H. G. Wells
En
verdad, el dominio de la navegación aérea se debe al esfuerzo de miles de
hombres: éste sugiere una idea y aquel otro realiza un experimento, hasta que,
finalmente, sólo fue necesario un potente esfuerzo intelectual para concluir la
empresa. Pero la inexorable injusticia del sentir popular ha decidido que de
todos esos miles de hombres, sólo uno, y en este caso un hombre que nunca voló,
fuera elegido como el inventor, del mismo modo que decidió honrar a Watt como
descubridor del vapor y a Stephenson de la locomotora. Y, seguramente, de todos
estos nombres reverenciados, ninguno lo ha sido de forma tan grotesca y trágica
como el del pobre Filmer, la tímida e intelectual criatura que resolvió el
problema que había sumido en la perplejidad y en el temor a tantas
generaciones, el hombre que apretó el botón que ha modificado la paz y la guerra,
y casi todas las condiciones de la felicidad y vida humanas. El repetido
prodigio de la pequeñez del científico que se enfrenta a la grandeza de su
ciencia jamás ha encontrado una ejemplificación tan asombrosa. Gran parte de
los datos referentes a Filmer permanecen en una profunda oscuridad, y así han
de quedar –los Filmer no atraen a los Boswell–, pero los hechos esenciales y la
escena final son suficientemente claros, y existen cartas, notas y alusiones
casuales que nos ayudan a ensamblar las diferentes piezas del rompecabezas
final. Y esta es la historia que se obtiene, juntando una pieza con otra, sobre
la vida y muerte de Filmer.
La primera huella auténtica de Filmer en las páginas
de la historia es un documento en el cual solicita ser admitido como estudiante
de física becado en los laboratorios del gobierno, en South Kensington, y con
tal propósito se describe a sí mismo como hijo de un “zapatero de batalla” (“remendón”
en lenguaje vulgar) de Dover, y elabora además una lista de las diferentes
investigaciones que prueban su elevada capacidad para la química y las
matemáticas. Con cierta falta de dignidad, pretende incrementar dichas dotes
valiéndose de una declaración de pobreza y de las desventajas consecuentes a
dicha situación y se refiere al laboratorio como la “meta” de sus ambiciones,
una revelación involuntaria que refuerza su pretensión de consagrarse
exclusivamente a las ciencias exactas. El documento está anotado de una manera
que muestra que Filmer consiguió esta codiciada oportunidad, pero hasta hace
muy poco no se habían encontrado rastros de sus éxitos en la institución del
gobierno.
Ahora, sin embargo, ha quedado demostrado que a pesar
de su celo declarado por la investigación, Filmer, antes de haber cumplido un
año de beca, fue tentado por la posibilidad de un pequeño incremento en sus
ingresos inmediatos, de manera que abandonó el laboratorio y se convirtió en
uno de los calculadores de nueve peniques por hora empleados por un célebre profesor
para ayudarle en la dirección de sus vastas investigaciones en el terreno de la
física solar, investigaciones que todavía son motivo de asombro para los
astrónomos. Después, durante siete años, a excepción de las listas de aprobados
de la Universidad de Londres, en las cuales se le ve trepar lentamente hasta
una doble licenciatura de primera clase en matemáticas y química, no hay
evidencia de cómo pasaba Filmer su vida. Nadie sabe cómo o dónde vivió, aunque
parece muy probable que se mantuviera dando clases mientras proseguía los
estudios necesarios para su graduación. Y después, cosa realmente extraña,
aparece mencionado en la correspondencia de Arthur Hicks, el poeta.
“¿Recuerdas a Filmer? –escribe Hicks a su amigo Vance–.
Pues bien, no ha cambiado lo más mínimo; la misma forma hostil de hablar entre
dientes y la misma barba repugnante –¿cómo puede ingeniárselas un hombre para
dar siempre la impresión de que lleva tres días sin rasurarse?–, y todavía
conserva esa especie de aire furtivo de estar ocupado en asuntos secretos
cuando uno se lo encuentra; incluso su chaqueta y su cuello raído no muestran
señales del paso de los años. Estaba escribiendo en la biblioteca y yo me senté
a su lado en nombre de la caridad divina, tras lo cual me insultó
deliberadamente mientras tapaba sus anotaciones. Al parecer, tiene en sus manos
algún brillante descubrimiento y sospecha que yo –¡con un libro de poemas
editado en Bodley!– pretendo robárselo. Ha cosechado notables honores en la
Universidad –me los enumeró precipitadamente, con una especie de estúpido
entusiasmo, como si temiera que yo pudiera interrumpirlo antes de haberme
mencionado todos– y me habló largo y tendido sobre la obtención de su doctorado
en ciencias, de la misma forma que uno podría hablar de subir a un coche. Y
luego, con un insidioso tono comparativo, me preguntó por lo que yo estaba
haciendo mientras su brazo se extendía nerviosamente –un verdadero brazo
protector– sobre el papel que escondía la preciosa idea, su única idea
prometedora.
“–Poesía –dijo–, poesía. ¿Y qué pretende enseñar con
eso, Hicks?
“El pobre hombre es un embrión de catedrático de
provincia, y yo doy gracias a Dios con devoción por haberme obsequiado con una
preciosa indolencia, sin la cual podría haber seguido el camino hacia el
doctorado en ciencias y la destrucción…”
Me atrevo a pensar que esta curiosa viñeta atrapa a
Filmer en el momento o en momentos cercanos al nacimiento de su descubrimiento.
Hicks se equivocaba al pronosticar a Filmer una
cátedra de provincia. La siguiente instantánea nos lo muestra disertando acerca
de “la goma y sus sustitutos” en la Sociedad de Artes –había llegado a director
de una importante fábrica de productos plásticos–, y ahora se sabe que en aquel
tiempo era miembro de la Sociedad Aeronáutica, aunque no aportó nada en las
discusiones de dicha corporación, pues prefería, sin duda, madurar su gran idea
sin ayuda externa. Y a los dos años de aquella ponencia en la Sociedad de Artes
se dedicó a sacar apresuradamente cierto número de patentes y a proclamar de
forma muy poco seria la conclusión de las investigaciones divergentes que
harían posible su máquina voladora. La primera declaración definitiva apareció
en un mediocre vespertino, a través de la agencia de un individuo que se
alojaba en la misma casa que Filmer. Esta precipitación final, después de una
larga y laboriosa paciencia para mantener el secreto, parece haber sido debida
a un pánico innecesario, pues Bootle, el célebre charlatán científico estadunidense,
había hecho una declaración que Filmer interpretó erróneamente como una
anticipación de su idea.
Ahora bien, ¿en qué consistía exactamente la idea de
Filmer? En realidad era una idea muy simple. Antes de él, las búsquedas de los
aeronáuticos habían seguido dos líneas divergentes: por una parte se habían
construido globos –grandes aparatos más ligeros que el aire, de fácil ascenso y
de descenso relativamente seguro, pero que flotaban impotentemente a merced de
cualquier brisa que los impulsara–; y, por otra, se habían desarrollado
máquinas voladoras que sólo volaban en teoría –vastas estructuras planas más
pesadas que el aire, impulsadas y mantenidas por pesados motores, y la mayoría
de ellas se hacían pedazos al primer descenso–. Pero, dejando a un lado el
hecho de que el inevitable desplome final las hacía imposibles, el peso de las
máquinas voladoras ofrecía al menos una teórica ventaja: podrían navegar por el
aire en sentido contrario al viento, una condición necesaria si la navegación
aérea había de tener algún valor práctico. El mérito particular de Filmer
consistió en descubrir la manera de que las ventajas opuestas, y hasta entonces
incompatibles, del globo y la pesada máquina voladora pudieran ser combinadas
en un único aparato, que sería, a voluntad, más pesado o más ligero que el
aire. Las vejigas contráctiles de los peces y las cavidades neumáticas de los
pájaros le brindaron los primeros ejemplos. Inventó un sistema de globos
contráctiles y absolutamente cerrados que, al dilatarse, podrían elevar los
actuales aparatos voladores con facilidad, y, al contraerse por medio de una
complicada “musculatura” que Filmer había entretejido a su alrededor, quedarían
casi completamente replegados en el interior del armazón; la estructura que
sostenía estos globos fue construida con tubos huecos y rígidos que expulsaban
el aire automáticamente por medio de un ingenioso dispositivo a medida que el
aparato descendía, y que permanecían vacíos tanto tiempo como deseara el
aeronauta. A diferencia de los aeroplanos precedentes, esta máquina no tenía
alas o hélices, y el único motor que requería era el potente y compacto
dispositivo, imprescindible para contraer los globos. Se dio cuenta de que un
aparato como el que había inventado podría elevarse con la estructura vacía de
aire y los globos dilatados a una altura considerable; y luego, podría contraer
los globos y dejar que el aire penetrara en la estructura de tubos, de modo que
al ajustar sus pesos se deslizara por el aire en la dirección deseada. A medida
que descendiera, el aparato acumularía velocidad y, al mismo tiempo, perdería
peso, y el impulso acumulado por el rápido descenso podría ser utilizado por
medio de un desplazamiento de pesos para remontarse de nuevo gracias a la
expansión de los globos. Esta concepción, que permanecía todavía dentro de los
límites de la concepción básica de toda máquina voladora factible, necesitaba,
sin embargo, un enorme despliegue de trabajos para coordinar los detalles,
antes de que pudiera ser realizada definitivamente, y Filmer –como solía decir
a los numerosos reporteros que se apiñaban a su alrededor en el apogeo de su
fama– había llevado a cabo estos trabajos “generosa e incondicionalmente”.
Encontró una dificultad especial en el tejido elástico del globo contráctil.
Comprendió que necesitaba un nuevo material, y para el descubrimiento y
manufactura de este nuevo material, tuvo que realizar –como jamás dejó de
recalcar a los reporteros– “un trabajo mucho más arduo que el que realicé para
llegar a la conclusión definitiva de lo que parece ser mi mayor descubrimiento”.
Pero no vaya a creerse que estas entrevistas
sucedieron inmediatamente después de que Filmer proclamara su invento.
Transcurrieron cerca de cinco años, durante los cuales continuó tímidamente en
la fábrica de goma –parece haber dependido por completo de estos pequeños
ingresos desde que inició su investigación–, haciendo infructuosos intentos
para convencer a un público bastante indiferente de que él había inventado
realmente lo que había inventado. Dedicó la mayor parte de su tiempo libre a
redactar cartas para la prensa diaria y científica, explicando con precisión el
incuestionable resultado de sus investigaciones y demandando ayuda financiera.
Esto último habría sido suficiente para suprimir sus cartas. Invirtió los días
festivos de los que podía disponer en insatisfactorias entrevistas con los
porteros de los principales periódicos de Londres –estaba muy poco dotado para
inspirar confianza a los conserjes–, y se sabe con absoluta seguridad que
intentó convencer al Ministerio de la Guerra para que patrocinara su invento.
En dicho Ministerio se conserva todavía una carta confidencial del general
Volleyfire al conde de Frogs.
“El tipo en cuestión es un chiflado, y una molestia de
la más baja categoría”, dice el general con su típico estilo militar,
populachero y sensato, y de este modo dio a los japoneses la oportunidad de
asegurarse –tal y como hicieron posteriormente– la primacía en este aspecto de
la guerra, primacía que, para mayor desventura nuestra, conservan todavía.
Y entonces, gracias a un golpe de suerte, se
descubrió que la membrana que había ideado Filmer para su globo contráctil era
de gran utilidad para las válvulas de un nuevo motor de gasolina y consiguió
los fondos necesarios para construir un modelo experimental de su máquina
voladora. Renunció a su empleo en la fábrica de goma, dejó de escribir cartas,
y, con esa especie de misterio que parece haber sido una característica
inseparable de todos sus procedimientos, se puso a trabajar en el aparato. Todo
parece indicar que dirigió la fabricación de sus diferentes elementos y que
reunió la mayor parte de los mismos en su habitación de Shoreditch, pero el
montaje final se llevó a cabo en Dymchurch, en el condado de Kent. No construyó
el aparato con las dimensiones necesarias para transportar a un hombre, pero
hizo un uso de lo más ingenioso de lo que en aquel entonces se llamaban ondas
Marconi para controlar el vuelo. La primera incursión aérea de esta nueva
máquina voladora se efectuó sobre unos campos de los alrededores de Burford
Bridge, cerca de Hythe, en Kent, y Filmer siguió y controló el vuelo desde un
triciclo de motor diseñado para tal efecto.
Considerando todas las circunstancias, el vuelo tuvo
un éxito asombroso. El aparato fue transportado en una carreta de Dymchurch a
Burford Bridge, donde se elevó a una altura cercana a los trescientos pies;
desde allí descendió hasta las proximidades de Dymchurch, detuvo su descenso,
se remontó de nuevo, describió un círculo y, finalmente, cayó sin daños
considerables en un campo situado detrás de la posada de Burford Bridge. En el
descenso sucedió algo muy curioso. Filmer abandonó su triciclo, trepó por el
dique intermedio, avanzó unos veinte metros hacia su triunfo, extendió los
brazos con gesticulaciones extrañas y se desplomó sin conocimiento. Más tarde,
todos pudieron recordar la palidez de sus facciones y las muestras de extrema
agitación que habían observado durante el desarrollo de la prueba, cosa que, de
no haber ocurrido el incidente, habrían olvidado. Después, en la posada, Filmer
tuvo un arrebato indescriptible de llanto histérico.
En total no hubo más de veinte testigos del suceso, y
la mayor parte eran hombres sin educación. El médico de New Romney vio el
ascenso, pero no el descenso, pues su caballo se asustó con el aparato
eléctrico del triciclo de Filmer y le ocasionó una terrible caída. Dos miembros
de la policía de Kent contemplaron de forma extraoficial la aventura desde una
carreta. Un tendero que estaba visitando la región en busca de pedidos y dos
señoritas en bicicleta parecen completar la lista de personas instruidas. También
se encontraban presentes dos informadores; uno representaba a un diario de
Folkestone, y el otro no era más que un reportero de cuarta categoría, un
periodista de “simposio”, cuyos gastos, Filmer, ansioso de una publicidad
adecuada –y ahora por fin se daba cuenta de cuál era la forma más adecuada de
conseguir esa publicidad–, había pagado. Era uno de esos escritores que pueden
darle un tono convincente de irrealidad a los sucesos más verosímiles, y su
semicómico relato del acontecimiento apareció en el suplemento de un diario
popular. Pero, por fortuna para Filmer, los métodos coloquiales de este
individuo eran más convincentes. Fue a ofrecer alguna aburrida crónica
adicional sobre el tema a Banghurst, propietario del New Paper y uno de
los hombres mejor dotados y menos escrupulosos del periodismo londinense; y
Banghurst se aprovechó inmediatamente de la situación. El reportero desaparece
de la narración, sin duda muy dudosamente remunerado, y Banghurst, el propio
Banghurst –papada, traje de sarga gris, abdomen, voz, gestos y demás–, aparece
en Dymchurch siguiendo los consejos de su larga e inigualable nariz
periodística. Con una sola mirada había adivinado todo el asunto, lo que era en
ese momento y lo que podría llegar a ser.
El caso es que con su intervención, las
investigaciones de Filmer, mantenidas en secreto tanto tiempo, alcanzaron la
fama. Instantáneamente y de la forma más espléndida se convirtió en un boom.
Cuando uno revuelve los archivos de los periódicos del año 1907, comprueba con
incredulidad lo repentino y delirante que debió de ser el boom en
aquellos días. Los periódicos de julio no saben nada sobre navegación aérea, ni
ven nada en la navegación aérea, manifestando con tan elocuente silencio que
los hombres jamás querrían, podrían o deberían volar. En agosto, la navegación
aérea y los paracaídas, y las tácticas aéreas y el gobierno japonés, y Filmer y
de nuevo la navegación aérea, sustituyen a la guerra de Yunnan y las minas de
oro de la alta Groenlandia en las primeras páginas. Y Banghurst había dado diez
mil libras esterlinas, y, un poco más tarde, cinco mil libras más, y había
consagrado sus ilustres y espléndidos –aunque estériles hasta entonces–
laboratorios privados y una cantidad de acres de los terrenos cercanos a su
residencia privada en las colinas de Surrey a la conclusión enérgica y
fulminante –estilo Banghurst– de una máquina voladora practicable del tamaño
apropiado. Entretanto, a la vista de las multitudes privilegiadas que se
agolpaban en el jardín amurallado de la residencia urbana de Banghurst en
Fulham, Filmer era exhibido en recepciones semanales al aire libre, en las que
ponía a prueba las cualidades de su modelo. Con un costo inicial enorme, pero
con beneficio final, el New Paper ofreció a sus lectores un precioso
documento fotográfico de la primera de estas funciones.
En este punto, la correspondencia entre Arthur Hicks
y su amigo Vance, viene de nuevo en nuestra ayuda.
“Vi a Filmer en el esplendor de su gloria –escribe
con el preciso toque de envidia acorde con su situación de poeta pasado de moda–.
El tipo aparece peinado y afeitado, y vestido a la moda de una Real Institución
de Conferenciantes de Sobremesa, con el último grito en levitas y botines de
charol, y, en general, su comportamiento oscila entre el de un grave y
solitario hombre de ciencia y el de un asustado y tímido patán cruelmente
expuesto al ridículo. No hay el más leve toque de color en la piel de su
rostro; su cabeza sobresale hacia delante y esos extraños y pequeños ojos de
color ámbar espían furtivamente a su alrededor para preservar su fama. Sus
ropas están perfectamente cortadas y, sin embargo, le quedan como si las hubiera
comprado de confección. Todavía habla mascullando entre dientes, pero se
percibe confusamente que dice cosas en tono agresivo, y retrocede
instintivamente hasta las últimas filas de los grupos en cuanto Banghurst
desaparece durante un minuto, y cuando pasea por los prados de Banghurst se
observa que está un tanto sofocado y que se mueve nerviosamente, apretando sus
blancas y débiles manos. Se encuentra en un estado de tensión, de horrible
tensión. Y es el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo…
¡El más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo! Lo que más
choca de él es que no da la impresión de haberse esperado jamás, y en ningún
caso, nada parecido a esto. Banghurst está en todas partes, el enérgico maestro
de ceremonias con su pequeña gran presa, y yo juraría que nos tendrá a todos en
sus tierras antes de que Filmer finalice su ingenio. Ayer había cazado al
primer ministro, y Filmer –¡bendita sea su alma!– no parecía especialmente
inflado, para ser una ocasión tan importante. ¡Imagínatelo! ¡Filmer! ¡Nuestro
oscuro y plebeyo Filmer! ¡La Gloria de la Ciencia Británica! Las duquesas se
apiñan a su alrededor; las hermosas y atrevidas damas de la nobleza –por
cierto, ¿has notado lo perspicaces que se han vuelto las grandes damas?– le
dicen con sus hermosas y claras voces:
“–Oh, Mr. Filmer, ¿cómo ha sido capaz de inventar
esto?
“Los hombres vulgares, que viven al margen de las
cosas, están demasiado aislados para responder ingeniosamente. Uno se imagina
una respuesta al modo de una interview:
“–Trabajando duramente y sin descanso, Madame, y, tal
vez… no lo sé… tal vez, gracias a cierta capacidad personal”.
Hasta aquí el testimonio de Hicks. El suplemento
fotográfico del New Paper está en perfecta armonía con la descripción.
En una de las imágenes, la máquina desciende hacia el río y, debajo de ella, a
través de un claro entre los olmos, aparece el campanario de la iglesia de
Fulham; en otra, Filmer está sentado ante sus baterías de control, y los
hombres poderosos y las mujeres hermosas de la tierra permanecen de pie a su
alrededor, con Banghurst al fondo, que muestra un aire modesto pero decidido.
La instantánea del grupo es extraordinariamente oportuna. Tapando gran parte de
Banghurst, y mirando hacia Filmer con expresión triste y especulativa, aparece
Lady Mary Elkinghorn, todavía hermosa, a pesar de su aire de escándalo y de sus
treinta y ocho años, y, además, la única persona que no parece estar pendiente
de la cámara que está a punto de retratarlos.
Hasta aquí hemos dado muchos detalles superficiales
de la historia de Filmer, pero, al fin y al cabo, son sólo detalles
superficiales. En cuanto a lo que interesa realmente del caso, uno se encuentra
sumido necesariamente en la oscuridad. ¿Cómo se sentía Filmer en aquella época?
¿Cuál era la intensidad de cierto sentimiento desagradable que se alojaba en el
interior de su nueva y elegante levita? Aparecía en los periódicos de medio
penique, en los de penique, en los de seis peniques y publicaciones similares
algo más caras, y era reconocido en el mundo entero como “el más Famoso
Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo”. Había inventado una máquina
voladora factible y, día tras día, la construcción de un modelo de dimensiones
apropiadas se llevaba a cabo en las colinas de Surrey. Y cuando estuviera
terminado, se esperaba, como consecuencia clara e inevitable de haberlo
inventado y realizado –y desde luego, a todo el mundo le parecía indudable y no
había el menor resquicio para la duda en este vaticinio universal–, que el
propio Filmer se subiría a bordo con orgullo y entusiasmo, se remontaría con
ella por los aires y volaría.
Pero ahora sabemos con absoluta certeza que el simple
orgullo y el entusiasmo para afrontar una acción de semejante naturaleza, no
estaban en armonía con la constitución particular de Filmer. En aquel entonces
no se le ocurrió a nadie, pero lo cierto es que así era.
Ahora podemos suponer con entera confianza que la
idea de volar debió originar en su espíritu una constante zozobra durante el
día, y, por una carta que envió a su médico quejándose de un insomnio
persistente, tenemos una sólida razón para suponer que la zozobra dominó
también sus noches. Al fin y al cabo, la idea de revolotear en el vacío a mil
pies de altura, tenía que parecerle a Filmer abominablemente angustiosa,
incómoda y peligrosa.
Ya desde el principio, por la época en que fue
proclamado el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo,
debió haberlo atormentado la visión de acometer una empresa semejante, y con un
vacío inmenso bajo sus pies. Es posible que alguna vez, en su juventud, hubiera
sentido vértigo desde una gran altura, o sufrido una caída excesivamente
desafortunada; o, quizá, el hábito de dormir en una mala postura hubiera
desembocado en la desagradable pesadilla de la caída en el vacío, que todo el
mundo conoce, infundiéndole ese horror. De lo que no cabe la menor sombra de
duda ahora es de la intensidad de ese horror.
Aparentemente, en los primeros tiempos de su
investigación jamás se había planteado la obligación de volar; la máquina había
sido su meta, pero ahora las cosas habían sobrepasado los límites de su meta y,
particularmente, aquella vertiginosa ascensión por los aires. Era un inventor y
había inventado. Pero no era un aeronauta y sólo ahora empezaba a darse cuenta
con claridad de que todo el mundo esperaba que volara. Y sin embargo, por más
que la idea ocupara constantemente su imaginación, no dio ninguna muestra de
ello hasta el último momento. Entretanto, iba de un lado a otro en los
espléndidos laboratorios de Banghurst; era entrevistado y celebrado, vestía a
la moda, comía suculentos manjares y vivía en un piso elegante, pegándose un
atracón de tan espléndida, inmoderada y saludable fama y éxito, como jamás un
hombre, muerto de hambre durante tantos años como él había estado, habría
soñado pegarse.
Las reuniones semanales de Fulham cesaron al cabo de
un tiempo. Cierto día, el modelo se había negado por unos momentos a obedecer
los controles de Filmer, o tal vez éste se distrajera a causa de las
bendiciones de un arzobispo. El caso es que, de repente, en el preciso instante
en que el arzobispo se embarcaba en una cita latina, como si fuera un arzobispo
de novela, el aparato hundió el morro en el aire y fue a caer en la carretera
de Fulham, a tres yardas del caballo de un ómnibus. Durante cosa de un segundo
se mantuvo en suspenso, asombrando a los presentes con su asombroso
comportamiento. Luego se desplomó, estalló en pedazos, y el caballo del ómnibus
fue asesinado accidentalmente.
Filmer se perdió el final de la bendición arzobispal.
Se levantó y se quedó mirando cómo su invento caía fuera del alcance de su
mirada. Sus largas y pálidas manos permanecían aferradas a su inútil aparato.
El arzobispo siguió el recorrido de la mirada de Filmer por el cielo con una
aprensión impropia de un arzobispo.
Después, el estallido, los pitos y el escándalo,
mitigaron la tensión de Filmer.
–¡Dios mío! –susurró, y se sentó.
Casi todos los demás miraban sorprendidos hacia el
cielo para ver por dónde había desaparecido la máquina; algunos corrían hacia
la casa.
La construcción de la máquina grande se aceleró
después de este accidente. Filmer dirigía la construcción, siempre con cierta
lentitud y ademanes muy cuidados, siempre con una preocupación creciente en su
espíritu. Las precauciones que tomó respecto a la resistencia y seguridad del
modelo fueron prodigiosas. A la menor señal de duda detenía todos los trabajos
hasta que la pieza fuera reemplazada. Wilkinson, su ayudante principal, echaba
pestes cada vez que se producían estas interrupciones, la mayor parte de las
cuales, insistía, eran innecesarias. Banghurst ensalzaba la paciente exactitud
de Filmer en el New Paper –aunque lo injuriaba implacablemente cuando
estaba con su mujer– y MacAndrew, el segundo ayudante, acreditaba la sabiduría
de Filmer.
–No queremos que se produzca un fiasco –decía–.
Filmer es extremadamente prudente.
Y siempre que se presentaba una oportunidad, Filmer
explicaba con total precisión a Wilkinson y a MacAndrew cómo tenía que ser
controlado y manejado cada componente de la máquina voladora, de manera que
estuvieran realmente tan capacitados, o más, para conducirla a través de los
cielos cuando llegara el momento.
Ahora pienso que si Filmer, ante esta comedia,
hubiera sido capaz de determinar exactamente cuáles eran sus sentimientos y
adoptar una línea de conducta definida respecto al tema de su ascensión, podría
haber eludido esa penosa prueba con facilidad. Si hubiera tenido esto claro,
podría haber hecho un sinfín de cosas. Seguramente habría encontrado sin
dificultad un especialista que certificara que tenía el corazón débil, o alguna
afección gástrica o pulmonar, para impedir el vuelo –y esta es precisamente la actitud
que no adoptó, lo cual no deja de asombrarme–; o podría, si hubiera sido un
hombre de más carácter, haber declarado simple y llanamente que no tenía
intención de hacer tal cosa. Aunque el terror estaba constantemente presente en
su espíritu, el hecho es que no se planteaba con claridad y precisión el
problema. Supongo que durante todo aquel periodo no dejó de decirse que, cuando
llegara el momento, se encontraría a la altura de las circunstancias. Era como
un hombre paralizado por una grave enfermedad, que dice estar un poco
indispuesto, pero que espera sentirse mejor al cabo de un rato. Entretanto,
retrasaba la terminación de la máquina y dejaba que arraigara y creciera a su
alrededor la presunción de que él iba a tripularla. Incluso aceptó elogios
anticipados por su valor. Y, dejando a un lado sus aprensiones secretas, no
cabe duda de que todas las alabanzas, distinciones y aclamaciones que recibió
le parecieron una droga deliciosa y embriagadora.
Lady Mary Elkinghorn consiguió que las cosas se le
complicaran un poco más.
El origen de aquello fue tema de inagotables
especulaciones para Hicks. Es probable que al principio ella se mostrara un
tanto “amable” con Filmer, haciendo gala de esa imparcial parcialidad tan suya,
y es posible que a sus ojos –y debido al hecho de que se destacara tan
notoriamente mientras dirigía su monstruo hacia los cielos– Filmer hubiera
adquirido una distinción que Hicks no estaba dispuesto a concederle. Sea como
sea, debieron de disponer ambos de un momento de aislamiento, y el gran
Inventor de un momento de valor suficiente para que algo de índole un poco más
personal fuera revelado o declarado entre dientes. De cualquier modo, es
indudable que empezó, y no tardó en ser observado por una clase de gente
acostumbrada a encontrar en los actos de Lady Mary Elkinghorn un motivo de
diversión. Esto complicó las cosas, porque, el estado amoroso en un espíritu
tan virginal como el de Filmer, tenía que reforzar su determinación –si no lo
suficiente, al menos en grado considerable– de afrontar un peligro que le
horrorizaba, y le impediría además cualquier tentativa de evasión que, en
realidad, habría sido lo lógico y natural.
Sigue siendo tema de especulación saber cuáles eran
exactamente los sentimientos de Lady Mary hacia Filmer y lo que realmente
pensaba de él. A los treinta y ocho años, uno puede haber acumulado bastante
sabiduría, y no ser todavía sabio del todo; y, además, la imaginación funciona
aún con actividad suficiente para crear espejismos y aspirar a lo imposible.
Filmer aparecía ante sus ojos como un personaje de capital importancia –y eso
siempre cuenta– y, al parecer, estaba dotado de poderes únicos, al menos en el
aire. Su actuación con el modelo tenía un aire de fascinación que lo equiparaba
con un potente conjuro, y las mujeres han mostrado siempre una insensata
disposición a imaginar que cuando un hombre tiene poderes, ha de tener
necesariamente poder. De este modo, cualquier imperfección en la apariencia o
los modales de Filmer, se convertía en un mérito añadido. Era modesto, odiaba
la ostentación, pero cuando llegara el momento en que se necesitaran verdaderas
cualidades, entonces… ¡entonces se vería!
La difunta Mrs. Bampton creyó prudente comunicar a
Lady Mary su opinión de que Filmer, considerando todas las cosas, era más bien
un “gusano”.
–Ciertamente, es un tipo de hombre que no había
conocido hasta ahora –dijo Lady Mary con imperturbable serenidad.
Y Mrs. Bampton, después de lanzar una rápida e
imperceptible mirada hacia aquella serenidad, decidió que por lo que se refería
a comunicarle sus prevenciones a Lady Mary, había hecho cuanto se podía esperar
de ella. Pero a los demás les dijo un montón de cosas.
Y por fin, sin excesiva o impropia precipitación,
amaneció el día, el gran día, en el que Banghurst había prometido a su público –el
mundo entero en realidad– que la navegación aérea sería definitivamente
dominada y superada. Filmer lo vio amanecer; acechó incluso en la oscuridad
antes de que amaneciera y vio cómo se apagaban las estrellas y cómo los grises
y nacarados tonos rosáceos daban paso al claro azul celeste de un día radiante
y despejado. Lo contempló desde la ventana de su dormitorio situado en el ala
recién construida de la residencia estilo Tudor de Banghurst. Y a medida que
las estrellas se desvanecían y las formas y sustancias de las cosas surgían de
la amorfa oscuridad, debió de ver con creciente claridad los preparativos de la
fiesta en el parque, más allá de los grupos de hayas cercanos al pabellón
verde, las tres tribunas levantadas para los espectadores privilegiados, la
nueva y reluciente valla del recinto, los cobertizos y los talleres, los
mástiles venecianos y los ondeantes pabellones que Banghurst había considerado
indispensables… Y en medio de todas aquellas cosas se destacaba, lánguida y
funesta en la plácida aurora, una gran forma cubierta con una lona. Un extraño
y terrible presagio para la humanidad se ocultaba bajo aquella forma, un
destello inicial que había de propagarse y ensancharse y transformar y dominar
con seguridad todos los acontecimientos de la vida humana; pero es indudable
que Filmer sólo lo veía en aquellos momentos bajo una perspectiva estrecha y
personal. Muchas personas lo oyeron pasearse a altas horas de la noche, pues la
vasta mansión estaba atestada de huéspedes, invitados por su propietario editor
que, ante todo, creía en el aprovechamiento del espacio. Y hacia las cinco de
la mañana, si no antes, Filmer abandonó su habitación y se alejó de la dormida
mansión y deambuló por el parque, donde, a esa hora, no había nada más que la
luz del sol, los pájaros, las ardillas y los gamos. MacAndrew, que era también
un hombre madrugador, se encontró con él cerca de la máquina y se fueron juntos
a echar un vistazo.
No se sabe si Filmer desayunó algo, a pesar de las
recomendaciones de Banghurst. Parece ser que tan pronto como los invitados
empezaron a deambular en número creciente, Filmer se retiró a su habitación. De
allí se fue, a eso de las diez, hacia los setos, probablemente porque había
visto a Lady Mary Elkinghorn. Se paseaba de acá para allá conversando
alegremente con su vieja amiga de colegio, Mrs. Brewis-Craven y, aunque Filmer
no había visto nunca a ésta última, se unió a ellas y paseó a su lado durante
un rato. A pesar de la elocuencia de Lady Mary, se produjeron varios momentos
de silencio. La situación era complicada y Mrs. Brewis-Craven no acertaba a
vencer esa complicación.
–Me dio la impresión –dijo después, incurriendo en
una flagrante contradicción– de que era un ser muy desgraciado, que tenía algo
que decir y, sobre todo, necesitaba que le ayudaran a decirlo. Pero ¿cómo iba
una a ayudarle si no se podía adivinar de qué se trataba?
A las once y media, los recintos reservados para el
público en el parque exterior estaban atestados; había una corriente
intermitente de carruajes a lo largo de la franja que rodeaba el parque, y los
invitados de la casa estaban diseminados por el césped, los setos y las
esquinas del parque interior, en una sucesión de grupos vistosamente ataviados,
atentos todos a la máquina voladora. Filmer paseaba en un grupo de tres, con
Banghurst, que hacía gala de una suprema y visible felicidad, y Sir Theodore
Hickle, presidente de la Sociedad Aeronáutica. Mrs. Banghurst los seguía a poca
distancia, en compañía de Lady Mary Elkinghorn, Georgina Hickle y el deán de
Stays. Banghurst monopolizaba la conversación y Hickle rellenaba inmediatamente
los pocos intersticios que dejaba con observaciones complementarias dirigidas a
Filmer. Y Filmer caminaba entre ellos sin decir una palabra, excepto cuando se
hacía inevitable una respuesta. Detrás, Mrs. Banghurst gozaba de la
conversación admirablemente tramada y proporcionada del deán, con esa
palpitante atención hacia el alto clero que diez años de promoción y supremacía
social no habían podido borrar de su espíritu; y Lady Mary contemplaba, sin
duda con una entera confianza en el hombre que había de desilusionar al mundo,
los hombros caídos de esa clase de hombre que no había conocido hasta entonces.
Cuando el grupo principal llegó a la vista del
público, se produjeron algunos aplausos, tal vez no demasiado unánimes ni
estimulantes. Se habían acercado a unos cincuenta metros del aparato, cuando
Filmer lanzó una impaciente mirada por encima del hombro para medir la
distancia que lo separaba de las mujeres que venían detrás, y se atrevió
entonces a hacer el primer comentario que pronunciaban sus labios desde que
salieron de la mansión. Su voz era un poco ronca, y cortó a Banghurst en medio
de una sentencia sobre el Progreso.
–Oiga, Banghurst –dijo, y se calló.
–¿Sí? –dijo Banghurst.
–Quisiera… –se humedeció los labios–. No me siento
bien.
Banghurst se paró en seco.
–¿Qué? –gritó.
–Una sensación extraña –Filmer hizo ademán de
moverse, pero Banghurst seguía inmóvil–. No sé.
Tal vez me encuentre mejor dentro de un minuto. Si
no… quizá… MacAndrew…
–¿No se encuentra bien? –dijo Banghurst, y clavó su
mirada en el pálido rostro de Filmer–. ¡Querida! –añadió en el preciso instante
en que Mrs. Banghurst se acercaba a ellos–. Filmer dice que no se siente bien.
–Un pequeño malestar –exclamó Filmer, eludiendo la
mirada de Lady Mary–. Puede que se me pase…
Se produjo un silencio.
Filmer pensó que era la persona más desamparada del
mundo.
–En cualquier caso –dijo Banghurst–, la ascensión
debe ser efectuada. Tal vez, si se sentara en algún sitio durante un rato…
–Es por la muchedumbre, creo –dijo Filmer.
Se produjo una segunda pausa. Los ojos de Banghurst
se posaron en Filmer, escrutándolo, y después recorrieron la masa de público
del recinto.
–Qué inoportuno –dijo Sir Theodore Hickle–; pero
todavía… supongo… sus ayudantes… Desde luego, si no se encuentra en condiciones
y está indispuesto…
–No creo que Mr. Filmer permita eso ni por un instante
–dijo Lady Mary.
–Pero si a Mr. Filmer le fallan los nervios… Incluso
puede ser peligroso para él intentarlo… –dijo Hickle, y tosió.
–Precisamente porque es peligroso… –comenzó Lady
Mary, y creyó que había expresado con suficiente claridad su punto de vista y
el de Filmer.
Filmer se debatía entre motivos contradictorios.
–Creo que debo subir –dijo, mirando al suelo.
Levantó la vista y se encontró con los ojos de Lady
Mary.
–Quiero subir –dijo, y le sonrió débilmente.
Después se volvió hacia Banghurst.
–Si pudiera sentarme durante un rato en algún sitio
apartado de la muchedumbre y el sol…
Por fin, Banghurst empezó a comprender el caso.
–Venga a mi habitación del pabellón verde –dijo–.
Allí hace bastante fresco.
Cogió a Filmer del brazo.
Filmer se volvió de nuevo hacia Lady Mary Elkinghorn.
–Me pondré bien en cinco minutos –dijo–. Estoy
tremendamente apenado…
Lady Mary Elkinghorn le sonrió.
–No podía imaginar… –le dijo a Hickle, y cedió a la
fuerza del tirón de Banghurst.
El resto del mundo se quedó mirando a los dos que se
alejaban.
–Es tan frágil –dijo Lady Mary.
–Es un hombre extremadamente nervioso –dijo el deán,
cuya debilidad consistía en considerar “neurótico” a todo el mundo, a excepción
de los clérigos casados y con familia numerosa.
–Desde luego –dijo Hickle–, no es absolutamente
necesario que vuele por el mero hecho de haber inventado…
–¿Podría ser de otra manera? –preguntó Lady Mary, con
una débil mueca de desprecio.
–Ciertamente, sería de lo más desafortunado que
cayera enfermo ahora –dijo Mrs. Banghurst con severidad.
–No se pondrá enfermo –dijo Lady Mary, que había
recibido la mirada de Filmer.
–Se recuperará –decía Banghurst mientras caminaban
hacia el pabellón–. Todo lo que necesita es un trago de brandy. Tiene que ser
usted, ¿comprende? Y será usted… Lo pasará muy mal si permite que otro hombre…
–¡Oh! Quiero hacerlo yo –dijo Filmer–. Me recuperaré.
De hecho, estoy casi dispuesto ahora… ¡No! Creo que primero tendré que tomar
ese trago de brandy.
Banghurst le instaló en la habitación y destapó una
licorera vacía. Después salió en busca de brandy de repuesto. Estuvo fuera
cerca de cinco minutos.
La historia de esos cinco minutos no puede ser
escrita. Los espectadores situados en el ala oriental de las tribunas
levantadas para el público pudieron ver a intervalos la cara de Filmer pegada
contra los cristales de la ventana, mirando hacia el exterior con ojos
desorbitados y, después, alejarse y desvanecerse. Banghurst desapareció
gritando por detrás de la tribuna principal, e inmediatamente apareció el
mayordomo, que se dirigía hacia el pabellón con una bandeja.
La habitación en donde Filmer tomó su última decisión
era una pieza confortable, amueblada de forma muy simple, con muebles de color
verde y un escritorio antiguo, pues Banghurst era sencillo en sus costumbres
privadas. Estaba decorada con pequeños grabados de estilo Morland, y había
también un estante con libros. Pero sucedió que Banghurst había dejado un rifle
pequeño, con el que a veces se entretenía, encima de la mesa, y en una esquina
de la chimenea había una lata que contenía tres o cuatro cartuchos. Mientras
Filmer se paseaba de un lado a otro de la habitación luchando con su
intolerable dilema, se dirigió en primer lugar hacia el insinuante rifle que se
hallaba atravesado sobre el cartapacio que había encima de la mesa, y después
hacia la insinuante etiqueta roja:
.22
LARGO
La idea debió de penetrar en su cerebro en un
instante.
Al parecer, nadie relacionó el sonido con él, aunque
el rifle, al ser disparado en un espacio tan reducido, tuvo que haber resonado
estrepitosamente, y eso que había varias personas reunidas en la sala de
billar, que estaba separada sólo por un delgado tabique de yeso de la
habitación donde se encontraba Filmer. Pero en cuanto el mayordomo de Banghurst
abrió la puerta y percibió el acre olor a humo, comprendió, dijo, lo que había
sucedido. Al menos los sirvientes de la mansión de Banghurst habían presentido
que sucedía algo en el espíritu de Filmer.
Durante toda aquella penosa tarde, Banghurst se
comportó tal y como creía que un hombre había de comportarse al enfrentarse con
un desastre irremediable, y la mayoría de los invitados hicieron bien en no
insistir sobre el hecho –aunque les resultaba imposible disimular ciertas
perspicacias– de que Banghurst había sido timado por el suicida de la forma más
elaborada y completa. El público que llenaba el recinto, según me contó Hicks,
se dispersó “como una fiesta que ha sido echada a perder por un latoso”, y, al
parecer, no había un alma en el tren de regreso a Londres que no supiera desde
el principio que la navegación aérea era una aventura imposible para el hombre.
–Pero, después de haber llegado tan lejos –decían
algunos–, podía haberlo intentado.
Por la noche, cuando se quedó relativamente solo,
Banghurst perdió la serenidad y se desmoronó como un ídolo de barro. Me dijeron
que lloró, lo cual debió de ser un espectáculo impresionante. Y se sabe con
absoluta seguridad que dijo que Filmer había arruinado su vida, y que ofreció y
vendió el aparato completo a MacAndrew por media corona.
–He estado pensando que… –dijo MacAndrew a la
conclusión del negocio, pero se calló.
A la mañana siguiente el nombre de Filmer era por
primera vez menos visible en el New Paper que en cualquier otro diario
del mundo. El resto de los informadores del globo terráqueo, con un énfasis que
variaba de acuerdo con su dignidad y grado de competencia con el New Paper,
proclamaban el “completo fracaso de la Nueva Máquina Voladora” y el “suicidio
del Impostor”. Pero en la región septentrional de Surrey la acogida de las
noticias era mitigada por la percepción de fenómenos aéreos insólitos.
La noche anterior Wilkinson y MacAndrew se habían
enzarzado en una violenta discusión sobre los motivos exactos de la insensata
decisión de su jefe.
–Es cierto que era muy poca cosa, un cobarde, pero en
lo que se refiere a su ciencia, no era un impostor –dijo MacAndrew–, y yo estoy
dispuesto a hacer una demostración práctica de esta verdad, Mr. Wilkinson, tan
pronto como podamos disfrutar de algo de tranquilidad, pues no tengo ninguna fe
en todo este despliegue publicitario para las pruebas experimentales.
Y con este objetivo, mientras el mundo entero se
dedicaba a leer las noticias referentes al fracaso de la nueva máquina
voladora, MacAndrew se elevó hacia los cielos y describió curvas de gran
amplitud y mérito sobre los campos de Epsom y Wimbledon; y Banghurst, que había
recuperado una vez más la esperanza y la energía, sin prestar atención a la
seguridad pública ni al Ministerio de Comercio, seguía de cerca sus evoluciones
e intentaba atraer la atención del aeronauta desde un automóvil, y en pijama –pues
había contemplado la escena de la ascensión en el momento en que levantaba la
persiana de la ventana de su dormitorio–, equipado, entre otras cosas, con una
máquina fotográfica que más tarde se comprobó que estaba estropeada.
Y Filmer yacía sobre la mesa de billar del pabellón
verde con una sábana sobre su cuerpo.
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