Julio Cortázar
De
Nito ya no sé
nada ni quiero saber. Han pasado tantos años y cosas, a lo mejor todavía está allá
o se murió o anda afuera. Más vale no pensar en él, solamente que a veces sueño
con los años treinta en Buenos Aires, los tiempos de la escuela normal y claro,
de golpe Nito y yo la noche en que nos metimos en la escuela, después no me
acuerdo mucho de los sueños, pero algo queda siempre de Nito como flotando en
el aire, hago lo que puedo para olvidarme, mejor que se vaya borrando de nuevo
hasta otro sueño, aunque no hay nada que hacerle, cada tanto es así, cada tanto
todo vuelve como ahora.
La idea de meterse de noche en la escuela anormal (lo
decíamos por jorobar y por otras razones más sólidas) la tuvo Nito, y me
acuerdo muy bien que fue en La Perla del Once y tomándonos un cinzano
con bitter. Mi primer comentario consistió en decirle que estaba más loco que
una gallina, pesealokual –así escribíamos entonces, desortografiando el idioma
por algún deseo de venganza que también tendría que ver con la escuela–, Nito
siguió con su idea y dale conque la escuela de noche, sería tan macanudo
meternos a explorar, pero qué vas a explorar si la tenemos más que manyada,
Nito, y, sin embargo, me gustaba la idea, se la discutía por puro pelearlo, lo
iba dejando acumular puntos poco a poco.
En algún momento empecé a aflojar con elegancia, porque
también a mí la escuela no me parecía tan manyada, aunque lleváramos allí seis
años y medio de yugo, cuatro para recibirnos de maestros y casi tres para el
profesorado en letras, aguantándonos materias tan increíbles como Sistema
Nervioso, Dietética y Literatura Española, esta última la más increíble, porque
en el tercer trimestre no habíamos salido ni saldríamos del Conde Lucanor. A lo
mejor por eso, por la forma en que perdíamos el tiempo, la escuela nos parecía
medio rara a Nito y a mí, nos daba la impresión de faltarle algo que nos
hubiera gustado conocer mejor. No sé, creo que también había otra cosa, por lo
menos para mí la escuela no era tan normal como pretendía su nombre, sé que
Nito pensaba lo mismo y me lo había dicho a la hora de la primera alianza, en
los remotos días de un primer año lleno de timidez, cuadernos y compases. Ya no
hablábamos de eso después de tantos años, pero esa mañana en La Perla
sentí como si el proyecto de Nito viniera de ahí y que por eso me iba ganando
poco a poco; como si antes de acabar el año y darle para siempre la espalda a
la escuela tuviéramos que arreglar todavía una cuenta con ella, acabar de
entender cosas que se nos habían escapado, esa incomodidad que Nito y yo
sentíamos de a ratos en los patios o las escaleras y yo sobre todo cada mañana
cuando veía las rejas de la entrada, un leve apretón en el estómago desde el
primer día al franquear esa reja pinchuda, tras de la cual se abría el
peristilo solemne y empezaban los corredores con su color amarillento y la
doble escalera.
–Hablando de reja, la cosa es esperar hasta medianoche –había
dicho Nito– y treparse ahí donde me tengo vistos dos pinchos doblados, con
poner un poncho basta y sobra.
–Facilísimo –había dicho yo–, justo entonces aparece la cana
en la esquina o alguna vieja de enfrente pega el primer alarido.
–Vas demasiado al cine, Toto. ¿Cuándo viste a alguien por ahí
a esa hora? El músculo duerme, viejo.
De a poco me iba dejando tentar, seguro que era idiota y que
no pasaría nada ni afuera ni adentro, la escuela sería la misma escuela de la
mañana, un poco frankenstein en la oscuridad si querés, pero nada más, qué
podía haber ahí de noche aparte de bancos y pizarrones y algún gato buscando
lauchas, que eso sí había. Pero Nito dale con lo del poncho y la linterna, hay
que decir que nos aburríamos bastante en esa época en que a tantas chicas las
encerraban todavía bajo doble llave marca papá y mamá, tiempos bastantes
austeros a la fuerza, no nos gustaban demasiado los bailes ni el fútbol,
leíamos como locos de día pero a la noche vagábamos los dos –a veces con
Fernández López, que murió tan joven– y nos conocíamos Buenos Aires y los
libros de Castelnuovo y los cafés del bajo y el dock sur, al fin y al cabo no
parecía tan ilógico que también quisiéramos entrar en la escuela de noche,
sería completar algo incompleto, algo para guardar en secreto y por la mañana
mirar a los muchachos y sobrarlos, pobres tipos cumpliendo el horario y el
Conde Lucanor de ocho a mediodía.
Nito estaba decidido, si yo no quería acompañarlo saltaría
solo un sábado a la noche, me explicó que había elegido el sábado porque si
algo no andaba bien y se quedaba encerrado tendría tiempo para encontrar alguna
otra salida. Hacía años que la idea lo rondaba, quizá desde el primer día
cuando la escuela era todavía un mundo desconocido y los pibes de primer año
nos quedábamos en los patios de abajo, cerca del aula como pollitos. Poco a
poco habíamos ido avanzando por corredores y escaleras hasta hacernos una idea
de la enorme caja de zapatos amarilla con sus columnas, sus mármoles y ese olor
a jabón mezclado con el ruido de los recreos y el ronroneo de las horas de
clase, pero la familiaridad no nos había quitado del todo eso que la escuela
tenía de territorio diferente, a pesar de la costumbre, los compañeros, las
matemáticas. Nito se acordaba de pesadillas donde cosas instantáneamente
borradas por un despertar violento habían sucedido en galenas de la escuela, en
el aula de tercer año, en las escaleras de mármol; siempre de noche, claro,
siempre él solo en la escuela petrificada por la noche, y eso Nito no alcanzaba
a olvidarlo por la mañana, entre cientos de muchachos y de ruidos. Yo, en
cambio, nunca había soñado con la escuela, pero lo mismo me descubría pensando
cómo sería con luna llena, los patios de abajo, las galerías altas, imaginaba
una claridad de mercurio en los patios vacíos, la sombra implacable de las
columnas. A veces lo descubría a Nito en algún recreo, apartado de los otros y
mirando hacia lo alto donde las barandillas de las galerías dejaban ver cuerpos
truncos, cabezas y torsos pasando de un lado a otro, más abajo pantalones y
zapatos que no siempre parecían pertenecer al mismo alumno. Si me tocaba subir
solo la gran escalera de mármol, cuando todos estaban en clase, me sentía como
abandonado, trepaba o bajaba de a dos los peldaños, y creo que por eso mismo
volvía a pedir permiso unos días después para salir de clase y repetir algún
itinerario con el aire del que va a buscar una caja de tiza o el cuarto de
baño. Era como en el cine, la delicia de un suspenso idiota, y por eso creo que
me defendí tan mal del proyecto de Nito, de su idea de ir a hacerle frente a la
escuela; meternos allí de noche no se me hubiera ocurrido nunca, pero Nito había
pensado por los dos y estaba bien, merecíamos ese segundo cinzano que no
tomamos porque no teníamos bastante plata.
Los preparativos fueron simples, conseguí una linterna y Nito
me esperó en el Once con el bulto de un poncho bajo el brazo; empezaba a hacer
calor ese fin de semana, pero no había mucha gente en la plaza, doblamos por
Urquiza casi sin hablar, y cuando estuvimos en la cuadra de la escuela miré
atrás y Nito tenía razón, ni un gato que nos viera. Solamente entonces me di
cuenta de que había luna, no lo habíamos buscado pero no sé si nos gustó,
aunque tenía su lado bueno para recorrer las galerías sin usar la linterna.
Dimos la vuelta a la manzana para estar bien seguros,
hablando del director que vivía en la casa pegada a la escuela y que comunicaba
por un pasillo en los altos para que pudiera llegar directamente a su despacho.
Los porteros no vivían allí y estábamos seguros de que no había ningún sereno,
qué hubiera podido cuidar en la escuela en la que nada era valioso, el
esqueleto medio roto, los mapas a jirones, la secretaría con dos o tres
máquinas de escribir que parecían pterodáctilos. A Nito se le ocurrió que podía
haber algo valioso en el despacho del director, ya una vez lo habíamos visto
cerrar con llave al irse a dictar su clase de matemáticas, y eso con la escuela
repleta de gente o a lo mejor precisamente por eso. Ni a Nito ni a mí ni a
nadie le gustaba el director, más conocido por el Rengo; que fuera severo y nos
zampara amonestaciones y expulsiones por cualquier cosa era menos una razón que
algo en su cara de pájaro embalsamado, su manera de llegar sin que nadie lo
viera y asomarse a una clase como si la condena estuviera pronunciada de
antemano. Uno o dos profesores amigos (el de música, que nos contaba cuentos
verdes, el de sistema nervioso que se daba cuenta de la idiotez de enseñar eso
en un profesorado en letras) nos habían dicho que el Rengo no solamente era un
solterón convicto y confeso, sino que enarbolaba una misoginia agresiva, razón
por la cual en la escuela no habíamos tenido ni una sola profesora. Pero
justamente ese año el ministerio debía haberle hecho comprender que todo tenía
su límite, porque nos mandaron a la señorita Maggi que les enseñaba química
orgánica a los del profesorado en ciencias. La pobre llegaba siempre a la
escuela con un aire medio asustado, Nito y yo nos imaginábamos la cara del
Rengo cuando se la encontraba en la sala de profesores. La pobre señorita Maggi
entre cientos de varones, enseñando la fórmula de la glicerina a los reos de
séptimo ciencias.
–Ahora –dijo Nito.
Casi meto la mano en un pincho, pero pude saltar bien, la
primera cosa era agacharse por si a alguien le daba por mirar desde las
ventanas de la casa de enfrente, y arrastrarse hasta encontrar una protección
ilustre, el basamento del busto de Van Gelderen, holandés y fundador de la
escuela. Cuando llegamos al peristilo estábamos un poco sacudidos por el
escalamiento y nos dio un ataque de risa nerviosa. Nito dejó el poncho
disimulado al pie de una columna, y tomamos a la derecha siguiendo el pasillo
que llevaba al primer codo de donde nacía la escalera. El olor a escuela se
multiplicaba con el calor, era raro ver las aulas cerradas y fuimos a tantear
una de las puertas; por supuesto, los gallegos porteros no las habían cerrado
con llave y entramos un momento en el aula donde seis años antes habíamos
empezado los estudios.
–Yo me sentaba ahí.
–Y yo detrás, no me acuerdo si ahí o más a la derecha.
–Mirá, se dejaron un globo terráqueo.
–¿Te acordás de Gazzano, que nunca encontraba el África?
Daban ganas de usar las tizas y dejar dibujos en el pizarrón,
pero Nito sintió que no había venido para jugar, o que jugar era una manera de
no admitir que el silencio nos envolvía demasiado, como un eco de música,
reverberando apenas en la caja de la escalera; también oímos una frenada de
tranvía, después nada. Se podía subir sin necesidad de la linterna, el mármol
parecía estar recibiendo directamente la luz de la luna, aunque el piso alto la
aislara de ella. Nito se paró a mitad de la escalera para convidarme con un
cigarrillo y encender otro; siempre elegía los momentos más absurdos para
empezar a fumar.
Desde arriba miramos el patio de la planta baja, cuadrado
como casi todo en la escuela, incluidos los cursos. Seguimos por el corredor
que lo circundaba, entramos en una o dos aulas y llegamos al primer codo donde
estaba el laboratorio; ése sí los gallegos lo habían cerrado con llave, como si
alguien pudiera venir a robarse las probetas rajadas y el microscopio del
tiempo de Galileo. Desde el segundo corredor vimos que la luz de la luna caía
de lleno sobre el corredor opuesto donde estaba la secretaría, la sala de
profesores y el despacho del Rengo. El primero en tirarme al suelo fui yo, y
Nito un segundo después porque habíamos visto al mismo tiempo las luces en la
sala de profesores.
–La puta madre, hay alguien ahí.
–Rajemos, Nito.
–Esperá, a lo mejor se les quedó prendida a los gallegos.
No sé cuánto tiempo pasó, pero ahora nos dábamos cuenta de
que la música venía de ahí, parecía tan lejana como en la escalera, pero la
sentíamos venir del corredor de enfrente, una música como de orquesta de cámara
con todos los instrumentos en sordina. Era tan impensable que nos olvidamos del
miedo o él de nosotros, de golpe había como una razón para estar ahí y no el
puro romanticismo de Nito. Nos miramos sin hablar, y él empezó a moverse
gateando y pegado a la barandilla hasta llegar al codo del tercer corredor. El
olor a pis de las letrinas contiguas había sido como siempre más fuerte que los
esfuerzos combinados de los gallegos y la acaroína. Cuando nos arrastramos
hasta quedar al lado de las puertas de nuestra aula, Nito se volvió y me hizo
seña de que me acercara más:
–¿Vamos a ver?
Asentí, puesto que ser loco parecía lo único razonable en ese
momento, y seguimos a gatas, cada vez más delatados por la luna. Casi no me
sorprendí cuando Nito se enderezó, fatalista, a menos de cinco metros del
último corredor donde las puertas apenas entornadas de la secretaría y la sala
de profesores dejaban pasar la luz. La música había subido bruscamente, o era
la menor distancia; oímos rumor de voces, risas, unos vasos entrechocándose. Al
primero que vimos fue a Raguzzi, uno de séptimo ciencias, campeón de atletismo
y gran hijo de puta, de esos que se abrían paso a fuerza de músculos y
compadradas. Nos daba la espalda, casi pegado a la puerta, pero de golpe se
apartó y la luz vino como un látigo cortado por sombras movientes, un ritmo de
machicha y dos parejas que pasaban bailando. Gómez, que yo no conocía mucho,
bailaba con una mina de verde, y el otro podía ser Kurchin, de quinto letras,
un chiquito con cara de chancho y anteojos, que se prendía a un hembrón de pelo
renegrido con traje largo y collares de perlas. Todo eso sucedía ahí, lo
estábamos viendo y oyendo, pero naturalmente no podía ser, casi no podía ser
que sintiéramos una mano que se apoyaba despacito en nuestros hombros, sin
forzar.
–Ushtedes no shon invitados –dijo el gallego Manolo–, pero ya
que eshtán vayan entrando y no she hagan los locos.
El doble empujón nos tiró casi contra otra pareja que
bailaba, frenamos en seco y por primera vez vimos el grupo entero, unos ocho o
diez, la victrola con el petiso Larrañaga ocupándose de los discos, la mesa
convertida en bar, las luces bajas, las caras que empezaban a reconocernos sin
sorpresa, todos debían pensar que habíamos sido invitados, y hasta Larrañaga
nos hizo un gesto de bienvenida. Como siempre Nito fue el más rápido, en tres
pasos estuvo contra una de las paredes laterales y yo me le apilé, pegados como
cucarachas contra la pared empezamos a ver de veras, a aceptar eso que estaba
pasando ahí. Con las luces y la gente la sala de profesores parecía el doble de
grande, había cortinas verdes que yo nunca había sospechado cuando de mañana
pasaba por el corredor y le echaba una ojeada a la sala para ver si ya había
llegado Migoya, nuestro terror en la clase de lógica. Todo tenía un aire como
de club, de cosa organizada para los sábados a la noche, los vasos y los
ceniceros, la victrola y las lámparas que sólo alumbraban lo necesario,
abriendo zonas de penumbra que agrandaban la sala.
Vaya a saber cuánto tardé en aplicar a lo que nos estaba
pasando un poco de esa lógica que nos enseñaba Migoya, pero Nito era siempre el
más rápido, una ojeada le había bastado para identificar a los condiscípulos y
al profesor Iriarte, darse cuenta de que las mujeres eran muchachos
disfrazados, Perrone y Macías y otro de séptima ciencias, no se acordaba del
nombre. Había dos o tres con antifaces, uno de ellos vestido de hawaiana y
gustándole a juzgar por los contoneos que le hacía a Iriarte. El gallego Fernando
se ocupaba del bar, casi todo el mundo tenía vasos en las manos, ahora venía un
tango por la orquesta de Lomuto, se armaban parejas, los muchachos sobrantes se
ponían a bailar entre ellos, y no me sorprendió demasiado que Nito me agarrara
de la cintura y me empujara hacia el medio.
–Si nos quedamos parados aquí se va a armar –me dijo–. No me
pises los pies, desgraciado.
–No sé bailar –le dije, aunque él bailaba peor que yo.
Estábamos en la mitad del tango y Nito miraba de cuando en cuando hacia la
puerta entornada, me había ido llevando despacio para aprovechar la primera de
cambio, pero se dio cuenta de que el gallego Manolo estaba todavía ahí,
volvimos al centro y hasta intentamos cambiar chistes con Kurchin y Gómez que
bailaban juntos. Nadie se dio cuenta de que se estaba abriendo la doble puerta
que comunicaba con la antesala del despacho del Rengo, pero el petiso Larrañaga
paró el disco en seco y nos quedamos mirando, sentí que el brazo de Nito
temblaba en mi cintura antes de soltarme de golpe.
Soy tan lento para todo, ya Nito se había dado cuenta cuando
empecé a descubrir que las dos mujeres paradas en las puertas y teniéndose de
la mano eran el Rengo y la señorita Maggi. El disfraz del Rengo era tan
exagerado que dos o tres aplaudieron tímidamente, pero después solamente hubo
un silencio de sopa enfriada, algo como un hueco en el tiempo. Yo había visto
travestís en los cabarets del bajo, pero una cosa así nunca, la peluca
pelirroja, las pestañas de cinco centímetros, los senos de goma temblando bajo
una blusa salmón, la pollera de pliegues y los tacos como zancos. Llevaba los
brazos llenos de pulseras, y eran brazos depilados y blanqueados, los anillos
parecían pasearse por sus dedos ondulantes, ahora había soltado la mano de la
señorita Maggi y con un gesto de una infinita mariconería se inclinaba para
presentarla y darle paso. Nito se estaba preguntando por qué la señorita Maggi
seguía pareciéndose a ella misma a pesar de la peluca rubia, el pelo estirado
hacia atrás, la silueta apretada en un largo traje blanco. La cara estaba
apenas maquillada, tal vez las cejas un poco más dibujadas, pero era la cara de
la señorita Maggi y no el pastel de frutas del Rengo con el rimmel y el rouge
y el flequillo pelirrojo. Los dos avanzaron saludando con una cierta frialdad
casi condescendiente, el Rengo nos echó una ojeada acaso sorprendida, pero que
pareció cambiarse por una aceptación distraída, como si ya alguien lo hubiera
prevenido.
–No se dio cuenta, che –le dije a Nito lo más bajo que pude.
–Tu abuela –dijo Nito–, vos te crees que no ve que estamos vestidos como reos
en este ambiente.
Tenía razón, nos habíamos puesto pantalones viejos por lo de
la reja, yo estaba en mangas de camisa y Nito tenía un pull-over liviano con
una manga más bien perforada en un codo. Pero el Rengo ya estaba pidiendo que
le dieran una copita no demasiado fuerte, se la pedía al gallego Fernando con
unos gestos de puta caprichosa mientras la señorita Maggi reclamaba un whisky
más seco que la voz con que se lo pedía al gallego. Empezaba otro tango y todo
el mundo se largó a bailar, nosotros los primeros de puro pánico y los recién
llegados junto con los demás, la señorita Maggi manejando al Rengo a puro juego
de cintura. Nito hubiera querido acercarse a Kurchin para tratar de sacarle
algo, con Kurchin teníamos más trato que con los otros, pero era difícil en ese
momento en que las parejas se cruzaban sin rozarse y nunca quedaba espacio
libre por mucho tiempo. Las puertas que daban a la sala de espera del Rengo
seguían abiertas, y cuando nos acercamos en una de las vueltas, Nito vio que
también la puerta del despacho estaba abierta y que adentro había gente
hablando y bebiendo. De lejos reconocimos a Fiori, un pesado de sexto letras,
disfrazado de militar, y a lo mejor esa morocha de pelo caído en la cara y
caderas sinuosas era Moreira, uno de quinto letras que tenía fama de lo que te
dije.
Fiori vino hacia nosotros antes de que pudiéramos
esquivarnos, con el uniforme parecía mucho mayor y Nito creyó verle canas en el
pelo bien planchado, seguro que se había puesto talco para tener más pinta.
–Nuevos, eh –dijo Fiori–. ¿Ya pasaron por oftalmología?
La respuesta debíamos tenerla escrita en la cara y Fiori se
nos quedó mirando un momento, nos sentíamos cada vez más como reclutas delante
de un teniente compadrón.
–Por allá –dijo Fiori, mostrando con la mandíbula una puerta
lateral entornada–. En la próxima reunión me traen el comprobante.
–Sí señor –dijo Nito, empujándome a lo bruto. Me hubiera
gustado reprocharle el sí señor tan lacayo, pero Moreira (ahora sí, ahora
seguro que era Moreira) se nos apiló antes de que llegáramos a la puerta y me
agarró de la mano.
–Vení a bailar a la otra pieza, rubio, aquí son tan
aburridos.
–Después –dijo Nito por mí–. Volvemos enseguida.
–Ay, todos me dejan sola esta noche.
Pasé el primero, deslizándome no sé por qué en vez de abrir
del todo la puerta. Pero los porqués nos faltaban a esa altura, Nito que me
seguía callado miraba el largo zaguán en penumbras y era otra vez cualquiera de
las pesadillas que tenía con la escuela, ahí donde nunca había un porqué, donde
solamente se podía seguir adelante, y el único porqué posible era una orden de
Fiori, ese cretino vestido de milico que de golpe se sumaba a todo lo otro y
nos daba una orden, valía como una orden pura que debíamos obedecer, un oficial
mandando y andá a pedir razones. Pero esto no era una pesadilla, yo estaba a su
lado y las pesadillas no se sueñan de a dos.
–Rajemos, Nito –le dije en la mitad del zaguán–. Tiene que
haber una salida, esto no puede ser.
–Sí, pero espera, me trinca que nos están espiando.
–No hay nadie, Nito.
–Por eso mismo, huevón.
–Pero Nito, espera un poco, parémonos aquí. Yo tengo que
entender lo que pasa, no te das cuenta de que…
–Mirá –dijo Nito, y era cierto, la puerta por donde habíamos
pasado estaba ahora abierta de par en par y el uniforme de Fiori se recortaba
clarito. No había ninguna razón para obedecer a Fiori, bastaba volver y
apartarlo de un empujón como tantas veces nos empujábamos por broma o en serio
en los recreos. Tampoco había ninguna razón para seguir adelante hasta ver dos
puertas cerradas, una lateral y otra de frente, y que Nito se metiera por una y
se diera cuenta demasiado tarde de que yo no estaba con él, que estúpidamente
había elegido la otra puerta por error o por pura bronca. Imposible dar media
vuelta y salir a buscarme, la luz violeta del salón y las caras mirándolo lo
fijaban de golpe en eso que abarcó de una sola ojeada, el salón con el enorme
acuario en el centro alzando su cubo transparente hasta el cielo raso, dejando
apenas lugar para los que pegados a los cristales miraban el agua verdosa, los
peces resbalando lentamente, todo en un silencio que era como otro acuario
exterior, un petrificado presente con hombres y mujeres (que eran hombres que
eran mujeres) pegándose a los cristales, y Nito diciéndose ahora, ahora volver
atrás, Toto imbécil dónde te metiste, huevón, queriendo dar media vuelta y
escaparse, pero de qué si no pasaba nada, si se iba quedando inmóvil como ellos
y viéndolos mirar los peces y reconociendo a Mutis, a la Chancha Delucía, a
otros de sexto letras, preguntándose por qué eran ellos y no otros, como ya se
había preguntado por qué tipos como Raguzzi y Fiori y Moreira, por qué justamente
los que no eran nuestros amigos por la mañana, los extraños y los mierdas, por
qué ellos y no Láinez o Delich o cualquiera de los compañeros de charlas o
vagancias o proyectos, por qué entonces Toto y él entre esos otros aunque fuera
culpa de ellos por meterse de noche en la escuela y esa culpa los juntara con
todos esos que de día no aguantaban, los peores hijos de puta de la escuela,
sin hablar del Rengo y del chupamedias de Iriarte y hasta de la señorita Maggi
también ahí, quién lo hubiera dicho pero también ella, ella la única mujer de
veras entre tantos maricones y desgraciados.
Entonces ladró un perro, no era un ladrido fuerte pero rompió
el silencio y todos se volvieron hacia el fondo invisible del salón, Nito vio
que de la bruma violeta salía Caletti, uno de quinto ciencias, con los brazos
en alto venía desde el fondo como resbalando entre los otros, sosteniendo en
alto un perrito blanco que volvía a ladrar debatiéndose, las patas atadas con
una cinta roja y de la cinta colgando algo como un pedazo de plomo, algo que lo
sumergió lentamente en el acuario donde Caletti lo había tirado de un solo
envión. Nito vio al perro bajando poco a poco entre convulsiones, tratando de
liberar las patas y volver a la superficie, lo vio empezar a ahogarse con la
boca abierta y echando burbujas, pero antes de que se ahogara los peces ya
estaban mordiéndolo, arrancándole jirones de piel, tiñendo de rojo el agua, la
nube cada vez más espesa en torno al perro que todavía se agitaba entre la masa
hirviente de peces y de sangre.
Todo eso yo no podía verlo porque detrás de la puerta que
creo se cerró sola no había más que negro, me quedé paralizado sin saber qué
hacer, detrás no se oía nada, entonces Nito, dónde estaba Nito. Dar un paso
adelante en esa oscuridad o quedarme ahí clavado era el mismo espanto, de golpe
sentir el olor, un olor a desinfectante, a hospital, a operación de
apendicitis, casi sin darme cuenta de que los ojos se iban acostumbrando a la
tiniebla y que no era tiniebla, ahí en el fondo había una o dos lucecitas, una
verde y después una amarilla, la silueta de un armario y de un sillón, otra
silueta que se desplazaba vagamente avanzando desde otro fondo más profundo.
–Venga, m’hijito –dijo la voz–. Venga hasta aquí, no tenga
miedo.
No sé cómo pude moverme, el aire y el suelo eran como una
misma alfombra esponjosa, el sillón con palancas cromadas y los aparatos de
cristal y las lucecitas; la peluca rubia y planchada y el vestido blanco de la
señorita Maggi fosforecían vagamente. Una mano me tomó por el hombro y me
empujó hacia adelante, la otra mano se apoyó en mi nuca y me obligó a sentarme
en el sillón, sentí en la frente el frío de un vidrio mientras la señorita
Maggi me ajustaba la cabeza entre dos soportes. Casi contra los ojos vi brillar
una esfera blanquecina con un pequeño punto rojo en el medio, y sentí el roce
de las rodillas de la señorita Maggi que se sentaba en el sillón del lado
opuesto de la armazón de cristales. Empezó a manipular palancas y ruedas, me
ajustó todavía más la cabeza, la luz iba cambiando al verde y volvía al blanco,
el punto rojo crecía y se desplazaba de un lado a otro, con lo que me quedaba
de visión hacia arriba alcanzaba a ver como un halo el pelo rubio de la
señorita Maggi, teníamos las caras apenas separadas por el cristal con las
luces y algún tubo por donde ella debía estar mirándome.
–Quedate quietito y fijate bien en el punto rojo –dijo la
señorita Maggi–. ¿Lo ves bien?
–Sí, pero…
–No hablés, quedate quieto, así. Ahora decime cuándo dejas de
ver el punto rojo.
Qué sé yo si lo veía o no, me quedé callado mientras ella
seguía mirando por el otro lado, de golpe me daba cuenta de que además de la
luz central estaba viendo los ojos de la señorita Maggi detrás del cristal del
aparato, tenía ojos castaños y por encima seguía ondulando el reflejo incierto
de la peluca rubia. Pasó un momento interminablemente corto, se oía como un
jadeo, pensé que era yo, pensé cualquier cosa mientras las luces cambiaban poco
a poco, se iban concentrando en un triángulo rojizo con bordes violeta, pero a
lo mejor no era yo el que respiraba haciendo ruido.
–¿Todavía ves la luz roja?
–No, no la veo, pero me parece que…
–No te muevas, no hablés. Mira bien, ahora.
Un aliento me llegaba desde el otro lado, un perfume caliente
a bocanadas, el triángulo empezaba a convertirse en una serie de rayas
paralelas, blancas y azules, me dolía el mentón apresado en el soporte de goma,
hubiera querido levantar la cabeza y librarme de esa jaula en la que me sentía
amarrado, la caricia entre los muslos me llegó como desde lejos, la mano que me
subía entre las piernas y buscaba uno a uno los botones del pantalón, entraba
dos dedos, terminaba de desabotonarme y buscaba algo que no se dejaba agarrar,
reducido a una nada lastimosa hasta que los dedos lo envolvieron y suavemente
lo sacaron fuera del pantalón, acariciándolo despacio mientras las luces se
volvían más y más blancas y el centro rojo asomaba de nuevo. Debí tratar de
zafarme porque sentí el dolor en lo alto de la cabeza y el mentón, era
imposible salir de la jaula ajustada o tal vez cerrada por detrás, el perfume
volvía con el jadeo, las luces bailaban en mis ojos, todo iba y volvía como la
mano de la señorita Maggi llenándome de un lento abandono interminable.
–Dejate ir –la voz llegaba desde el jadeo, era el jadeo mismo
hablándome–, gozá, chiquito, tenés que darme aunque sea unas gotas para los
análisis, ahora, así, así.
Sentí el roce de un recipiente allí donde todo era placer y
fuga, la mano sostuvo y corrió y apretó blandamente, casi no me di cuenta de
que delante de los ojos no había más que el cristal oscuro y que el tiempo
pasaba, ahora la señorita Maggi estaba detrás de mí y me soltaba las correas de
la cabeza. Un latigazo de luz amarilla golpeándome mientras me enderezaba y me
abrochaba, una puerta del fondo y la señorita Maggi mostrándome la salida,
mirándome sin expresión, una cara lisa y saciada, la peluca violentamente
iluminada por la luz amarilla. Otro se le hubiera tirado encima ahí nomás, la
hubiera abrazado ahora que no había ninguna razón para no abrazarla o besarla o
pegarle, otro como Fiori o Raguzzi, pero tal vez nadie lo hubiera hecho y la
puerta se le hubiera cerrado como a mí a la espalda con un golpe seco,
dejándome en otro pasadizo que giraba a la distancia y se perdía en su propia
curva, en una soledad donde faltaba Nito, donde sentí la ausencia de Nito como
algo insoportable y corrí hacia el codo, y cuando vi la única puerta me tiré
contra ella y estaba cerrada con llave, la golpeé y oí mi golpe como un grito,
me apoyé contra la puerta resbalando poco a poco hasta quedar de rodillas, a lo
mejor era debilidad, el mareo después de la señorita Maggi. Del otro lado de la
puerta me llegaron la gritería y las risas.
Porque ahí se reía y se gritaba fuerte, alguien había
empujado a Nito para hacerlo avanzar entre el acuario y la pared de la
izquierda por donde todos se movían buscando la salida, Caletti mostrando el
camino con los brazos en alto como había mostrado al perro al entrar, y los
otros siguiéndolo entre chillidos y empujones, Nito con alguien atrás que
también lo empujaba tratándolo de dormido y de fiaca, no había terminado de
pasar la puerta cuando ya el juego empezaba, reconoció al Rengo que entraba por
otro lado con los ojos vendados y sostenido por el gallego Fernando y Raguzzi
que lo cuidaban de un tropezón o un golpe, los demás ya se estaban escondiendo
detrás de los sillones, en un armario, debajo de una cama, Kurchin se había
trepado a una silla y de ahí a lo alto de una estantería, mientras los otros se
desparramaban en el enorme salón y esperaban los movimientos del Rengo para
evadirlo en puntas de pie o llamándolo con voces en falsete para engañarlo, el
Rengo se contoneaba y soltaba grititos con los brazos tendidos buscando atrapar
a alguno, Nito tuvo que huir hacia una pared y luego esconderse detrás de una
mesa con floreros y libros, y cuando el Rengo alcanzó al petiso Larrañaga con
un chillido de triunfo, los demás salieron aplaudiendo de los escondites, y el
Rengo se sacó la venda y se la puso a Larrañaga, lo hacía duramente y
apretándole los ojos, aunque el petiso protestaba, condenándolo a ser el que
tenía que buscarlos, la gallina ciega atada con la misma despiadada fuerza con
que habían atado las patas del perrito blanco. Y otra vez dispersarse entre
risas y cuchicheos, el profesor Iriarte dando saltos, Fiori buscando donde
esconderse sin perder la calma compadrona, Raguzzi sacando pecho y gritando a
dos metros del petiso Larrañaga que se abalanzaba para no encontrar más que el
aire, Raguzzi de un salto fuera de su alcance gritándole ¡Me Tarzan, you
Jane, boludo!, el petiso perplejo dando vueltas y buscando en el vacío, la
señorita Maggi que reaparecía para abrazarse con el Rengo y reírse de Larrañaga,
los dos con grititos de miedo cuando el petiso se tiró hacia ellos y se
escaparon por un pelo de sus manos tendidas, Nito saltando hacia atrás y viendo
cómo el petiso agarraba por el pelo a Kurchin que se había descuidado, el
alarido de Kurchin y Larrañaga sacándose la venda pero sin soltar la presa, los
aplausos y los gritos, de golpe silencio porque el Rengo alzaba una mano y
Fiori a su lado se plantaba en posición de firme y daba una orden que nadie
entendió pero era igual, el uniforme de Fiori como la orden misma, nadie se
movía, ni siquiera Kurchin con los ojos llenos de lágrimas, porque Larrañaga
casi le arrancaba el pelo, lo mantenía ahí sin soltarlo.
–Tusa –mandó el Rengo–. Ahora tusa y caricatusa. Ponelo.
Larrañaga no entendía, pero Fiori le mostró a Kurchin con un
gesto seco, y entonces el petiso le tiró del pelo obligándolo a agacharse cada
vez más, ya los otros se iban poniendo en fila, las mujeres con grititos y
recogiéndose las polleras, Perrone el primero y después el profesor Iriarte,
Moreira haciéndose la remilgada, Caletti y la Chancha Delucía, una fila que
llegaba hasta el fondo del salón y Larrañaga sujetando a Kurchin agachado y
soltándolo de golpe cuando el Rengo hizo un gesto y Fiori ordenó “¡Saltar sin
pegar!”, Perrone en punta y detrás toda la fila, empezaron a saltar apoyando
las manos en la espalda de Kurchin arqueado como un chanchito, saltaban al
rango pero gritando “¡Tusa!”, gritando “¡Caricatusa!” cada vez que pasaban por
encima de Kurchin y rehacían la fila del otro lado, daban la vuelta al salón y
empezaban de nuevo, Nito casi al final saltando lo más liviano que podía para
no aplastar a Kurchin, después Macías dejándose caer como una bolsa, oyendo al
Rengo que chillaba “¡Saltar y pegar!”, y toda la fila pasó de nuevo por encima
de Kurchin, pero ahora buscando patearlo y golpearlo a la vez que saltaban, ya
habían roto la fila y rodeaban a Kurchin, con las manos abiertas le pegaban en
la cabeza, la espalda, Nito había alzado el brazo cuando vio a Raguzzi que
soltaba la primera patada en las nalgas de Kurchin que se contrajo y gritó,
Perrone y Mutis le pateaban las piernas mientras las mujeres se ensañaban con
el lomo de Kurchin, que aullaba y quería enderezarse y escapar, pero Fiori se
acercaba y lo retenía por el pescuezo gritando “¡Tusa, caricatusa, pegar y
pegar!”, algunas manos ya eran puños cayendo sobre los flancos y la cabeza de
Kurchin, que clamaba pidiendo perdón sin poder zafarse de Fiori, de la lluvia
de patadas y trompadas que lo cercaban. Cuando el Rengo y la señorita Maggi
gritaron una orden al mismo tiempo, Fiori soltó a Kurchin que cayó de costado,
sangrándole la boca, del fondo del salón vino corriendo el gallego Manolo y lo
levantó como si fuera una bolsa, se lo llevó mientras todos aplaudían
rabiosamente y Fiori se acercaba al Rengo y a la señorita Maggi como
consultándolos.
Nito había retrocedido hasta quedar en el borde del círculo
que empezaba a romperse sin ganas, como queriendo seguir el juego o empezar
otros, desde ahí vio cómo el Rengo mostraba con el dedo al profesor Iriarte, y
a Fiori que se le acercaba y le hablaba, después una orden seca y todos
empezaron a formarse en cuadro, de a cuatro en fondo, las mujeres atrás y
Raguzzi como adalid del pelotón, mirando furioso a Nito que tardaba en
encontrar un lugar cualquiera en la segunda fila. Todo esto lo vi yo clarito
mientras el gallego Fernando me traía de un brazo después de haberme encontrado
detrás de la puerta cerrada y abrirla para hacerme entrar de un empellón, vi
cómo el Rengo y la señorita Maggi se instalaban en un sofá contra la pared, los
otros que completaban el cuadro con Fiori y Raguzzi al frente, con Nito pálido
entre los de la segunda fila, y el profesor Iriarte que se dirigía al cuadro
como en una clase, después de un saludo ceremonioso al Rengo y a la señorita
Maggi, yo perdiéndome como podía entre las locas del fondo que me miraban
riéndose y cuchicheando hasta que el profesor Iriarte carraspeó y se hizo un
silencio que duró no sé hasta cuándo.
–Se procederá a enunciar el decálogo –dijo el profesor
Iriarte–. Primera profesión de fe.
Yo lo miraba a Nito como si todavía él pudiera ayudarme, con
una estúpida esperanza de que me mostrara una salida, una puerta cualquiera
para escaparnos, pero Nito no parecía darse cuenta de que yo estaba ahí detrás,
miraba fijamente el aire como todos, inmóvil como todos ahora.
Monótonamente, casi sílaba a sílaba, el cuadro enunció:
–Del orden emana la fuerza, y de la fuerza emana el orden.
–¡Corolario! –mandó Iriarte.
–Obedece para mandar, y manda para obedecer –recitó el
cuadro.
Era inútil esperar que Nito se diera vuelta, hasta creo haber
visto que sus labios se movían como si se hicieran el eco de lo que recitaban
los otros. Me apoyé en la pared, un panel de madera que crujió, y una de las
locas, creo que Moreira, me miró alarmada. “Segunda profesión de fe”, estaba
ordenando Iriarte cuando sentí que eso no era un panel sino una puerta, y que
cedía poco a poco mientras yo me iba dejando resbalar en un mareo casi
agradable. “Ay, pero qué te pasa, precioso”, alcanzó a cuchichear Moreira y ya
el cuadro enunciaba una frase que no comprendí, girando de lado pasé al otro
lado y cerré la puerta, sentí la presión de las manos de Moreira y Macías que
buscaban abrirla y bajé el pestillo que brillaba maravillosamente en la
penumbra, empecé a correr por una galería, un codo, dos piezas vacías y a
oscuras, al final otro pasillo que llevaba directamente al corredor sobre el
patio en el lado opuesto a la sala de profesores. De todo eso me acuerdo poco,
yo no era más que mi propia fuga, algo que corría en la sombra tratando de no
hacer ruido, resbalando sobre las baldosas hasta llegar a la escalera de
mármol, bajarla de a tres peldaños y sentirme impulsado por esa casi caída
hasta las columnas del peristilo donde estaba el poncho y también los brazos
abiertos del gallego Manolo cerrándome el paso. Ya lo dije, me acuerdo poco de
todo eso, tal vez le hundí la cabeza en pleno estómago o lo barajé de una
patada en la barriga, el poncho se me enredó en uno de los pinchos de la reja,
pero lo mismo trepé y salté, en la vereda había un gris de amanecer y un viejo
andando despacio, el gris sucio del alba y el viejo que se quedó mirándome con
una cara de pescado, la boca abierta para un grito que no alcanzó a gritar.
Todo ese domingo no me moví de casa, por suerte me conocían
en la familia y nadie hizo preguntas que no hubiera contestado, a mediodía
llamé por teléfono a casa de Nito, pero la madre me dijo que no estaba, por la
tarde supe que Nito había vuelto pero que ya andaba otra vez afuera, y cuando
llamé a las diez de la noche, un hermano me dijo que no sabía dónde estaba. Me
asombró que no hubiera venido a buscarme, y cuando el lunes llegué a la escuela
me asombró todavía más encontrármelo en la entrada, él que batía todas las
marcas en materia de llegadas tarde. Estaba hablando con Delich, pero se separó
de él y vino a encontrarme, me estiró la mano y yo se la apreté aunque era
raro, era tan raro que nos diéramos la mano al llegar a la escuela. Pero qué
importaba si ya lo otro me venía a borbotones, en los cinco minutos que
faltaban para la campana teníamos que decirnos tantas cosas, pero entonces vos
qué hiciste, cómo te escapaste, a mí me atajó el gallego y entonces, sí, ya sé,
estaba diciéndome Nito, no te excites tanto, Toto, déjame hablar un poco a mí.
Che, pero es que… Sí, claro, no es para menos. ¿Para menos, Nito, pero vos me
estás cachando o qué? Ahora mismo tenemos que subir y denunciarlo al Rengo.
Esperá, esperá, no te calentés así, Toto.
Eso seguía, como dos monólogos cada uno por su lado, de
alguna manera yo empezaba a darme cuenta de que algo no andaba, de que Nito
estaba como en otra cosa. Pasó Moreira y saludó con una guiñada de ojos, de
lejos vi a la Chancha Delucía que entraba corriendo, a Raguzzi con su saco
deportivo, todos los hijos de puta iban llegando mezclados con los amigos, con
Llanes y Alermi que también decían qué tal, viste cómo ganó River, qué te había
dicho, pibe, y Nito mirándome y repitiendo aquí no, ahora no, Toto, a la salida
hablamos en el café. Pero mirá, mirá, Nito, miralo a Kurchin con la cabeza
vendada, yo no me puedo quedar callado, subamos juntos, Nito, o voy solo, te
juro que voy solo ahora mismo. No, dijo Nito, y había como otra voz en esa sola
palabra, no vas a subir ahora, Toto, primero vamos a hablar vos y yo.
Era él, claro, pero fue como si de repente no lo conociera.
Me había dicho que no como podía habérmelo dicho Fiori, que ahora llegaba
silbando, de civil por supuesto, y saludaba con una sonrisa sobradora que nunca
le había conocido antes. Me pareció como si todo se condensara de golpe en eso,
en el no de Nito, en la sonrisa inimaginable de Fiori; era de nuevo el miedo de
esa fuga en la noche, de las escaleras más voladas que bajadas, de los brazos
abiertos del gallego Manolo entre las columnas.
–¿Y por qué no voy a subir? –dije absurdamente–. ¿Por qué no
lo voy a denunciar al Rengo, a Iriarte, a todos?
–Porque es peligroso –dijo Nito–. Aquí no podemos hablar
ahora, pero en el café te explico. Yo me quedé más que vos, sabés.
–Pero al final también te escapaste –dije como desde una
esperanza, buscándolo como si no lo tuviera ahí delante mío.
–No, no tuve que escaparme, Toto. Por eso te digo que te
calles ahora.
–¿Y por qué tengo que hacerte caso? –grité, creo que a punto
de llorar, de pegarle, de abrazarlo.
–Porque te conviene –dijo la otra voz de Nito–. Porque no sos
tan idiota para no darte cuenta de que si abrís la boca te va a costar caro.
Ahora no podés comprender y hay que entrar a clase. Pero te lo repito, si decís
una sola palabra te vas a arrepentir toda la vida, si es que estás vivo.
Jugaba, claro, no podía ser que me estuviera diciendo eso,
pero era la voz, la forma en que me lo decía, ese convencimiento y esa boca
apretada. Como Raguzzi, como Fiori, ese convencimiento y esa boca apretada.
Nunca sabré de qué hablaron los profesores ese día, todo el tiempo sentía en la
espalda los ojos de Nito clavados en mí. Y Nito tampoco seguía las clases, qué
le importaban las clases ahora, esas cortinas de humo del Rengo y de la
señorita Maggi para que lo otro, lo que importaba de veras, se fuera cumpliendo
poco a poco, así como poco a poco se habían ido enunciando para él las
profesiones de fe del decálogo, una tras otra, todo eso que iría naciendo
alguna vez de la obediencia al decálogo, del cumplimiento futuro del decálogo,
todo eso que había aprendido y prometido y jurado esa noche y que alguna vez se
cumpliría para el bien de la patria cuando llegara la hora y el Rengo y la
señorita Maggi dieran la orden de que empezara a cumplirse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario