Julio Cortázar
ln memoriam J. M. y R. A.
Imposible explicarlo. Se iba apartando de
aquella zona donde las cosas tienen forma fija y
aristas, donde todo tiene un nombre sólido e
inmutable. Cada vez ahondaba más en la región
líquida, quieta e insondable donde se detenían
nieblas vagas y frescas como las de la madrugada.
CLARICE LISPECTOR, Cerca del corazón salvaje.
Por qué no, acaso bastaría proponérselo como ella habría de hacerlo más
tarde ahincadamente, y se la vería, se la sentiría con la misma claridad que
ella se veía y se sentía pedaleando bosque adentro en la mañana aún fresca,
siguiendo senderos envueltos en la penumbra de los helechos, en algún lugar de
Dordoña que los diarios y la radio llenarían más tarde de una efímera
celebridad infame hasta el rápido olvido, el silencio vegetal de esa media luz
perpetua por donde Janet pasaba como una mancha rubia, un tintineo de metal (su
cantimplora mal sujeta contra el crucero de aluminio), el pelo largo ofrecido
al aire que su cuerpo rompía y alteraba, liviano mascarón de proa hundiendo los
pies en el blando ceder alternado de los pedales, recibiendo en la blusa la mano
de la brisa apretándole los senos, doble caricia dentro del doble desfile de
troncos y de helechos en un verde translúcido de túnel, un olor de hongos y
cortezas y musgos, las vacaciones.
Y
también el otro bosque aunque fuera el mismo bosque pero no para Robert rechazado
en las granjas, sucio de una noche boca abajo contra un mal colchón de hojas secas,
frotándose la cara contra un rayo de sol filtrado por los cedros, preguntándose
vagamente si valía la pena quedarse en la región o entrar en las planicies
donde acaso lo esperaba un jarro de leche y un poco de trabajo antes de volver
a los grandes caminos o perderse de nuevo en bosques sin nombre, el mismo
bosque siempre con hambre y esa inútil cólera que le torcía la boca.
En la estrecha encrucijada Janet frenó indecisa, derecha
o izquierda o todavía adelante, todo igualmente verde y fresco, ofrecido como
dedos de una gran mano terrosa. Había salido del albergue para jóvenes al
despuntar el día porque el dormitorio estaba lleno de alientos pesados, de
fragmentos de pesadillas ajenas, de olor a gente poco bañada, los alegres
grupos que habían tostado maíz y cantado hasta medianoche antes de tirarse
vestidos sobre los catres de tela, las chicas de un lado y los muchachos más lejos,
vagamente ofendidos por tanto reglamento idiota, ya medio dormidos en mitad de
los irónicos inútiles comentarios. En pleno campo antes del bosque había bebido
la leche de la cantimplora, jamás volver a encontrarse de mañana con la gente
de la noche, también ella tenía su reglamento idiota, recorrer Francia mientras
duraran el dinero y el tiempo, sacar fotos, llenar su cuaderno de tapas
naranja, diecinueve años ingleses con ya muchos cuadernos y millas pedaleando,
la predilección por los grandes espacios, los ojos debidamente azules y el
rubio pelo suelto, grande y atlética y profesora de jardín de infantes
felizmente dispersos en playas y aldeas de la patria felizmente lejana. A la
izquierda, quizá, había una leve pendiente en la penumbra, dejarse ir después
de un simple golpe de pedal. Empezaba a hacer calor, la silla de la bicicleta
la recibía pesadamente, con una primera humedad que más tarde la obligaría a bajarse,
a despegar el slip de la piel y a alzar los brazos para que el aire fresco se paseara
bajo la blusa. Eran apenas las diez, el bosque se anunciaba lento y profundo;
tal vez antes de llegar a la ruta del lado opuesto fuera bueno instalarse al
pie de un roble y comer los sándwiches, escuchando la radio de bolsillo o
agregando una jornada más a su diario de viaje interrumpido muchas veces por
inicios de poemas y pensamientos no siempre felices que el lápiz escribía y
después tachaba con pudor, con trabajo.
No
era fácil verlo desde la senda. Sin saberlo había dormido a veinte metros de un
hangar abandonado, y ahora le pareció estúpido haber dormido sobre el suelo húmedo
cuando detrás de las planchas de pino llenas de agujeros se veía un piso de
paja seca bajo el techo casi intacto. Ya no tenía sueño y era una lástima; miró
inmóvil el hangar y no le sorprendió que la ciclista llegara por el sendero y
frenara, ella sí como desconcertada, frente a la construcción asomando entre
los árboles. Antes de que Janet lo viera él ya sabía todo, todo de ella y de él
en una sola marea sin palabras, desde una inmovilidad que era como un futuro
agazapado. Ahora ella volvía la cabeza, la bicicleta inclinada y un pie en
tierra, y encontraba sus ojos. Los dos parpadearon a la vez.
Sólo se podía hacer una cosa en esos casos poco
frecuentes pero siempre probables, decir bon jour y partir sin excesivo
apuro. Janet dijo bon jour y empujó la bicicleta para dar media vuelta;
su pie se desprendía del suelo para dar el primer golpe de pedal cuando Robert
le cortó el paso y sujetó el manubrio con una mano de uñas negras. Todo era
clarísimo y confuso a la vez, la bicicleta volcándose y el primer grito de
pánico y protesta, los pies buscando un inútil apoyo en el aire, la fuerza de
los brazos la ceñían, el paso casi a la carrera entre las tablas rotas del
hangar, un olor a la vez joven y salvaje de cuero y sudor, una barba oscura de
tres días, una boca quemándole la garganta.
Nunca
quiso hacerle daño, nunca había dañado para poseer lo poco que le había sido
dado en los previsibles reformatorios, solamente era así, veinticinco años y
así, todo a la vez, lento como cuando tenía que escribir su nombre, Robert
letra por letra, después el apellido todavía más lento, y rápido como el gesto
que a veces le valía una botella de leche o un pantalón puesto a secar en el
césped de un jardín, todo podía ser lento e instantáneo a la vez, una decisión
seguida de un deseo de que todo durara mucho, que esa chica no se debatiera
absurdamente puesto que él no quería hacerle daño, que comprendiera la
imposibilidad de escaparse o de ser socorrida y se sometiera quietamente, ni
siquiera sometiéndose, dejándose ir como él se dejaba ir tendiéndola sobre la
paja y gritándole al oído que se callara, que no fuera idiota, que esperara mientras
él buscaba botones y broches sin encontrar más que convulsiones de resistencia,
ráfagas de palabras en otro idioma, gritos, gritos que alguien terminaría por escuchar.
No había sido exactamente así, había el horror y la
revulsión frente al ataque de la bestia, Janet había luchado por zafarse y huir
a la carrera y ahora ya no era posible y el horror no venía totalmente de la
bestia barbuda porque no era una bestia, su manera de hablarle al oído y
sujetarla sin hundirle las manos en la piel, sus besos que caían sobre su cara
y su cuello con picor de barba crecida pero besos, la revulsión venía de someterse
a ese hombre que no era una bestia hirsuta pero un hombre, la revulsión de alguna
manera la había acechado desde siempre, desde su primera sangre una tarde en la
escuela, mistress Murphy y sus advertencias a la clase con acento de
Cornualles, las noticias de policía en los diarios siempre comentadas en
secreto en el pensionado, las lecturas prohibidas donde aquello no era aquello
que las lecturas aconsejadas por mistress Murphy habían insinuado
rosadamente con o sin Mendelssohn y lluvia de arroz, los comentarios
clandestinos sobre el episodio de la primera noche en Fanny Hill, el
largo silencio de su mejor amiga al retorno de sus bodas y después el brusco
llanto pegada contra ella, fue horrible, Janet, aunque más tarde la felicidad
del primer hijo, la vaga evocación una tarde de paseo juntas, hice mal en
exagerar tanto, Janet, un día verás, pero ya demasiado tarde, la idea fija, fue
tan horrible, Janet, otro cumpleaños, la bicicleta y el plan de viajar sola
hasta que tal vez, tal vez poco a poco, diecinueve años y el segundo viaje de
vacaciones a Francia, Dordoña en agosto.
Alguien
terminaría por escuchar, se lo gritó cara contra cara aunque ya sabía que ella
era incapaz de comprender, lo miraba desorbitadamente y suplicaba algo en otro idioma,
luchando por zafar las piernas, por enderezarse, durante un momento le pareció que
quería decirle algo que no era solamente gritos o súplicas o insultos en su
lengua, le desabrochó la blusa buscando ciegamente los cierres más abajo,
fijándola al colchón de paja con todo su cuerpo cruzado sobre el de ella,
pidiéndole que no gritara más, que ya no era posible que siguiera gritando,
alguien iba a venir, déjame, no grites más, déjame de una vez, por favor, no
grites.
Cómo no luchar si él no comprendía, si las palabras que
hubiera querido decirle en su idioma brotaban en pedazos, se mezclaban con sus
balbuceos y sus besos y él no podía comprender que no se trataba de eso, que
por horrible que fuera lo que estaba tratando de hacerle, lo que iba a hacerle,
no era eso, cómo explicarle que hasta entonces nunca, que Fanny Hill, que
por lo menos esperara, que en su maleta había crema facial, que así no podría
ser, no podría ser sin eso que había visto en los ojos de su amiga, la náusea
de algo insoportable, fue horrible Janet, fue tan horrible. Sintió ceder la
falda, la mano que corría bajo el slip y lo arrancaba, se contrajo con un
último estallido de angustia y luchó por explicar, por detenerlo al borde para
que eso fuera diferente, lo sintió contra ella y la embestida entre los muslos
entornados, un dolor punzante que crecía hasta el rojo y el fuego, aulló de
horror más que de sufrimiento como si eso no pudiera ser todo y solamente el
inicio de la tortura, sintió sus manos en su cara tapándole la boca y
resbalando hacia abajo, la segunda embestida contra la que ya no se podía
luchar, contra la que ya no había gritos ni aire ni lágrimas.
Sumido
en ella en un brusco término de lucha acogido sin que continuara esa desesperada
resistencia que había tenido que abatir empalándola una y otra vez hasta llegar
a lo más hondo y sentir toda su piel contra la suya, el goce vino como un
látigo y se anegó en un balbuceo agradecido, en un ciego abrazo interminable.
Apartando la cara del hueco del hombro de Janet, le buscó los ojos para
decírselo, para agradecerle que al final hubiera callado; no podía sospechar
otras razones para esa resistencia salvaje, ese debatirse que lo había obligado
a forzarla sin lástima, pero ahora tampoco comprendía bien la entrega, el
brusco silencio. Janet lo estaba mirando, una de sus piernas había resbalado
lentamente hacia afuera. Robert empezó a apartarse, a salir de ella, mirándola en
los ojos. Comprendió que Janet no lo veía.
Ni lágrimas ni aire, el aire había faltado de golpe,
desde el fondo del cráneo una ola le había tapado los ojos, ya no tenía cuerpo,
lo último había sido el dolor una y otra vez y entonces en mitad del alarido el
aire había faltado de golpe, expirado sin volver a entrar, sustituido por el
velo rojo como párpados de sangre, un silencio pegajoso, algo que duraba sin
ser, algo que era de otro modo donde todo seguía estando pero de otro modo, más
acá de los sentidos y del recuerdo.
No
lo veía, los ojos dilatados le pasaban a través de la cara. Arrancándose de
ella se arrodilló a su lado, hablándole mientras sus manos reajustaban
malamente el pantalón y buscaban la hebilla del cierre como trabajando por su
cuenta, alisando la camisa y metiendo los faldones bajo el cinturón. Veía la
boca entreabierta y torcida, el hilo de baba rosada resbalando por el mentón,
los brazos en cruz con las manos crispadas, los dedos inmóviles, el pecho
inmóvil, el vientre desnudo inmóvil con sangre brillando, resbalando lentamente
por los muslos entreabiertos. Cuando gritó, levantándose de un salto, creyó por
un segundo que el grito venía de Janet, pero desde arriba, parado como un
muñeco oscilante, veía las marcas en la garganta, el torcimiento inadmisible
del cuello que ladeaba la cabeza de Janet, la volvía algo que se estaba
burlando de él con un gesto de títere caído, todas las cuerdas cortadas.
De otro modo, tal vez desde el principio mismo, en todo
caso ya no allí, movida a algo como una diafanidad, un medio translúcido en el
que nada tenía cuerpo y donde eso que era ella no se situaba desde pensamientos
u objetos, ser viento siendo Janet o Janet siendo viento o agua o espacio pero
siempre claro, el silencio era luz o lo contrario o las dos cosas, el tiempo
estaba iluminado y eso era ser Janet, algo sin asidero, sin una mínima sombra
de recuerdo que interrumpiera y fijara ese decurso como entre cristales, burbuja
dentro de una masa de plexiglás, órbita de pez transparente en un ilimitado acuario
luminoso.
El
hijo de un leñador encontró la bicicleta en el sendero y a través de los tablones
del hangar entrevió el cuerpo boca arriba. Los gendarmes verificaron que el asesino
no había tocado la maleta o el bolso de Janet.
Derivar en lo inmóvil sin antes ni después, un ahora
hialino sin contacto ni referencias, un estado en el que continente y contenido
no se diferenciaban, un agua fluyendo en el agua, hasta que sin transición era
el ímpetu, un violento rush proyectándola, sacándola sin que algo
pudiera aprehender el cambio, solamente el rush vertiginoso en lo
horizontal o vertical de un espacio estremecido en su velocidad. Alguna vez se
salía de lo informe para acceder a una rigurosa fijeza igualmente separada de
toda referencia y sin embargo tangible, hubo esa hora en que Janet cesó de ser
agua del agua o viento del viento, por primera vez sintió, se sintió encerrada
y limitada, cubo de un cubo, inmóvil cubidad. En ese estado cubo fuera de lo
translúcido y lo huracanado, algo como una duración se instalaba, no un antes o
un después pero un ahora más tangible, un comienzo de tiempo reducido a un
presente espeso y manifiesto, cubo en el tiempo. De haber podido elegir hubiera
preferido el estado cubo sin saber por qué, acaso porque en los continuos
cambios era la única condición donde nada cambiaba como si allí se estuviera
dentro de límites dados, en la certeza de una cubidad constante, de un presente
que insinuaba una presencia, casi una tangibilidad, un presente que contenía
algo que acaso era tiempo, acaso un espacio inmóvil donde todo desplazamiento
quedaba como trazado. Pero el estado cubo podía ceder a los otros vértigos y
antes y después o durante se estaba en otro medio, se era nuevamente resbalamiento
fragoroso en un océano de cristales o de rocas diáfanas, un fluir sin dirección
hacia nada, una succión de tornado con torbellinos, algo como resbalar en el entero
follaje de una selva, sostenida de hoja en hoja por una apesantez de baba del diablo
y ahora –ahora sin antes, un ahora seco y dado ahí– acaso otra vez el estado cubo
cercando y deteniendo, límites en el ahora y el ahí que de alguna manera era reposo.
El
proceso se abrió en Poitiers a fines de julio de 1956. Robert fue defendido por
Maître Rolland; el jurado no admitió las circunstancias atenuantes derivadas de
una orfandad temprana, los reformatorios y el desempleo. El acusado escuchó con
un tranquilo estupor la sentencia de muerte, los aplausos de un público entre
el cual se contaban no pocos turistas británicos.
Poco a poco (¿poco a poco en una condición fuera del
tiempo? Maneras de decir) se iban dando otros estados que acaso ya se habían
dado, aunque ya significara antes y no había antes; ahora (y tampoco
ahora) imperaba un estado viento y ahora un estado reptante en el que cada
ahora era penoso, la oposición total al estado viento porque sólo se daba como
arrastre, un progresar hacia ninguna parte; de haber podido pensar, en Janet se
hubiera abierto paso la imagen de la oruga recorriendo una hoja suspendida en el
aire, pasando por sus caras y volviendo a pasar sin la menor visión ni tacto ni
límite, anillo de Moebius infinito, reptación hasta el borde de una cara para ingresar
o ya estar en la opuesta y volver sin cesación de cara a cara, un arrastre lentísimo
y penoso ahí donde no había medida de la lentitud o del sufrimiento pero se era
reptación y ser reptación era lentitud y sufrimiento. O lo otro (¿lo otro en
una condición sin términos comparables?), ser fiebre, recorrer vertiginosamente
algo como tubos o sistemas o circuitos, recorrer condiciones que podían ser
conjuntos matemáticos o partituras musicales, saltar de punto en punto o de
nota en nota, entrar y salir de circuitos de computadora, ser conjunto o
partitura o circuito recorriéndose a sí mismo y eso daba ser fiebre, daba
recorrer furiosamente constelaciones instantáneas de signos o notas sin formas
ni sonidos. De alguna manera era el sufrimiento, la fiebre. Ser ahora el estado
cubo o ser ola contenía una diferencia, se era sin fiebre o sin reptación, el
estado cubo no era la fiebre y ser fiebre no era el estado cubo o el estado
ola. En el estado cubo ahora –un ahora de pronto más ahora– por primera vez (un
ahora donde acababa de darse un indicio de primera vez), Janet dejó de ser el
estado cubo para ser en el estado cubo, y más tarde (porque esa primera
diferenciación del ahora entrañaba el sentimiento de más tarde) en el estado
ola Janet dejó de ser el estado ola para ser en el estado ola. Y todo eso
contenía los indicios de una temporalidad, ahora se podía reconocer una primera
vez y una segunda vez, un ser en ola o ser en fiebre que se sucedían para ser perseguidos
por un ser en viento o ser en follaje o ser de nuevo en cubo, ser cada vez más
Janet en, ser Janet en el tiempo, ser eso que no era Janet pero que pasaba del
estado cubo al estado fiebre o volvía al estado oruga, porque cada vez más los
estados se fijaban y establecían y de algún modo se delimitaban no solamente en
tiempo sino en espacio, se pasaba de uno a otro, se pasaba de una placidez cubo
a una fiebre circuito matemático o follaje de selva ecuatorial o interminables
botellas cristalinas o torbellinos de maelstrom en suspensión hialina o
reptación penosa sobre superficies de doble cara o poliedros facetados.
La
apelación fue rechazada y trasladaron a Robert a la Santé en espera de la ejecución.
Sólo la gracia del presidente de la República podía salvarlo de la guillotina. El
condenado pasaba los días jugando al dominó con los guardianes, fumando sin
cesar, durmiendo pesadamente. Soñaba todo el tiempo, por la mirilla de la celda
los guardianes lo veían removerse en el camastro, levantar un brazo,
estremecerse.
En alguno de los
pasos habría de darse el primer rudimento de un recuerdo resbalando entre las
hojas o al cesar en el estado cubo para ser en la fiebre supo de algo que había
sido Janet, inconexamente una memoria intentaba entrar y fijarse, una vez fue saber
que era Janet, acordarse de Janet en un bosque, de la bicicleta, de Constance Myers
y de unos chocolates en una bandeja de alpaca. Todo empezaba a aglomerarse en el
estado cubo, se iba dibujando y definiendo confusamente, Janet y el bosque,
Janet y la bicicleta, y con las ráfagas de imágenes se precisaba poco a poco un
sentimiento de persona, una primera inquietud, la visión de un tejado de
maderas podridas, estar boca arriba y sujeta por una fuerza convulsiva, miedo
al dolor, frote de una piel que le pinchaba la boca y la cara, algo se acercaba
abominable, algo luchaba por explicarse, por decirse que no era así, que eso no
hubiera tenido que ser así, y al borde de lo imposible el recuerdo se detenía,
una carrera en espiral acelerándose hasta la náusea la arrancaba del cubo para
hundirla en ola o en fiebre, o lo contrario, la aglutinante lentitud de reptar
una vez más sin otra cosa que eso, que ser en reptación, como ser en ola o vidrio
era de nuevo solamente eso hasta otro cambio. Y cuando recaía en el estado cubo
y volvía a un reconocimiento confuso, hangar y chocolate y rápidas visiones de campanarios
y condiscípulas, lo poco que podía hacer luchaba sobre todo por durar ahí en la
cubidad, por mantenerse en ese estado donde había detención y límites, donde se
terminaría por pensar y reconocerse. Una y otra vez llegó a las sensaciones
últimas, al picor de una piel barbuda contra su boca, a la resistencia bajo
unas manos que le arrancaban la ropa antes de perderse de nuevo
instantáneamente en una carrera fragorosa, hojas o nubes o gotas o huracanes o
circuitos fulminantes. En el estado cubo no podía pasar del límite donde todo
era horror y revulsión pero si la voluntad le hubiera sido dada esa voluntad se
habría fijado ahí donde afloraba Janet sensible, donde había Janet queriendo
abolir la recurrencia. En plena lucha contra el peso que la aplastaba contra la
paja del hangar, obstinándose en decir que no, que eso no tenía que pasar así entre
gritos y paja podrida, resbaló una vez más al moviente estado en que todo fluía
como creándose en el acto de fluir, un humo girando en su propio capullo que se
abre y se enrosca en sí mismo, el ser en olas, en el trasvasarse indefinible
que ya tantas veces la había mantenido en suspensión, alga o corcho o medusa.
Con esa diferencia que Janet sintió venir desde algo que se parecía al
despertar de un sueño sin sueños, al caer en el despertar de una mañana en
Kent, ser de nuevo Janet y su cuerpo, una noción de cuerpo, de brazos y
espaldas y pelo flotando en el medio hialino, en la transparencia total porque
Janet no veía su cuerpo, era su cuerpo por fin de nuevo pero sin verlo, era conciencia
de su cuerpo flotando entre olas o humo, sin ver su cuerpo Janet se movió, adelantó
un brazo y tendió las piernas en un impulso de natación, diferenciándose por primera
vez de la masa ondulante que la envolvía, nadó en agua o en humo, fue su cuerpo
y gozó en cada brazada, que ya no era carrera pasiva, traslación interminable. Nadó
y nadó, no necesitaba verse para nadar y recibir la gracia de un movimiento voluntario,
de una dirección que manos y pies imprimían a la carrera. Caer sin transición
en el estado cubo fue otra vez el hangar, volver a recordar y a sufrir, otra
vez hasta el límite del peso insoportable, del dolor lancinante y la marea roja
tapándole la cara, se encontró del otro lado reptando con una lentitud que
ahora podía medir y abominar, pasó a ser fiebre, a ser rush de huracán,
a ser de nuevo en olas y gozar de su cuerpo Janet, y cuando al término de lo
indeterminado todo coaguló en el estado cubo, no fue el horror sino el deseo lo
que la esperaba al otro lado del término, con imágenes y palabras en el estado
cubo, con el goce de su cuerpo en el ser en olas. Comprendiendo, reunida con sí
misma, invisiblemente ella Janet, deseó a Robert, deseó otra vez el hangar de
otra manera, deseó a Robert que la había llevado a lo que era ahí y ahora, comprendió
la insensatez bajo el hangar y deseó a Robert, y en la delicia de la natación entre
cristales líquidos o estratos de nubes en la altura lo llamó, le tendió su cuerpo
boca arriba, lo llamó para que consumara de verdad y en el goce la torpe
consumación en la paja maloliente del hangar.
Duro
es para el abogado defensor comunicar a su cliente que el recurso de gracia ha
sido denegado; Maître Rolland vomitó al salir de la celda donde Robert, sentado
al borde del camastro, miraba fijamente el vacío.
De la sensación pura al conocimiento, de la fluidez de
las olas al cubo severo, uniéndose en algo que de nuevo era Janet, el deseo
buscaba su camino, otro paso entre los pasos recurrentes. La voluntad volvía a
Janet, al principio la memoria y las sensaciones se habían dado sin un eje que
las modulara, ahora con el deseo la voluntad volvía a Janet, algo en ella
tendía un arco como de piel y de tendones y de vísceras, la proyectaba hacia
eso que no podía ser, exigiendo el acceso por dentro o por fuera de los estados
que la envolvían y abandonaban vertiginosamente, su voluntad era el deseo abriéndose
paso en líquidos y constelaciones fulminantes y lentísimos arrastres, era Robert
en alguna parte como término, la meta que ahora se dibujaba y tenía un nombre y
un tacto en el estado cubo y que después o antes en la ahora placentera
natación entre olas y cristales se resolvía en clamor, en llamada acariciándola
y lanzándola a sí misma. Incapaz de verse, se sentía; incapaz de pensar
articuladamente, su deseo era deseo y Robert, era Robert en algún estado
inalcanzable pero que la voluntad Janet buscaba forzar, un estado Robert en el
que el deseo Janet, la voluntad Janet querían acceder como ahora otra vez al
estado cubo, a la solidificación y delimitación en que rudimentarias
operaciones mentales eran más y más posibles, jirones de palabras y recuerdos,
sabor de chocolate y presión de pies en pedales cromados, violación entre convulsiones
de protesta donde ahora anidaba el deseo, la voluntad de finalmente ceder entre
lágrimas de goce, de aceptación agradecida, de Robert.
Su
calma era tan grande, su gentileza tan extrema que lo dejaban solo de a ratos, venían
a espiar por la mirilla de la puerta o a proponerle cigarrillos o una partida
de dominó. Perdido en su estupor que de algún modo lo había acompañado siempre,
Robert no sentía el paso del tiempo. Se dejaba afeitar, iba a la ducha con sus
dos guardianes, alguna vez preguntaba por el tiempo, si estaría lloviendo en
Dordoña.
Fue siendo en olas o cristales que una brazada más
vehemente, un desesperado golpe de talón la lanzó a un espacio frío y
encerrado, como si el mar la vomitara en una gruta de penumbra y de humo de
Gitanes. Sentado en el camastro Robert miraba el aire, el cigarrillo quemándose
olvidado entre los dedos. Janet no se sorprendió, la sorpresa no tenía curso
ahí, ni la presencia ni la ausencia; un tabique transparente, un cubo de diamante
dentro del cubo de la celda la aislaba de toda tentativa, de Robert ahí delante
bajo la luz eléctrica. El arco de sí misma tendido hasta lo último no tenía
cuerda ni flecha contra el cubo de diamante, la transparencia era silencio de
materia infranqueable, ni una sola vez Robert había alzado los ojos para mirar
en esa dirección que solamente contenía el aire espeso de la celda, las volutas
del tabaco. El clamor Janet, la voluntad Janet capaz de llegar ahí, de
encontrar hasta ahí se estrellaba en una diferencia esencial, el deseo Janet
era un tigre de espuma translúcida que cambiaba de forma, tendía blancas garras
de humo hacia la ventanilla enrejada, se ahilaba y se perdía retorciéndose en
su ineficacia. Lanzada en un último impulso, sabiendo que instantáneamente
podía ser otra vez reptación o carrera entre follajes o granos de arena o
fórmulas atómicas, el deseo Janet clamó la imagen de Robert, buscó alcanzar su
cara o su pelo, llamarlo de su lado. Lo vio mirar hacia la puerta, escrutar un
instante la mirilla vacía de ojos vigilantes. Con un gesto fulminante Robert
sacó algo de debajo del cobertor, una vaga soga de sábana retorcida. De un
salto alcanzó la ventanilla, pasó la soga. Janet aullaba llamándolo, estrellaba
el silencio de su aullido contra el cubo de diamante. La investigación mostró
que el reo se había ahorcado dejándose caer sobre el suelo con todas sus
fuerzas. El tirón debió hacerle perder los sentidos y no se defendió de la
asfixia; apenas habían pasado cuatro minutos desde la última inspección ocular
de los guardianes. Ya nada, en pleno clamor la ruptura y el paso a la
solidificación del estado cubo, quebrado por el ingreso Janet en el ser fiebre,
recorrido en espiral de incontables alambiques, salto a una profundidad de
tierra espesa donde el avance era un morder obstinado en sustancias
resistentes, pegajoso ascender a niveles vagamente glaucos, paso al ser en
olas, primeras brazadas como una felicidad que ahora tenía un nombre, hélice
invirtiendo su giro, desesperación vuelta esperanza, poco importaban ya los
pasos de un estado a otro, ser en follaje o en contrapunto sonoro, ahora el
deseo Janet los provocaba, los buscaba con una flexión de puente enviándose al
otro lado en un salto de metal. En alguna condición, pasando por algún estado o
por todos a la vez, Robert. En algún momento ser fiebre Janet o ser en olas
Janet podía ser Robert olas o fiebre o estado cubo en el ahora sin tiempo, no
Robert sino cubidad o fiebre porque también a él lentamente los ahoras lo
dejarían pasar a ser en fiebre o en olas, le irían dando Robert poco a poco, lo
filtrarían y arrastrarían y fijarían en una simultaneidad alguna vez entrando
en lo sucesivo, el deseo Janet luchando contra cada estado para sumirse en los
otros donde todavía Robert no, ser una vez más en fiebre sin Robert, paralizarse
en el estado cubo sin Robert, entrar blandamente en el líquido donde las primeras
brazadas eran Janet, entera sintiéndose y sabiéndose Janet, pero allí alguna
vez Robert, allí seguramente alguna vez al término del tibio balanceo en olas
cristales una mano alcanzaría la mano de Janet, sería al fin la mano de Robert.
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