William March
Aquella
tranquila noche veníamos de colocar unas nuevas alambradas y los hombres
estaban muy animados. Hasta que dos ametralladoras Maxim abrieron fuego, un
fuego arrollador y mortífero, y uno de mis compañeros alzó las manos y se
desplomó sin decir palabra. Me detuve en seco, perplejo ante el ataque
inesperado, sin saber hacia dónde ir. Entonces oí un grito: “¡Cuidado! ¡Cuidado
con la alambrada!”, y vi a mis compañeros, tumbados boca abajo, asustados y
dispersándose por todos lados. Eché a correr, pero en ese momento recibí un
empujón, me quedé sin aliento y me caí hacia atrás, enredándome con la
alambrada.
Al principio no me di cuenta que estaba
herido. Permanecí donde estaba, en la alambrada, respirando hondo. “Debo
mantener la calma –pensé–. Si me muevo, me enredaré tanto que jamás podré salir
de aquí”. Después lanzaron una bengala blanca y bajo la luz que la siguió vi
que tenía el vientre desgarrado y que mis entrañas colgaban de la herida como
un ramo mal arreglado de rosas azules. Me asusté y forcejeé, pero cuanto más me
retorcía más se me clavaban las púas. Finalmente, cuando comprobé que no podía
mover las piernas, supe que iba a morir. De manera que me quedé tendido donde
estaba, gimiendo y escupiendo sangre.
No me podía sacar de la cabeza los rostros
de los hombres y la forma en que huyeron en cuanto escucharon los primeros
disparos. Me acordé de una vez, siendo niño, que fui a visitar a mi abuelo, que
vivía en una granja. Ese año los conejos estaban comiéndose las coles y el
abuelo cerró todas las entradas al huerto salvo una, que cebó con hojas de
lechuga y zanahorias tiernas. Cuando el campo se llenó de conejos, empezó la
diversión. Mi abuelo abrió la barrera y dejó entrar al perro; mientras tanto,
el jornalero se plantó junto al agujero, armado con un palo de escoba con el
que les iba rompiendo el cuello a medida que salían. Recordé que me hice a un
lado, compadeciéndome de los conejos y pensando que eran muy tontos por haber
caído en una trampa tan evidente. Y ahora, tendido como estaba en la alambrada,
ese recuerdo me volvió de forma vívida. Yo me había compadecido de aquellos
conejos. Nada menos que yo.
Me recosté con los ojos cerrados y seguí
pensando. Entonces oí al alcalde del pueblo, leyendo su alocución anual en el
Cementerio de los Soldados. Algunos fragmentos de su discurso persistían en mi
mente: “¡Estos hombres encontraron una muerte gloriosa en el Campo del Honor!…
¡Sacrificaron sus vidas de buena gana por una Noble Causa!… ¡Tanta exaltación
sintieron cuando la Muerte les besó los labios y les cerró los ojos para una
Inmortal Eternidad!”.
De repente me vi, otra vez de niño, en
medio de la multitud con la garganta anudada para no llorar, escuchando
embelesado el discurso y creyendo a pies juntillas cada una de sus palabras, y
en ese preciso instante entendí perfectamente por qué yacía agonizando sobre
esa alambrada.
Una vez pasada la primera impresión,
empecé a notar las heridas. Había presenciado cómo morían otros hombres en la
alambrada y siempre había mantenido que si me pasaba lo mismo no haría ningún
ruido, pero al cabo de un tiempo ya no soportaba más el dolor y solté unos
gritos agudos y temblorosos. Y seguí llorando así durante un buen rato. No
podía evitarlo.
Hacia el amanecer, un centinela alemán
salió de su puesto y se acercó al lugar donde yacía.
–¡Cállate! –dijo suavemente–. ¡Silencio,
por favor!
Se acuclilló y me miró fijamente con una
expresión de lástima. Comencé a hablar con él:
–Lo que dice la gente es una gran mentira
y nadie se la cree del todo –empecé–. Y yo formo parte de ella, me guste o no.
Ahora formo más parte de ella que en toda mi vida: dentro de unos años, cuando
haya terminado la guerra, llevarán mi cadáver de vuelta al Cementerio de los
Soldados, igual que trasladaron los cadáveres de los soldados que murieron
antes de que yo naciera. Y habrá una banda de metal y habrá discursos y habrá
una magnífica losa de mármol en la que aparecerá mi nombre cincelado cerca de
la base. También estará el alcalde y señalará mi nombre con su índice regordete
y tembloroso y proferirá palabras acerca de la muerte gloriosa y los campos del
honor. ¡Y entre la multitud habrá otros niños que lo escucharán y le creerán,
igual que yo también lo escuché y le creí!
–¡Silencio! –susurró el alemán–. ¡Silencio!
¡Silencio!
Me retorcí una vez más sobre las púas y me
eché a llorar.
–¡Y no soporto la idea de que eso ocurra!
¡No lo soporto! Nunca más quiero escuchar aquella música militar ni aquellas
palabras rimbombantes: quiero que me entierren en un lugar donde nadie me
encuentre. Quiero aniquilarme por completo.
De pronto me callé, porque se me había
ocurrido una manera de conseguirlo. Me arranqué las etiquetas de identificación
y las lancé contra la alambrada, lo más lejos que pude. Luego rompí en pedazos
las cartas y las fotografías que llevaba conmigo y esparcí los fragmentos a mi
alrededor. También me deshice del casco para que nadie pudiera identificarme a
partir del número de serie grabado en la banda elástica. Entonces me recosté de
nuevo, ahora exultante.
El alemán se había levantado y seguía
mirándome fijamente, como si no entendiera.
–¡Les gané a los oradores y a las
funerarias en su propio campo! ¡Los vencí a todos! Nadie más podrá utilizarme
como símbolo. ¡Nadie más podrá mentir a costa de mi muerte!
–¡Silencio! –musitó el alemán–. ¡Silencio!
¡Silencio!
El dolor entonces se hizo tan insoportable
que me atraganté y mordí el alambre con los dientes. El soldado alemán su
acercó un poco más y puso una mano en mi cabeza.
–Silencio –me rogó–. Silencio, por favor.
Sin embargo, no podía parar. Me retorcí en
la alambrada y chillé. El alemán sacó una pistola y empezó a darle vueltas
entre las manos, sin mirarme. Entonces colocó el brazo debajo de mi cabeza para
levantarme y me besó suavemente la mejilla, repitiendo frases que no
comprendía. Me di cuenta de que él también había estado llorando.
–¡Hazlo! –lo insté–. ¡Rápido! ¡Rápido!
Durante unos instantes permaneció donde
estaba con las manos temblorosas. Luego apretó el cañón contra mi sien, apartó
la mirada y disparó. Pestañeé un par de veces antes de cerrar completamente los
ojos. Apreté los puños y los aflojé muy lentamente.
–Rompí la cadena –susurré–. Vencí a la
estupidez inherente a la vida.
–¡Silencio! –dijo–. ¡Silencio! ¡Silencio!
¡Silencio!
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