Julio Cortázar
Adán y raza, azar y nada.
Cosas así para encontrar el rumbo, como ahora lo de atar a la rata,
otro palindroma pedestre y pegajoso, Lozano ha sido siempre un maniático de
esos juegos que no parece ver como tal puesto que todo se le da a la manera de
un espejo que miente y al mismo tiempo dice la verdad, le dice la verdad a
Lozano porque le muestra su oreja derecha, pero a la vez le miente porque Laura
y cualquiera que lo mire verá la oreja derecha como la oreja izquierda de
Lozano, aunque simultáneamente la definan como su oreja derecha; simplemente la
ven a la izquierda, cosa que ningún espejo puede hacer, incapaz de esa
corrección mental, y por eso el espejo le dice a Lozano una verdad y una
mentira, y eso lo lleva desde hace mucho a pensar como delante de un espejo; si
atar a la rata no da más que eso las variantes merecen reflexión, y entonces
Lozano mira el suelo y deja que las palabras jueguen solas mientras que él las
espera como los cazadores de Calagasta esperan a las ratas gigantes para
cazarlas vivas.
Puede seguir así durante horas, aunque en este
momento la cuestión concreta de las ratas no le deja demasiado tiempo para
perderse en las posibles variantes. Que todo eso sea casi deliberadamente
insano no le extraña, a veces se encoge de hombros como si quisiera sacarse de
encima algo que no consigue explicar, con Laura se ha habituado a hablar de la
cuestión de las ratas como si fuera la cosa más normal y en realidad lo es, por
qué no va a ser normal cazar ratas gigantes en Calagasta, salir con el pardo Illa
y con Yarará a cazar ratas. Esa misma tarde tendrán que acercarse de nuevo a
las colinas del norte porque pronto habrá un nuevo embarque de ratas y hay que
aprovecharlo al máximo, la gente de Calagasta lo sabe y anda a las batidas por
el monte aunque sin acercarse a las colinas, y las ratas también lo saben, por
supuesto, y cada vez es más difícil campearlas y sobre todo capturarlas vivas.
Por todas
esas cosas a Lozano no le parece nada absurdo que la gente de Calagasta viva
ahora casi exclusivamente de la captura de las ratas gigantes, y es en el
momento en que prepara unos lazos de cuero muy delgado y que le salta el
palindroma de atar a la rata y se queda con un lazo quieto en la mano, mirando
a Laura que cocina canturreando, y piensa que el palindroma miente y dice la
verdad como todo espejo, claro que hay que atar a la rata porque es la única
manera de mantenerla viva hasta enjaularla(s) y dárselas a Porsena que estiba
las jaulas en el camión que cada jueves sale para la costa donde espera el
barco. Pero también es una mentira porque nadie ha atado jamás una rata gigante
como no sea metafóricamente, sujetándola del cuello con una horquilla y
enlazándola hasta meterla en la jaula, siempre con las manos bien lejos de la
boca sanguinolenta y de las garras como vidrios manoteando el aire. Nadie atará
nunca a una rata, y menos desde la última luna en que Illa, Yarará y los otros
han sentido que las ratas desplegaban nuevas estrategias, se volvían aún más
peligrosas por invisibles y agazapadas en refugios que antes no empleaban, y
que cazarlas se va a volver cada vez más difícil ahora que las ratas los
conocen y hasta los desafían.
–Todavía
tres o cuatro meses –le dice Lozano a Laura, que está poniendo los platos en la
mesa bajo el alero del rancho–. Después podremos cruzar al otro lado, las cosas
parecen más tranquilas.
–Puede ser –dice
Laura–, en todo caso mejor no pensar, cuántas veces nos ha ocurrido
equivocarnos.
–Sí. Pero
no nos vamos a quedar siempre aquí cazando ratas.
–Es mejor
que pasar al otro lado a destiempo y que las ratas seamos nosotros para ellos.
Lozano ríe,
anuda otro lazo. Es cierto que no están tan mal, Porsena paga al contado las
ratas y todo el mundo vive de eso, mientras sea posible cazarlas habrá comida
en Calagasta, la compañía danesa que manda los barcos a la costa necesita cada
vez más ratas para Copenhague, Porsena cree saber que las usan para
experiencias de genética en los laboratorios. Por lo menos que sirvan para eso,
dice a veces Laura.
Desde la
cuna que Lozano ha fabricado con un cajón de cerveza viene la primera protesta
de Laurita. El cronómetro, la llama Lozano, el lloriqueo en el segundo exacto
en que Laura está terminando de preparar la comida y se ocupa del biberón. Casi
no necesitan un reloj con Laurita, les da la hora mejor que el bip-bip de la
radio, dice riéndose Laura que ahora la levanta en brazos y le muestra el
biberón, Laurita sonriente y ojos verdes, el muñón golpeando en la palma de la
mano izquierda como en un remedo de tambor, el diminuto antebrazo rosado que
termina en una lisa semiesfera de piel; el doctor Fuentes (que no es doctor
pero da igual en Calagasta) ha hecho un trabajo perfecto y no hay casi huella
de cicatriz, como si Laurita no hubiera tenido nunca una mano ahí, la mano que
le comieron las ratas cuando la gente de Calagasta empezó a cazarlas a cambio
de la plata que pagaban los daneses y las ratas se replegaron hasta que un día
fue el contraataque, la rabiosa invasión nocturna seguida de fugas vertiginosas,
la guerra abierta, y mucha gente renunció a cazarlas para solamente defenderse
con trampas y escopetas, y buena parte volvió a cultivar la mandioca o a
trabajar en otros pueblos de la montaña. Pero otros siguieron cazándolas,
Porsena pagaba al contado y el camión salía cada jueves hacia la costa, Lozano
fue el primero en decirle que seguiría cazando ratas, se lo dijo ahí mismo en
el rancho mientras Porsena miraba la rata que Lozano había matado a patadas
mientras Laura corría con Laurita a lo del doctor Fuentes y ya no se podía
hacer nada, solamente cortar lo que quedaba colgando y conseguir esa cicatriz
perfecta para que Laurita inventara su tamborcito, su silencioso juego.
Al pando Illa no le molesta que Lozano juegue
tanto con las palabras, quién no es loco a su manera, piensa el pardo, pero le
gusta menos que Lozano se deje llevar demasiado y por ahí quiera que las cosas
se ajusten a sus juegos, que él y Yarará y Laura lo sigan por ese camino como
en tantas otras cosas lo han seguido en esos años desde la fuga por las
quebradas del norte después de las masacres. En esos años, piensa Illa, ya ni
sabemos si fueron semanas o años, todo era verde y continuo, la selva con su
tiempo propio, sin soles ni estrellas, y después las quebradas, un tiempo
rojizo, tiempo de piedra y torrentes y hambre, sobre todo hambre, querer contar
los días o las semanas era como tener todavía más hambre, entonces habían
seguido los cuatro, primero los cinco pero Ríos se mató en un despeñadero y
Laura estuvo a punto de morirse de frío en la montaña, ya que estaba de seis
meses y se cansaba pronto, tuvieron que quedarse vaya a saber cuánto
abrigándola con fuegos de pasto seco hasta que pudo caminar, a veces el pardo
Illa vuelve a ver a Lozano llevando a Laura en brazos y Laura no queriendo,
diciendo que ya está bien, que puede caminar, y seguir hacia el norte, hasta la
noche en que los cuatro vieron las lucecitas de Calagasta y supieron que por el
momento todo iría bien, que esa noche comerían en algún rancho aunque después
los denunciaran y llegara el primer helicóptero a matarlos. Pero no los
denunciaron, ahí ni siquiera conocían las posibles razones para denunciarlos,
ahí todo el mundo se moría de hambre como ellos hasta que alguien descubrió a
las ratas gigantes cerca de las colinas y Porsena tuvo la idea de mandar una
muestra a la costa.
–Atar a la rata no es más que atar a la rata –dice
Lozano–. No tiene ninguna fuerza porque no te enseña nada nuevo y porque además
nadie puede atar a una rata. Te quedas como al principio, esa es la joda con los
palindromas.
–Ajá –dice el
pardo Illa.
–Pero si lo
pensás en plural todo cambia. Atar a las ratas no es lo mismo que atar a la rata.
–No parece muy
diferente.
–Porque ya no
vale como palindroma –dice Lozano–. Nomás que ponerlo en plural y todo cambia, te
nace una cosa nueva, ya no es el espejo o es un espejo diferente que te muestra
algo que no conocías.
–¿Qué tiene
de nuevo?
–Tiene que atar
a las ratas te da Satarsa la rata.
–¿Satarsa?
–Es un nombre,
pero todos los nombres aíslan y definen. Ahora sabes que hay una rata que se llama
Satarsa. Todas tendrán nombres, seguro, pero ahora hay una que se llama Satarsa.
–¿Y qué ganas
con saberlo?
–Tampoco sé,
pero sigo. Anoche pensé en dar vuelta el asunto, desatar en vez de atar. Y en cuanto
pensé en desatarlas vi la palabra al revés y daba sal, rata, sed. Cosas nuevas,
fíjate, la sal y la sed.
–No tan nuevas
–dice Yarará que escucha de lejos–, aparte de que siempre andan juntas.
–Ponele –dice
Lozano–, pero muestran un camino, a lo mejor es la única manera de acabar con ellas.
–No las acabemos
tan pronto –se ríe Illa–, de qué vamos a vivir si se acaban.
Laura trae el
primer mate y espera, apoyándose un poco en el hombro de Lozano. El pardo Illa vuelve
a pensar que Lozano juega demasiado con las palabras, que en una de ésas se va a
bandear del todo, que todo se va a ir al diablo.
Lozano también
lo piensa mientras prepara los lazos de cuero, y cuando se queda solo con Laura
y Laurita les habla de eso, les habla a las dos como si Laurita pudiera comprender
y a Laura le gusta que incluya a su hija, que estén los tres más juntos mientras
Lozano les habla de Satarsa o de cómo salar el agua para acabar con las ratas.
–Para atarlas
de veras –se ríe Lozano–. Fijate si no es curioso, el primer palindroma que conocí
en mi vida también hablaba de atar a alguien, no se sabe a quién, pero a lo mejor
ya era Satarsa. Lo leí en un cuento donde había muchos palindromas pero solamente
me acuerdo de ése.
–Me lo dijiste
una vez en Mendoza, creo, se me ha borrado.
–Atale, demoníaco
Caín, o me delata –dice cadenciosamente Lozano, casi salmodiando para Laurita que
se ríe en la cuna y juega con su ponchito blanco.
Laura asiente,
es cierto que ya están queriendo atar a alguien en ese palindroma, pero para atarlo
tienen que pedírselo nada menos que a Caín. Tratándolo de demoniaco por si fuera
poco.
–Bah –dice Lozano–,
la convención de siempre, la buena conciencia arrastrándose en la historia desde
el vamos, Abel el bueno y Caín el malo como en las viejas películas de cowboys.
–El muchacho
y el villano –se acuerda Laura casi nostálgica.
–Claro que si
el inventor de ese palindroma se hubiera llamado Baudelaire, lo de demoniaco no
sería negativo, sino todo lo contrario. ¿Te acordás?
–Un poco –dice
Laura–. Raza de Abel, duerme, bebe y come, Dios te sonríe complacido.
–Raza de Caín,
repta y muere miserablemente en el fango.
–Sí, y en una
parte dice algo como raza de Abel, tu carroña abonará el suelo humeante, y después
dice raza de Caín, arrastra a tu familia desesperada a lo largo de los caminos,
algo así.
–Hasta que las
ratas devoren a tus hijos –dice Lozano casi sin voz.
Laura hunde
la cara en las manos, hace ya tanto que ha aprendido a llorar en silencio, sabe
que Lozano no va a tratar de consolarla, Laurita sí, que encuentra divertido el
gesto y se ríe hasta que Laura baja las manos y le hace una mueca cómplice. Ya va
siendo la hora del mate.
Yarará piensa que el pardo Illa tiene razón y que
en una de esas la chifladura de Lozano va a acabar con esa tregua en la que por
lo menos están a salvo, por lo menos viven con la gente de Calagasta y se quedan
ahí porque no se puede hacer otra cosa, esperando que el tiempo aplaste un poco
los recuerdos del otro lado y que también los del otro lado se vayan olvidando de
que no pudieron atraparlos, de que en algún lugar perdido están vivos y por eso
culpables, por eso la cabeza a precio, incluso la del pobre Ruiz despeñado de un
barranco hace tanto tiempo.
–Es cuestión
de no seguirle la corriente –piensa Illa en voz alta–. Yo no sé, para mí siempre
es el jefe, tiene eso, comprendes, no sé qué, pero lo tiene y a mí me basta.
–Lo jodió la
educación –dice Yarará–. Se la pasa pensando o leyendo, eso es malo.
–Puede. Yo no
sé si es eso, Laura también fue a la facultad y ya ves, no se le nota. No me parece
que sea la educación, lo que lo pone loco es que estemos embretados en este agujero,
y lo que pasó con Laurita, pobre gurisa.
–Vengarse –dice
Yarará–. Lo que quiere es vengarse.
–Todos queremos
vengarnos, unos de los milicos y otros de las ratas, es difícil guardar la cabeza
fresca.
A Illa se le
ocurre que la locura de Lozano no cambia nada, que las ratas siguen ahí y que es
difícil cazarlas, que la gente de Calagasta no se anima a ir demasiado lejos porque
se acuerdan de los cuentos, del esqueleto del viejo Millán o de la mano de Laurita.
Pero también ellos están locos, y sobre todo Porsena con el camión y las jaulas,
y los de la costa y los daneses están todavía más locos gastando plata en ratas
para vaya a saber qué. Eso no puede durar mucho, hay chifladuras que se cortan de
golpe y entonces será de nuevo el hambre, la mandioca cuando haya, los chicos muriéndose
con las barrigas hinchadas. Por eso mejor estar locos, al fin y al cabo.
–Mejor estar
locos –dice Illa, y Yarará lo mira sorprendido y después se ríe, asiente casi.
–Cuestión de
no seguirle el tren cuando la empieza con Satarsa y la sal y esas cosas, total no
cambia nada, él es siempre el mejor cazador.
–Ochenta y dos
ratas –dice Illa–. Le batió el récord a Juan López, que andaba en las setenta y
ocho.
–No me hagas
pasar calor –dice Yarará–, yo con mis treinta y cinco apenas.
–Ya ves –dice
Illa–, ya ves que él siempre es el jefe, por donde lo busques.
Nunca se sabe bien cómo llegan las noticias, de
golpe hay alguien que sabe algo en el almacén del turco Adab, casi nunca indica
la fuente, pero la gente vive tan aislada que las noticias llegan como una bocanada
del viento del oeste, el único capaz de traer un poco de fresco y a veces de lluvia.
Tan raro como las noticias, tan breve como el agua que acaso salvará los cultivos
siempre amarillos, siempre enfermos. Una noticia ayuda a seguir tirando, aunque
sea mala.
Laura se entera
por la mujer de Abad, vuelve al rancho y la dice en voz baja como si Laurita pudiera
comprender, le alcanza otro mate a Lozano que lo chupa despacio, mirando el suelo
donde un bicho negro progresa despacio hacia el fogón. Alargando apenas la pierna
aplasta al bicho y termina el mate, lo devuelve a Laura sin mirarla, de mano a mano
como tantas veces, como tantas cosas.
–Habrá que irse
–dice Lozano–. Si es cierto, estarán muy pronto aquí.
–¿Y adonde?
–No sé, y aquí
nadie lo sabrá tampoco, viven como si fueran los primeros o los últimos hombres.
A la costa en el camión, supongo, Porsena estará de acuerdo.
–Parece un chiste
–dice Yarará, que arma un cigarrillo con lentos movimientos de alfarero–. Irnos
con las jaulas de las ratas, date cuenta. ¿Y después?
–Después no
es problema –dice Lozano–. Pero hace falta plata para ese después. La costa no es
Calagasta, habrá que pagar para que nos abran camino al norte.
–Pagar –dice
Yarará–. A eso habremos llegado, tener que cambiar ratas por la libertad.
–Peor son ellos
que cambian la libertad por ratas –dice Lozano.
Desde su rincón
donde se obstina en remendar una bota irremediable, Illa se ríe como si tosiera.
Otro juego de palabras, pero hay veces en que Lozano da en el blanco y entonces
casi parece que tuviera razón con su manía de andar dando vuelta los guantes, de
verlo todo desde la otra punta. La cábala del pobre, ha dicho alguna vez Lozano.
–La cuestión
es la gurisa –dice Yarará–. No nos podemos meter en el monte con ella.
–Seguro –dice
Lozano–, pero en la costa se puede encontrar algún pesquero que nos deje más arriba,
es cuestión de suerte y de plata.
Laura le tiende
un mate y espera, pero ninguno dice nada.
–Yo pienso que
ustedes dos deberían irse ahora –dice Laura sin mirar a nadie–. Lozano y yo veremos,
no hay por qué demorarse más, váyanse ya por la montaña.
Yarará enciende
un cigarrillo y se llena la cara de humo. No es bueno el tabaco de Calagasta, hace
llorar los ojos y le da tos a todo el mundo.
–¿Alguna vez
encontraste una mujer más loca? –le dice a Illa.
–No, che. Claro
que a lo mejor quiere librarse de nosotros.
–Váyanse a la
mierda –dice Laura dándoles la espalda, negándose a llorar.
–Se puede conseguir
suficiente plata –dice Lozano–. Si cazamos bastantes ratas.
–Si cazamos.
–Se puede –insiste
Lozano–. Es cosa de empezar hoy mismo, irnos a buscarlas. Porsena nos dará la plata
y nos dejará viajar en el camión.
–De acuerdo
–dice Yarará–, pero del dicho al hecho ya se sabe.
Laura espera,
mira los labios de Lozano como si así pudiera no verle los ojos clavados en una
distancia vacía.
–Habrá que ir
hasta las cuevas –dice Lozano–. No decirle nada a nadie, llevar todas las jaulas
en la carreta del tape Guzmán. Si decimos algo nos van a salir con lo del viejo
Millán y no van a querer que vayamos, ya sabes que nos aprecian. Pero el viejo tampoco
les dijo nada esa vez y fue por su cuenta.
–Mal ejemplo
–dice Yarará.
–Porque iba
solo, porque le fue mal, por lo que quieras. Nosotros somos tres y no somos viejos.
Si las acorralamos en la cueva, porque yo creo que es una sola cueva y no muchas,
las fumigamos hasta hacerlas salir. Laura nos va a cortar esa piel de vaca para
envolvernos bien las piernas arriba de las botas. Y con la plata podemos seguir
al norte.
–Por las dudas
llevamos todos los cartuchos –le dice Illa a Laura–. Si tu marido tiene razón habrá
ratas de sobra para llenar diez jaulas, y las otras que se pudran a tiro limpio,
carajo.
–El viejo Millán
también llevaba la escopeta –dice Yarará–. Pero claro, era viejo y estaba solo.
Saca el cuchillo
y lo prueba en un dedo, va a descolgar la piel de vaca y empieza a cortarla en tiras
regulares. Lo va a hacer mejor que Laura, las mujeres no saben manejar cuchillos.
El zaino tira siempre hacia la izquierda, aunque
el tobiano aguanta y la carreta sigue abriendo una vaga huella, derecho al norte
en los pastizales; Yarará tiende más las riendas, le grita al zaino que sacude la
cabeza como protestando. Ya casi no hay luz cuando llegan al pie del farallón, pero
de lejos han visto la entrada de la cueva dibujándose en la piedra blanca; dos o
tres ratas los han olido y se esconden en la cueva mientras ellos bajan las jaulas
de alambre y las disponen en semicírculo cerca de la entrada. El pardo Illa corta
pasto seco a machetazos, bajan estopa y kerosene de la carreta y Lozano va hasta
la cueva, se da cuenta de que puede entrar agachando apenas la cabeza. Los otros
le gritan que no sea loco, que se quede afuera; ya la linterna recorre las paredes
buscando el túnel más profundo por el que no se puede pasar, el agujero negro y
moviente de puntos rojos que el haz de luz agita y revuelve.
–¿Qué haces
ahí? –le llega la voz de Yarará–. ¡Salí, carajo!
–Satarsa –dice
Lozano en voz baja, hablándole al agujero desde donde lo miran los ojos en torbellino–.
Salí vos, Satarsa, salí rey de las ratas, vos y yo solos, vos y yo y Laurita, hijo
de puta.
–¡Lozano!
–Ya voy, nene
–dice despacio Lozano. Elige un par de ojos más adelantados, los mantiene bajo el
haz de luz, saca el revólver y tira. Un remolino de chispas rojas y de golpe nada,
capaz que ni siquiera le dio. Ahora solamente el humo, salir de la cueva y ayudar
a Illa que amontona el pasto y la estopa, el viento los ayuda; Yarará acerca un
fósforo y los tres esperan al lado de las jaulas; Illa ha dejado un pasaje bien
marcado para que las ratas puedan escapar de la trampa sin quemarse, para enfrentarlas
justo delante de las jaulas abiertas.
–¿Y a esto le
tenían miedo los de Calagasta? –dice Yarará–. Capaz que el viejo Millán se murió
de otra cosa y se lo comieron ya fiambre.
–No te fíes
dice Illa.
Una rata salta
afuera y la horquilla de Lozano la atrapa por el cuello, el lazo la levanta en el
aire y la tira en la jaula; a Yarará se le escapa la que sigue, pero ahora salen
de a cuatro o cinco, se oyen los chillidos en la cueva y apenas tienen tiempo de
atrapar a una cuando ya cinco o seis resbalan como víboras buscando evitar las jaulas
y perderse en el pastizal. Un río de ratas sale como un vómito rojizo, allí donde
se clavan las horquillas hay una presa, las jaulas se van llenando de una masa convulsa,
las sienten contra las piernas, siguen saliendo montadas las unas sobre las otras,
destrozándose a dentelladas para escapar al calor del último trecho, desbandándose
en la oscuridad. Lozano, como siempre, es el más rápido, ya ha llenado una jaula
y va por la mitad de la otra, Illa suelta un grito ahogado y levanta una pierna,
hunde la bota en una masa moviente, la rata no quiere soltar y Yarará con su horquilla
la atrapa y la enlaza, Illa putea y mira la piel de vaca como si la rata estuviera
todavía mordiendo. Las más enormes salen al final, ya no parecen ratas y es difícil
hundirles la horquilla en el pescuezo y levantarlas en el aire; el lazo de Yarará
se rompe y una rata escapa arrastrando el pedazo de cuero, pero Lozano grita que
no importa, que apenas falta una jaula, entre Illa y él la llenan y la cierran a
golpes de horquilla, empujan los pasadores, con ganchos de alambre las alzan y las
suben a la carreta y los caballos se espantan y Yarará tiene que sujetarlos por
el bocado, hablarles mientras los otros trepan al pescante. Ya es noche cerrada
y el fuego empieza a apagarse.
Los caballos huelen las ratas y al principio hay
que darles rienda, se largan al galope como queriendo hacer pedazos la carreta,
Yarará tiene que sofrenarlos y hasta Illa ayuda, cuatro manos en las riendas hasta
que el galope se rompe y vuelven a un trote intermitente, la carreta se desvía y
las ruedas se enredan en piedras y malezas, atrás las ratas chillan y se destrozan,
de las jaulas viene ya el olor a sebo, a mierda líquida, los caballos lo huelen
y relinchan defendiéndose del bocado, queriendo zafarse y escapar, Lozano junta
las manos con las de los otros en las riendas y ajustan poco a poco la marcha, coronan
el monte pelado y ven asomar el valle, Calagasta con tres o cuatro luces apenas,
la noche sin estrellas, a la izquierda la lucecita del rancho en medio del campo
como hueco, alzándose y bajando con las sacudidas de la carreta, apenas quinientos
metros, perdiéndose de golpe cuando la carreta entra en la maleza donde el sendero
es puro latigazo de espinas contra las caras, la huella apenas visible que los caballos
encuentran mejor que las seis manos aflojando poco a poco las riendas, las ratas
aullando y revolcándose a cada sacudida, los caballos resignados, pero tirando como
si quisieran llegar ya, estar ya ahí donde los van a soltar de ese olor y esos chillidos
para dejarlos irse al monte y encontrarse con su noche, dejar atrás eso que los
sigue y los acosa y los enloquece.
–Te vas volando
a buscar a Porsena –le dice Lozano a Yarará–, que venga en seguida a contarlas y
a darnos la plata, hay que arreglar para salir de madrugada con el camión.
El primer tiro
parece casi en broma, débil y aislado, Yarará no ha tenido tiempo de contestarle
a Lozano cuando la ráfaga, llega con un ruido de caña seca rompiéndose en mil pedazos
contra el suelo, una crepitación apenas más fuerte que los chillidos de las jaulas,
un golpe de costado y la carreta desviándose a la maleza, el zaino a la izquierda
queriendo arrancarse a los tirones y doblando las manos, Lozano y Yarará saltando
al mismo tiempo, Illa del otro lado, aplastándose en la maleza mientras la carreta
sigue con las ratas aullando y se para a los tres metros, el zaino pateando en el
suelo, todavía sostenido a medias por el eje de la carreta, el tobiano relinchando
y debatiéndose sin poder moverse.
–Córtate por
ahí –le dice Lozano a Yarará.
–Pa qué mierda
–dice Yarará–. Llegaron antes, ya no vale la pena.
Illa se les
reúne, alza el revólver y mira la maleza como buscando un claro. No se ve la luz
del rancho, pero saben que está ahí, justo detrás de la maleza, a cien metros. Oyen
las voces, una que manda a gritos, el silencio y la nueva ráfaga, los chicotazos
en la maleza, otra buscándolos más abajo a puro azar, les sobran balas a los hijos
de puta, van a tirar hasta cansarse. Protegidos por la carreta y las jaulas, por
el caballo muerto y el otro que se debate como una pared moviente, relinchando hasta
que Yarará le apunta a la cabeza y lo liquida, pobre tobiano tan guapo, tan amigo,
la masa resbalando a lo largo del timón y apoyándose en las arcas del zaino, que
todavía se sacude de tanto en tanto, las ratas delatándolos con chillidos que rompen
la noche, ya nadie las hará callar, hay que abrirse hacia la izquierda, nadar brazada
a brazada en la maleza espinosa, echando hacia adelante las escopetas y apoyándose
para ganar medio metro, alejarse de la carreta donde ahora se concentra el fuego,
donde las ratas aúllan y claman como si entendieran, como vengándose, no se puede
atar a las ratas, piensa Illa, tenías razón mi jefe, me cago en tus jueguitos, pero
tenías razón, puta que te parió con tu Satarsa, cuánta razón tenías, conchetumadre.
Aprovechar que la maleza se adelgaza, que hay diez
metros en que es casi pasto, un hueco que se puede franquear revolcándose de lado,
las viejas técnicas, rodar y rodar hasta meterse en otro pastizal tupido, levantar
bruscamente la cabeza para abarcarlo todo en un segundo y esconderse de nuevo, la
lucecita del rancho y las siluetas moviéndose, el reflejo instantáneo de un fusil,
la voz del que da órdenes a gritos, la balacera contra la carreta que grita y aúlla
en la maleza. Lozano no mira de lado ni hacia atrás, ahí hay solamente silencio,
hay Illa y Yarará muertos o acaso como él resbalando todavía entre las matas y buscando
un refugio, abriendo picada con el ariete del cuerpo, quemándose la cara contra
las espinas, ciegos y ensangrentados topos alejándose de las ratas, porque ahora
sí son las ratas, Lozano las está viendo antes de sumirse de nuevo en la maleza,
de la carreta llegan los chillidos cada vez más rabiosos pero las otras ratas no
están ahí, las otras ratas le cierran el camino entre la maleza y el rancho, y aunque
la luz sigue encendida en el rancho, Lozano sabe ya que Laura y Laurita no están
ahí, o están ahí pero ya no son Laura y Laurita ahora que las ratas han llegado
al rancho y han tenido todo el tiempo que necesitaban para hacer lo que habrán hecho,
para esperarlo como lo están esperando entre el rancho y la carreta, tirando una
ráfaga tras otra, mandando y obedeciendo y tirando ahora que ya no tiene sentido
llegar al rancho, y sin embargo otro metro, otro revolcón que le llena las manos
de espinas hirvientes, la cabeza asomándose para mirar, para ver a Satarsa, saber
que ése que grita instrucciones es Satarsa y todos los otros son Satarsa y enderezarse
y tirar la inútil andanada de perdigones contra Satarsa, que bruscamente gira hacia
él y se tapa la cara con las manos y cae hacia atrás, alcanzado por los perdigones
que le han llegado a los ojos, le han reventado la boca, y Lozano tirando el otro
cartucho contra el que vuelve la ametralladora hacia él y el blando estampido de
la escopeta ahogado por la crepitación de la ráfaga, las malezas aplastándose bajo
el peso de Lozano que cae de boca entre las espinas que se le hunden en la cara,
en los ojos abiertos.
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