H. G. Wells
–Nunca
se es demasiado prudente a la hora de escoger la mujer con la que te vas a
casar –dijo Mr. Brisher, y se estiró con una mano de muñeca gorda el bigote
lacio que disimulaba su falta de mentón.
–Es por lo que… –intenté decir.
–Sí –dijo Mr. Brisher con un resplandor solemne en
sus ojos azules y legañosos, moviendo la cabeza expresivamente y echándome un
profundo aliento de alcohol–. Hay un montón que lo han intentado conmigo…
podría nombrar muchas de esta ciudad, pero ninguna lo ha conseguido… ninguna.
Contemplé la cara enrojecida, la dilatada línea
ecuatorial de su cuerpo, el genial desaliño de su atuendo, y suspiré al pensar
que a causa del poco mérito de las mujeres, él tenía que ser necesariamente el
último de su estirpe.
–Cuando era joven, yo era un tipo elegante –dijo Mr.
Brisher–. Hice lo que pude, pero fui muy prudente… mucho. Y logré escapar…
Se inclinó sobre la mesa de la taberna y se notó que
pensó si podía confiar en mí. Me relajé cuando comenzó a hacerme sus
confidencias.
–En una ocasión estuve prometido –dijo por fin,
dirigiendo una mirada evocadora sobre el tablero de la mesa.
–¿Tan cerca estuvo?
Me miró y dijo:
–Tan cerca. El hecho es que… –miró a su alrededor,
acercó su cara a la mía, bajó el tono de la voz y apartó un mundo adverso con
su mano tiznada–. Si no ha muerto o se ha casado con algún otro… sigo estando
prometido. Todavía.
Confirmó su afirmación moviendo la cabeza hacia
delante y retorciendo la cara.
–Todavía –dijo terminando la pantomima, y se puso a
sonreír sin venir a cuento, lo cual no dejó de sorprenderme–. ¡Yo!…
–Me escapé –explicó más tarde frunciendo las cejas–.
Me volví a casa… Pero no acaba aquí la cosa. Le costará trabajo creerlo, pero
encontré un tesoro. Un auténtico tesoro.
Imaginé que era una ironía y no lo acogí con la
debida sorpresa.
–Sí –dijo–, encontré un tesoro y me fui a casa. Le
digo que podría asombrarlo con las cosas que me han pasado.
Durante un tiempo se contentó con repetir que había
encontrado un tesoro y que lo había abandonado. No cometí la indiscreción de
pedirle que me contara la historia, pero atendí con amabilidad sus deseos
corporales y poco después lo incité a que volviera sobre la dama abandonada.
–Era una chica encantadora –dijo, creo que con cierta
tristeza–. Y respetable.
Arqueó las cejas y apretó los labios para expresar
una respetabilidad extrema, incomprensible para nosotros, gente de más edad.
–Sucedió lejos de aquí. Exactamente en Essex, cerca
de Colchester. Fue cuando estaba en Londres, trabajando en la construcción.
Entonces era un tipo elegante, puedo asegurárselo. Esbelto. Vestía la mejor
ropa. Un sombrero… un sombrero de seda, figúrese –y su mano se lanzó por encima
de su cabeza hacia el infinito para indicar un sombrero de seda altísimo–. Un
paraguas… un paraguas precioso con un puño de cuerno. Tenía ahorros. Era muy
ahorrativo…
Se quedó un rato pensativo, reflexionando, como
acabamos todos por hacer tarde o temprano, sobre el esplendor desvanecido de la
juventud. Pero, como estaba en una taberna, se abstuvo de expresar la obvia
moraleja.
–La conocí por medio de un tipo que estaba comprometido
con su hermana. Ella estaba pasando unos días en Londres, y se alojaba en casa
de una tía que tenía una carnicería. Esta tía era muy singular –todos eran
gente muy singular, toda su gente lo era– y no permitía a su sobrina que saliera
con este compañero, excepto si su otra sobrina, esto es, mi chica, fuera
también con ellos. Así que me introdujo en el asunto para estar a solas con su novia.
Solíamos pasear por el parque de Battersea los domingos por la tarde. Yo con mi
chistera y él con la suya, y las muchachas muy elegantes. No había muchos en el
parque que fueran tan distinguidos como nosotros. No era lo que se dice guapa,
pero nunca he encontrado una muchacha tan encantadora. Me gustó desde el
principio y, bueno –aunque no sea yo quien deba decirlo–, yo le gusté a ella.
Ya se hace una idea de todo esto.
Yo fingí que sí.
–Y cuando ese tipo se casó con su hermana (él y yo
éramos grandes amigos), no pudo hacer otra cosa que llevarme a Colchester, muy
cerca de donde ella vivía. Naturalmente me presentaron a su gente, y bueno, nos
comprometimos en seguida.
Repitió “nos comprometimos”.
–Ella vivía con sus padres, como una auténtica
señorita, en una bonita casa con jardín; era gente muy respetable. Casi se
podía decir que eran ricos. Eran los propietarios de la casa donde vivían; la
adquirieron muy barata a la Sociedad de Construcciones porque al antiguo dueño
lo metieron en la cárcel por ladrón. También tenían algunas tierras, casas de
campo y dinero invertido. Todos eran muy tacaños, lo que se dice una familia
acomodada. Le aseguro que estaba bien. También tenían muebles. ¡Guau! Tenían un
piano. Jane, ella se llamaba Jane, solía tocarlo los domingos, y además muy
bien. Apenas había un himno en el libro que no pudiera tocar. Muchas tardes nos
reuníamos allí y cantábamos himnos. Su familia, ella y yo. Su padre era un
miembro destacado en la iglesia. Tenía que haberlo visto cómo interrumpía al
pastor los sábados, cuando se ponía a entonar himnos. Recuerdo que llevaba unas
gafas de oro y solía mirar por encima de ellas cuando cantaba con fuerza (siempre
se destacaba cuando cantaba al señor), y siempre que desentonaba la gente lo
seguía. Era de esa clase de hombres. Cuando andaba detrás de él y veía su
magnífico traje negro y su sombrero con alas, me sentía orgulloso de tener un
futuro suegro semejante. Y cuando llegó el verano fui a su casa, donde pasé
quince días. Ahora bien, existía una especie de prurito –dijo Mr. Brisher–.
Jane y yo queríamos casarnos e instalarnos. Pero el padre decía que yo debía
conseguir antes una buena posición. En consecuencia había un prurito. En
consecuencia, cuando llegué allí ardía en deseos de mostrar que era un tipo muy
competente y que podía hacer bien casi todo, ¿entiende?
Hice un ruido de asentimiento.
–En el fondo del jardín había una parte silvestre,
así que le dije: “¿Por qué no hace aquí un jardín rocoso? Quedaría bonito”. “Demasiado
caro”, dijo él. “Ni un penique”. dije, “tengo buena mano para esto. Déjeme que lo
haga”. Mire usted, yo había ayudado a mi hermano a hacer uno en el pequeño
jardín de detrás de su casa, así que sabía cómo hacerlo. “Déjeme hacérselo”, dije.
“Estoy de vacaciones, pero soy de esa clase de tipos que no soportan estar sin
hacer nada. Le haré uno en condiciones”. Y, en resumidas cuentas, me dijo que
podía hacerlo. Y así fue como encontré el tesoro.
–¿Qué tesoro? –pregunté.
–¡Cómo! –dijo Mr. Brisher–. El tesoro del que le
estoy hablando y que ha sido el motivo por el que no me he casado.
–¡Qué! ¿Un tesoro desenterrado?
–Sí, una fortuna enterrada, un tesoro. Lo saqué del
suelo. Es lo que sigo llamando un auténtico tesoro… –dijo, mirándome con una
falta de respeto insólita.
–La parte superior no estaba a más de un metro de
profundidad –dijo–. Apenas había empezado a tener sed cuando encontré la
esquina.
–Siga –dije–. No había entendido.
–¡Ah, bueno! En cuanto golpeé la caja supe que era un
tesoro. Me lo dijo una especie de instinto. Sentí que algo gritaba dentro de
mí: “Esta es tu oportunidad… escóndelo”. Fue una suerte que conociera las leyes
sobre los tesoros encontrados, porque si no, habría gritado en ese mismo
momento. Supongo que usted conoce…
–La corona se embolsa casi todo –dije–, excepto un
uno por ciento. Siga. Es una vergüenza. ¿Qué hizo?
–Quité la tapa de la caja. No había nadie en el
jardín ni en los alrededores. Jane estaba ayudando a su madre a hacer la casa.
Estaba excitado, se lo aseguro. Intenté abrir la cerradura y luego di un golpe
en las bisagras. La caja se abrió. ¡Estaba llena de monedas de plata!
Relucientes. Temblé al verlas. Y en ese preciso momento… ¡Que me maten si el
barrendero no dio la vuelta por detrás de la casa! Casi me dio un síncope al
pensar en la estupidez que estaba cometiendo al dejar el dinero a la vista. En seguida
oí al tipo de la casa de al lado, que también estaba de vacaciones, regar sus
judías. ¡Con sólo haber mirado por encima de la valla…!
–¿Qué hizo usted?
–Di una patada a la tapa y la oculté en un abrir y
cerrar de ojos; después seguí cavando a un metro del tesoro, como un loco. Y mi
cara, por decirlo así, reía por su cuenta hasta que lo escondí. Le digo que
estaba realmente asustado de mi suerte. Sólo pensé que había que dejarlo
escondido, eso era todo. “¡Un tesoro! –susurraba sin cesar para mí mismo–. ¡Un
tesoro! ¡Y cientos de libras, cientos y cientos de libras!”. Susurraba y cavaba
con todas mis fuerzas. Me dio la impresión de que la caja se marcaba como unas
piernas debajo de las sábanas, y empecé a echar toda la tierra que sacaba del
agujero que estaba cavando para hacer el jardín rocoso sobre el tesoro. Estaba
sudando. Y en medio de todo esto, aparece su padre. No me dijo nada, se limitó
a quedarse detrás de mí y a mirarme; pero luego me contó Jane que cuando entró
le dijo: “Ese mequetrefe tuyo", siempre me llamaba así, no sé por qué, “sabe
trabajar duro, después de todo”. Parecía muy impresionado por mi esfuerzo.
–¿Cómo era de larga la caja? –pregunté de repente.
–¿Larga? –dijo Mr. Brisher.
–Sí, ¿qué longitud tenía?
–¡Oh! Algo así como esto… y esto –dijo Mr. Brisher,
indicando el tamaño de un barril mediano.
–¿Lleno? –dije.
–De monedas de plata… de media corona, creo.
–¡Cómo! –exclamé–. Significaría cientos de libras.
–Miles –dijo Mr. Brisher con una tranquilidad llena
de tristeza–. Ya lo calculé.
–Pero ¿cómo llegaron hasta allí?
–Todo lo que sé es que lo encontré. Lo que pensé
entonces fue esto: “El tipo que había poseído la casa antes que su padre era un
ladrón de mucho cuidado. Lo que se dice un criminal de clase alta. Solía
conducir su coche como lo hacía Peace”.
Mr. Brisher reflexionó sobre las dificultades de la
narración y se embarcó en un paréntesis complicado.
–No sé si le he dicho que era la casa de un ladrón
antes de que fuera la del padre de mi chica, y me enteré que el dueño había
robado un tren correo. Sabía esto e imaginé…
–Es muy probable –dije–, pero ¿qué hizo?
–Estaba –dijo– sudando realmente la gota gorda.
Estuve toda la mañana en ello, fingiendo que hacía el jardincito y
preguntándome qué debía hacer. Tal vez se lo hubiera dicho a su padre, sólo que
dudaba de su honestidad (temía que me lo quitara y se lo diera a las
autoridades) y además, teniendo en cuenta que iba a emparentar con la familia,
pensé que sería mejor que el tesoro les llegara a través de mí. Entraría en la
familia con mejor pie, por decirlo así. Bueno, me quedaban todavía tres días de
vacaciones, así que no había prisa; la enterré y seguí cavando al tiempo que me
rompía la cabeza pensando cómo encontrar el momento de dejarla en lugar seguro;
pero era inútil. Pensaba y pensaba. Una vez dudé de si había visto realmente el
tesoro o no; fui allí y lo volví a desenterrar en el preciso momento en que su
madre salía a tender la ropa que había lavado. ¡Otro susto! Después, cuando
estaba pensando en intentarlo de nuevo, vino Jane a decirme que la comida
estaba lista. “Buena falta te hará”, dijo, “después de haber cavado ese hoyo”.
Estuve toda la comida aturdido, preguntándome si el tipo de la casa de al lado
no habría saltado la valla y estaría llenándose los bolsillos. Pero por la
tarde me tranquilicé. Pensé que la caja debía llevar allí mucho tiempo y que no
le pasaría nada por estar un poco más e intenté hablar un poco con el viejo
para tirarle de la lengua y ver lo que pensaba de los tesoros encontrados.
Mr. Brisher hizo una pausa y dio la impresión de que
le divertía recordarlo.
–El viejo era un tipo sarcástico –dijo–, un tipo
realmente sarcástico.
–¡Cómo! –dije–. ¿Es que él…?
–La cosa fue así –explicó Mr. Brisher, posando una
mano amistosa sobre mi brazo y echándome el aliento en la cara para
tranquilizarme–. Sólo para sonsacarle algo, le conté una historia inventada; le
dije que conocía a un tipo que había encontrado un soberano en un abrigo que le
habían prestado. Le dije que se quedó con él, pero que yo no estaba seguro si
eso estaba bien o no. Entonces el viejo empezó. ¡Dios mío! ¡Menudo sermón me
echó!
Mr. Brisher mostró una alegría poco sincera.
–Era, bueno… lo que se dice un tipo poco común en sus
burlas. Dijo que esa era la clase de amigos que esperaba que yo tuviera; que
esperaba eso del amigo de un gandul sin trabajo que se relaciona con chicas que
no le corresponden. Bueno, no podría contarle ni la mitad de lo que dijo.
Siguió hablando de un modo indignante; le soportaba sólo para sonsacarle algo. “¿No
se quedaría”, dije, “con medio soberano si lo encuentra en la calle?”. “¡Desde
luego que no”, dijo, “desde luego que no lo haría!”. “¡Cómo! ¿Incluso si lo
encontrara como un tesoro?”. “¡Joven!”, dijo. “Hay una autoridad mayor que la
mía: Da al César…”. ¿Cómo es esta frase? Sí, bueno, él la soltó. El viejo era
un tipo poco común golpeándote la cabeza con la Biblia. Y así continuó. Me
lanzó tales burlas que ya no pude aguantar más. Había prometido a Jane no
replicarle, pero se puso demasiado pesado. Yo… yo le contesté que…
Mr Brisher, por medio de gestos enigmáticos, intentó
darme a entender que había salido ganando en la discusión. Pero yo pensaba de
otra forma.
–Al final salí indignado, pero no antes de estar
seguro de que tenía que coger el tesoro yo solo. La única cosa que me quitaba
el sueño era pensar en el modo de vengarme de él cuando tuviera el dinero.
Hubo una larga pausa.
–Ahora bien, apenas lo podrá creer, pero en los tres
días nunca tuve ocasión de tocar el dichoso tesoro, ni siquiera saqué media
corona. Siempre ocurría algo… siempre. Es sorprendente que no se piense más en
ello. Encontrar un tesoro no es extraordinario, conseguirlo sí lo es. Creo que
no pegué ojo ninguna de esas noches, pensando dónde iba a llevarlo, qué iba a
hacer con él, cómo lo explicaría todo. Me puse malo de verdad. Y por el día
estaba torpe, y esto ponía de mal humor a Jane. “No eres el mismo de Londres”,
me dijo varias veces. Yo trataba de atribuirlo a su padre y a sus burlas, pero
¡vaya!, ella no lo creía así. ¿A qué había que atribuirlo sino a que yo tenía
otra mujer en la cabeza? Le dije que no era verdad. Bueno, reñimos un poco.
Pero estaba tan absorto con el tesoro que no hice caso de lo que decía. Bueno,
por fin hice una especie de plan. Yo siempre he sido bueno haciendo planes,
aunque no tanto llevándolos a cabo. Lo pensé todo con detenimiento y desarrollé
un plan. En primer lugar, me llenaría todos los bolsillos de esas medias
coronas, ¿entiende? Y después… ahora lo cuento. Bueno, había llegado al
convencimiento de que no podía volver a llevarme el tesoro durante el día, así
que esperé hasta la noche anterior al día que tenía que irme y, entonces,
cuando todo estaba en silencio, me levanto y me deslizo por la puerta trasera
con la intención de llenarme los bolsillos. Y en la cocina, no me ocurre otra
cosa que caerme sobre una cubeta. Se levanta el padre con una escopeta (tenía
el sueño ligero y era muy receloso) y viene hacia mí: tuve que explicarle que
había bajado a la fuente a beber agua, porque el agua de mi botella estaba
mala. No dejó de lanzarme un par de sarcasmos por aquello.
–Usted quiere decir… –empecé.
–Espere un momento –dijo Mr. Brisher–. Le digo que
tenía hecho mi plan. Esto sólo fue un pequeño contratiempo, pero no ponía en
peligro mi esquema general en absoluto. Decidí terminar el jardincito al día
siguiente, como si no existiera una burla en el mundo; cubrí de cemento las
piedras, las embadurné de verde y todo eso. Hice una señal con la brocha para
indicar dónde estaba la caja. Todos vinieron a verlo y dijeron que había
quedado muy bonito; incluso el padre se suavizó un poco al verlo y todo lo que
dijo fue: “Es una pena que no pueda trabajar siempre así, podría tener algo
concreto que hacer”. “Sí”, dije sin poder evitarlo, “tengo mucho que hacer en
el jardincito”. ¿Entiende? “Tengo mucho que hacer en el jardincito”, queriendo
decir…
–Entiendo… –dije, pues Mr. Brisher tiende a contar
sus chistes con excesivos detalles.
–Él no lo entendió –dijo Mr. Brisher–, al menos en
aquel momento. Sin embargo, cuando todo esto terminó, me preparé para ir a
Londres… me preparé para ir a Londres… –se interrumpió–, solo que no iba a
Londres –dijo con súbita vivacidad y acercando su cabeza a la mía–. ¡Ni hablar!
¿Qué piensa de esto? No fui más lejos de Colchester, ni un metro más. Había
dejado la azada en un lugar donde pudiera encontrarla. Lo había planeado todo
bien. Alquilé un coche en Colchester y fingí que quería ir a Ipwich, pasar allí
la noche y volver al día siguiente. El tipo a quien se lo alquilé me hizo dejar
dos soberanos al instante, y partí. Tampoco fui a Ipwich. A medianoche el
caballo y el coche estaban atados junto al camino que va a la casa donde vivía
él (no estaban a más de sesenta metros) y me puse a trabajar con ahínco. Era
una noche apropiada para tales juegos. Estaba cubierto, pero hacía un poco de
calor; alrededor del cielo había relámpagos, y al poco rato se desató una
tormenta. Al principio cayeron gotas gordas, como las de un líquido
efervescente, y luego granizo. Yo continué. Golpeaba ruidosamente, no pensaba
que el viejo pudiera oírme. Ni siquiera me molesté en cavar en silencio, y los
truenos, los relámpagos y el granizo me excitaban. No me habría asombrado si me
hubiera puesto a cantar. Trabajaba con tanto ahínco que me olvidé por completo
de los truenos, del caballo y del coche. Muy pronto dejé la caja a la vista y
empecé a levantarla…
–¿Era pesada? –dije.
–Me era tan imposible levantarla como volar. Me, puse
malo. ¡Nunca había pensado en eso! Me puse furioso, se lo aseguro, y empecé a
maldecir. Me indigné bastante. No pensé en dividirlo en partes pequeñas, y aun
así no habría podido llevar el dinero suelto al coche. La levanté furiosamente
por un extremo y todas las monedas saltaron haciendo un ruido tremendo. Un
auténtico estruendo de plata. Y en ese mismo instante… ¡un relámpago! ¡Había
tanta claridad como por el día! Y la puerta trasera que se abre… y el viejo que
baja al jardín con la condenada escopeta. ¡No estaba a más de cien metros! Le
aseguro que me hallaba tan desconcertado que no sabía lo que hacía. No me paré
un segundo, ni siquiera para llenarme los bolsillos. Salté la valla como una
bala y salí disparado hacia el coche, maldiciendo y jurando, con los bolsillos
vacíos, tal como fui. Estaba en un estado… Y, ¿puede usted creer que cuando
llegué al sitio donde había dejado el caballo y el coche, estos habían
desaparecido? ¡Se habían marchado! Cuando lo vi ya no me quedaban más
maldiciones. Me limité a patalear sobre la hierba y cuando me harté, me dirigí
hacia Londres… Estaba hecho polvo.
Mr. Brisher se quedó pensativo durante un rato.
–Estaba hecho polvo –repitió con gran amargura.
–¿Y luego? –dije.
–Esto es todo –dijo Mr. Brisher.
–¿No volvió?
–¡Ni hablar! Estaba harto de ese maldito tesoro, al
menos por una temporada. Además, no sabía lo que les hacen a los tipos que
intentan quedarse con los tesoros encontrados. Me dirigí hacia Londres en ese
mismo momento…
–¿Y nunca volvió?
–Nunca.
–Pero ¿qué pasó con Jane? ¿Le escribió usted?
–Tres veces, a ver qué pasaba. Y no respondió. Nos
habíamos despedido un poco enfadados a causa de sus celos. De modo que no pude
saber a ciencia cierta lo que ese silencio significaba. No sabía qué hacer. Ni
siquiera sabía si el viejo me había reconocido. Estuve bastante pendiente de
los periódicos para ver cuándo entregaba el tesoro a la corona, pues no tenía
ninguna duda de que lo haría, considerando lo honrado que había sido siempre.
–¿Y lo hizo?
Mr. Brisher frunció los labios y movió lentamente la
cabeza de un lado a otro.
–Él no –dijo–. Jane era una chica encantadora,
totalmente encantadora, a pesar de sus celos, y es imposible saber si no
hubiera vuelto con ella después de un tiempo. Pensaba que si su padre no
entregaba el tesoro, yo tendría por dónde cogerlo. Bueno, un día, como era
habitual, leo la sección de noticias sobre Colchester… y allí vi su nombre.
¿Por qué cree usted que estaba allí?
No pude adivinarlo.
La voz de Mr. Brisher se debilitó hasta convertirse
en un susurro, y una vez más habló tapándose la boca con la mano. Una auténtica
alegría le inundó súbitamente.
–Por emitir monedas falsas –dijo–. ¡Falsas!
–¿Quiere decir que…?
–En efecto. Falsas. Hubo un proceso muy largo. Pero lo
cazaron, aunque él se defendió lo suyo. Probaron que había pasado… ¡oh!… cerca
de una docena de medias coronas falsas.
–¿Y usted no…?
–¡Ni hablar! A él tampoco le ayudó mucho decir que
era un tesoro encontrado.
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