Adolfo Bioy Casares
Quizá
por la suavidad de la voz y por los diminutivos que infundían en las palabras un
tono de melosa blandura, me dispuse a oír alguna de esas benévolas trivialidades
que suele dictar la cortesía. Mi compañero de mesa –un colega bastante oscuro, que
redactaba noticias policiales ¿o políticas? en uno de los dos vespertinos del lugar–
me prevenía de un peligro verdaderamente espantoso que en el término de pocas horas
caería sobre mí. Sospecho que por un instante perdí conciencia y tuve la ilusión
de flotar en el aire. Tal vez me asusté.
No era para menos. En mi carácter de nuestro enviado
especial (un prestigioso talismán que me protegería contra todo riesgo, según
creí) yo había llegado la semana anterior, con la consabida misión de escribir una
serie de artículos que día a día informaran al público porteño sobre aquellas fiestas
del centenario de la independencia, hijas inequívocas de la grosera voluntad de
maravillar al mundo. El país había volcado en la capital, juntamente con los desfiles
y demás pompas de gobierno, sus conjeturadas y sin duda estupendas reservas de folklore,
de superstición y de taumaturgia: el sueño pintoresco, la pesadilla viviente, que
desde quién sabe cuándo duerme la selvática montaña, mientras en la casi urbana
periferia un mandarrias vigila con ojos despabilados.
Cuando sirvieron el café, la gente se levantó de la mesa;
el colega y yo nos arrimamos, mi tacita bailando en el plato, a uno de los ventanales.
El restaurante, el famoso Panorámico, está en lo alto de la torre del hotel y, para
repetir una frase que en la ocasión oí por lo menos cuatro veces, domina la ciudad.
Apuntando con un dedo que parecía un gancho, Orduño –se llamaba así el colega– explicó:
–Allá queda el Palacio, las carreras, la cancha de fútbol
(según la antigua fórmula de circo sin pan). Acá cerquita tiene usted la cárcel
y el Departamento de Policía. Abajo la plaza Libertadores y ahí nomás la playa de
moda, gala y colorido.
De aquel almuerzo, verdadero banquete que cerraba el copioso
programa de actos oficiales, las autoridades habían ofrecido dos versiones, la selecta,
en el Jockey Club, para embajadores e invitados de honor, y la otra en el Panorámico,
más democrática pero también más interesante, como lo señaló Orduño, pues reunía
la inteligencia, que identifiqué en seguida con nosotros dos, y la belleza, representada
por algunas azafatas de las líneas aéreas.
–¿Pero qué hice yo para que me persigan? –pregunté con
la voz quebrada.
–Los diarios de Buenos Aires llegaron anoche.
–¿Han leído mis crónicas? No me va a decir que dos o tres
bromas inocentes…
–Los ofendieron. Nuestro gobierno, créame, no aprecia
el humorismo de sus críticos.
–¿Quién soy yo para criticarlo? Le juro que ni siquiera
he deslizado una ironía intencionada… Tal vez una que otra broma, impuesta, usted
sabe, por la misma construcción de las frases.
–¿Espera que esta gente comprenda? No están hechos como
nosotros; lo que nos divierte los enoja. A la madrugada vendrán por usted.
–No puede ser.
–¡Qué despertar, mi señorito! De la literatura a la realidad.
No: De la literatura al calabozo.
Me entró la sospecha de que mi protector fuera un poco
sádico, pero reflexioné que, en mi situación, no convenía indisponerlo.
–¿Y si me asilo en la embajada? ¿O en la uruguaya, que
está más cerca?
–Vivirá a todo trapo, no lo dude, pero vaya echando la
cuenta que por unos añitos no sale.
–Imposible. Imagínese el disgusto que se lleva la familia,
en Beccar. A ver, otra idea, por favor, deme otra idea. Ayúdeme.
Engolando confortablemente la voz preguntó, mientras apuntaba
con ese dedo que parecía un gancho:
–Desde ahí ¿admiró el panorama? –me empujó al ventanal
opuesto–. ¿Qué ve?
Reprimí la contrariedad y describí lo que veía: el jardín
del hotel, un muro y del otro lado un vasto parque circular, con un caserón blanco,
de techo de pizarra, que me recordaba alguna vieja quinta de San Isidro o del Tigre;
bien mirado, el parque aparecía dividido en triángulos verdes, una suerte de estrella
en cuyo centro refulgía la blancura del caserón, que a la distancia resultaba minúsculo.
–Después –continué– veo un espacio abierto.
–El aeródromo. ¿Qué más?
–A la derecha, un puñado de casas.
–Lo felicito. El motel para las tripulaciones.
Yo esperaba la conclusión, la explicación; como no llegaron,
declaré:
–No entiendo.
–¡Pero, amigo! –protestó.
Agitó en aspavientos ambas manos y retrocedió. Atiné a
gemir:
–¡No me va a dejar ahora!
Se había escabullido. Procuré dominar los nervios pues
no me quedaba otra alternativa que afrontar la situación; es decir, afrontarla solo.
Comparé mi estado de ánimo con el de un suicida que hubiera tragado un veneno cuyo
letal efecto habría de producirse horas después. Le di la razón a Orduño: ese penoso
arresto que me amenazaba a lo mejor equivaldría a despertar por fin de una vida
de hacerme el gracioso en letras de molde. Exaltado por el remordimiento y el miedo,
me ensañé contra mí. No dejé, sin embargo, que la consideración de mi culpa me distrajera.
Si un rato en cualquier comisaría nos hunde en el desamparo ¡qué de amarguras no
me reservaría el mañana, en un país remoto, a la merced de gendarmes recién llegados
de la selva, donde el nativo se gradúa en la indiferente crueldad a través de rituales
degüellos de cabritos, de gallos y de personas!
No había que ceder al desaliento; yo disponía de una tarde
y una noche: con mucha suerte, diligencia, voluntad y lucidez, acaso me salvaría.
Por de pronto debía sobreponerme a ese temblor que nuevamente se apoderaba de mí.
Orduño había expuesto claramente el problema y proporcionado
indicios para la solución (ninguna otra interpretación de su proceder resultaba
verosímil). No se mostró más explícito, para que el plan fuera mío, de modo que
si me agarraban y obligaban a contar la verdad, yo no lo delatara; no confesara:
Me dijo que hiciera esto o aquello. Increíblemente yo estaba tan perturbado que
aún ignoraba el plan… Me acerqué a las azafatas. Algún pedante declarará que siempre
el hombre es un chico y que en la desolación encuentra en toda mujer a la madre.
¿Por qué no admitir la modesta explicación de que únicamente el encanto de una mujer
podía contrarrestar mi disgusto?
Miré en derredor. Primero me dije que las risas festejaban
seguramente idioteces y después que los grupitos de conversadores parecían impenetrables.
Llegué a la conclusión de que lo mejor era bajar a mi cuarto y renunciar a toda
esperanza. Entonces me acordé de la policía, que a la otra mañana vendría a buscarme,
y junté coraje para abordar a alguna de las azafatas presentes, apelar a sus sentimientos
democráticos, odio al despotismo, compasión o propensión por el prójimo, y procurar
su complicidad para embarcarme furtivamente en el primer avión que saliera del país.
Me detuve alelado: comprendí que no podía permitirme un
paso en falso. Toda mi suerte dependía de la circunstancia, tal vez fortuita, de
que yo me dirigiera a la persona apropiada. Si no elegía a una chica valiente y
generosa, estaba perdido. Por ahí cerca rondaba un uniforme de nuestras Aerolíneas.
Miré detenidamente: se trataba de una muchacha alta, muy derechita, rubia, pecosa,
de ojos redondos, graves, un poco asombrados. Como algo inevitable imaginé esos
ojos fijos en los míos y me pareció que oía la pregunta: “¿Con qué derecho me pide
que me arriesgue por usted?”. Yo debía contener los nervios, para que no me pusieran
a la merced de la primera chiquilina que tuviera a mi alcance. A escasos metros,
en el extremo de la mesa, descubrí a otra, de pelo castaño, de estatura breve, que
vagamente me recordaba a una actriz francesa del viejo cinematógrafo americano…
Por el uniforme supe que trabajaba en una compañía europea y por la expresión y
los modales la imaginé muy despierta. “Entenderá sin dificultad mis temores. Para
una europea no ha de haber pesadilla más horrible que la cárcel en estos países,
verdaderos andurriales perdidos de la mano de la civilización. La criolla, en cambio,
quién sabe si no me sale con que no ha de ser para tanto, que muchos entran en la
comisaría de la vuelta de su casa y que si me dijera que vio sacar un muerto mentiría”.
Pensé entonces que todos los europeos tienden al respeto literal de reglamentos
y leyes; la posibilidad de toparme con una inflexibilidad estúpida me decidió. “¡La
criolla! ¡La criolla!” –exclamé patrióticamente y me dirigí a la chica de Aerolíneas.
Le dije:
–Es un alivio, ¿no es verdad?, encontrarse de golpe entre
argentinos.
–Depende –contestó–. Yo me largué a volar porque no los
trago.
–No me va a decir que no prefiere nuestra pronunciación.
Encogiéndose de hombros precisó:
–Cuestión de gustos.
–Usted lo dice. El hecho de compartir los gustos ¿no crea
una especie de fraternidad entre los hombres? Gardel ¿no cuenta?
Miré los ojos de la muchacha: sólo en estatuas he visto
una mirada tan perdida. No cabía duda: aquellos ojos languidecían de indiferencia
y de tedio; era inútil porfiar; el argumento en favor de la solidaridad entre los
compatriotas no me llevaba por buen camino. Me quedaba tal vez el recurso de cortejarla.
¿Qué me detenía? Un escrúpulo de hombre honrado, pero sobre todo la prevista dificultad
de pasar decorosamente de pedir amor a pedir socorro. O la emborrachaba con palabras
apasionadas o en un momento fatal la chica descubriría que yo no estaba desviviéndome
por ella, sino por la seguridad de mi persona.
Como el reloj apremiaba y yo no tenía opción, arremetí:
cortejé desaforadamente. Este cambio de actitud repentino, que sugería menos una
inclinación del alma que el mecanismo de un autómata, obtuvo la franca aprobación
de mi interlocutora.
Me parece que recaigo en el humor satírico, al que debo
tanta desventura… Sí, la calumnio: la muchacha pertenece al tipo de las grandes
heroínas de Stendhal: mujeres bellas, audaces y valientes, de generosa imaginación.
Por mi parte, no sólo con elocuencia traté de embriagarla. Conseguí que me acompañara
al bar. Le pregunté:
–¿Qué tomamos?
–Lo que usted quiera –respondió.
–El ron de aquí tiene fama.
–¿Conoce el dicho? En las botellas de ron hay sueños de
piratas.
Pedí esa bebida porque recordé unos versitos machacones
que a todas horas oía por entonces. Para animarme los murmuré como quien entona
un himno:
Quince
hombres en el arca del muerto,
quince
hombres y una cuba de ron.
Que el
demonio los lleve a buen puerto
Y nosotros
bebamos el ron.
–¿Habla solo? –preguntó.
En el acto confesé:
–Estoy desesperado.
–¿Porque me quiere y me adora no pretenderá que me tire
en sus brazos?
Gemí inarticuladamente:
–Lo previsto –dije–, peor que lo previsto.
¿Cómo despertarla de la borrachera de envanecimiento,
sin herir su amor propio? Yo debía de encaminar ese estado de ánimo a través de
una maniobra bastante difícil: no me bastaba que la chica me perdonara; tenía que
ayudarme y salvarme. Perdí la cabeza. Confundí seguramente el apuro de mis nervios
con un saludable anhelo de sinceridad y sin más dilaciones aclaré la situación.
Cuando habló, cada sílaba sonaba sequita, como el golpeteo
de una máquina de escribir.
–¿Y por qué me voy a meter, hágame el favor? Deje que
lo agarren y lo maltraten: ya verá cómo los diarios chillan; pero si yo me pudro
en la cárcel, nadie se acordará de mí. Además hay un detalle que usted pasa por
alto: la responsabilidad no es mía, sino suya.
–¡Qué espanto! –exclamé y cerré los ojos, mareado por
los giros de una ruleta en que las vertiginosas ideas de policía, interrogatorio,
tortura, desplazaban y ocultaban las razones que tal vez yo podía alegar. En esa
aflicción articulé precipitadamente las primeras palabras que se me ocurrieron–:
No insista. Su implacable sensatez me confunde. ¡Renuncio a la fuga! Me fascinaba
por lo romántica y peligrosa… Ahora veo que no tengo derecho.
Le volvió el color a la cara y sonrió como si algún pensamiento
la divirtiera.
–A las siete de la tarde. En el motel. Cabaña 11.
No pude creer lo que oía. De pronto advertí que se ponía
los guantes. Alarmado, pregunté:
–¡No me va a dejar ahora!
Me pareció que todo el tiempo yo repetía esa frase.
–Tengo que hacer compras. Con un hombre, usted sabe, son
un martirio.
–No se vaya sin decirme cómo se llama.
–Luz –contestó–. Pero no va a tener que preguntar por
mí. Cuando llegue me encontrará.
Ni bien me creí solo alcé los brazos y giré sobre mí mismo,
pero interrumpí ese baile cuando noté que tenía un espectador en el hombre del bar.
“Supone que estoy borracho” me dije. “Qué importa”. Pagué las bebidas, me arrimé
al ventanal del frente y con los ojos cerrados apoyé la cabeza en el vidrio; no
encontré la esperada frescura. Al abrir los ojos, algo despertó mi curiosidad; un
hormigueo allá abajo, en la plaza Libertadores; unos hombrecitos que no acababan
de salir de un furgón policial. Los comparé con bichos: la escena me parecía graciosa.
En grupo se encaminaron al hotel.
–¡Son los míos! –grité, en un atolondrado intento de explicar
mi agitación–. ¡Llegaron antes de hora!
El hombre del bar me observaba flemáticamente, como un
experto en borrachos, mientras yo, para no correr, caminaba con excesiva dignidad.
Pensé: “Mejor que nadie me vea” y descarté el ascensor, porque a veces lo manejaba
un ascensorista; empujé la puerta de vaivén, me lancé escaleras abajo; a mis pies
los escalones crecieron y se multiplicaron; en los rellanos yo miraba ansiosamente
los números, porque en el noveno iría hasta la habitación a recoger un portafolios
y dos o tres objetos, de los que por nada me separo (por su valor sentimental),
pero luego me dije que mi cuarto era el sitio más indicado para que la policía me
esperara y seguí bajando.
Si me hubieran vendado los ojos, al salir a la terraza
hubiese creído que entraba en un invernáculo. Por suerte el calor ahuyentaba a los
turistas. En la terraza no había nadie. Bajé la escalinata de mármol, me aventuré
por el jardín y después de recorrer un centenar de metros –debí soslayar a un jardinero,
que no me vio– llegué al muro del fondo. Lo trepé afanosamente, caí del otro lado,
quedé inmóvil, de bruces, anonadado por el cansancio, por el dolor de cabeza, por
el ron, por la ansiedad de la fuga y más que nada por el golpe. “Estoy a salvo”,
murmuré. Había alcanzado el lejano parque de los triángulos verdes, que divisé desde
la ventana. Reflexioné: “Todavía no estoy a salvo. Aquí me ve el primer vigilante
que asome por arriba del muro”. Como pude me incorporé y corrí a guarecerme detrás
de unos laureles. Apenas contuve un grito. Para escapar de un perseguidor imaginario,
por poco atropellaba a un gigantón de uniforme verde, con fusil al hombro. “El soldado”
pensé con estupor “me vio”. No sólo me había visto, me había sorprendido en plena
fuga; pero no me arrestó: con la mayor tranquilidad me volvió la espalda –como si
mi presencia no le incumbiera ni tampoco lo asombrara– y se metió en una casa; mejor
dicho, en el frente de una casa, levantado ahí, conjeturé, para alguna función de
teatro o filmación. Aquello representaba una hostería de vago estilo alemán, provista
de su correspondiente enseña, pintarrajeada con ingenuidad, donde se leía (en español,
quién sabe por qué): El cazador verde. Me dije que el supuesto soldado era
más bien un cazador, sin duda el de la enseña, pero no traté de explicarme los hechos.
No tenía tiempo para resolver acertijos, ni ganas de asombrarme por nada: presentía
la inminencia de los perseguidores. Antes de seguir corriendo, para no caer sobre
algún otro cazador emboscado, examiné el parque; su principal adorno era un lago,
flanqueado hacia la izquierda por un montículo de rocas artificiales. Miré atentamente
en derredor, empezando por la derecha; vi tan sólo vegetales y objetos inanimados:
una hamaca paraguaya, colgada entre dos palmeras, un juego de croquet, un dogo de
bronce, un grupo de arbolitos floridos, un enorme jarrón de porcelana azul, un embarcadero,
el lago, con botes en forma de cisne, y las rocas. Mientras corría me pregunté:
“¿Del otro lado qué me espera?”. Me abracé a las rocas, oí el susurro de una caída
de agua, procedí a rodear, con precaución y lentitud, el montículo, hasta que aparecieron
ante mis ojos, primero, la pequeña cascada y, a lo alto, en la entrada de una gruta,
como en un pedestal en la piedra, la mujer. Era delgada, muy blanca. No sé por qué
me la represento de perfil, con la cara hacia arriba y la negra cabellera pendiente…
Sospecho que esta descripción sugiere un dibujito ridículo, una viñeta de mal gusto.
Para refutarla no encuentro sino argumentos subjetivos: me pareció que faltaba el
aire, sentí la desazón que provoca la belleza, intuí por una brusca revelación que
todo mi pasado se justificaba porque me había traído hasta esa mujer, pensé que
si llegaba a perderla no me consolaría nunca. También tuve un instante de felicidad,
como si no entendiera la burla del destino, que me enseñaba la mujer de mi vida
cuando los sabuesos me pisaban los talones. “Debo de estar impresentable” dije e
instintivamente me pasé una mano por el pelo, me ajusté la corbata. Yo creo que
la mujer sonrió; en todo caso, me miraba sin desconfianza o aún como si estuviera
esperándome.
Oí entonces una trompa de caza y los apremiantes ladridos
de la jauría. Había algo tan compulsivo y terrorífico en el clamor que empecé a
correr. “Lo que faltaba” pensé. “Que me sigan con perros”. Cuando acordé había transpuesto
la tapia divisoria y caía de rodillas en las piedritas del sendero, en el segundo
triángulo del parque. Ya no oía ladridos, como si hubiera llegado muy lejos o como
si los perros no existieran. Al levantar los ojos me encontré frente a un anciano,
estaba sentado en un sillón de mimbre, a la sombra de un baldaquín a franjas amarillas,
coloradas y azules, vestía un traje de gabardina, de vez en cuando se abanicaba
con un sombrero de panamá, parecía enfermo y cansado, me observaba. El jardín, a
su alrededor, era un paraje de sueño, mejor dicho el simulacro de un sueño, construido
según ideas muy convencionales, con objetos vagamente significativos y simbólicos:
una jaula, en forma de quiosco chino, donde revoloteaban dos o tres pájaros de color
azul verdoso, una locomotora incompleta, casi enterrada en la arena y desparramados
por el césped, el cilindro, en espirales blancas y escarlatas, de una barbería,
un medallón dorado, con una cabeza de caballo, un escudo, una antorcha. El casual
descubrimiento de que las piedritas del suelo eran, en realidad, libros minúsculos
(de vidrio macizo, pintado) me indignó. Olvidé los perros, olvidé la policía, recogí
uno de esos libritos, lo arrimé a los ojos del viejo como si le mostrara un elemento
de prueba verdaderamente abrumador y le pregunté:
–¿Qué significa todo esto? ¿Y esa puerta?
Era de madera oscura, con infinidad de cabecitas labradas;
tenía un llamador con mano de bronce y estaba enmarcada en la frondosa hiedra de
una glorieta.
–Aseguran que abre únicamente sobre sueños reparadores
–contestó.
Me pareció lóbrega, tristísima y sospeché que traería
desgracia; para sustraerme a esa idea imaginé a la muchacha del lago, pero en seguida
traté de pensar en otra cosa, como si lo que entonces ocupara mi atención estuviese
expuesto a efluvios de mala suerte. Pregunté:
–¿Qué se proponen con todo esto? ¿Volverme loco? No se
hagan ilusiones.
–Una buena observación –respondió el viejo, riendo como
si fuera a sofocarse–. La mejor crítica. Pero confiese, pues, amigo: ¿es usted algún
nuevo partiquino del doctor Veblen?
–¿Partiquino del doctor qué?
–¿No dirá que entró por error? ¿O lo de siempre? ¡Un fugitivo!
Le prevengo que la policía aquí no lo molestará. Es claro que si Veblen le echa
el guante… Por nada se malquista con el gobierno.
–Yo me voy.
–Está bien. Hay que huir de los neuróticos –miró el reloj–.
Cinco y media pasadas. Por un ratito no vienen a buscarnos.
Me dije que tenía tiempo de cruzar todo el parque y de
llegar puntualmente al hotel (o motel) donde Luz me esperaba. ¿Estaba seguro?
En su conjunto, el parque era enorme; yo podía extraviarme; no sería raro que me
encontrara con alguien dispuesto a cerrarme el paso o a llamar a la policía. Quise
volver, aunque fuera por unos minutos, al lago de las rocas, para hablar con la
muchacha. Así urgido ¿la convencería de algo? ¿De qué? En el mejor de los casos,
de que me diera nombre y dirección, para mantener correspondencia cuando yo hubiera
regresado a Buenos Aires. ¿Valía la pena (Dios me perdone), para jugar a los novios
por cartas, correr el riesgo de la cárcel? Antes de contestar la pregunta, había
trepado el cerco y estaba de nuevo en el jardín del lago. “Por una desconocida”
cavilé “pierdo tiempo y me expongo. Van a prenderme. Van a meterme a puntapiés en
un calabozo. Entonces no hallaré justificación para esta conducta”. Cuando enfrenté
el montículo y no encontré allí a la muchacha me angustié, por segunda vez en un
rato comprendí que si la perdía no me consolaría nunca. Olvidé las precauciones,
me lancé a buscarla agitadamente. La descubrí de pronto debajo de un arbusto de
flores coloradas, con las manos tendidas hacia mí; la muchacha cortaba flores, pero
por un instante supuse que me llamaba; este error me confundió, me desalentó, y
cuando reapareció el gigante vestido de cazador verde, nuevamente emprendí la fuga,
traspuse la tapia, una sucesión de tapias y en los diversos jardines vi (ya sin
curiosidad) cocineros que disputaban un partido de tenis, gente disfrazada de animales,
la torre de una fortaleza, de cuyas alacenas colgaba un ancla, un cupé, una chimenea,
un arpa, una cuna dorada. Me dije que renunciaba a la mujer de mi vida porque estaba
demasiado triste para luchar (lo contrario era verdad: estaba triste porque renunciaba
a la mujer) y atribuí la culpa de todo a la funesta fantasía de esos jardines. En
el último, un individuo de guardapolvo casi me atrapa. Escalé el muro, me encontré
en plena calle; me interné (sobreponiéndome al cansancio y al miedo) por la ciudad;
dos veces me extravié; por fin llegué al motel.
Luz cumplió su palabra: me esperaba. Riendo, como si me
vistieran para un baile de máscaras, me disfrazaron de capitán o de camarero. Bebimos,
llegó el ómnibus, el conductor comentó “Hoy va uno más”, atravesamos el aeropuerto
y embarcamos. Hasta que despegó el avión, la tripulación parecía nerviosa; yo pensaba
en la muchacha del lago.
Ya en el aire, me cambié de ropa y para estar solo, me
refugié en el último asiento. Creo que después de servirnos la comida, Luz nos deseó
las buenas noches y vino a sentarse conmigo. Yo recordé historias, que todos conocen,
de lo que sucedió en algún vuelo, en ese último asiento, mientras los pasajeros
dormían. Para distraerla me puse a hablar.
–¿Usted cree en el amor a primera vista?
–Es maravilloso –contestó– y de lo más común. Pregúntele
a cualquiera.
Se apasionó tanto con la argumentación que estuvo a punto
de abrazarme. Le pregunté:
–¿Quién es el doctor Veblen?
–¿No sabes? El susto que te habrás llevado.
–Por lo menos he visto cosas raras.
–Comparsas alquiladas y objetos que consigue no sé dónde.
Los pone ahí para que los internados, a la noche, sueñen. El charlatán cura con
sueños a millonarios que se curan por el gusto de pagar montones de pesos.
Como si no cambiara de tema, rápidamente me preguntó con
quién vivía. Cuando comprendí, le dije:
–Con mi madre y mis hermanas, en Beccar.
–¡Entonces no estás casado! –gritó sin disimular el júbilo.
Pensé como si le hablara: “Con tal de que me dejes por
un rato, después nos casamos”. La chica me había salvado, se parecía tal vez a las
grandes heroínas de Stendhal y a mí no me interesaba mi destino. Me miró con esos
ojos graves, que ahora le conozco tan bien, me dijo que iba a ofrecer no sé qué
a los pasajeros, pero que volvería pronto.
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