Mario Cuenca Sandoval
No digo que el asunto
sobre el que disertó no fuera estimulante, en absoluto. Las relaciones entre
materia y conciencia pueden constituir una excusa ideal para devanarse los
sesos, aunque a mí se me hace difícil creer que una proyección mental pueda
materializarse. Me refiero a que por más que uno ansíe lucir el tórax de un
Aquiles, no bastará con desearlo.
Como digo, el tema tenía su miga, pero yo no
podía apartar la mirada de aquella mano; su mano derecha, si es que podía
llamarse así, pues recordaba en todo a la pinza de un bogavante. Y eso que
durante su disertación gesticuló siempre con la otra, la izquierda, que sí era
una verdadera mano. Con todo, uno no podía evitar mirar de soslayo la derecha,
con esa misma inquietud con la que los peces parecen mirar todas las cosas.
Al término de la conferencia, cuando nos
acercamos a felicitar al conferenciante, el decoro nos impidió preguntar por el
percance y por la elección de tan extravagante injerto, más aún por su utilidad
para los juegos amorosos. Cómo se abotonaba la camisa o cómo reunía la pasta en
el tenedor eran temas delicados, y nos cuidamos mucho de herir los sentimientos
de nuestro ilustre invitado.
El caso es que durante el café posterior tuvimos
ocasión de observar que se las arreglaba bastante bien para sostener la taza
con aquella pinza roja. Parecía que siempre la hubiera llevado consigo. Cuando
el profesor Tal, que siempre destacó por su estilo cínico, se burló de la
interpretación del Principio de Incertidumbre que el conferenciante nos había
ofrecido, fue necesaria la fuerza de cinco hombres para separar aquella pinza
roja de su cuello.
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