Luis Mateo Díez
Un hombre llamado Mortal
vino a la aldea de Cimares y le dijo al primer niño que encontró: avisa al
viejo más viejo de la aldea, dile que hay un forastero que necesita hablar
urgentemente con él.
Corrió el niño
a casa del Viejo Arcino que, como bien sabía todo el mundo en Cimares, tenía
más edad que nadie.
Hay un
forastero que le quiere hablar con mucha urgencia, dijo el niño al Viejo.
Las prisas del
que las tiene suyas son, la edad que yo tengo me la gané viviendo con calma, si
quiere esperar que espere.
El hombre daba
vueltas alrededor de un tilo muy grande que había en la entrada del pueblo.
Cuando volvió el niño y le dijo lo que le había comentado el Viejo Arcino,
estaba muy nervioso.
Es poco el
tiempo que queda, musitó contrariado, una docena más de vueltas al árbol y
termina el plazo.
El niño le
miraba aturdido, el hombre le acarició la cabeza: lo que menos vale de la edad
de un hombre es la infancia, dijo, porque es lo que primero acaba. Luego viene
la juventud, siguió diciendo mientras volvía a dar vueltas, y nada hay más vano
que las ilusiones que en ella se fraguan. El hombre maduro empieza a sospechar
que al hacerse más sabio, más se acerca a la muerte, entendiendo que la muerte
sabe más que nadie y siempre sale ganando. De la vejez nada puedo decir que no
se sepa.
El Viejo
Arcino llegó cuando el hombre estaba a punto de dar la docena de vueltas.
¿Se puede
saber lo que usted desea, y cuál es la razón de tanta prisa?, le requirió.
Soy Mortal,
dijo el hombre, apoyándose exhausto en el tronco del tilo.
Todos los
somos, dijo el Viejo Arcino. Mortal no es un nombre, Mortal es una condición.
¿Y aun así,
aunque de una condición se trate, sería usted capaz de abrazarme?, inquirió el
hombre.
Prefiero besar
a ese niño que darle un abrazo a un forastero, pero si de esa manera queda
tranquilo, no me negaré. No es raro que llamándose de ese modo ande por el
mundo como alma en pena.
Se abrazaron
bajo el tilo.
Mortal de
muerte y mortandad, musitó el hombre al oído del Viejo Arcino. El que no lo
entiende de esta manera lleva las de perder. La encomienda que traigo no es
otra que la que mi nombre indica. No hay más plazo, la edad está reñida con la
eternidad.
¿Tanta prisa
tenías…? inquirió el Viejo, sintiendo que la vida se le iba por los brazos y
las manos, de modo que el hombre apenas podía sujetarlo.
No te quejes
que son pocos los que viven tanto.
No me quejo de
que hayas venido a por mí, me conduelo del engaño con que lo hiciste, y de ver
asustado a ese pobre niño…
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