Carlos Manuel Cruz Meza
–Si es que estás volviéndote un cerdo,
te advierto que no quiero saber nada de ti
–dijo Alicia muy seria.
La pobre criatura soltó un quejido
(o un gruñido, era imposible decir qué)
y siguieron un rato en silencio.
Lewis Carroll
Los toquidos en la puerta
de madera lo hicieron despertar sobresaltado. Unas horas antes, el canto de los
grillos lo adormiló hasta caer en un sopor del que lo sacó la violenta llamada.
Era medianoche y solamente la luna llena alumbraba el interior de la granja.
Le ardían los ojos. Todavía con el efecto del sueño
interrumpido, se levantó y fue hacia la puerta. Algo lo detuvo antes de girar el
picaporte; un sonido extraño, que no percibió antes por su estado. Era… ¿música?
Dudó antes de abrir. Nadie visitaba aquel sitio jamás, menos tocando un instrumento.
Parecía una flauta, sonando cristalina y cadenciosa.
Tocaron de nuevo, esta vez más fuerte. Intentó asomarse
por la ventana, pero el ángulo no le permitía distinguir nada.
Se decidió a abrir.
Un enorme cerdo, parado sobre sus dos patas traseras
y soplando una flauta dorada que daba reflejos por la luz lunar, lo miraba con sus
ojillos brillantes y rojizos, semejando dos pequeñas brasas malignas. Dejó de tocar
un instante y gruñó, intentando articular sonidos que semejaran el lenguaje humano:
–¡Buenas noches! ¡Buenas noches!
El granjero lanzó un alarido
y tropezó, cayendo hacia atrás. Miraba con ojos desorbitados a aquel engendro que
de nuevo entonaba felices notas con su instrumento, avanzando con dificultad sobre
sus gordas patas. El animal se metió a la casa y el propietario huyó, aterrado,
hacia otra habitación.
La luna resplandecía.
El cerdo caminaba inseguro, erguido y bamboleante.
Dejó de tocar un instante y clamó:
–¡No te vayas! ¡Ven conmigo!
El granjero escapó derribando todo a su paso: la mesa
del comedor, los trastos, las sillas. Trastabilló y se sujetó de las cortinas estampadas
con flores rojas para no caer. Estas se rasgaron. Buscaba desesperado su escopeta
pero no la veía por ningún lado. El sonido de la flauta se acercaba. El pavor que
aquella visión le infundía se acrecentaba a cada momento.
El cerdo avanzaba torpemente. Sus pisadas sonaban
húmedas, llenas como estaban sus patas de lodo. Seguía entonando la melodía y su
mirada ardiendo se notaba refulgente.
El hombre se metió en una enorme alacena para tratar
de ocultarse y cerró la puerta. Se hizo un ovillo. Estaba completamente oscuro allí
dentro y además había derribado un bote de harina, por lo que comenzó a toser y
a estornudar.
El cerdo lo escuchó. Gruñía mientras rascaba la alacena,
intentando abrir. Sintió que se volvería loco de terror. Un fuerte dolor en el pecho
lo acometió. Después estaba muerto y el cerdo seguía rascando.
Al ver que no podía abrir, la bestia dio media vuelta
y gritó:
–¡Ya me voy! ¡Buenas noches!
Iba alegre mientras se dirigía a la puerta. Salió
dejándola abierta y fue rumbo al campo, sin que cesara de tocar.
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