Adolfo Bioy Casares
Yo
había dicho que las diferencias de temperamento que descubre cada cual entre
hombres y mujeres, en definitiva, son las que descubre cada cual en el trato
con su mujer y, en definitiva, son las que hay entre cualquiera y su prójimo.
–No sé –contestó alguien en aire de duda.
–Lo que sabemos todos –concluyó otro– es que uno vive
solo, deseando encuentros imposibles.
–Eso es verdad –afirmó el del aire de duda; ahora, con
ágil seguridad, tomó la palabra para no soltarla–. Vean, si no, lo que me pasó un
invierno, años atrás. Las obligaciones me retuvieron por tres o cuatro días en el
Tandil. Despaché el trabajo la primera mañana, pero resolví quedarme hasta el regreso
de un ingeniero de la firma, que andaba por el Sur.
Era un invierno muy crudo; fuera de la cama usted no se
hallaba en caja. Me sobraba el tiempo, y como no podía pasar la vida acostado, intenté
una recorrida turística por parajes pintorescos; el frío, tras acortarla notablemente,
me introdujo en un cinematógrafo, de donde me corrió a los pocos minutos, para devolverme
al hotel. Allí entre té y cognac, a cada rato yo me levantaba del asiento
y palpaba los radiadores, para cerciorarme de que la calefacción estaba encendida.
Increíblemente, estaba encendida.
La segunda tarde, luego de un breve ensayo de matar el
rato en un bar, que resultó deprimente, no me moví del hotel. El Palace, con sus
columnas blancas y sus carnosas plantas en maceta, me agrada, porque reproduce,
en una escala menor, de buen gusto, los grandes hoteles de la belle époque;
pero ¿quién no recuerda el poemita del pájaro cautivo y la jaula de oro? Mi jaula,
por otra parte, era de frío, de impaciencia y de tedio. La rueda del tiempo se había
detenido. Yo leía los diarios hasta aprenderlos de memoria, amén del anuncio de
un remate-feria, de fecha vencida, pinchado en la pared, y aquel otro de los rotarianos,
que recomendaba: Visite Tandil. Divagué en pleno día como un desvelado en
la mitad de la noche y me figuré de pronto, ustedes no lo creerán, que el único
refugio para olvidar el aburrimiento era una aventura con una mujer.
Como me faltaba la mujer, en el comedor miré a las que
ocupaban las mesas vecinas, por lo general señoras formales, abocadas al alimento
propio y de chicuelos que correteaban en derredor, y vigilé, a lo largo de interminables
horas, en el salón de lectura, con la impertérrita paciencia del pescador de caña,
la puerta giratoria y el quiosco de hierros forjados del ascensor, otras tantas
loterías cuyos premios no estimularon mi esperanza. Intuí entonces la interesante
verdad de que las mujeres lindas no andan sueltas por el territorio de la República,
sino que están reunidas en dos o tres lugares. Acababa de formular la regla, cuando
descubrí la excepción. No la trajo el ascensor ni entró por la puerta giratoria.
Estaba, como puesta por un mago, en un sillón, a mis espaldas. El puro instinto,
o algún movimiento de Olga, me indujo a volver la cabeza y a mirar.
–Dormías –explicó afectuosamente–. Parecías alerta, un
centinela, pero yo pasé a tu lado y no te desperté.
Olga es una muchacha muy linda. Atrae por el pelo rubio,
la tonalidad y perfección de la piel, la nobleza de facciones y una grave diafanidad
en la mirada, que guarda armonía con su alma recta, nunca pedante ni hostil. Es
buena persona. A mí las buenas personas me gustan: todas pertenecen, lo he descubierto
con extraordinaria lentitud, a la verdadera élite de la gente superior. En
cuanto a la seguridad de que uno al arrimarse no recibirá mordiscos ni zarpazos,
no importa demasiado, porque estamos en la vida dispuestos a cualquier cosa, pero
tiene su mérito.
–¿Qué haces en el Tandil? –preguntó.
Tras explicar, pregunté:
–Y tú, ¿qué haces?
–Estoy esperando a mi marido –contestó–. Fue a revisar
un campo en Juárez. Le llevará el día entero.
Sonreí intencionalmente o, mejor dicho, tontamente. Antes
de casarse ella, pareció probable un amor entre nosotros. No pasó nada, no volví
a verla, pero tampoco la olvidé. Quiero decir que al recordar a Olga, este centenar
de kilos de carne de hombre, oscura e hirsuta, suspira. No sé si ustedes me entienden.
Me miró en los ojos, de una manera abierta, que valoré
como prueba de la franqueza y de la naturalidad de las mujeres. Le devolví la mirada
y comenté:
–Con este frío, uno no está en caja… –tras una vacilación,
concluí rápidamente–, en ninguna parte.
–¿Frío, aquí, en el hotel? –preguntó.
–En el mundo entero –respondí con sinceridad–. ¿No tomarías
un cognac o, mucho mejor, un té bien calentito?
–Un cognac –dijo.
Fuimos al bar. Mientras bebíamos el primer copón, advertí
o imaginé que sus ojos se detenían, más de una vez, en los míos. Adelanté una pregunta
bastante segura:
–¿Cómo te trata la vida?
La vida trata mal a todos, a casi todos. Por eso me sorprendió
la respuesta de Olga.
–Demasiado bien.
Por si quedaba la posibilidad de un distingo entre vida
y matrimonio, intenté una segunda pregunta, una pregunta que no falla, salvo con
gente pequeña, de amor propio enorme.
–Y con tu marido, ¿cómo te va?
–¡Cómo quieres que me vaya! –exclamó.
–Claro, claro. Mi corazón no me engañaba.
Me interrumpió a tiempo.
–Es un hombre extraordinario –explicó–. Me gustaría que
lo conocieras.
–No pido otra cosa –aseguré con hipocresía.
–Da vergüenza decirlo: me adora. No merezco tanta suerte.
–Tanta suerte –repetí con desconsuelo.
Entendí que yo estaba de más, como el médico ante un paciente
en perfecta salud, y tuve ganas de retirarme cuanto antes. Olga –ella sí que es
una persona extraordinaria– adivinó mi estado de ánimo.
–Perdóname –pidió–. Nada de peor gusto que elogiar a un
hombre ante otro. Se ven como rivales y no dudes que en un toro encontraría uno
mayor comprensión. Pero tú y yo, qué embromar, podemos dejar de lado la etiqueta
y hablar francamente. Lo necesito tanto.
Con la última frase me desarmó. Quedé a la disposición
de Olga, para lo que quisiera. Se lo dije. Tomándome las manos –no, no me las tomó,
pero la efusión del momento correspondía al ademán–, mirándome en los ojos, murmuró:
–Gracias –después oí tres palabrejas que ya no esperaba–.
No soy feliz.
Tuve que recurrir al coraje para aventurar la afirmación:
–Tú no quieres a tu marido.
–Con toda el alma –replicó.
–¿Y él? ¿No me dijiste que te quiere?
–Claro que me quiere.
–¿Entonces?
–¿Cómo, entonces? ¡Por eso mismo! ¿No entiendes?
–No, no entiendo –contesté con rabia.
Como si yo no estuviera, como si hablara para sí misma,
declaró:
–Le di una prueba de cariño.
De repente recordé. Decía la verdad Olga. Era una historia
de una deuda de honor. ¿Cómo pude olvidarla? Quizá recorramos la vida solos, existan
muy poco los otros… Olga me había enamorado, se la llevó el individuo aquel y traté
de borrarla de la memoria. Me creí perseguido por su recuerdo; pero muy pronto empecé
a olvidar lo que me contaban de ella. A lo mejor olvidé esa historia, porque probaba
que Olga quería a su marido; a lo mejor, porque olvidamos todo. El marido era un
jugador incurable. (Parece que después Olga lo curó, con mano suave, pero segura,
me dijeron). Una noche el individuo perdió más de lo que tenía, y como no conocía
otro honor que el de las deudas de honor, a la mañana quiso pagar. Lo que se llama
desprendida, Olga nunca fue –lo son pocas mujeres–, pero sacrificó buena parte de
su fortuna para que el marido pagara. Una prueba de amor verdadera, porque en tales
deudas no creía y en el dinero sí.
Pidió otro cognac. ¡La rapidez con que las mujeres
beben y fuman! Se alejó el mozo; Olga habló tristemente:
–No soy digna –dijo.
–¿De tu marido? –pregunté. Me incorporé, busqué un espejo;
como resultó demasiado grande para traerlo, con la mano lo señalé y grité a media
voz–: ¡Mírate!
Sonrió. Era más linda aún cuando sonreía. Gravemente continuó:
–No soy digna. Tú has vivido, debes entender. Quiero decir
que soy indigna.
Yo le aseguré que entendía, pero no bastante para ayudarla,
y que desde luego no creía en ayudas de amigos ni de nadie. No por falta de voluntad,
sino por la soledad de cada uno. ¿Me explico? Entonces me refirió la historia, un
tanto sórdida, de su caída. Por una circunstancia que se me escapó, una tarde quedó
no sé dónde, con un hombre extraordinariamente grosero y absurdo…
–Un hombre que por el aspecto no más –dijo– toda mujer
desprecia. Creo que era peletero. No tengo nada contra los peleteros. Quiero que
te lo imagines: gordo, rubio, sobre todo calvo, de cara sudada, con lentes de oro.
Y de pronto yo estaba en sus brazos. Porque sí, nada más que porque sí.
–¿Volviste a verlo?
–¿Cómo te imaginas? Nunca. Pero si lo viera sería igual.
No existe. ¿No te digo que no existe?
–Entonces –respondí– tampoco existe tu famosa caída.
Alegué que no era injusto considerar el hecho como ocurrido
en un sueño y opiné que ella no debía atribuirle trascendencia alguna.
–Tan fácil –protestó.
–¿Cómo ese vertiginoso instante conmovería tu amor, firme
y real como una roca? Por otra parte –argumenté– no está lejos la hora en que la
sociedad, los hombres, revisemos la idea de traición. ¡Traición! ¡Qué palabra desmedida!
No está lejos la hora en que nuestras más crudas novelas de amor se vuelvan totalmente
ilegibles por ridículas. La gente no entenderá la gravedad con que tratamos las
traiciones. Verá esta cuestión como una manía de nuestros novelistas, una manía
inexplicable, como la del honor de las mujeres, tan localizado en un punto, que
interesaba a los clásicos. No demos importancia a hechos que no la tienen. El amor
no es eso. No es un juego, no es una ficción ridícula. Cuando queremos de verdad…
He olvidado cómo concluí el párrafo, pero doy fe de que
dije “uno está por encima” y de que eché mano del adjetivo “inconmovible”.
Yo proponía tales argumentos con mayor elocuencia que
ahora y, ebrio de lógica, había cerrado los ojos; recuerdo perfectamente que antes
de reabrirlos pensé: “Voy a recoger el triunfo”; pero recuerdo también que entonces
tuve la primera duda y que me pregunté: “¿No saldrá ella con mejores razones?”.
¡Tantas veces me ocurrió esto con las mujeres! Como si realmente poseyeran una mayor
sabiduría sobre lo esencial de la vida, cuando creemos que sólo un milagro nos mostraría
las cosas bajo otra luz, las mujeres con naturalidad operan el milagro, dan razones
que reconocemos como verdaderas, razones que anonadan las nuestras, que nos dejan
a la altura de niños teóricos, un poco estúpidos, porque hablan de lo que no saben.
Olga, cuándo no, suavemente movía la cabeza. Con extrema
dulzura, como si de veras hablara con un niño, respondió:
–No, mi querido. Lo que dices está bien, en abstracto;
en la realidad, no. ¿Cómo no descubriste todavía que en el amor intervienen sentimientos,
no razones, y que a los sentimientos no los maneja la voluntad? Por lo mismo, no
hay que razonar demasiado el amor. Con la religión, es lo más real que tenemos,
pero no te pongas a razonarlos, porque no queda nada o, peor aun, se vuelven, como
tú dices, ridículos. Probablemente el amor sea un juego; en los juegos hay que respetar
las reglas. En todo caso, es algo muy delicado: no lo manosees, como lo he manoseado
yo, porque lo estropeas irremediablemente.
Me acuerdo que pensé: No aprendo. Como otras veces, por
orgullo del intelecto, yo había caído en el error de imaginar la vida, el mundo,
del todo transparentes a la razón, y, como otras veces, una mujer me señalaba que
siempre queda para cada cosa un fanal de bruma, un margen inexplicable.
–El gran amor –porfié– no es tan débil. Porque lo soples
no cae. Aguanta. Está por encima.
Argumenté y protesté con ímpetu creciente, porque me habían
convencido. Olga notaba, quién lo duda, que mi dialéctica sonaba a hueco.
Insistió todavía:
–Ah, si pudiera volver al momento anterior y reanudar
el camino sin el revolcón infame.
Me conmovió el auténtico tono de dolor. ¡Qué no hubiera
dado por consolarla! Para mí, Olga ya no era una mujer deseada, sino una hermana
triste. Apelé a toda mi energía mental para encontrar cuanto antes el argumento
incontrovertible. Mientras buscaba algo mejor pregunté:
–¿Cómo una caída fortuita puede contaminar el afecto?
–El afecto, no –dijo–, pero el amor no es únicamente afecto.
Como agudamente observó el negro Acosta, las mujeres tienen
otra complejidad. Nosotros, entregados al inmediato asunto debatido, olvidamos que
un poco más allá suele estar el verdadero móvil.
–Todo minuto –anuncié, al fin, en aire triunfal– toda
hora, todo día te aleja, y si perseveras, aquel momento se perderá de vista, muy
pronto, en el olvido.
–¿Si persevero? –preguntó con un ligero sobresalto–. ¿En
qué?
–¿En qué? –repetí para ganar tiempo, porque la explicación
me parecía redundante y molesta–. En el amor por tu marido, en la fidelidad, en
todo lo que no me conviene, qué diablos.
Yo descontaba que mi estúpido exabrupto arrancaría siquiera
una sonrisa. De ningún modo. No exagero: me pareció que de pronto Olga se había
cansado mortalmente. Como si le costara un gran esfuerzo, protestó:
–Después de aquello, ahora, para mí no tiene sentido la
fidelidad. ¿Entiendes?
Entendía, desde luego, pero ella misma, tan perfectamente
me había persuadido, que al rato yo no podía, ¿cómo diré?, prevalerme de su infortunio.
Hubo un revuelo por el lado de la recepción. Alguien había
llegado. No me cabe duda de que Olga y yo compartimos una misma expectativa. Cuando,
por fin, entrevimos al viajero, Olga comentó con alivio:
–No podía ser mi marido. Ya te dije que tiene para todo
el día en ese campo.
–¿Dónde pasó lo del peletero?
–En el hotel de…
No pregunten si mencionó el Azul o Las Flores, porque
el punto preciso ¿qué importa? Les diré, en cambio, que al responder me miró en
los ojos, un poco –la palabra es fuerte para algo tan fugaz– provocativamente.
Hubo un silencio en que oí el segundero de mi reloj. De
manera visible Olga se entristeció. Ahí estaba, al alcance de la mano. –Dios mío,
triste era más linda aún–, y reflexioné que si la perdía esa tarde probablemente
la perdería para siempre.
–Vamos a tomar otro cognac –anuncié.
Tal vez ustedes imaginen que tuve, por jactancia, el propósito
de castigarla. Se equivocan. Firmemente creo que ella habló de corazón, que fue
sincera en todos los momentos. A mí me faltó agilidad para pasar de una idea a otra,
y seguirla. Por eso la perdí, nada más.
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