, el hombre cayó pesadamente con
cabeza y hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver. Luego, de manera rápida
y vehemente, confesó con lujo de detalles el deleznable crimen por el cual estaba
preso y condenado a morir el señor Pennifeather.
Lo que relató fue, en esencia, lo siguiente: Que siguió
a su víctima hasta la cercanía del charco. Allí le disparó al caballo con una pistola;
mató al jinete a golpes de culata; se apoderó de la billetera y, suponiendo que
el caballo estaba muerto, lo arrastró con gran esfuerzo hasta los arbustos cercanos
al charco. Sobre su propio caballo cargó el cadáver del señor Shuttleworthy y lo
llevó a un sitio lejano, en el bosque, donde podía ocultarlo. El chaleco, el cortaplumas,
la billetera y la bala habían sido puestos por él en los lugares donde se les halló,
con la intención de vengarse del señor Pennifeather. También tramó el descubrimiento
del pañuelo y la camisa manchados de sangre.
Hacia el final de
la electrizante narración, las palabras del canalla asesino se hicieron huecas y
entrecortadas. Cuando hubo terminado, se levantó, se alejó tambaleante de la mesa
y se cayó… muerto.
Los medios a través
de los cuales pudo arrancársele esta oportuna confesión fueron efectivos pero muy
sencillos. El exceso de franqueza del señor Goodfellow me había disgustado y despertado
en mí sospechas desde el primer momento. Yo estaba presente cuando el señor Pennifeather
lo había golpeado, y la expresión maligna que cruzó por su rostro, aunque fugaz,
me dio la certeza de que su amenaza de venganza sería, en lo posible, cumplida al
pie de la letra. Por eso es que yo veía las maniobras del viejo Charley de manera
muy distinta de como las veían los buenos ciudadanos de Rattleborough. En el acto
me di cuenta de que todos los descubrimientos incriminatorios surgían, directa o
indirectamente, de él mismo. Pero lo que terminó de abrirme los ojos fue el asunto
de la bala, hallada por él en el cadáver del caballo. No me había olvidado, aunque
los habitantes del lugar parecían no recordarlo, de que se había encontrado el orificio
de entrada de la bala en el caballo y también el de salida. Si después de haber
salido del cuerpo del animal el proyectil estaba dentro, quiere decir que lo había
depositado allí la persona que lo había encontrado. La camisa y el pañuelo ensangrentados
confirmaban la idea que me daba la bala. Al hacerse analizar la sangre se comprobó
que en realidad era vino clarete, nada más. Cuando me puse a pensar en todas estas
cosas, como también en cómo había aumentado en los últimos tiempos el nivel de gastos
del señor Goodfellow, me entraron fuertes sospechas, que no fueron menos profundas
por el hecho de que me las haya guardado sin contárselas a nadie.
Entretanto emprendí
en forma particular una búsqueda rigurosa del cadáver del señor Shuttleworthy. Tenía
buenas razones para buscarlo en sitios totalmente opuestos a aquellos adonde el
señor Goodfellow iba llevando a la gente. El resultado fue que, a los pocos días,
encontré un viejo pozo seco cuya boca estaba casi oculta bajo unas ramas. Allí,
en el fondo, descubrí lo que buscaba.
Sucede que en su
momento, yo había oído el diálogo entre los dos amigos, aquel día en que el señor
Goodfellow le arrancó a su anfitrión la promesa de un cajón de Chateau Margaux.
Sobre ese indicio actué. Conseguí un fleje rígido de ballena, se lo introduje al
cadáver por la garganta y luego metí a éste dentro de un antiguo cajón de vino,
teniendo cuidado de doblarlo de modo que el fleje de ballena se doblara junto con
él. De esta manera tuve que apretar fuertemente la tapa, que luego aseguré con clavos.
Sabía, por supuesto, que cuando éstos fueran retirados, volaría la tapa y se levantaría
el cadáver.
Habiendo arreglado
así el cajón, lo marqué y numeré como ya he dicho. Luego redacté una carta como
si la enviaran los vendedores de vino que abastecían al señor Shuttleworthy. Le
di instrucciones a mi sirviente que transportara el cajón en una carretilla hasta
la puerta del señor Goodfellow cuando recibiera una señal de mi parte. En cuanto
a las palabras que pensaba hacer pronunciar al cadáver, confiaba en mis habilidades
de ventrílocuo; con respecto al efecto que causarían, contaba con los remordimientos
del vil asesino.
Creo que no hay
nada más que explicar. El señor Pennifeather fue puesto inmediatamente en libertad,
heredó la fortuna de su tío y, aprovechando las lecciones de la experiencia, dio
vuelta la página y a partir de ese momento llevó una nueva vida, plena de felicidad.
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