Abelardo Castillo
Quién sabe, acaso fue porque hacía tantos años que Timoteo era ascensorista
de la Torre y a fuerza de vivir subiendo y bajando acabó por no concebir más
que dos direcciones posibles –hacia arriba y hacia abajo–, o, acaso, porque era
la primera vez que la veía; el hecho es que aquella noche, al pasar frente a la
casa del largo pasillo, Timoteo tuvo miedo.
No era exactamente miedo. Lo desconcertó que la casa
estuviera tan cerca de su propia casa: sobre la calle Tarija, a unos veinte
metros de la esquina de Boedo. Le llamó la atención no haber reparado antes en
ella.
A partir de esa noche volvió a mirarla furtivamente todas
las noches. Frente a la puerta cancel sólo se concedía un vistazo rápido y
oblicuo, casi culpable, pero aunque su mirada duraba el tiempo que se tarda en dar
un paso, aquel pasillo, siempre solitario (iluminado en alguna parte por una
agónica lamparita), le causaba una especie de vértigo. Un vacío en la cabeza,
idéntico, sin duda, al que deben experimentar los que temen la altura.
Una noche, con estupor, comprendió lo que pasaba. Al día
siguiente, en la Torre, se lo dijo a los otros ascensoristas. Lo dijo en voz
muy baja.
–Hay otra dirección –dijo, y atemorizado de inmediato por
el impreciso alcance de su descubrimiento, murmuró en secreto–: Hacia el
costado.
Los otros ascensoristas se rieron de él y, doblados en
dos, dándose grandes palmadas en los muslos, le preguntaron si estaba loco.
Timoteo ya nunca más mencionó el asunto. Le cambió la
cara, eso sí, o el color de los ojos, al menos si las muchachas se fijaran en
los ascensoristas como Timoteo, alguna habría dicho que se trataba del color de
los ojos. En realidad, era el modo de mirar. Miraba como desde lejos, como si
los objetos fueran transparentes. Era tímido; se volvió reconcentrado y
silencioso. Pero a veces lo sacudía una risita que desentonaba un poco con la
severidad de su ascensor, y con el tiempo fue perdiendo la exactitud y la
eficacia que lo habían caracterizado siempre. No era difícil adivinar en qué
pensaba cuando, como los jóvenes ascensoristas chapuceros, no acertaba con la
palanca de mando o se detenía entre dos pisos, o, sacudido por su risita,
pasaba a toda velocidad piloteando su jaulón ante las puertas abarrotadas de
gente.
–Pobre Timoteo, envejece –murmuraban los ascensoristas, y
hacían circulitos con el dedo, junto a la sien.
Ya se sabe cómo son estas cosas. Las autoridades acabaron
por enterarse, lo mandaron llamar, le confesaron que su comportamiento actual
era desconcertante, por no decir anárquico, se miraron entre sí moviendo las
cabezas con aprobación. Y cuando Timoteo, girando los ojos (tan claros, de
golpe) hacia los rincones del despacho como quien teme ser oído por gente que
habitara en los zócalos, pero con voz inesperadamente alta, habló de la casa de
la calle Tarija, las autoridades volvieron a mirarse. Y Timoteo, incrédulo,
escuchó que había sido transferido a uno de los prescindibles ascensores
nocturnos.
Y sabe Dios a qué sórdido montacargas habría ido a dar de
no haberse detenido por fin, una noche, ante el umbral de la casa del largo
pasillo. Ahora, al salir de su propia casa, veía el corredor con el ángulo del
otro ojo. Comprobó que el vértigo era el mismo. Esa noche se detuvo y lo miró
de frente, por un momento temió irse de cabeza hacia el fondo, chupado por el
corredor, por un momento estuvo a punto de cerrar los ojos y estropearlo todo.
Pero ahí se quedó; después dio un paso. El corazón le latía como si fuera un
pájaro. Porque Timoteo no sólo se detuvo sino que, sin reflexionar en las
derivaciones que podría tener su conducta, sin importarle la confusión que
reinaría esa noche en la Torre aunque su ascensor actual fuera uno de los menos
importantes (pues ya se sabe que la ausencia o aun la distracción del operario
más oscuro puede acarrear catástrofes irreparables a toda la administración,
por no decir a los dueños del edificio o, quizá, a la ciudad entera), sin importarle
ninguna de las grandes ideas sobre responsabilidad, disciplina, lealtad, que un
día lo llevaran a manipular los más honrosos ascensores, Timoteo,
irrevocablemente, se internó en el largo pasillo.
Caminó. Luchando contra el vértigo y el miedo, Timoteo
caminó y caminó, nadie podría decir cuánto tiempo, hasta llegar al sitio donde brillaba
la lamparita cenicienta (el pasillo, por supuesto, seguía mucho más allá;
Timoteo no pudo dejar de pensar que, de recorrerlo íntegro, acabaría saliendo a
la misma calle Tarija por la cual había entrado, sólo que saldría en la vereda
opuesta). Debajo de la lamparita había una puerta. Estaba pintada con el mismo
color de las paredes y era indudable que no había sido construida para ser
vista. La paradoja de que apareciera casi denunciada por una vaga luz y, al
mismo tiempo, disimulada con astucia en la pared, bastaba para demostrarlo. O,
al menos, para demostrar que sólo la ingenuidad o el azar podían conducir hasta
ella. Pero el ascensorista Timoteo no era un individuo deductivo, ni siquiera
cauto. Simplemente llegó hasta la puerta y, como se sabía demasiado
comprometido para echarse atrás, la empujó, suavemente.
Entonces vio al hombre corpulento.
Lo vio ahí, recostado en una otomana. Con oscura belleza
de tormenta, le anochecía la cara una barba orgullosa, negrísima. Iba vestido
de un modo que a Timoteo le pareció familiar, no supo por qué. Llevaba puesto
un turbante colorado sangre, en el que se incrustaba, a manera de broche, una
gran piedra lunar. Largamente el pelo le caía sobre los hombros. Timoteo vio
que la parte superior de sus botas se volcaba en campana sobre la caña, vio a
los pies del hombre una piel de tigre, vio sus amplias babuchas de seda oscura.
Entre los pesados pliegues de su capa entreabierta, junto a la cadera
izquierda, lo deslumbró la empuñadura de una cimitarra.
Timoteo pensó que aquel caballero era realmente hermoso.
Y entonces recordó a Sandokán, el príncipe malayo,
capitán remoto de piraterías anteriores, muy anteriores a las altas
edificaciones y sus jaulas.
El hombre se puso de pie, ceremoniosamente, y preguntó:
–¿Cómo llegaste hasta esta puerta? ¿Cuál es tu nombre?
–Sólo puedo contestarle la segunda pregunta –respondió,
cohibido, Timoteo–. Soy Timoteo, el ascensorista. ¿Y usted?
En la voz del hombre, la palabra cobró la sonoridad de un
órgano en un templo cuando dijo:
–Sandokán.
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