Julio Cortázar
El
que me presentó a Ciclón Molina fue el
petiso Juárez una noche después de las peleas, al poco tiempo Juárez se fue a Córdoba
por un trabajo pero yo seguí encontrándome cada tanto con Ciclón en ese café de
Maipú al quinientos que ya no está más, casi siempre los sábados después del box.
Posiblemente hablamos de Mario Pradás desde la primera vez, Juárez había sido uno
de los hinchas más rabiosos de Mario, aunque no más que Ciclón porque Ciclón fue
sparring de Mario cuando se preparaba para el viaje a Estados Unidos y se acordaba
de tantas cosas de Mario, la forma en que pegaba, sus famosas agachadas hasta el
suelo, su hermosa izquierda, su coraje tranquilo. Todos habíamos seguido la carrera
de Mario, era raro que nos encontráramos después del box en el café sin que alguien
se acordara en cualquier momento de Mario, y siempre entonces había un silencio
en la mesa, los muchachos pitaban callados, y después venían los recuentos, las
precisiones, a veces las polémicas sobre fechas, adversarios y performances. Ahí
Ciclón tenía más para decir que los otros porque había sido sparring de Mario Pradás
y también lo había tratado como amigo, nunca se le olvidaba que Mario le había conseguido
la primera preliminar en el Luna Park en una época en que el ring estaba más lleno
de candidatos que un ascensor de ministerio.
–La perdí por
puntos –decía en esos casos Ciclón, y todos nos reíamos, parecía cómico que hubiera
pagado tan mal el favor que le hacía Mario. Pero Ciclón no se enojaba con nosotros,
sobre todo conmigo después que Juárez le dijo que yo no me perdía pelea y que era
una enciclopedia en eso de campeones mundiales desde los tiempos de Jack Johnson.
Tal vez por eso a Ciclón le gustaba encontrarme solo en el café los sábados a la
noche, hablábamos largo sobre cosas del deporte. Le gustaba enterarse de los tiempos
de Firpo, para él todo eso era mitología y lo saboreaba como un chico, Gibbons y
Tunney, Carpentier, yo le iba contando de a pedazos con ese gusto de sacar recuerdos
a flote, todo lo que no le podía interesar a mi señora ni a mi nena, te darás cuenta.
Y había otra cosa y es que Ciclón seguía peleando en preliminares, ganaba o perdía
más o menos parejo, sin escalar posiciones, era de los que el público conocía sin
encariñarse, una que otra voz alentándolo apenas en la modorra de las peleas de
relleno. No había nada que hacer y él lo sabía, no era un pegador, le faltaba técnica
en un tiempo en que había tantos livianos que se las sabían todas; sin decírselo,
claro, yo lo llamaba el boxeador decente, el tipo que se ganaba unos pesos peleando
lo mejor posible, sin cambiar demasiado de ánimo cuando ganaba o perdía; como los
pianistas de bar o los partiquinos, fíjate, haciendo lo suyo como distraído, nunca
lo noté cambiado después de una pelea, llegaba al café si no estaba muy golpeado,
nos tomábamos unas cervezas y él esperaba y recibía los comentarios con una sonrisa
mansa, me daba su versión de la cosa desde el ring, a veces tan diferente de la
mía desde abajo, nos alegrábamos o nos quedábamos callados según los casos, las
cervezas eran festejo o linimento, lindo el pibe Ciclón, lindo amigo. A él justamente
le tenía que pasar, por qué, es una de esas cosas que uno cree y no cree, eso que
a lo mejor le pasó a Ciclón y que él mismo no entendió nunca, eso que empezó sin
aviso después de una pelea perdida por puntos y una empatada justo justo, en el
otoño de un año que no me acuerdo bien, hace ya tanto.
Lo que sé es que
antes de que empezara eso habíamos vuelto a hablar de Mario Pradás, y Ciclón me
ganaba lejos cuando hablábamos de Mario, de él sí sabía más que nadie y eso que
no había podido acompañarlo a Estados Unidos para la pelea por el campeonato mundial,
el entrenador había elegido solamente a un sparring porque allá sobraban y le tocó
a José Catalano, pero lo mismo Ciclón estaba al tanto de todo por otros amigos y
por los diarios, cada pelea ganada por Mario hasta la noche del campeonato y lo
que pasó después, eso que ninguno de nosotros podía olvidar pero que para Ciclón
era todavía peor, una especie de lastimadura que se le sentía en la voz y en los
ojos cuando se acordaba.
–Tony Giardello
–decía–. Tony Giardello, hijo de puta.
Nunca lo había
oído insultar a los que le habían ganado a él, en todo caso no los insultaba así,
como si le hubieran ofendido a la madre. Que Giardello hubiera podido con Mario
Pradás no le entraba en la cabeza, y por la forma en que se había informado de la
pelea, de cada detalle que había juntado leyendo y escuchando a otros, se sentía
que en el fondo no aceptaba la derrota, le buscaba sin decirlo alguna explicación
que la cambiara en su memoria, y sobre todo que cambiara lo otro, lo que había pasado
después cuando Mario no alcanzó a reponerse de un nocaut que le había dado vuelta
la vida en diez segundos para meterlo en un descenso insalvable, en dos o tres peleas
mal ganadas o empatadas contra tipos que antes no le hubieran aguantado cuatro vueltas,
y al final el abandono y la muerte en pocos meses, su muerte de perro después de
una crisis que ni los médicos entendieron, allá por Mendoza donde no había ni hinchas
ni amigos.
–Tony Giardello
–decía Ciclón mirando la cerveza–. Qué hijo de puta.
Una sola vez me
animé a decirle que nadie había dudado de la forma en que Giardello le había ganado
a Mario, y que la mejor prueba era que después de dos años seguía siendo campeón
mundial y que había defendido tres veces más el título. Ciclón escuchó sin decir
nada, pero nunca repetí el comentario y tengo que decir que tampoco él insistió
en el insulto, como si se diera cuenta. Se me mezcla un poco el tiempo, debió ser
para entonces que vino la pelea –de semifondo por falta de cosa mejor esa noche–
con el zurdo Aguinaga, y que Ciclón después de boxear como siempre los primeros
tres rounds salió en el cuarto como si anduviera en bicicleta y en cuarenta segundos
lo dejó al zurdo colgando de las sogas. Esa noche pensé que lo encontraría en el
café pero seguro que se fue a festejar con otros amigos o a su bulín (estaba casado
con una piba de Lujan y la quería mucho), de modo que me quedé sin comentarios.
Claro que después de eso no podía extrañarme que los del Luna Park le armaran una
pelea de fondo con Rogelio Coggio, que venía con mucha fama de Santa Fe, y aunque
me temía lo peor para Ciclón fui a hinchar por él y te juro que casi no pude creer
lo que pasó, quiero decir que al principio no pasó nada y Coggio la tenía ganada
desde lejos a partir de la cuarta vuelta, lo del zurdo me empezaba a parecer una
pura casualidad cuando Ciclón empezó a atacar casi sin guardia desde el vamos, de
golpe Coggio se le colgó como de una percha, la gente de pie no entendía nada y
ya Ciclón de un uno-dos lo sentaba por ocho segundos y casi enseguida lo dormía
con un gancho que se habrá oído hasta en la plaza de Mayo. Te la debo, como se decía
entonces.
Esa noche Ciclón
llegó al café con la barra de adulones que siempre se apilan a los ganadores, pero
después de festejar un rato y hacerse fotos con ellos vino a mi mesa y se sentó
como queriendo que lo dejaran tranquilo. No se lo veía cansado aunque Coggio le
había dejado una ceja a la miseria, pero lo que más me extrañó fue que me miraba
distinto, casi como preguntándome o preguntándose algo; por momentos se frotaba
la muñeca derecha y me volvía a mirar medio raro. Yo qué te voy a decir, estaba
tan asombrado después de lo que había visto que más bien esperaba que él hablara,
aunque al final tuve que darle mi versión de la cosa y creo que Ciclón se dio bien
cuenta de que yo no terminaba de creerlo, el zurdo y Coggio en menos de dos meses
y en esa forma, me faltaban las palabras.
Me acuerdo, el
café se iba quedando vacío aunque el patrón nos dejaba a nosotros lo que se nos
daba la gana después de bajar la metálica. Ciclón bebió otra cerveza casi de un
trago y se frotó de nuevo la muñeca resentida.
–Debe ser Alesio
–dijo–, uno no se da bien cuenta pero seguro son los consejos de Alesio.
Lo decía como
tapando un agujero, sin convicción. Yo no estaba al tanto de que había cambiado
de entrenador y claro, me pareció que de ahí podía venir la cosa, pero hoy que vuelvo
a pensarlo siento que tampoco estaba convencido. Claro que alguien como Alesio podía
hacer mucho por Ciclón, pero esa pegada de nocaut no podía aparecer por milagro.
Ciclón se miraba las manos, se frotaba la muñeca.
–No sé lo que
me pasa –dijo como si le diera vergüenza–. Me pasa de golpe, las dos veces fue igual,
viejo.
–Te estás entrenando
fenómeno –le dije–, se ve clarito la diferencia.
–Ponele, pero
así de repente… ¿Es brujo, Alesio?
–Vos seguí dándole
–le dije por bromear y para sacarlo de esa especie de ausencia en que lo notaba–,
para mí que ya no te ataja nadie, Ciclón.
Y así nomás era,
después de la pelea con el Gato Fernández a nadie le quedó duda de que el camino
estaba abierto, el mismo camino de Mario Pradás dos años antes, un barco, dos o
tres peleas de apronte, el desafío por el campeonato del mundo. Fueron tiempos jodidos
para mí, hubiera dado cualquier cosa por acompañarlo a Ciclón pero no me podía mover
de Buenos Aires, estuve con él lo más posible, nos veíamos bastante en el café aunque
ahora Alesio lo cuidaba y le medía la cerveza y otras cosas. La última vez fue después
de la pelea con el Gato; no se me olvida que Ciclón me buscó entre el gentío del
café y me pidió que fuéramos a caminar un rato por el puerto. Se metió en el auto
y le negó a Alesio que viniera con nosotros, nos bajamos en uno de los docks y dimos
una vuelta mirando los barcos. Desde el vamos yo había tenido como una idea de que
Ciclón quería decirme algo; le hablé de la pelea, de cómo el Gato se había jugado
hasta el final, era de nuevo como llenar agujeros porque Ciclón me miraba sin escuchar
mucho, asintiendo y callándose, el Gato, sí, nada fácil el Gato.
–Al principio
me diste un julepe –le dije–. A vos te lleva un rato calentarte, y es peligroso.
–Ya lo sé, carajo.
Alesio se pone hecho una fiera cada vez, se piensa que lo hago a propósito o de
puro compadre.
–Es malo, che,
por ahí te pueden madrugar. Y ahora…
–Sí –dijo Ciclón,
sentándose en un rollo de soga–, ahora es Tony Giardello.
–Así nomás es,
compadre.
–Qué querés, Alesio
tiene razón, vos también tenés razón. No pueden entender, te das cuenta. Yo mismo
no lo entiendo, por qué tengo que esperar.
–¿Esperar qué?
–Qué sé yo, que
venga –dijo Ciclón y desvió la cara. No me lo vas a creer pero aunque de alguna
manera no me agarró tan de sorpresa, lo mismo me quedé medio cortado, pero Ciclón
no me dio tiempo a salir del paso, me miraba fijo en los ojos como queriendo decidirse.
–Vos te das cuenta
–dijo–. Ni a Alesio ni a nadie les puedo hablar mucho porque les tendría que romper
la cara, no me gusta que me tomen por loco.
Repetí el viejo
gesto que se hace cuando no podés hacer otra cosa, le puse la mano en el hombro
y se lo apreté.
–No entiendo un
carajo –le dije–, pero te agradezco, Ciclón.
–Al menos vos
y yo podemos hablar –dijo Ciclón. Como la noche de Coggio, te acordás. Vos te diste
cuenta, vos me dijiste: “Seguí así”.
–Bueno, no sé
de qué me habré dado cuenta, solamente que estaba bien que fuera así y te lo dije,
no habré sido el único.
Me miró como para
hacerme sentir que no era solamente eso, después se puso a reír. Nos reímos los
dos, aflojando los nervios.
–Dame un faso
–dijo Ciclón–, por una vez que Alesio no me está vigilando como a un nene.
Fumamos de cara
al río, al viento húmedo de esa medianoche de verano.
–Ya ves, es así–dijo
Ciclón como si ahora le costara menos hablar–. Yo no puedo hacer nada, tengo que
pelear esperando hasta que llega ese momento. En una de ésas me van a noquear en
frío, te juro que me da miedo.
–Te lleva tiempo
calentarte, es eso.
–No –dijo Ciclón–,
vos sabes muy bien que no es eso. Dame otro faso.
Esperé sin saber
qué, y él fumaba mirando el río, el cansancio de la pelea se le estaba cayendo encima
de a poco, habría que volver al centro. Me costaba cada palabra, te juro, pero después
de eso tenía que preguntarle, no nos podíamos quedar así porque iba a ser peor,
Ciclón me había traído al puerto para decirme algo y no podíamos quedarnos así,
ves.
–No te sigo muy
bien –le dije–, pero a lo mejor pensé igual que vos, porque de otra manera no se
entiende lo que pasa.
–Lo que pasa lo
sabes –dijo Ciclón–. Qué querés que piense, decímelo vos.
–No sé –me costó
decirle.
–Siempre es igual,
empieza en un descanso, no me doy cuenta de nada, Alesio que me grita qué sé yo
en la oreja, viene la campana y cuando salgo es como si apenas empezara, no te puedo
explicar pero es tan diferente. Si no fuera que el otro es el mismo, el zurdo o
el Gato, creería que estoy soñando o algo así, después no sé bien lo que pasa, dura
tan poco.
–Para el otro,
querés decir –intercalé en broma.
–Sí, pero también
yo, cuando me levantan el brazo ya no siento nada, estoy de vuelta y no entiendo,
me tengo que convencer de a poco.
–Ponele –dije
sin saber qué decir–, ponele que es algo así, andá a saber. La cosa es que sigas
hasta el final, no hay que hacerse mala sangre buscando explicaciones. Yo en el
fondo creo que lo que te pone así es lo que vos querés, y está muy bien, no hay
que seguir dándole vueltas.
–Sí –dijo Ciclón–,
debe ser eso, lo que yo quiero.
–Aunque no estés
convencido.
–Ni vos tampoco,
porque no te animas a creerlo.
–Dejá eso, Ciclón.
Lo que vos querés es noquearlo a Tony Giardello, eso está claro, me parece.
–Está claro, pero…
–Y a mí se me
hace que no querés hacerlo solamente por vos.
–Ahá.
–Y entonces te
sentís mejor, algo así.
Caminábamos de
vuelta al auto. Me pareció que Ciclón aceptaba con su silencio eso que nos había
estado atando la lengua todo el tiempo. Después de todo era otra manera de decirlo
sin caer en una de miedo, si me seguís un poco. Ciclón me dejó en la parada del
colectivo; manejaba despacio, medio dormido en el volante. Capaz que le pasaba algo
antes de llegar a su casa; me quedé inquieto, pero al otro día vi las fotos de un
reportaje que le habían hecho por la mañana. Se hablaba de proyectos, claro, del
viaje al norte, de la gran noche acercándose despacio.
Ya te dije que no pude acompañarlo a Ciclón, pero
con la barra juntábamos informaciones y no nos perdíamos detalle. Igual había sido
cuando el viaje de Mario Pradás, primero las noticias sobre el entrenamiento en
New Jersey, la pelea con Grossmann, el descanso en Miami, una postal de Mario al
Gráfico hablando de la pesca de tiburones o algo así, después la pelea
con Atkins, el contrato por el mundial, la crítica yanqui cada vez más entusiasta
y al final (fíjate si no es triste, digo al final y es tan cierto, carajo) la noche
con Giardello, nosotros colgados de la radio, cinco vueltas parejas, la sexta de
Mario, la séptima empatada, casi a la salida de la octava la voz del locutor como
ahogándose, repitiendo la cuenta de los segundos, gritando que Mario se levantaba,
volvía a caer, la nueva cuenta hasta el fin, Mario nocaut, después las fotos que
eran como vivir de nuevo tanta desgracia, Mario en su rincón y Giardello poniéndole
un guante en la cabeza, el final, te digo, el final de todo eso que habíamos soñado
con Mario, desde Mario. Cómo me iba a extrañar que más de un periodista porteño
hablara del viaje de Ciclón con sobreentendidos de revancha simbólica, así la llamaban.
El campeón seguía allá esperando contendientes y acabando con todos, era como si
Ciclón pisara las huellas del otro viaje y tuviera que pasar por las mismas cosas,
las barreras que los yanquis le alzaban a cualquiera que buscara el camino del campeonato,
cuantimás, si no era del país. Cada vez que leía esos artículos pensaba que si Ciclón
hubiera estado conmigo los habríamos comentado nomás que mirándonos, entendiéndolos
de una manera tan diferente de los otros. Pero Ciclón también estaría pensando en
eso sin necesidad de leer los diarios, cada día que pasaba tenía que ser para él
como una repetición de algo que le apretaría el estómago, sin querer hablarle a
nadie como había hablado conmigo y eso que no habíamos hablado gran cosa. Cuando
en el cuarto round se sacó de encima la primera mosca, un tal Doc Pinter, le mandé
un telegrama de alegría y él me contestó con otro: Seguimos, un abrazo.
Después vino la pelea con Tommy Bard, que le había aguantado los quince rounds a
Giardello el año antes, Ciclón lo noqueó en el séptimo, no te hablo del delirio
en Buenos Aires, vos eras muy pibe y no te podes acordar, hubo gente que no fue
al trabajo, se armaron líos en las fábricas, yo creo que no quedó cerveza en ninguna
parte. La hinchada estaba tan segura que la nueva pelea la daban por descontada,
y tenían razón porque Gunner Williams le aguantó apenas cuatro vueltas a Ciclón.
Ahora empezaba lo peor, la espera desesperante hasta el doce de abril, la última
semana nos juntaba cada noche en el café de Maipú con diarios y fotos y pronósticos,
pero el día de la pelea me quedé solo en casa, ya habría tiempo para festejar con
la barra, ahora Ciclón y yo teníamos que estar mano a mano desde la radio, desde
algo que me cerraba la garganta y me obligaba a beber y a fumar y a decirle cosas
idiotas a Ciclón, hablándole desde el sillón, desde la cocina, dando vueltas como
un perro y pensando en lo que acaso estaría pensando Ciclón mientras le vendaban
las manos, mientras anunciaban los pesos, mientras un locutor repetía tantas cosas
que sabíamos de memoria, el recuerdo de Mario Pradás volviendo para todos desde
otra noche que no se podía repetir, que nunca habíamos aceptado y que queríamos
borrar como se borran a trago limpio las cosas más amargas.
Vos sabes muy
bien lo que pasó, para qué te voy a contar, las tres primeras vueltas de Giardello
más veloz y técnico que nunca, la cuarta con Ciclón aceptándole la pelea mano a
mano y poniéndolo en apuros al final del round, la quinta con todo el estadio de
pie y el locutor que no alcanzaba a decir lo que estaba pasando en el centro del
ring, imposible seguir el cambio de golpes más que gritando palabras sueltas, y
casi en la mitad del round el directo de Giardello, Ciclón desviándose a un lado
sin ver llegar el gancho que lo mandó de espaldas por toda la cuenta, la voz del
locutor llorando y gritando, el ruido de un vaso estrellándose en la pared antes
de que la botella me hiciera pedazos el frente de la radio, Ciclón nocaut, el segundo
viaje idéntico al primero, las pastillas para dormir, qué sé yo, las cuatro de la
mañana en un banco de alguna plaza. La puta madre, viejo.
Seguro, no hay
nada que comentar, vos dirás que es la ley del ring y otras mierdas, total no lo
conociste a Ciclón y por qué te vas a hacer mala sangre. Aquí lloramos, sabes, fuimos
tantos que lloramos solos o con la barra, y muchos pensaron y dijeron que en el
fondo había sido mejor porque Ciclón no habría aceptado nunca la derrota y era mejor
que acabara así, ocho horas de coma en el hospital y se acabó. Me acuerdo, en una
revista escribieron que él había sido el único que no se había enterado de nada,
mirá si no es bonito, hijos de puta. No te cuento del entierro cuando lo trajeron,
después de Gardel fue lo más grande que se vio en Buenos Aires. Yo me abrí de la
barra del café porque me sentía mejor solo, pasó no sé cuánto tiempo antes de encontrarme
con Alesio en las carreras por pura casualidad. Alesio estaba en pleno trabajo con
Carlos Vigo, ya sabes la carrera que hizo ese pibe, pero cuando fuimos a tomarnos
una cerveza se acordó de lo amigo que yo había sido de Ciclón y me lo dijo, me lo
dijo de una manera rara, mirándome como si no supiera muy bien si tenía que decirlo
o si lo estaba diciendo porque después quería decirme otra cosa, algo que lo trabajaba
desde adentro. Alesio tenía fama de callado, y yo pensando de nuevo en Ciclón prefería
fumar un faso atrás de otro y pedir más cerveza, dejar que pasara el tiempo sintiendo
que estaba al lado de alguien que había sido un buen amigo de Ciclón y había hecho
todo lo que podía por él.
–Te quiso mucho
–le dije en un momento, porque lo sentía y era justo decírselo aunque él lo supiera–.
Siempre que me hablaba de vos antes del viaje era como si fueras su padre. Me acuerdo
una noche que salimos juntos, por ahí me pidió un faso y después me dijo: “Ahora
que no está Alesio, que me cuida como si fuera un nene”.
Alesio bajó la
cabeza, se quedó pensando.
–Ya sé –me dijo–,
era un pibe derecho, nunca tuve problemas con él, por ahí se me escapaba un rato
pero volvía callado, siempre me daba la razón y eso que soy un chinche, todos lo
dicen.
–Ciclón, carajo.
Nunca me voy a
olvidar cuando Alesio levantó la cara y me miró como si de golpe hubiera decidido
algo, como si un momento largamente esperado hubiera llegado para él.
–No me importa
lo que pienses –dijo marcando cada palabra con su acento donde Italia no había muerto
del todo–. A vos te lo cuento porque fuiste su amigo. Una sola cosa te pido, si
crees que estoy piantado ándate sin contestar, yo sé que de todos modos nunca vas
a decir nada.
Me quedé mirándolo,
y de golpe fue de nuevo una noche en el puerto, un viento húmedo que nos mojaba
la cara a Ciclón y a mí.
–Lo llevaron al
hospital, sabés, y lo trepanaron porque el médico dijo que era muy grave pero que
se podía salvar. Fijate que no era solamente la piña sino el golpe de la nuca, la
forma en que pegó en la lona, yo lo vi tan claro y oí el ruido, a pesar de los gritos
oí el ruido, viejo.
–¿Vos crees de
veras que se hubiera salvado?
–Qué sé yo, al
fin y al cabo he visto nocauts peores en mi vida. La cosa es que a las dos de la
mañana ya lo habían operado y yo estaba en el pasillo esperando, no nos dejaban
verlo, éramos dos o tres argentinos y algunos yanquis, poco a poco me fui quedando
solo con uno que otro del hospital. Como a las cinco un tipo me vino a buscar, yo
no pesco mucho inglés pero le entendí que ya no había nada que hacer. Estaba como
asustado, era un enfermero viejo, un negro. Cuando vi a Ciclón…
Creí que no iba
a hablar más, le temblaba la boca, bebió volcándose cerveza en la camisa.
–Nunca vi una
cosa igual, hermano. Era como si lo hubieran estado torturando, como si alguien
hubiera querido vengarse de no sé qué. No te puedo explicar, estaba como hueco,
como si lo hubieran chupado, como si le faltara toda la sangre, perdoná lo que te
digo pero no sé cómo decirlo, era como si él mismo hubiera querido salirse de él,
arrancarse de él, comprendes. Como una vejiga desinflada, un muñeco roto, te das
cuenta, pero roto por quién, para qué. Bueno, andate si querés, no me dejes seguir
hablando.
Cuando le puse
la mano en el hombro me acordé que también con Ciclón la noche del puerto, también
la mano en el hombro de Ciclón.
–Como quieras
–le dije–. Ni vos ni yo podemos entender, qué sé yo, a lo mejor sí pero no lo creeríamos.
Lo que yo sé es que no fue Giardello el que mató a Ciclón, Giardello puede dormir
tranquilo porque no fue él, Alesio.
Por supuesto no
comprendía, como tampoco vos por la cara que estás poniendo.
–Esas cosas pasan
–dijo Alesio–. Claro que Giardello no tuvo la culpa, che, no necesitas decírmelo.
–Ya sé, pero vos
me has confiado eso que viste, y es justo que te lo agradezca. Te lo agradezco tanto
que te voy a decir algo más antes de irme. Por más lástima que nos dé Ciclón, debe
haber otro que la merezca más que él, Alesio. Creeme, hay otro al que yo le tengo
doblemente lástima, pero para qué seguir, no te parece, ni Alesio entendió ni vos
tampoco ahora. Y yo, bueno, qué sé yo lo que entendí, te lo cuento por si en una
de ésas, nunca se sabe, la verdad que no sé por qué te lo cuento, a lo mejor porque
ya estoy viejo y hablo demasiado.
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