H. G. Wells
El observatorio de Avu,
en Borneo, se alza sobre el espolón de la montaña. Al norte se eleva el viejo
cráter, negra silueta nocturna contra el insondable azul del cielo. Desde el
pequeño edificio circular con su cúpula bulbosa, las laderas descienden abruptamente
internándose en los negros misterios del bosque tropical que está debajo. La
casita en la que viven el astrónomo y su ayudante está a unas cincuenta yardas
del observatorio, y más allá están las chozas de los sirvientes nativos.
Taddy,
el astrónomo jefe, estaba indispuesto con una ligera fiebre. Su ayudante,
Woodhouse, se detuvo un momento contemplando en silencio la noche tropical
antes de comenzar la solitaria vigilia. Era una noche muy serena. De vez en
cuando llegaban voces y risas desde las chozas de los nativos, o se oía,
procedente del misterioso interior del bosque, el grito de algún animal
extraño. Insectos nocturnos aparecían saliendo de la oscuridad de forma
fantasmal y revoloteaban en torno a su luz. Pensó, quizá, en todas las
posibilidades de descubrimientos que aún existían allá abajo en la negra
espesura, pues para el naturalista los bosques vírgenes de Borneo son todavía
una tierra sorprendente llena de extraños problemas y medio sospechadas
verdades. Woodhouse llevaba en la mano una pequeña linterna cuyo resplandor
amarillo contrastaba vivamente con la infinita serie de matices entre el azul
lavanda y el negro con los que estaba pintado el paisaje. Tenía las manos y la
cara embadurnadas de crema antimosquitos.
Incluso
en estos días de fotografía celeste, los trabajos que se llevan a cabo de forma
puramente temporal, y únicamente con los más primitivos instrumentos además del
telescopio, implican todavía una gran cantidad de observación en posturas
inmóviles e incómodas. Suspiró al pensar en las fatigas que le esperaban, se
estiró y entró en el observatorio.
El
lector probablemente está familiarizado con la estructura de un observatorio
astronómico corriente. El edificio es generalmente de forma cilíndrica, con una
cubierta semiesférica y muy ligera que permite girarla desde el interior. El
telescopio se apoya sobre un pilar de piedra en el centro, y un artilugio
mecánico compensa el movimiento de rotación de la Tierra posibilitando la
observación continua de una estrella una vez encontrada. Además de esto hay un
compacto entramado de ruedas y tornillos en torno a su punto de apoyo, mediante
el cual el astrónomo ajusta el aparato. Hay, por supuesto, una ranura en la
cubierta móvil, que es la que sigue el ojo del telescopio en su inspección de
la bóveda celeste. El observador se sienta o yace sobre un dispositivo
inclinado de madera que puede dirigir, mediante ruedas, a cualquier parte del
observatorio, según lo requiera la posición del telescopio. En el interior es
recomendable que el observatorio esté lo más oscuro posible a fin de realzar el
brillo de las estrellas observadas.
La
linterna brilló cuando Woodhouse se metió en su garito circular y la oscuridad
general retrocedió hasta las negras sombras de detrás de la gran máquina, desde
donde pareció apoderarse sigilosamente de nuevo de todo el local cuando la luz
disminuyó. La ranura mostraba un azul transparente y profundo en el que seis
estrellas brillaban con resplandor tropical, y su luz se extendía cual pálido
fulgor por el negro tubo del instrumento. Woodhouse movió la cubierta y luego,
poniéndose al telescopio, giró primero una rueda y después otra, cambiando
lentamente el gran cilindro a una nueva posición. A continuación miró por el
rastreador, el pequeño telescopio auxiliar, movió la cubierta un poco más, hizo
algunos otros ajustes y puso en marcha el mecanismo. Se quitó la chaqueta, pues
la noche era muy calurosa, y puso en posición el incómodo asiento al que estaba
condenado durante las cuatro horas siguientes. Luego, con un suspiro, se
resignó a la observación de los misterios del espacio.
No
había ya ningún ruido en el observatorio, y la linterna se apagaba de forma
constante. Fuera se oía el grito ocasional de algún animal asustado, dolorido o
llamando a su pareja, y los sonidos intermitentes de los sirvientes malayos y dayacos.
Pronto uno de los hombres inició una extraña salmodia en la que los otros
participaban a intervalos. Después de esto se diría que se retiraron a dormir,
pues no llegaron más ruidos en esa dirección, y la susurrante quietud se hizo
más y más profunda. El mecanismo hacía un tictac constante. El agudo zumbido de
un mosquito exploraba el lugar, y se hizo aún más agudo de indignación ante la
crema de Woodhouse. Luego la linterna se apagó y todo el observatorio quedó a
oscuras.
Woodhouse
cambió pronto su posición cuando el lento movimiento del telescopio lo llevó más
allá de los límites de la comodidad.
Observaba
un grupito de estrellas de la Vía Láctea, en una de las cuales su jefe había
visto o creído ver una notable variación cromática. No formaba parte del
trabajo ordinario para el que se había creado el establecimiento y por esa
razón quizá Woodhouse estaba especialmente interesado. Debió de olvidarse de
todas las cosas terrenas. Tenía toda la atención concentrada en el gran círculo
azul del campo telescópico, un círculo potenciado, al parecer, con una multitud
innumerable de estrellas, y pleno de luminosidad frente a la negrura del
entorno. Mientras miraba le pareció que se volvía incorpóreo, como si también
él flotara en el éter del espacio. ¡Qué infinitamente remota estaba la débil
mancha roja que observaba!
De
repente las estrellas desaparecieron. Hubo un destello de negrura y de nuevo
volvían a ser visibles.
–Qué
raro –dijo Woodhouse–. Debe haber sido un pájaro.
Sucedió
lo mismo otra vez, e inmediatamente después el gran tubo vibró como si lo
hubieran golpeado. A continuación la cúpula del observatorio resonó con una
serie de golpes atronadores. Pareció que las estrellas se retiraban, al tiempo
que el telescopio, que había quedado sin sujeción, viraba alejándose de la
ranura de la cubierta.
–¡Santo
Cielo! –gritó Woodhouse–. ¿Qué pasa?
Una
forma negra, vaga y enorme, con algo que batía como un ala, parecía estar
forcejeando en la abertura de la cubierta. Al momento la ranura estaba de nuevo
despejada y la luminosa bruma de la Vía Láctea relucía cálida y brillante.
El
interior de la cubierta estaba completamente negro y sólo el ruido de roces
indicaba el paradero de la desconocida criatura.
Woodhouse
había caído del asiento en total confusión. Estaba temblando violentamente y
sudando con lo repentino del suceso. Aquella cosa, fuera lo que fuese, ¿estaba
dentro o fuera? Desde luego era grande, aparte de las demás características que
pudiera tener. Algo cruzó como un disparo la luz del cielo y el telescopio se
balanceó. Él se sobresaltó y levantó el brazo. Estaba, por tanto, en el
observatorio con él. Aparentemente se agarraba a la cubierta. ¿Qué demonios
era? ¿Podía verlo a él?
Quedó
estupefacto durante quizás un minuto. La bestia, fuera lo que fuera, arañó el
interior de la cúpula, y luego algo le aleteó casi en la cara y vio la luz de
las estrellas brillar momentáneamente sobre una piel como de cuero aceitado. La
botella de agua cayó de la mesita con estrépito.
La
presencia de un extraño pájaro cerniéndose a pocas yardas de su rostro en la
oscuridad le producía a Woodhouse una indescriptible sensación de desagrado.
Cuando recobró el pensamiento decidió que debía ser algún pájaro nocturno o un
murciélago grande. Afrontaría cualquier riesgo para ver de qué se trataba.
Sacando una cerilla del bolsillo, intentó encenderla sobre el asiento del
telescopio. Hubo un humeante destello de luz fosforescente, la cerilla iluminó
un instante y vio una gran ala lanzarse hacia él, un brillo de pelaje color
marrón grisáceo y después recibió un golpe en la cara y la cerilla se le cayó
de la mano. El golpe iba dirigido a la sien y una garra le hizo un rasguño
lateral hasta la mejilla. Se tambaleó y cayó, y oyó cómo se hacía pedazos la
apagada linterna. Recibió otro golpe según caía. Medio aturdido, sintió cómo le
brotaba la sangre caliente por la cara. Instintivamente percibió que lo
atacaban a los ojos y, volteando para protegerlos, intentó meterse a gatas bajo
la protección del telescopio.
Recibió
otro golpe en la espalda y oyó el rasgarse de la chaqueta, luego la cosa golpeó
la cubierta del observatorio. Woodhouse se escurrió como pudo entre el asiento
de madera y el ocular del instrumento, y giró el cuerpo de forma que fueran
principalmente sus pies los que quedaran expuestos. Con ellos al menos podía
dar patadas. Se encontraba todavía en un estado de perplejidad. La extraña
bestia andaba dando golpes en la oscuridad, pero en seguida se agarró al
telescopio haciendo que se balanceara y que crujiera el engranaje. Una vez
aleteó junto a él y Woodhouse dio patadas como loco y sintió un cuerpo suave
con los pies. Entonces estaba terriblemente asustado. Tenía que ser algo
realmente grande para balancear el telescopio de esa manera. Durante un momento
vio la silueta de una cabeza negra contra la luz de las estrellas, con unas
orejas muy afiladas y erectas y una cresta entre ellas. Le pareció tan grande
como un mastín. Luego empezó a dar gritos lo más alto que pudo pidiendo ayuda.
A
los gritos, el animal respondió bajando de nuevo contra él. Al hacerlo, la mano
de Woodhouse tocó algo que estaba junto a él en el suelo. Dio una patada y al
instante siguiente su pierna era cogida y sujetada por una fila de aplicados
dientes. Gritó de nuevo y trató de liberar la pierna dando patadas con la otra.
Entonces se dio cuenta de que tenía a mano la botella de agua rota y,
cogiéndola rápidamente, forcejeó hasta lograr una postura sedente; después,
palpando en la oscuridad en dirección al pie, agarró una oreja aterciopelada,
como la de un gato grande. Había cogido la botella rota por el cuello y con
ella asestó un tembloroso golpe contra la cabeza de la extraña bestia. Repitió
el golpe y luego la empleó como cuchillo lanzando, en la oscuridad, la parte
rota del cristal contra el sitio en que juzgó que podía encontrarse la cara.
Los
pequeños dientes relajaron su presión e inmediatamente Woodhouse liberó la
pierna y dio fuertes patadas. Sintió la nauseabunda sensación del pelaje y el
hueso cediendo bajo su bota. El animal lanzó un mordisco desgarrador al brazo y
él le golpeó de nuevo en la cara, según creía, y dio contra un pelaje húmedo.
Hubo
una pausa. Luego oyó el ruido de garras y el arrastrarse de un cuerpo pesado
alejándose de él por el suelo del observatorio. Siguió un silencio roto sólo
por su propia respiración sollozante y un ruido como de lamer. Todo estaba
negro salvo el paralelogramo de luz de cielo azul con el luminoso polvo de
estrellas contra el que se dibujaba ahora la silueta del telescopio. Esperó, al
parecer, un tiempo interminable.
¿Iba
a volver de nuevo aquella bestia? Buscó cerillas en el bolsillo del pantalón y
encontró una que le quedaba. Intentó encenderla, pero el suelo estaba húmedo y
chisporroteó y se apagó. Profirió una maldición. No pudo ver dónde estaba
situada la puerta. Con el forcejeo había perdido completamente la idea de su
posición. La extraña bestia, perturbada por el chisporroteo de la cerilla,
comenzó a moverse de nuevo.
–¡Ya
es hora! –gritó Woodhouse con un repentino destello de jovialidad, pero la
bestia ya no venía a acosarlo de nuevo. Pensó que debía haberla herido con la
botella rota. Notó un dolor sordo en el tobillo. Probablemente estaba
sangrando. Se preguntó si lo sostendría si trataba de ponerse de pie. Fuera, la
noche estaba muy serena. No se oía un ruido de nada que se moviera. Los
estúpidos durmientes no habían oído aquellas alas aporreando la cúpula, ni sus
gritos. No servía de nada gastar energías en gritar. La bestia agitó las alas y
él, con un sobresalto, se puso en actitud defensiva. Se dio con el codo contra
el asiento, y éste cayó haciendo mucho ruido. Maldijo primero al asiento y
después a la oscuridad.
De
repente la zona rectangular de luz de las estrellas pareció balancearse de un
lado a otro. ¿Iba a desmayarse? No le haría ningún bien. Cerró los puños y
apretó los dientes para darse fuerzas. ¿Dónde se había metido la puerta? Se le
ocurrió que podía saber su posición por medio de las estrellas visibles con la
luz del cielo. La banda de estrellas que veía estaba en Sagitario y en
dirección sureste; la puerta estaba al norte, o ¿era al noroeste? Trató de
pensar. Si conseguía abrir la puerta podría huir. Quizás el animal estuviera
herido. La incertidumbre era terrible.
–Atiende
–dijo–, si no vienes tú, iré yo.
Entonces
el animal empezó a trepar por el lateral del observatorio y él vio cómo su
negra silueta tapaba gradualmente la luz del cielo. ¿Estaba huyendo? Olvidó la
puerta y observó cómo se movía y crujía la bóveda. De alguna manera, ya no se
sentía ni muy asustado ni excitado. Sentía en su interior una curiosa sensación
de hundimiento. La zona de luz, perfectamente delimitada, parecía disminuir
cada vez más con la forma negra cruzándola. Era curioso. Comenzó a sentir mucha
sed, pero no sentía inclinación por conseguir algo de beber. Parecía como si se
deslizara por un larguísimo embudo.
Tuvo
una sensación ardiente en la garganta y luego se dio cuenta de que estaba a
plena luz del día y que uno de los sirvientes dayacos lo miraba con expresión
curiosa. Después vio la parte superior del rostro de Taddy al revés. Un tipo
divertido, Taddy, ¡ir por ahí de esa manera! Entonces captó mejor la situación
y percibió que tenía la cabeza en la rodilla de Taddy, que le estaba dando brandy.
A continuación vio el ocular del telescopio, que tenía muchas manchas rojas.
Empezó a recordar.
–Has
convertido el observatorio en una verdadera maraña –dijo Taddy.
El
sirviente dayaco estaba batiendo un huevo en brandy. Woodhouse lo tomó y se
incorporó. Sintió una aguda punzada de dolor. Tenía vendado el tobillo y
también el brazo y un lado de la cara. Los trozos de cristales rotos manchados
de sangre yacían por el suelo, el asiento del telescopio estaba patas arriba, y
junto a la pared de enfrente había un charco oscuro. La puerta estaba abierta y
vio la cumbre gris de la montaña destacarse contra un brillante trasfondo de
cielo azul.
–¡Puaf!
–exclamó Woodhouse–. ¿Quién estuvo aquí matando terneros? Sáquenme de aquí.
Entonces
recordó la bestia y la lucha que había tenido con ella.
–¿Qué
era –preguntó a Taddy– esa cosa con la que luché?
–Tú
eres el que mejor lo sabe –respondió Taddy–. Pero, de todas formas, no te
preocupes por eso ahora. Bebe algo más.
No
obstante, Taddy tenía bastante curiosidad y tuvo que soportar una dura lucha
entre el deber y la inclinación para mantener a Woodhouse tranquilo hasta que
le pusieron decentemente en la cama y hubo dormido con la copiosa dosis de
extracto de carne que él consideró aconsejable. Después, los dos juntos
abordaron el asunto.
–Era
–dijo Woodhouse– más parecido a un gran murciélago que a ninguna otra cosa.
Tenía orejas pequeñas y afiladas, y un pelaje suave y las alas curtidas. Sus
dientes eran pequeños, pero diabólicamente afilados, y su mandíbula no podía
ser muy fuerte o de lo contrario me habría destrozado el tobillo.
–Ha
estado muy cerca –intervino Taddy.
–Me
pareció que golpeaba muy a su gusto con las garras. Eso es prácticamente todo
lo que sé de la bestia.
Nuestra
conversación fue íntima, por decirlo así, pero sin llegar a la
confidencialidad.
–Los
sirvientes dayacos hablan de un Gran Colugo, un Klangutang, sea lo que sea. No
ataca a menudo al hombre, pero supongo que lo puso nervioso. Dicen que hay Gran
Colugo, Pequeño Colugo, y algo distinto que suena como zampar. Todos vuelan de
noche. Por mi parte sé que por aquí hay zorros y lémures voladores, pero
ninguno de ellos es muy grande.
–Hay
más bestias en el cielo y en la tierra –dijo Woodhouse, y Taddy gruñó a la cita
bíblica–, y más especialmente en los bosques de Borneo, de las que somos
capaces de soñar en nuestras filosofías. En general, si la fauna de Borneo va a
desparramar ante mí alguna más de sus novedades, preferiría que lo hiciera
cuando no estuviera ocupado en el observatorio por la noche y solo.
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