H. G. Hecky
Durante una hora Marta había
estado parada, mirando a la gente pasar frente a su pequeño restaurante, y Pedro,
cerca de ella, tenía el mismo tiempo de estar allí, de pie, sin que ninguno de
los dos pronunciara palabra. De vez en cuando ella tomaba un trapo mojado y lo
pasaba por la ya reluciente cubierta de aluminio de la estufa, mientras él limpiaba
el mostrador que estaba perfectamente limpio.
A las
siete y media había entrado un hombre a tomar café. Desde entonces algunas personas,
al pasar, los habían mirado fijamente, pero nadie más había entrado al restaurante.
Por fin, Marta rompió el silencio. Dijo:
–No parece un buen
día,
Pedro.
Pedro, con su
larga cara delgada y la
nuez demasiado prominente en su
huesudo cuello, sonrió
ligeramente.
–Y tenemos un café tan bueno, Pedro. Les gustaría para su desayuno…
–No
te
preocupes, Marta –le dijo.
–Ya
lo llegarán a probar, no te
preocupes –repitió
él.
Entonces ella le sonrió.
–Lo sé. Todo irá bien. No estoy preocupada.
Otra vez había cogido el trapo mojado cuando
un ruido en la puerta la sorprendió. Su corazón latía más rápido al ver entrar un
cliente.
–Buenos días –dijo amablemente Marta, acercándose a él cuando el hombre se sentó ante el mostrador–. ¿Qué desea tomar hoy –Así
era como había que hablar, como si hubiese una estado acostumbrada a este negocio desde
hacía
muchísimo tiempo.
Era un hombre moreno, grueso. Usaba anteojos con aros de carey. Jadeaba al sentarse en el banco.
–Un
sándwich de rosbif –dijo.
–Sí, señor. ¿En pan blanco?
–De salvado.
–¡Rosbif
en pan de salvado! –le gritó a Pedro. Se apresuró con un
vaso de agua.
–Y –preguntó–, ¿algo más?
–No.
–¿Algo
de beber?
El hombre
negó con la cabeza. “Eso es todo”.
Se quedaron de pie otra vez, solos. Ya eran
casi las diez de la mañana y Marta dijo:
–Sería bueno que fueras a ver si la carne y
la sopa están listas. Pronto llegará gente a comer.
De cualquier modo, más valía ser optimista.
Se recargó en una repisa y se quedó mirando
a la gente que pasaba. Una joven vestida de azul, protegida por un paraguas, cruzó
rápidamente. Dos hombres, con los cuellos
de sus sacos levantados, en animada charla, pasaron
frente a
ella. Caía
una lluvia fina y las personas parecían frías y distantes.
–Al menos deberían detenerse a tomar una taza de café
–pensó Marta–, les
gustaría.
Pedro salió de la cocina. La miró.
Ella miraba a través del ventanal.
–Nadie ha entrado todavía –le dijo.
Marta sintió el esfuerzo de Pedro.
–Ya
vendrán. Hay que esperar –contestó
él. Y volvió a sacudir el mostrador–. No se ganó Troya en una hora –agregó.
Marta se había levantado a las cinco de la
mañana y ahora empezaba a sentirse
cansada. Tenía los labios secos y sufría una como palpitación dolorosa en el
cerebro. Suspiró y examinó su flamante delantal verde. Sí, estaba nuevo, se lo ponía
hoy por primera vez. Empezaba a parecerle inútil.
–Sería bueno
que pulieras los cuchillos –dijo Pedro. Había en su voz una alegre esperanza–. En cualquier momento empezarán a llegar
para la comida. Más vale estar listos.
Mientras Marta pulía los cubiertos,
tallando con fuerza las superficies lisas de los cuchillos, miraba por el
ventanal. Todavía pasaba gente, arrebujada
en sus abrigos o bajo sus paraguas. El número de transeúntes crecía. Era la hora
de comer.
Muchas personas
miraban el restaurante nuevo, con su reluciente letrero al frente –RESTAURANTE DE
PEDRO Y MARTA–, un nombre raro.
Hogareño. Claro que vieron al joven Pedro y a Marta, parados allí,
esperándolos. Pero tenían prisa y no entraban.
Despacio pulía Marta cada cuchillo y cada tenedor. Pensó:
–Ahora que termine
éste, entrará alguien, seguramente cuando este otro… –pulía más y más despacio.
Fue en el tercero, que ella pulía tan cuidadosamente;
un hombre ya grande, grueso, sin rasurar, con sombrero y gabardina azul oscuro entreabrió
la puerta y se asomó. Luego entró y se sentó.
–¿Quiere
usted un menú?
–Creo que sí.
Entonces Marta le trajo un vaso de agua.
Después de un rato anunció:
–Creo que pediré papas, ejotes y chuletas de
puerco.
–¿Papas
fritas
o en puré?
–Puré
–contestó.
–¿Café?
–Sí.
Ella se dio prisa con la orden, y Pedro,
con los ojos alegres
pero tratando de aparentar indiferencia, también se apuró. Le pasó a Marta el
plato con la comida humeante.
–¡Horrible
tiempo! –comentó el hombre, mientras colocaba los cubiertos.
Se dedicó a comer y no volvió a hablar.
Además de él, durante la hora de la salida
de oficinas, esa hora de las aglomeraciones –¡que ironía en la palabra!– entraron
dos muchachas. Pidieron sándwiches; un hombre
de mediana edad, de chamarra y cachucha, pidió un
plato de caldo, y un joven tomó un pastel y un vaso de leche. Eso fue todo.
Marta cruzó los brazos con un gesto de
cansancio. Habían dado las dos y afuera seguía lloviendo. Nadie más había
entrado.
Entonces, mirando a Pedro, sintió una
profunda piedad por él. Estaba contemplando, sin ver, la lluvia. ¡Había tal debilidad
en la flacura huesosa y en la prominente nuez de su cuello!
Como a las cuatro de la tarde dejó de llover,
pero las calles estaban mojadas y brillantes. Por fin se fueron cerrando los paraguas.
La gente ya no caminaba tan de prisa. Marta empezó a sentir una extraña
sensación en el pecho.
–Anda –dijo–, más vale que vayamos preparando
la cena.
Otra vez se dedicó a pulir los tenedores y
los cuchillos, y Pedro, a mover con una cuchara el contenido de una cacerola.
–Aunque
nadie venga –dijo ella– debemos estar preparados. Pudiera ser que vinieran
pronto.
–Sí. Tenemos que esperar –dijo Pedro.
¡Cuánta prisa tenía la gente a las cinco
de la tarde! Todos iban camino de sus casas. Todos parecían cansados, pero en sus
pequeños ojos brillaban destellos de esperanza. Seguramente era agradable no preocuparse por nada e ir camino a la casa. Marta sintió en la
cara una
pequeña sonrisa de comprensión. Se sentía débil y oprimida.
Ahora las calles estaban apenas mojadas, secándose en pedazos, y un fuerte viento
empujaba por la acera una bolsa de papel rota y unas cuantas hojas secas.
Como a las seis un joven entró bruscamente,
pidió un paquete de cigarros y volvió a salir a toda prisa. Luego, un señor alto,
flaco, calzando zapatos de hule y deteniendo su paraguas con fuerza, entró.
Preguntó qué sopa había.
–Crema de jitomate.
Pidió un plato de sopa.
–¿De cinco o de diez centavos?
–De cinco.
Eso fue todo lo que tomó. Se fue. Y ahora estaba
ya casi oscuro y ningún otro parroquiano. La blanca luminosidad que precede al anochecer
había desaparecido y la pálida luz de las lámparas eléctricas parpadeaba,
mientras pasaban los tranvías, ahora brillantes, con su amarillo confort.
Cuando Marta observó que muchas de las tiendas adyacentes habían encendido las
luces de sus aparadores, le preguntó
a Pedro
si no debieran también prender
la luz. Ahora el rótulo luminoso podía verse desde lejos en la oscura
noche –RESTAURANTE DE PEDRO Y MARTA–. ¡Quizá desde una cuadra de
distancia!
Pero a las ocho, Pedro, revolviendo una vez más
el contenido de la cacerola, preguntó:
–¿Qué haremos con todo esto?
Marta no contestó.
–Vamos a comer alguna cosa –propuso él.
–No tengo hambre, Pedro.
–¿No tienes hambre?
Quizá sí tenía hambre. Tal vez por eso se
sentía tan mal. Algunas veces simplemente tener hambre cambiaba por completo el
aspecto de las cosas. Sí, comería algo.
Pero probó
la comida con desgano.
Empezaba a llover otra vez. Primero despacio,
después las gotas caían más de prisa, formando una cortina de agua. El viento
arreció. Allá afuera, la lluvia golpeaba la noche. La gente había desaparecido.
No se veía una sola persona. Y el agua caía con más fuerza.
–Es tan tarde –dijo Marta– y con la lluvia, tal vez deberíamos irnos a la casa.
Encogiéndose de hombros, Pedro contesto:
–Vamos a quedarnos un poco más. Al fin está lloviendo
muy fuerte para irnos ahora.
–Pedro –preguntó ella–, ¿qué piensas de
esto.
Él volteó hacia Marta, pero esquivando su
mirada.
–No sé. No sé qué pensar.
–Puede haber sido la lluvia…
–Quizá…
–¿No lo crees así?
–No lo sé
–repitió él.
Su gesto era grave, la cara surcada de líneas.
–Es una lástima que todo lo que
teníamos lo hayamos metido
aquí. Ya es muy tarde.
–Pedro, ¿qué vamos a hacer?
–No podemos hacer
nada –dijo
él–; parece que nos equivocamos.
Marta sintió un nudo en la garganta.
–Estábamos tan seguros de todo, Pedro.
Él asintió con la cabeza.
–Nos equivocamos, eso es todo.
–Habíamos hecho tan bonitos proyectos –dijo
ella–. La clientela, las comidas…
Afuera, un solitario tranvía, sin
pasajeros, pasó ruidosamente. El agua azotaba la vitrina con fuerza y luego se escurría
en delgadas corrientes por el vidrio. Su pequeño letrero luminoso, anunciando
el nuevo negocio, destacaba brillantemente en la mojada, silbante oscuridad…
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